Capítulo once

DALE DUGAN ENTRÓ A TODA PRISA en la sala de médicos.

—He venido en cuanto he podido.

Sara entornó los ojos mientras cerraba la taquilla. Había estado casi dos horas prestando declaración en la policía de Atlanta. Al regresar, todo el personal administrativo del hospital se había arremolinado a su alrededor durante una hora, al parecer con la intención de ayudarla, aunque no tardó en darse cuenta de que estaban más preocupados porque no los demandase. En cuanto firmó un papel que los eximía de toda responsabilidad, se marcharon tan rápidamente como habían venido.

—¿Puedo traerte algo? —preguntó Dale.

—No, gracias. Estoy bien.

—¿Quieres que te lleve a casa?

—Dale, yo…

La puerta se abrió de golpe. Will estaba de pie, con una expresión de pánico en el rostro.

Durante unos segundos, eso fue lo único que le importó. Sara dejó de ver todo lo que había en la habitación. Su visión periférica se redujo y se centró exclusivamente en Will. No vio a Dale marcharse, ni oyó las constantes sirenas de las ambulancias, ni el timbre de los teléfonos, ni los gritos de los pacientes. Lo único que veía era a Will.

Él dejó que se cerrase la puerta, pero no se acercó. Le sudaba la frente y respiraba entrecortadamente. Sara no sabía qué decirle ni qué hacer. Se quedó allí, mirándole, como si fuese un día normal.

—¿Te han dado un nuevo uniforme? —preguntó Will.

Sara se echó a reír. Se había puesto una bata de hospital, pues su ropa se la había quedado el Departamento de Pruebas.

Will forzó una sonrisa.

—Resalta el verde de tus ojos.

Sara se mordió los labios para evitar llorar. Había deseado llamarle en cuanto sucedió. Había tenido el móvil en la mano, su número en la pantalla, pero terminó por guardarlo en el bolso porque sabía que, si le veía antes de recobrar la serenidad, se derrumbaría por completo.

Amanda Wagner llamó a la puerta antes de entrar.

—Lamento interrumpir, doctora Linton, pero ¿podría hablar con usted?

Will sintió que la rabia lo invadía.

—Aún no…

—No pasa nada —interrumpió Sara—. No puedo decirle gran cosa.

Amanda sonrió, como si fuese una reunión social.

—Cualquier cosa sería de mucha ayuda.

Sara había relatado tantas veces los incidentes durante las últimas horas que los repitió casi de carrerilla. Les dio una versión abreviada de su declaración, omitiendo la descripción de la mujer yonqui, la cual, sobre el papel, resultó muy similar a la de cualquier otra drogadicta. Tampoco describió la basura que había alrededor del contenedor, ni lo que hizo el personal sanitario, ni el protocolo que había seguido. Se centró en lo importante: en el joven que la había mirado detenidamente desde detrás de la cortina, el que le había propinado un puñetazo en el pecho, y el mismo que le había pegado dos tiros al paciente en la cabeza. Era delgado, de raza blanca, de unos veintitantos años. Llevaba una sudadera negra y una gorra de béisbol. Durante el escaso tiempo que pasó desde que le vio hasta que murió, no había pronunciado ni una palabra. Lo único que había oído era un gruñido, y luego salirle el aire de la garganta cuando dejó de respirar.

—Me tenía cogida la mano. No pude evitarlo. Está muerto. Los dos están muertos.

A Will le costó hablar.

—Te hirió.

Sara sólo pudo asentir, pero mentalmente vio la imagen que había visto reflejada en el espejo del cuarto de baño: el cardenal alargado y feo que tenía sobre el pecho derecho, justo donde la había golpeado.

Will se aclaró la voz.

—De acuerdo. Gracias por su cooperación, doctora Linton. Imagino que probablemente querrá irse a su casa.

Se dio la vuelta para marcharse, pero Amanda no hizo ademán de seguirle.

—Doctora Linton, he visto que hay una máquina de bebidas en la sala de espera. ¿Le apetece algo?

La había pillado a contrapié.

—Estoy…

—Will, ¿puedes traerme un Diet Sprite y…? Lo siento, doctora Linton, ¿qué le apetece?

Will apretó la mandíbula. No era estúpido. Sabía que Amanda quería quedarse a solas con ella. Y Sara también sabía que Amanda no se daría por vencida hasta obtener lo que andaba buscando. Intentó facilitárselo a Will y dijo:

—Una Coca-Cola, por favor.

Will no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente.

—¿Seguro?

—Sí, seguro.

No estaba muy convencido, pero salió de la habitación.

Amanda miró hacia el pasillo para asegurarse de que Will se había ido. Se dio la vuelta para mirar a Sara.

—Estoy haciendo campaña a su favor.

Sara no tenía ni la más remota idea de a qué se refería.

—Me refiero a Will —dijo explicándose—. Le han puteado mucho en la vida y yo no puedo ayudarle.

Sara no estaba de humor para bromas.

—¿Qué quiere, Amanda?

Fue derecha al grano.

—Los cuerpos aún están en el depósito. Necesito que los examine y me dé su opinión profesional. La opinión de una forense —recalcó.

Sara sintió un escalofrío al pensar en ver de nuevo al hombre que la había intentado matar. Cada vez que parpadeaba, podía ver su imperturbable rostro encima de ella. No podía tocarse la mano sin sentir sus dedos aferrándose a la suya.

—Yo no puedo abrirlos.

—No, pero puede darme algunas respuestas.

—¿Como cuáles?

—Consumo de drogas, pertenencia a una banda, si alguno de ellos tenía el estómago lleno de heroína.

—Como Ricardo.

—Sí, como Ricardo.

Sara no lo pensó dos veces.

—De acuerdo, lo haré.

—¿Hacer el qué?

Will ya estaba de vuelta. Debía de haber hecho el camino corriendo, pues estaba resollando. Sostenía las dos bebidas en una mano.

—Ya estás aquí —dijo Amanda como si se sorprendiera de verle—. Estábamos a punto de bajar al depósito.

Will miró a Sara.

—No.

—Quiero hacerlo —insistió ella, aunque no estaba segura de por qué.

Durante las tres últimas horas, en lo único que había pensado era en regresar a casa. Ahora que Will estaba allí, pensar en regresar a su apartamento vacío le resultaba inimaginable.

—No necesitamos esto —dijo Amanda. Cogió las latas y las tiró a la basura—. ¿Doctora Linton?

Sara los condujo por el pasillo hasta los ascensores; le pareció que había pasado una eternidad desde que hizo ese mismo camino esa mañana. Una camilla con un paciente pasó a su lado, mientras los sanitarios gritaban las constantes y los médicos daban órdenes. Sara levantó el brazo para indicarle a Will que se echase junto a la pared para que pudieran pasar. Su mano permaneció durante unos instantes levantada delante de su corbata. Notó el tacto de la seda en la yema de los dedos. Llevaba puesto un traje, su indumentaria normal en el trabajo, pero sin chaleco. Su chaqueta era de color azul oscuro, y su camisa, de un tono más claro, pero del mismo color.

El policía. Sara se había olvidado de él.

—No he…

—Un momento —dijo Amanda, como si temiese que las paredes tuviesen oídos.

Sara estaba que echaba humo mientras esperaban el ascensor. ¿Cómo se podía haber olvidado del policía? ¿Qué le pasaba?

La puerta se abrió. El ascensor estaba lleno. Las viejas poleas tardaron lo suyo en ponerse en marcha. Bajaron una planta; la mayoría de las personas salieron. Dos enfermeros jóvenes bajaron con ellos hasta el subsótano. Salieron y fueron hacia las escaleras, probablemente para una cita ilícita.

Amanda esperó hasta que se alejaron.

—¿Qué pasa?

—Había un hombre cuando vinimos del contenedor. Casi le tiro al suelo. Le dije que se apartase y me enseñó una placa. O al menos eso parecía. Se comportó como un policía.

—¿A qué se refiere?

—Se comportó como si tuviese todo el derecho a preguntarme, y se molestó cuando no le respondí de inmediato —dijo Sara poniéndole una mirada significativa.

—Sí, parece un policía —admitió Amanda irónicamente—. ¿Qué quería?

—Me preguntó si el paciente saldría adelante. Le dije que era posible, aunque era obvio que… —Sara dejó la frase sin terminar, tratando de recordar—. Llevaba un traje negro, color carbón, y una camisa blanca. Era muy delgado, casi esquelético. Apestaba a tabaco. Podía olerlo incluso después de marcharse.

—¿Vio por dónde se marchaba?

Sara negó con la cabeza.

—¿Blanco o negro?

—Blanco. Con el pelo gris. Parecía un hombre mayor. —Se llevó la mano a la cara—. Tenía las mejillas hundidas y los párpados muy gruesos. —Recordó algo más—. Llevaba una gorra. Una gorra de béisbol.

—¿Negra? —preguntó Will.

—No, azul. De los Atlanta Braves.

—Probablemente, su rostro aparezca en las cámaras de seguridad —apuntó Amanda—. Tendremos que decírselo a la policía de Atlanta. Puede que le pidan que los ayude a hacer un retrato robot.

Sara haría lo que le pidiesen.

—Siento no haberme acordado antes. No sé qué me…

—Estabas en shock. —Will parecía querer decir algo más. Miró a Amanda y, señalando la puerta doble al final del pasillo, añadió—: Creo que es por aquí.

Esta vez en el depósito no se encontraron ni a Junior ni a Larry. Había dos camillas, cada una con un cuerpo; ambos cubiertos por una sábana. Sara dedujo que uno sería del hombre que había encontrado al lado del contenedor; el otro del que le había disparado a éste e intentó matarla a ella.

Había una mujer mayor apoyada sobre la puerta del refrigerador. Levantó la mirada de su BlackBerry al verlos entrar. Llevaba su identificación médica pegada en el bolsillo de los pantalones. No llevaba bata de laboratorio, tan sólo un traje negro de buena confección. Se veía que trabajaba en la administración del hospital. Era una mujer mayor, con el pelo más canoso que moreno. Se apartó del refrigerador mortuorio y se acercó hasta donde estaban. Adoptó una postura firme, sacando el pecho como si fuese la proa de un barco.

No perdió el tiempo con presentaciones. Sacó un cuaderno pequeño de espiral del bolsillo de la chaqueta y leyó:

—El nombre del tirador es Franklin Warren Heeney. La policía encontró la cartera en su bolsillo. Un muchacho de por aquí. Vivía en Tucker con sus padres. Dejó la universidad en el segundo curso. No hay informes de empleo ni antecedentes penales, aunque, cuando tenía trece años, pasó seis meses en el correccional por romper ventanas. Tiene una hija de seis años que vive con una tía en Snellville. La madre de la niña está en la prisión del condado por hurtos en tiendas y una bolsa de metanfetaminas que le encontraron en el bolso. Es todo lo que sé. —Señaló el otro cuerpo—. Marcellus Benedict Estévez. Como le dije por teléfono, encontraron su cartera al lado del contenedor. ¿Imagino que ya habrá investigado sobre él?

Amanda asintió, y la mujer cerró el cuaderno.

—Es todo lo que tengo de momento.

—Gracias —dijo Amanda asintiendo de nuevo.

—Les dejo una hora antes de que vengan los chicos. Doctora Linton, las radiografías que pidió para Estévez se encuentran en el paquete de transporte. Le he traído algún instrumental que puede servirle. Lamento no haber conseguido nada más.

Había de sobra. Sara miró las bandejas que había al lado de los cuerpos. Fuese quien fuese aquella mujer, no cabía duda de que tenía conocimientos médicos y desempeñaba un cargo lo bastante alto en la jerarquía del Grady como para obtener ese material sin que nadie le pidiese explicaciones.

—Gracias.

La mujer hizo un gesto de despedida y salió de la habitación.

Will empleó un tono sarcástico cuando le preguntó a Amanda:

—No me lo digas. ¿Otra de tus viejas amigas?

Ella no le hizo ni caso.

—Doctora Linton, ¿podríamos empezar?

Sara se obligó a moverse, ya que de no ser así se habría quedado pegada al suelo hasta que el edificio se le cayese encima. Había un paquete de guantes esterilizados colgando de un gancho en la pared. Sacó un par y se los colocó en sus sudadas manos. Los polvos formaron pequeñas pelotillas que se le pegaron a la palma como si fuesen una masa.

Sin preámbulos retiró la sábana que cubría el primer cuerpo y vio a Marcellus Estévez, el hombre que había encontrado al lado del contenedor. Tenía dos agujeros de bala en la frente, y la piel manchada de pólvora quemada. Olía a cordita, lo cual resultaba imposible, ya que le habían disparado hacía pocas horas.

—Dos disparos en la frente, igual que los que hicieron desde el coche en el almacén.

Will habló en voz baja.

—No tienes por qué hacerlo —dijo dirigiéndose a Sara.

—Estoy bien. —Ella se obligó a continuar, empezando por lo más sencillo—. Tendrá unos veinticinco años. Medirá un metro setenta y dos o un poco más. Unos ochenta kilos. —Le abrió los ojos, siguiendo el proceso rutinario—. Piel oscura. Ictérico. La herida estaba infectada. La necropsia seguro que muestra que le afectó a otros órganos mayores. Cuando le encontramos sufría un shock sistémico. —Bajó la sábana para poder mirarle el vientre, pero esta vez para evaluarlo desde el punto de vista forense, no para aplicarle tratamiento alguno.

El hombre estaba desnudo, ya que le habían cortado la ropa cuando lo llevaron a la sala de urgencias. Sara vio la penetrante herida de cuchillo que tenía en el cuadrante bajo del abdomen. Presionó a ambos lados del corte para ver el trayecto de la cuchilla.

—Tiene el intestino delgado desgarrado. Parece como si el cuchillo hubiese entrado en ángulo ascendente. Una puñalada con la mano derecha desde posición supina.

—¿Estaba encima de ella? —preguntó Amanda.

—Creo que sí. Imagino que nos referimos a Evelyn. —Will aún se mostraba receloso, pero Amanda asintió—. La hoja le entró en ángulo oblicuo a las líneas abdominales de Langer, es decir, en la dirección natural de la piel. Si reoriento los bordes de esta forma —dobló la piel para ponerla en la posición en que estaba el hombre cuando lo apuñalaron—, se puede ver por el punto de penetración que Evelyn estaba echada de espaldas, probablemente en el suelo, con el atacante encima de ella. Él estaba un poco inclinado por la cintura. El cuchillo penetró de esta forma. —Sara alargó la mano para coger un escalpelo de la bandeja, pero cambió de opinión y cogió unas tijeras. Ilustró el movimiento poniéndose la mano a la altura de la cadera con las tijeras mirando hacia arriba—. Fue una puñalada defensiva más que deliberada. Puede que forcejeasen, cayesen al mismo tiempo y se le clavase el cuchillo. El hombre se dio la vuelta con la hoja clavada, se ve que la herida es más profunda en el borde lateral, lo que indica movimiento.

—¿Era un cuchillo de cocina?

—Estadísticamente, es el arma más usada y, puesto que el forcejeo tuvo lugar en la cocina, es lo más probable. Tendrán que hacer una comparación en la oficina del forense para estar seguros. ¿Encontraron el arma en la escena del crimen?

—Sí —respondió Amanda—. ¿Está segura de que Evelyn estaba de espaldas?

Sara se dio cuenta de que no estaba muy satisfecha con la evaluación. Quería que su amiga fuese una luchadora, no alguien con suerte.

—La mayoría de las heridas mortales hechas con un cuchillo se producen en la región izquierda del pecho. Si quieres matar a alguien, apuntas al corazón, con la mano levantada, directamente al pecho. Esta herida es defensiva. —Señaló el borde de la palma de la mano del hombre—. Pero Evelyn no se rindió tan fácil. En algún momento del forcejeo, le atacó directamente, porque él agarró la hoja del cuchillo.

Amanda se sintió más tranquila con esa explicación.

—¿Tiene algo en el estómago?

Sara buscó debajo de la camilla y sacó el paquete de transporte destinado al forense de Fulton County. Krakauer había rellenado la mayor parte de la información mientras la policía interrogaba a Sara. Era un formulario estándar. El forense que realizaba la autopsia necesitaba saber si llevaba drogas, los procedimientos que se habían empleado, las señales que procedían del hospital y las realizadas por otras causas más crueles. Sara encontró una réplica térmica de los rayos X en la última página.

—El estómago parece que no contiene objetos extraños. Lo sabrán con seguridad cuando le abran, pero imagino que la cantidad de heroína de la que hablamos, y por la que merecería morir, se vería fácilmente.

Will se aclaró la garganta. Parecía reacio a preguntar.

—¿Tendría Evelyn mucha sangre encima tras haber apuñalado a ese hombre?

—No creo. La mayor parte de la hemorragia se produjo internamente, incluso después de sacar el cuchillo. Tiene una herida defensiva en la mano, pero las arterias cubital y radial están intactas, y ninguna de las arterias digitales se vio afectada. Si el corte en la mano fuese más profundo, o si le hubiesen cortado un dedo, habría una cantidad significativa de sangre. Ése no es el caso de Estévez, por eso creo que Evelyn tendría una mancha insignificante de sangre en la ropa.

—Había mucha sangre en el suelo. Había huellas de zapatos por todo el suelo.

—¿Era muy grande el espacio?

—Del tamaño de una cocina. Más grande que la tuya, pero no mucho, y cerrada. La casa es antigua, estilo chalé.

Sara pensó en ello.

—Tendría que ver las fotos de la escena del crimen, pero estoy casi segura de que si había mucha sangre en el suelo, no procedía ni del abdomen ni de la mano de Estévez. Al menos no toda.

—¿Podría haberse levantado y haber huido por sí solo con esas heridas?

—No sin ayuda. Cualquier lesión en la pared abdominal dificulta la respiración, y es casi imposible moverse. —Sara se puso la mano en el estómago—. Piensa en la cantidad de músculos que tienen que trabajar tan sólo para que alguien se levante.

—¿Adónde quieres llegar? —le preguntó Amanda a Will.

—Sólo me pregunto quién forcejeó con Evelyn si este hombre no pudo levantarse después de que lo apuñalaran. Y no había mucha sangre suya.

Sara leyó sus pensamientos.

—Crees que Evelyn resultó herida.

—Es posible. Analizaron la sangre de la escena, pero no toda, y los análisis de ADN no estarán hasta dentro de unos días. —Se encogió de hombros—. Si Evelyn resultó herida y Estévez no sangraba mucho, eso podría explicar la cantidad de sangre.

—Estoy segura de que, si resultó herida, no es nada serio —dijo Amanda haciendo un gesto de rechazo por su teoría, un gesto parecido al que se hace cuando se espanta una mosca.

Cualquier persona razonable ya habría aceptado que las probabilidades de que Evelyn Mitchell estuviese viva eran muy escasas, teniendo en cuenta el tiempo que había transcurrido. Pero Amanda parecía aferrarse a la teoría opuesta.

Sara no pensaba ser la que le llevase la contraria.

Había una lente de aumento en una de las bandejas. Bajó la lámpara y continuó examinando al hombre de arriba abajo, buscando pruebas, marcas de agujas, cualquier cosa que les pudiese proporcionar una pista. Cuando llegó la hora de darle la vuelta, Will se puso unos guantes esterilizados y la ayudó a mover el cuerpo.

—Esto es interesante —apuntó Sara modestamente.

Estévez tenía un enorme tatuaje de un ángel en la espalda. La imagen le llegaba hasta el sacro. Era tan intrincada que parecía más bien una escultura.

—El arcángel Gabriel —dijo Sara.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Will.

Ella señaló la trompeta que tenía en la boca.

—La Biblia no dice nada al respecto, pero algunas religiones creen que el día del Juicio Final vendrá cuando el arcángel Gabriel sople su trompeta. —Sabía que Will jamás iba a la iglesia—. Son cosas que les enseñan a los niños en la catequesis. Y, además, casa bien con su nombre: Marcellus Benedict. Son nombres de dos papas.

—¿Cuándo cree que le hicieron ese tatuaje? —preguntó Amanda.

La piel en la parte de debajo de la espalda aún estaba irritada por la aguja.

—Una semana, quizá cinco días. —Se inclinó para examinar el dibujo más atentamente—. Lo hicieron por partes. Y quien lo hizo tardó mucho tiempo. Probablemente meses. No es el tipo de cosas que se olvidan, y resultaría bastante caro.

Will sostuvo la mano del hombre.

—¿Has visto esto que tiene debajo de las uñas?

—He visto que las tiene sucias, algo muy típico en un hombre de su edad. No puedo hacerle un raspado. Al médico forense le daría un ataque. Además, cualquier cosa que encontrase no sería admisible, pues no hemos seguido la cadena de custodia.

Will se acercó los dedos del hombre a la nariz.

—Huele a gasoil.

Sara también los olió.

—No puedo saberlo. La policía me dijo que vieron las cámaras de seguridad. No son estáticas. Giran de un lado a otro del aparcamiento trasero, algo que, obviamente, los delincuentes sabían. No se les ve dejar el cuerpo. Se sabe que Estévez llevaba, por lo menos, doce horas al lado del contenedor. El olor puede ser de cualquier cosa. —Le dio la vuelta a la mano—. Esto es aún más interesante. Obviamente, trabajaba con las manos. Tiene algunos callos en el pulgar y en un lado del dedo índice. Se ve que sostenía algún tipo de herramienta mucho rato. Debía ser algo pesado, que se moviese un poco.

—¿Dijiste que estaba en el paro? —preguntó Will a Amanda.

—En el registro se ve que ha estado cobrando el paro durante casi un año.

Sara pensó en otra cosa.

—¿Puedes darme eso? —dijo señalando las lentes de aumento. Will las cogió y esperó a que Sara le abriese la boca a aquel tipo. Tenía la mandíbula rígida y se oyó un chasquido de tendones cuando le abrió los labios—. Sujeta un momento —le dijo a Will indicándole que debía fijarse en los dientes superiores—. ¿Ves esas pequeñas hendiduras en los bordes inferiores de su mandíbula superior? —Will se inclinó y luego dejó que Amanda lo viese—. Son impresiones repetitivas, y salen de sostener constantemente algo entre los dientes. Suelen verse en las costureras o en los carpinteros que se me meten los clavos entre los dientes.

—¿Como los que hacen armarios? —preguntó Will.

—Es posible. —Sara miró de nuevo la mano de Estévez—. Esos callos puede producirlos una clavadora. Tendría que ver la herramienta y compararla, pero, si me dices que trabajaba de carpintero, estoy de acuerdo en que trabajaba en ese sector. —Cogió la mano izquierda del hombre—. ¿Ves esas cicatrices en el dedo índice? Son heridas muy corrientes entre los carpinteros. Cuando se les escurre el martillo, el clavo daña la piel. La rosca de los destornilladores levanta la capa superior de la dermis. —Will asintió—. Les atraviesa también la cutícula. Los carpinteros usan cuchillas de moqueta para cortar los bordes o para hacer muescas en la madera. A veces, la hoja les corta la yema del dedo o les arranca la piel lateral. Suelen usar la mano no dominante para alisar la masilla o el esmalte, lo que hace que se desgaste la yema. Sus huellas cambian cada semana, a veces cada día.

—Así pues, ¿llevaba trabajando un buen tiempo? —preguntó Amanda.

—Yo diría que, fuese el trabajo que fuese, llevaba en él dos o tres años.

—¿Qué me dice de Heeney, el pistolero?

Sara buscó debajo de la sábana para examinar la mano del otro hombre. No quería volver a ver su cara.

—Era zurdo, pero podría asegurar que trabajaba en el mismo sector que Estévez.

—Al menos hay una conexión entre ellos —apuntó Will—. Ambos trabajaban para Ling-Ling.

—¿Quién es Ling-Ling? —preguntó Sara.

—Una persona de interés que ha desaparecido —respondió Amanda mirando el reloj—. Debemos darnos prisa. Doctora Linton, ¿podría examinar a nuestro otro amigo?

Sara no se lo pensó dos veces. Retiró la sábana con un movimiento rápido. Era la primera vez que veía la cara de Franklin Warren Heeney después de que la hubiese intentado matar. Tenía los ojos abiertos. Sus labios envolvían el tubo que le habían insertado en la garganta para ayudarle a respirar. Una capa seca de sangre le rodeaba el cuello donde tenía la carne abierta. Aún estaba vestido de cintura para abajo, pero los sanitarios le habían cortado la chaqueta y la camisa para intentar salvarle la vida. Había sido un trabajo inútil, pues se había cortado la yugular. Había perdido casi la mitad del volumen de sangre antes de que consiguieran levantarlo del suelo y ponerlo en la mesa. Sara lo sabía porque había sido la médica que se había ocupado del asunto.

Levantó la cara. Tanto Amanda como Will la estaban mirando fijamente.

—Lo siento —dijo disculpándose. Tuvo que aclararse la garganta antes de poder hablar de nuevo—. Tiene más o menos la misma edad que Estévez. Unos veintitantos. Delgado para su constitución. —Indicó las señales de aguja en el brazo. Aún tenía pegado a la piel el puerto intravenoso que le había insertado en la piel—. Consumidor reciente, al menos de forma intravenosa. —Cogió un otoscopio y le examinó la nariz—. Tiene una cicatriz considerable en las fosas nasales, probablemente de esnifar. —Examinó el alcance con más detenimiento—. Se operó para reparar el tabique, por lo que deduzco que consumía coca, metanfetaminas…, puede que Oxy. Corroen el cartílago.

—¿O heroína? —preguntó Will.

—Sí, también. —Sara se disculpó de nuevo—. La mayoría de los consumidores que conozco, o bien la fuman, o bien se la inyectan. Los que la esnifan van directamente al depósito de cadáveres.

—¿Tiene algo en el estómago? —preguntó Amanda cruzando los brazos.

Sara no tuvo que mirar el archivo. No se le habían hecho radiografías. El hombre había muerto antes de poderle hacer alguna prueba. En lugar de continuar con el examen, le miró el rostro de nuevo. Franklin Heeney no tenía precisamente aspecto de monaguillo, y las cicatrices de acné y las mejillas hundidas indicaban que ya había vivido lo suyo. Seguramente tenía una madre, un padre, una hija y quizás un hermano o una hermana a los que en ese momento les estarían diciendo que su ser querido había fallecido.

Sin embargo, ese ser querido había matado a un hombre a sangre fría y le había propinado un puñetazo tan fuerte a Sara que le había cortado la respiración. Notó que el cardenal que tenía en el pecho empezaba a dolerle. Ella también tenía una madre, un padre y una hermana que se sentirían horrorizados si supiesen lo que le había sucedido aquel mismo día.

—¿Doctora Linton? —dijo Amanda.

—Lo siento. —En el rato que tardó en dirigirse a la caja de guantes y ponerse otro par nuevo, recuperó la compostura. Ignoró la mirada de preocupación por parte de Will y presionó los dedos en el abdomen del hombre—. No observo nada extraño. Los órganos están en su sitio y son de un tamaño normal. Ni el intestino ni el estómago están inflamados. —Se quitó los guantes y los tiró a la basura. El agua del fregadero estaba fría, pero, aun así, se lavó las manos—. No puedo enviarle a rayos X porque necesita la identificación de paciente y, sinceramente, no voy a hacer esperar a otro para satisfacer su curiosidad. La oficina forense le dará una respuesta definitiva. —Se echó un poco de gel antibacterias en las palmas de las manos y, tratando de hablar con voz firme, añadió—: ¿Eso es todo?

—Sí —respondió Amanda—. Gracias, doctora Linton.

Sara no respondió. Hizo caso omiso de Will y de los dos cuerpos, y mantuvo la mirada en la puerta hasta cruzarla. Una vez en el pasillo, se concentró en el ascensor, en el botón que pulsaría, y luego en los números que se iluminaban sobre la puerta. Sólo quería pensar en los pasos que debía dar, no en los que había dejado atrás. Necesitaba salir de aquel lugar, marcharse a casa, taparse con una manta, acariciar a sus perros y olvidarse de aquel día tan horrible.

Oyó pasos a su espalda. Will se acercaba corriendo y ella se dio la vuelta. Él se detuvo a pocos metros.

—Amanda está poniendo una nota de aviso sobre el tatuaje.

¿Qué hacía allí de pie? ¿Por qué venía corriendo hasta ella para luego no hacer nada?

—Puede que descubramos…

—No me importa.

Will la miró fijamente. Tenía las manos en los bolsillos. Llevaba las mangas de la chaqueta remangadas. La tela tenía un pequeño roto.

Sara apoyó la espalda en la pared. No se había dado cuenta antes, pero Will tenía un corte reciente en el lóbulo de la oreja. Quiso preguntarle al respecto, pero probablemente le respondería que se había cortado afeitándose. Puede que tampoco quisiera saberlo. La fotografía que había visto de su boca aún estaba viva en su memoria. ¿Qué más le habían hecho? ¿Qué más se había hecho él mismo?

—¿Por qué ninguna de las mujeres que hay en mi vida me llama cuando necesita ayuda? —preguntó Will.

—¿Acaso no te llama Angie?

Will bajó la mirada, observando el espacio que había entre ellos.

—Lo siento —dijo Sara—. Eso no ha estado bien. Ha sido un día muy largo.

Will no levantó la mirada. Le cogió la mano y sus dedos se entrelazaron. Tenía la piel cálida, casi caliente. Le pasó el pulgar por la palma, por las membranas de sus dedos. Sara cerró los ojos y él acarició lentamente cada centímetro de la mano, tocándole las líneas y los pliegues, presionando el pulgar suavemente sobre el latido de su pulso en la muñeca. Su tacto era paliativo. Sara notó que empezaba a tranquilizarse; su respiración adquirió una cadencia sosegada que compaginaba con la suya.

Las puertas del depósito se abrieron. Sara apartó su mano al mismo tiempo que Will. No se miraron. Eran como dos niños sorprendidos en la parte de detrás de un coche.

Amanda sostenía su móvil en el aire, con aire triunfal.

—Roger Ling quiere hablar.