Capítulo trece

WILL NUNCA HABÍA SIDO ALGUIEN QUE se enfadara fácilmente, pero, cuando lo hacía, tardaba mucho en que se le pasase el enfado. No tenía la costumbre de tirar las cosas, ni de dar puñetazos a nada, ni tampoco solía levantar la voz. De hecho, normalmente le sucedía lo contrario. Se quedaba callado y guardaba silencio. Era como si sus cuerdas vocales se paralizasen. Se lo guardaba todo dentro, ya que por experiencia había aprendido que si decía lo que pensaba, especialmente a las personas de mal carácter, alguien solía acabar malherido.

Esa forma de expresar sus enfados también le había acarreado sus consecuencias. Su obstinado silencio hizo que le expulsasen de la escuela en más de una ocasión. Hacía unos años, Amanda lo había trasladado a las regiones más recónditas de las montañas del norte de Georgia por negarse a responder a sus preguntas. En otra ocasión, no le dirigió la palabra a Angie durante tres días por miedo a decirle algunas cosas que luego no podría borrar. Habían vivido, dormido, cenado y hecho de todo sin dirigirse la palabra durante setenta y dos horas. Si hubiese una prueba en los Juegos Olímpicos que consistiera en no abrir la boca, no habría tenido ningún problema en llevarse la medalla de oro.

El problema, sin embargo, no estribaba en no haberle hablado a Amanda durante las cinco horas que estuvieron viajando en coche hasta la prisión de Coastal. Lo preocupante es que la intensidad de su rabia no se disipaba. Nunca había odiado tanto a un ser humano como cuando Amanda le dijo que, dicho sea de paso, habían estado a punto de asesinar a Sara. Y ese odio no se le iría tan fácilmente. Seguía esperando ese clic que le indicaba que la rabia había desaparecido, que la olla había dejado de hervir, pero no llegaba. Incluso en aquel momento en que Amanda recorría de un lado para otro la vacía sala de espera como un pato en una galería de tiro, notaba esa rabia ardiendo en su interior.

Lo peor es que deseaba hablar. Se moría por hacerlo. Quería decirle las cosas claras y ver su cara desmoronarse cuando se diese cuenta de que realmente la detestaba por lo que le había hecho. Nunca había sido una persona rencorosa, pero ahora deseaba hacerle todo el daño posible.

Amanda dejó de andar y se puso las manos en las caderas.

—No sé lo que te habrán dicho, pero enfurruñarse no es una cualidad muy atractiva en un hombre.

Will miró al suelo. Había surcos en el linóleo hechos por las mujeres y los niños que habían desperdiciado sus fines de semana esperando para visitar a los hombres que estaban en las celdas.

—Por norma —dijo Amanda—, sólo permito que alguien me llame así una vez. Y te advierto que ya has agotado esa posibilidad.

Era obvio que no se había quedado completamente callado. Cuando Amanda le contó lo que le había pasado a Sara, le llamó esa palabra que empezaba por la misma letra que Amanda, pero no en español.

—¿Qué quieres, Will? ¿Una disculpa? —Soltó una carcajada—. De acuerdo, lo siento. Te pido disculpas por no dejar que te distrajeses de tu trabajo. Te pido disculpas por no dejar que te volasen la cabeza. Te pido disculpas por…

La boca se le movió sola.

—¿Te importaría callarte?

—¿Cómo dices?

Will no repitió sus palabras. No le importaba si le había oído o no, si su trabajo peligraba o si le iba a castigar de nuevo por rebelarse contra ella. Jamás había vivido una agonía como la de aquella tarde. Habían estado sentados fuera del maldito almacén durante una hora antes de que la policía de Doraville les dejase marchar. Will comprendía que los detectives quisiesen hablar con ellos. Había dos cadáveres, y agujeros de balas por todos lados. Habían encontrado un montón de ametralladoras ilegales en un estante de la trastienda. Había una enorme caja fuerte en la oficina de Julia Ling con la puerta abierta y muchos billetes de cien dólares tirados por el suelo. No era fácil ver una escena como ésa y dejar marchar a los dos testigos. Había que rellenar formularios y responder a muchas preguntas. Will tuvo que declarar, y luego esperar a que Amanda hiciera lo mismo. Parecía como si ella se hubiese tomado su tiempo. Mientras tanto, él había estado sentado en el coche, observando cómo hablaba con los detectives y sintiendo que el corazón se le salía del pecho.

Había tenido el teléfono muchas veces en la mano. ¿Debía llamar a Sara? ¿Debía dejarla sola? ¿Le necesitaba? ¿Acaso no le llamaría si fuese así? Necesitaba verla. Si la veía, sabría cómo reaccionar, y haría lo que le pidiese. La rodearía con sus brazos, le besaría las mejillas, el cuello, la boca. Haría que se sintiese mejor.

O se quedaría allí, de pie, en el pasillo, como un gilipollas toqueteándole la mano.

Amanda chasqueó los dedos para llamar su atención. Will no levantó la mirada, pero, aun así, ella le habló:

—Tu contacto de emergencia es Angela Polaski, o quizá debería decir Angie Trent, puesto que es tu esposa. —Se detuvo un instante para comprobar el efecto que eso le producía—. ¿Sigue siendo tu esposa?

Will movió la cabeza. Jamás había deseado tanto pegarle a una mujer.

—¿Qué esperabas de mí, Will?

Él continuó moviendo la cabeza.

—¿Que te dijese que la doctora Linton (la cual no sé lo que es para ti, si tu amante, tu novia o tu amiga) tenía problemas? ¿Y luego qué? ¿Lo dejamos todo para que podáis echaros miraditas tiernas?

Will se levantó. No estaba dispuesto a seguir soportando aquello. Si hacía falta, regresaría haciendo autostop a Atlanta.

Amanda suspiró como si todo el mundo estuviese en su contra.

—El alcaide llegará en un momento. Necesito que te pongas las pilas para poder prepararte para tu conversación con Roger Ling.

Will la miró por primera vez desde que salieron del hospital.

—¿Quién? ¿Yo?

—Él pidió hablar específicamente contigo.

Era algún tipo de truco, pero no sabía qué pretendía.

—¿Y cómo sabe mi nombre?

—Imagino que se lo dijo su hermana.

Por lo que Will sabía, Julia Ling seguía desaparecida.

—¿Llamó a la prisión?

Amanda cruzó los brazos.

—Roger Ling está en una celda de aislamiento por esconderse una navaja de afeitar en el recto. No puede recibir ni llamadas ni visitas.

En la cárcel, el aislamiento nunca había impedido que el servicio de mensajería funcionase. Se encontraron muchos teléfonos móviles dentro de las paredes durante una huelga de presos que hubo el año anterior, y The New York Times recibió infinidad de llamadas de los internos con sus peticiones.

—¿Y ha preguntado por mí específicamente?

—Sí, Will. La petición vino a través de su abogado. Pidió verte a ti específicamente. —Luego añadió—: Por supuesto, me llamaron primero. Nadie sabe quién coño eres, salvo Roger.

Él se sentó en la silla. Notaba que la mandíbula se le ponía tensa. Volvía a querer guardar silencio. Podía percibirlo como una sombra acechándole por detrás.

—¿Quién crees que es el policía que se cruzó con la doctora Linton en el hospital?

Will negó con la cabeza. No quería seguir pensando en Sara. Se ponía enfermo al recordar la experiencia por la que había tenido que pasar. Sola.

—¿Quién crees que es? —repitió ella.

Volvió a chasquear los dedos para atraer su atención, y él levantó la cabeza. Deseaba romperle la mano.

—No lo hagas por mí. Se trata de Faith y de conseguir que su madre regrese. Y ahora dime: ¿quién crees que es ese policía?

Will se aclaró la voz.

—¿De qué conoces a toda esa gente?

—¿A qué gente?

—Héctor Ortiz. Roger Ling. Julia Ling. Perry, el guardaespaldas que conduce un Mercedes. ¿De qué conoces tan bien a toda esa gente?

Amanda se quedó callada, preguntándose si debía responder. Finalmente cedió.

—Ya sabes que trabajé con Evelyn. Fuimos cadetes juntas. Éramos compañeras antes de que se cansasen de que resolviésemos todos los casos. —Movió la cabeza al recordarlo—. Ésos eran los que estaban en el otro bando. Drogas, violaciones, asesinatos, negociaciones con rehenes, casos de la mafia y de organizaciones corruptas, blanqueo de dinero. A eso se dedicaban durante todo el tiempo que estuvimos juntas. Y fue mucho tiempo.

—¿Has presentado algún caso contra ellos?

Había cincuenta sillas en la habitación, pero Amanda se sentó en la que estaba justo a su lado.

—Ignatio Ortiz y Roger Ling no sólo subieron a lo más alto, sino que pasaron por encima de muchos. Dejaron a su paso muchos cadáveres. Y lo más triste es que en su momento eran personas normales y agradables que iban a la iglesia los domingos y trabajaban el resto de la semana. —Amanda volvió a mover la cabeza, y Will dedujo por sus palabras que eso le traía unos recuerdos que prefería olvidar. Aun así, prosiguió—: Ya sabes que la palabra «clase baja» se refiere a la parte de la sociedad que menos se ve, pero también a la más vulnerable, la parte más débil. Es de la que se aprovechan monstruos como Roger Ling e Ignatio Ortiz. La adicción, la pobreza, la codicia y la desesperación. Cuando aprenden la forma de explotar a esa gente, ya no retroceden. Se curtieron a base de hacerles encargos a los traficantes cuando tenían doce años. Cometieron asesinatos antes de que tuvieran la edad suficiente para tomarse una copa en un bar. Cortaron muchos cuellos, apalearon a mujeres ancianas e hicieron de todo con tal de ascender y quedarse con el poder. ¿Por qué tengo amistad con ellos? Pues porque les conozco. Sé quiénes son, cómo piensan y cómo sienten. Pero te garantizo que ellos a mí no. No tienen ni la más puñetera idea de quién soy, y he pasado toda mi vida procurando que así sea.

Will optó por andarse con pies de plomo.

—Pero conocen a Evelyn.

—Sí —admitió Amanda—. Creo que sí.

Él se apoyó sobre el respaldo de la silla. Que lo admitiera le resultó sorprendente. No sabía qué decir. Por desgracia, o puede que afortunadamente, ella no le dio la oportunidad.

Juntó las manos. El tiempo de las confidencias se había acabado.

—Y ahora hablemos del policía con el que se encontró Sara en el hospital.

Will trataba de comprender lo que acababa de decirle. Durante unos instantes se había olvidado por completo de Sara.

—Chuck Finn —dijo Amanda.

Will apoyó la cabeza sobre la pared. Notó el frío del cemento en el cuero cabelludo.

—Fue policía —dijo—, y eso no se olvida por mucha heroína que te metas. Es alto, y probablemente habrá adelgazado mucho por su adicción. Sara no le habría recordado por la foto de su ficha. Y seguro que fuma; la mayoría de los yonquis lo hacen.

—¿Crees que Chuck Finn dedujo por lo que le dijo Sara que Marcellus Estévez podría vivir y por eso envió a Franklin Heeney para matarle?

—¿No piensas lo mismo?

Amanda no respondió de inmediato. Will se dio cuenta de que seguía pensando en lo que le había dicho sobre Evelyn Mitchell.

—Ya no sé lo que creer, Will. Ésa es la pura verdad.

Parecía cansada. Tenía la espalda encorvada. Poco a poco, comenzaba a recuperar la objetividad. Rebobinó la conversación que habían mantenido, preguntándose qué había hecho que admitiese que Evelyn Mitchell no estaba del todo limpia. Jamás había visto a Amanda dar su brazo a torcer. Había una parte de él que sentía lástima por ella; otra parte le decía que jamás se le presentaría una oportunidad como ésa. Aprovechó ese momento de debilidad.

—¿Por qué no te dispararon al salir del almacén?

—Soy la directora adjunta del GBI. Eso es muy grave.

—Ya han secuestrado a una agente de policía con muchas condecoraciones. Te dispararon dentro del almacén. Mataron a Castillo. ¿Por qué no te mataron a ti?

—No lo sé, Will. —Se frotó los ojos—. Creo que nos vimos en medio de una especie de guerra.

Will miraba fijamente el póster que había en la pared sobre el proyecto Metanfetaminas. Una mujer sin dientes y con la piel llena de costras le devolvía la mirada. Se preguntó si ése era el aspecto que tenía la mujer que le dijo a Sara que había un tipo tirado al lado del contenedor. ¿Cuánto tiempo había transcurrido antes de que muriese Marcellus Estévez y Franklin Heeney forcejease con Sara en el suelo amenazándola con cortarle la cara con un escalpelo?

Minutos. Diez como mucho.

Will no podía resistirlo. Apoyó los codos sobre las rodillas y se puso las manos en la cabeza.

—Deberías habérmelo dicho. —Oyó una voz a lo lejos gritándole que se callase, pero no podía hacerlo—. No tenías ningún derecho a hacerme eso.

Amanda suspiró profundamente.

—Puede, pero también puede que hiciese bien callándome. Es la primera vez, así que lo siento. Si fuese la segunda, entonces, si quieres, te cabreas conmigo. Necesito que hablemos de todo esto. Tengo que averiguar qué está sucediendo. Y si no quieres hacerlo por mí, hazlo por Faith.

Su voz sonaba tan desesperada como él. Al parecer, lo que había pasado ese día había acabado con ella por completo. Will se sentía muy molesto, pero, por mucho que la odiase, no podía ser cruel.

Además, en algún momento había sonado ese clic. No lo había notado, pero durante los últimos diez minutos su rabia había empezado a disiparse. Por eso, ahora, cuando pensaba en lo que le había hecho respecto a Sara, sentía una profunda rabia en lugar de un odio atroz.

Respiró profundamente y echó el aire mientras se apoyaba sobre el respaldo.

—De acuerdo. Tenemos que asumir que todos los muertos trabajaban en la tienda de Julia Ling, algunos legalmente, otros no, pero todos haciendo toda clase de negocios.

—¿Crees que Ling-Ling envió a Ricardo Ortiz a Suecia para recoger la heroína?

—No, creo que Ricardo fue por su cuenta. Me parece que convenció a los más jóvenes y les hizo pensar que podían quitarle el negocio a Ling-Ling. Decidió ir a Suecia. —Will miró su reloj. Eran casi las siete en punto—. Le torturaron. Probablemente, Benny Choo.

—¿Entonces por qué no le sacaron la droga y se fueron con ella?

—Porque les dijo dónde podían obtener más dinero.

—Evelyn.

—Es lo que dije al principio. —Se giró hacia Amanda—. Chuck Finn mencionó en una de las sesiones de grupo en Healing Winds con Hironobu Kwon que su antigua jefe guardaba un montón de dinero. Retrocedamos hasta ayer por la mañana. Ricardo tiene el estómago lleno de heroína, y Benny Choo le está dando la del pulpo. Su amigo Hironobu Kwon dice que sabe de dónde pueden sacar algo de dinero para salir de su situación. —Will se encogió de hombros—. Van a casa de Evelyn. Benny Choo va con ellos para evitar que se escapen. El problema es que no encuentran el dinero, y Evelyn no les dice dónde está.

—Quizá no esperaban encontrarse con Héctor Ortiz. Ricardo reconocería al primo de su padre.

Will quería preguntarle qué hacía Héctor Ortiz con Evelyn, pero no deseaba que Amanda le mintiese en ese momento.

—Ricardo Ortiz sabía que matar a Héctor causaría muchos problemas. Ya le había dado la espalda a su propio padre traficando con heroína. Ling-Ling le anda buscando porque ha descubierto que Ricardo la ha traicionado a ella también. La banda de Ricardo no encuentra el dinero en casa de Evelyn, y ella no habla. Ricardo se da cuenta en ese momento de que su vida no vale gran cosa. Tiene el estómago lleno de bolas que no puede vender. Le han dado una paliza que lo ha dejado medio muerto, y Benny Choo le apunta con una pistola en la cabeza. —Will pasó por alto la declaración que había hecho Faith sobre su enfrentamiento con Choo y Ortiz—. Lo último que dijo Ricardo fue «Almeja». Así es como llamó Julia Ling a Evelyn, ¿no es verdad? ¿Cómo sabía Ricardo eso?

—Supongo que, si tu teoría se basa en que todo vino por Chuck Finn, entonces puede que se lo dijese él.

—¿Por qué lo último que dijo Ricardo fue el nombre de Evelyn?

—Es su apodo. Me sorprendería que supiese su verdadero nombre —explicó Amanda—. No sólo los delincuentes se ponen apodos. Si trabajas en Estupefacientes durante un tiempo, seguro que te ponen uno. A veces tus mismos compañeros terminan por llamarte así. «Hip» y «Hop» eran abreviaturas de sus apellidos. A Boyd Spivey le llamaban «el Martillo», y a Chuck Finn, «el Pez». —Amanda se rio, como si fuese un chiste privado—. Roger Ling se hizo famoso por inventarse eso de «Almeja», lo que resultaba curioso hasta que nos dimos cuenta de que no hablaba ni una palabra de su lengua materna. El mandarín, por si quieres saberlo.

—¿Y a ti cómo te llamaban?

—Yo no trabajo en Estupefacientes.

—Pero te conocen.

—Me llaman Wag. Abreviatura de Wagner.

Will no la creyó.

—¿Por qué Roger Ling quiere hablar conmigo?

Amanda soltó una carcajada.

—No creerás que eres el único de esta prisión que me odia.

Se oyó un fuerte zumbido y el ruido de muchas puertas abriéndose y cerrándose. Dos guardias entraron en la sala de espera, seguidos de un joven con las gafas de Harry Potter y el pelo caído haciendo juego. Obviamente, no era uno de los viejos amigos de Amanda. Llevaba coderas de terciopelo en la chaqueta de pana y una corbata de algodón. Tenía una mancha encima del bolsillo de la camisa y olía a tortitas.

—Jimmy Kagan —dijo estrechándoles la mano—. Directora adjunta, no sé qué hilos habrá movido, pero es la primera vez en seis años que llevo de alcaide que me hacen volver a mi puesto de trabajo a estas horas de la noche.

Amanda había recuperado la serenidad y se comportaba como de costumbre. Era como una actriz metiéndose en su personaje.

—Le agradezco su cooperación, alcaide Kagan. Todos tenemos que poner de nuestra parte.

—Yo no he tenido elección —admitió él, indicando a los guardias que abriesen la puerta para entrar en la prisión. Los condujo por un largo pasillo andando con cierta premura—. No voy a interrumpir todo el sistema por mucho que hable con quien quiera por teléfono. Agente Trent, usted tendrá que regresar a las celdas. Ling ha estado aislado durante la última semana. Puede hablar con él a través de la abertura que hay en la puerta. Imagino que sabe con el tipo de persona que está tratando, pero le diré una cosa: yo no estaría en la misma habitación con Roger Ling ni aunque me pusiesen una pistola en la cabeza. De hecho, me aterra pensar que eso me pueda suceder algún día.

Amanda enarcó una ceja.

—Habla usted como si los primates fueran los dueños de la prisión.

Kagan la miró como si fuese una ilusa o estuviese loca. Dirigiéndose a Will, dijo:

—En el sistema penitenciario de Estados Unidos, al menos la mitad de los internos han sido diagnosticados de alguna enfermedad mental.

Will asintió. Conocía las estadísticas. Todas las prisiones juntas del país compraban más Prozac que cualquier otra institución.

—Algunos son peores que otros —añadió Kagan—. Ling es el peor de los peores. Deberían encerrarlo en una clínica mental y tirar la llave.

Otra puerta se abrió y se cerró.

Kagan le dijo lo que debía hacer.

—No se acerque a la puerta. No crea que está a salvo porque esté a un brazo de distancia. Se las sabe todas y es muy habilidoso con las manos. La cuchilla que le encontramos en el culo estaba envuelta en una funda que se había fabricado con cuerdas que había hecho con las sábanas. Tardó dos meses. Y le trenzó una estrella de los Yellow Rebels, como una broma, un juego. La debió pintar con orina.

Kagan se detuvo delante de otra puerta y esperó a que se abriese.

—No sé de dónde sacó la cuchilla de afeitar. Se pasa en su celda veintitrés horas al día, y sale al patio solo. No tiene visitas, y los guardias le tienen un miedo atroz. —La puerta se abrió y continuó caminando—. Si dependiese de mí, dejaría que se pudriese en el agujero. Estará aislado otra semana, a menos que haga otra barbaridad, lo cual no me extrañaría.

El alcaide se detuvo delante de una serie de puertas metálicas. Cuando la primera de ellas se abrió, entraron.

—La última vez que lo metimos en el agujero, el guardia que lo envió allí fue atacado al día siguiente. Nunca encontramos al responsable, pero el guardia perdió un ojo. Se lo arrancaron con la mano.

La puerta que había a sus espaldas se cerró. La que tenía delante se abrió.

—Tendremos cámaras vigilándole, señor Trent, pero le advierto de que nuestro tiempo de respuesta es de sesenta y un segundos, algo más de un minuto. No podemos hacerlo más rápido. Tengo un equipo de asalto preparado por si sucede algo. —Le dio una palmada en la espalda y añadió—: Buena suerte.

Había un guardia esperándole. El hombre tenía la misma expresión de miedo que los que estaban en el corredor de la muerte. Era como mirarse en un espejo.

Will se giró en dirección a Amanda. Había roto el silencio en la sala de espera para que le pudiese explicar lo que debía hablar con Roger Ling, pero ahora se daba cuenta de que no le había dado ningún consejo.

—¿Quieres ayudarme desde aquí?

Quid pro quo[*], Clarice. No regreses sin alguna información que nos sea útil.

Will recordó una vez más que la odiaba.

El guardia le hizo una señal para que entrase. La puerta se cerró detrás de ellos.

—Quédese cerca de las paredes —dijo el hombre—. Si ve que le arroja algo, tápese los ojos y cierre la boca. Probablemente sea mierda.

Will trató de caminar como si no tuviese los testículos por corbata. Las luces estaban apagadas en las celdas, pero el pasillo estaba bien iluminado. El guardia se pegó a la pared, lejos de los prisioneros. Will hizo lo mismo. Podía sentir las miradas siguiéndole a medida que pasaban por las celdas. Se oía un ruido extraño a sus espaldas, producido por los pequeños trozos de papel atados con cuerdas que los presos se pasaban entre sí. Mentalmente enumeró todas las formas de contrabando en las celdas: punzones hechos con los cepillos de dientes y los peines, cuchillos fabricados con trozos de metal robados en la cocina, heces y orina mezclados en una taza para fabricar bombas de gas, trozos de una sábana enrollada para hacer un látigo con una cuchilla en los extremos.

Llegaron a otra serie de puertas dobles. Cuando se abrieron las primeras, entraron. Al cerrarse éstas, se abrieron las segundas.

Se acercaron hasta una puerta sólida con un cristal a nivel de los ojos. El guardia sacó una anilla pesada de llaves y encontró la adecuada. La metió dentro del cerrojo que había en la pared. Se oyó un estruendo cuando el pestillo se abrió. Se dio la vuelta y miró a la cámara que había encima de su cabeza. Esperaron hasta que oyeron un clic procedente del guardia que los miraba desde la sala de vigilancia remota. La puerta se abrió.

La sala de aislamiento. El agujero.

El pasillo tenía unos diez metros de largo y tres de ancho. Había ocho puertas metálicas en uno de los lados. En el otro había una pared de hormigón. Las celdas daban al interior de la prisión, no al exterior. No tenían ventanas. No entraba el aire ni la luz del sol. Ni tampoco la esperanza.

Como había dicho Kagan, esos hombres no tenían nada, salvo tiempo.

A diferencia del resto de la prisión, todas las luces del techo estaban encendidas. Aquel resplandor de los tubos fluorescentes le produjo un inmediato dolor de cabeza. En el pasillo hacía calor, y el aire estaba enrarecido. Había como una especie de presión, un sentimiento denso y pesado. Era como si estuviese en medio del campo esperando a que llegase un tornado.

—Está en la última —dijo el guardia.

Seguía pegado a la pared, con el hombro rozando el cemento. Will vio que la pintura estaba desconchada de los años que llevaban los guardias rozándose con ella. Las puertas que había enfrente estaban cerradas con pestillos muy sólidos. Cada una de ellas tenía una ventana en la parte de arriba, a la altura de los ojos; una ventana estrecha, como la de los establecimientos de bebidas clandestinas. Había una abertura en la parte de abajo para pasar la comida y ponerles las esposas. Todas las puertas y los paneles estaban asegurados con cerrojos y remaches.

El guardia se detuvo en la última puerta. Le puso la mano en el pecho a Will y se aseguró de que tenía la espalda pegada a la pared.

—No necesito decirte que te quedes ahí, ¿verdad, muchachote?

Will negó con la cabeza.

El hombre pareció armarse de valor antes de acercarse a la puerta de la celda. Puso la mano en el cerrojo corredizo que abría el panel de visión.

—Señor Ling, si abro, ¿no me dará problemas?

Se oyó el sonido amortiguado de una carcajada al otro lado de la puerta. Roger Ling tenía el mismo acento sureño que su hermana.

—De momento estás a salvo, Enrique.

El guardia estaba sudando. Abrió el pestillo y retrocedió, quitándose de en medio tan rápido que los zapatos chirriaron.

Will notó que una gota de sudor le corría por el cuello. Roger Ling estaba con la espalda pegada contra la puerta. Will vio el lateral de su nuca, la parte baja de su oreja y un trozo del uniforme naranja que le tapaba el hombro. Las luces del interior de la celda estaban encendidas, y daban más luz aún que las del pasillo. Will vio el fondo de la celda, el borde del colchón que había sobre el suelo. El espacio era más pequeño que una celda normal, y medía menos de dos metros de largo y algo más de uno de ancho. Había una taza de váter, pero nada más. Ni sillas, ni mesas, ni nada que te hiciese sentir como un ser humano. Los olores típicos de una prisión, es decir, a sudor, a orina y a heces, eran más intensos. Will se percató de que no se oía ni un grito. Normalmente, una prisión era tan ruidosa como una escuela de primaria, sobre todo por la noche. Todo el mundo se había enterado y guardaba silencio porque Roger Ling había recibido una visita.

Will esperó. Podía oír el latido de su corazón, así como el aire saliendo y entrando de sus pulmones.

—¿Cómo está Arnoldo? —preguntó Ling refiriéndose al chihuahua de Julia Ling.

Will se aclaró la garganta.

—Bien.

—¿Se está poniendo muy gordo? Le dije que no le diese mucho de comer.

—Bueno… —Will buscaba una respuesta—. Digamos que no deja que pase hambre.

Naldo es un perro guay —dijo Ling—. Siempre he dicho que un chihuahua es tan nervioso como su dueño. ¿No te parece?

Will no había pensado mucho en eso, pero respondió:

—Puede. El mío es muy tranquilo.

—¿Cómo se llama?

La pregunta tenía sentido. Ling quería asegurarse de que estaba hablando con la persona adecuada.

Betty.

Había pasado la prueba.

—Me alegra conocerle en persona, señor Trent.

Ling se movió y Will vio la mayor parte de su nuca. Tenía tatuado un dragón que le subía hasta las vértebras. Tenía las alas abiertas en su cabeza afeitada. Los ojos eran de un color amarillo chillón.

—Mi hermana está desquiciada.

—Puedo imaginarlo.

—Esos cabrones han intentado matarla. —Hablaba con un tono tosco, el que se espera de un hombre que ha mutilado y asesinado a dos mujeres—. No se atreverían a hacer eso si yo no estuviese aquí encerrado. Ya les daré lo suyo. ¿Me entiende?

Will miró al guardia. Estaba tan tenso como un bulldog preparado para pelear. O para huir, la que parecía la opción más inteligente. Will pensó en la unidad de asalto que estaba al acecho, y se preguntó qué sería capaz de hacer Roger Ling en sesenta y un segundos. Probablemente mucho.

—¿Sabe por qué he pedido hablar con usted?

—No tengo ni idea —respondió sinceramente Will.

—Porque no confío en lo que pueda decir esa zorra de mierda.

Estaba claro que se refería a Amanda.

—Hace bien.

Ling se rio. Will escuchó el sonido retumbando en la celda. No había alegría en su risa; era escalofriante, propia de un maniaco. Will se preguntó si sus víctimas habían escuchado esa risa mientras las estrangulaba con la correa de Arnoldo.

—Tenemos que poner fin a esto. No es bueno para los negocios que corra la sangre —dijo.

—Dígame cómo hacerlo.

—He sabido de Ignatio. Él sabe que los Yellow no están detrás de esto. Quiere la paz.

Will no era un experto en bandas, pero dudaba que el jefe de los Texicanos pusiese la otra mejilla después de que hubiesen vapuleado y matado a su hijo. Se lo dijo a Ling.

—Yo creo que el señor Ortiz quiere venganza.

—De eso nada, tío. No quiere venganza. Ricardo cavó su propia tumba. Ignatio lo sabe. Asegúrese de que Faith también lo sepa. Ella hizo lo que tenía que hacer. Después de todo, la familia es la familia, ¿no es así?

A Will no le gustó que supiese el nombre de Faith, y no creía en sus promesas. No obstante, respondió:

—Se lo diré.

Ling repitió la idea de su hermana.

—Esos jovencitos están locos, tío. No valoran la vida. Te rompes el culo para que vivan mejor, les compras coches nuevos, los llevas a buenas escuelas, pero, en cuanto se quedan solos, se rebelan.

Will pensó que se quedaba corto, pero se guardó su opinión.

—Ricardo estuvo en Westminster, ¿lo sabía?

Will había oído hablar de esa escuela privada, que costaba más de veinticinco mil dólares al año. También sabía por el expediente de Hironobu Kwon que había estado en Westminster con una beca, lo cual suponía otra conexión.

—Ignatio pensaba que podía ofrecerle otra vida a su hijo, pero los niños ricos hicieron que se enganchase al Oxy.

—¿Estaba Ricardo rehabilitándose?

—Joder, el pequeño cabrón vivía en rehabilitación. —Ling volvió a moverse. Will oyó el material de su uniforme color naranja rozarse con la puerta de metal—. ¿Usted tiene hijos?

—No.

—No, que usted sepa. —Se rio como si eso fuese gracioso—. Yo tengo tres. Y dos exmujeres que siempre están pidiendo dinero. Cuidan de mis hijos, y no dejan que mi hija se vista como una puta. Procuran que no se metan en líos. —Se encogió de hombros—. Pero ¿qué se le va a hacer? A veces se lleva en la sangre. No importa las veces que les digas cuál es el camino correcto; cuando llegan a una edad, se les mete en la cabeza. Creen que no vale la pena esforzarse. Ven lo que otras personas tienen y creen que pueden conseguirlo de la forma más fácil.

Ling parecía saber mucho sobre las desgracias paternales de Ignatio Ortiz, lo cual resultaba extraño teniendo en cuenta que ambos estaban encerrados en prisiones distintas y muy separadas la una de la otra. Boyd Spivey se había equivocado. Los Yellow no querían desbancar a los Texicanos; trabajaban para ellos.

—Veo que tiene relaciones comerciales con el señor Ortiz —dijo Will.

—Se podría decir que sí.

—Ignatio le pidió a Julia que le diese a su hijo un trabajo en la empresa.

—Es bueno que un joven trabaje. Y Ricardo cumplía. Tenía un don especial para ese trabajo. La mayoría sólo sabe ensamblar maderas y montar las puertas. Ricky era distinto. Era listo, y sabía cómo encontrar a la gente adecuada para el trabajo. Algún día, podría haber llevado su propio negocio.

Will empezaba a entender.

—Ricardo formó su propio grupo. Hironobu Kwon y los demás trabajaban en la empresa de su hermana. Puede que viesen el dinero que entraba por la parte menos legítima y pensaron que merecían llevarse una parte más grande. Ortiz jamás habría permitido que una banda de novatos se llevase un trozo del pastel de los Texicanos, aunque fuese su propio hijo.

—Empezar un negocio es más duro de lo que parece, especialmente como franquicia. Hay que pagar los honorarios.

—¿Sabía lo del viaje de Ricardo a Suecia?

—Joder, eso lo sabía todo el mundo. —Se rio como si fuese gracioso—. Uno de los problemas de ser tan joven es que no sabes tener la boca cerrada. Son jóvenes, bobos, y se creen muy fuertes.

—Su gente estuvo hablando del viaje con Ricardo. —Will no mencionó que probablemente torturaron al muchacho durante la discusión—. Ricardo dijo que podía haber una forma de solucionar el problema en el que se había metido. —Will imaginó que Ricardo estaría dispuesto a vender a su madre cuando terminasen de torturarle—. Le dijo a usted que podía conseguir algún dinero. Mucho dinero. Casi un millón de dólares al contado.

—A un negocio como ese nadie puede decirle que no.

Todo empezaba a encajar. Ricardo había llevado a su banda a casa de Evelyn, donde se encontraron con mucha más resistencia de la que esperaban. Habían matado a Héctor. Aunque Amanda tuviese razón y sólo fuese un vendedor de coches, no había duda de que era el primo de Ignatio Ortiz.

—Ricardo los llevó a casa de Evelyn para hacerse con el dinero, pero no contaban con que ella se defendiese. Hubo muchas víctimas y tuvieron que reagruparse, pero entonces apareció Faith.

—¿De dónde ha sacado esa historia? —preguntó Ling.

Will continuó hablando:

—Se llevaron a Evelyn a algún sitio para interrogarla.

—Eso parece un plan, tío.

—Pero ella no les ha dado el dinero. Si lo hubiera hecho, yo no estaría aquí.

Ling se rio.

—No sé de lo que habla. Me parece que se le olvida algo.

—¿A qué se refiere?

—Piénselo.

Will seguía perdido.

—La única forma de matar a una serpiente es cortándole la cabeza.

—Si usted lo dice —respondió Will sin seguirle.

—Por lo que sé, esa vieja serpiente aún sigue retorciéndose.

—¿Se refiere a Evelyn?

—Joder, ¿cree que esa puta asquerosa podría hacer que un puñado de chiquillos la siguiesen? La muy puta no sabía ni controlar a los suyos. —Chasqueó la lengua de la misma forma que había hecho su hermana—. No, tío. Esto es trabajo de hombres. ¿Cómo cree que se la han pegado a mi hermana? Las tías no tienen cojones para ese tipo de trabajo.

Will no quería discutir sobre eso. Las bandas eran como los clubes de chicos, y más patriarcales que la Iglesia católica. Julia Ling había estado al mando porque su hermano le había dejado, pues los generales no van al campo de batalla, sino que envían a sus peones. Hironobu Kwon recibió un tiro a los cinco minutos de entrar en la casa. A Ricardo Ortiz lo habían dejado tirado. Benny Choo le había puesto una pistola en la cabeza y lo habían torturado. Lo abandonaron porque no le necesitaban.

Alguien más les había hablado de Evelyn. Alguien más lideraba la banda.

—Chuck Finn —dijo Will.

Ling se echó a reír, como si ese nombre le sorprendiera.

—Chuckleberry Finn. Pensaba que ya estaba muerto. El Pescaíto durmiendo con los peces.

—¿Está detrás de esto?

Roger no respondió.

—Y al viejo Martillo también se lo han cargado. Por lo que he sabido, le hicieron un favor. Murió como un hombre, en vez de esperar que lo matasen como a un perro. Ya no digo nada más.

—¿Quién está detrás de…?

—Le he dicho que ya se ha acabado. —Roger Ling golpeó la puerta de la celda—. Enrique, cierra.

El guardia empezó a cerrar el panel, pero Will le detuvo. Como una serpiente, Ling sacó la mano y le cogió por la muñeca. Empujó tan fuerte que el hombro de Will se estrelló contra la puerta. Tenía uno de los lados de la cara presionado contra la superficie fría de metal. Notó el aliento caliente en la cara.

—¿Sabe por qué está aquí, tío?

Will empujó todo lo fuerte que pudo, con la pierna, tratando de apoyarse con el pie en la parte baja de la puerta.

Ling lo tenía aferrado, pero su voz denotaba que no estaba haciendo mucho esfuerzo.

—Dígale a Mandy que Evelyn está muerta. —Bajó el tono de voz—. Pum, pum. Dos tiros en la cabeza. La Almeja está muerta.

Ling le soltó. Will salió despedido y se golpeó con la espalda en la pared. El corazón se le salía por la boca. Miró hacia la puerta de la celda. Oyó el sonido del metal rozando con el metal. El panel se cerró, pero no antes de que Will viese los ojos de Ling. Eran negros y fríos, pero tenían algo más: un destello de triunfo mezclado con una sed insaciable de sangre.

—¿Cuándo? —gritó Will—. ¿Cuándo la mataron?

La voz de Ling se oyó amortiguada tras la puerta:

—Dígale a Mandy que se ponga algo bonito para el funeral. Siempre me gustó de negro.

Will se sacudió. Mientras recorría el pasillo, se preguntó qué era peor, si sentir el aliento caliente de Roger Ling en su nuca, o si decirle a Amanda y a Faith que Evelyn Mitchell estaba muerta.