WILL LLEVABA TANTO TIEMPO EN EL coche con Amanda que pensaba que acabaría con el síndrome de Estocolmo. Empezaba a sentir que se estaba ablandando, especialmente después de que Miriam Kwon, la madre de Hironobu Kwon, le escupiese a Amanda en la cara.
Hablando en defensa de la señora Kwon, no podía decir que Amanda hubiese sido muy amable con ella, ya que prácticamente se le habían echado encima en el jardín delantero de su casa, cuando se veía con claridad que venía de hacer los arreglos necesarios para el funeral de su hijo. Al acercarse, vieron que llevaba en la mano folletos con cruces. La calle estaba llena de coches alineados, uno detrás de otro, y ella tuvo que aparcar a bastante distancia. Tenía el rostro mustio y cansado; el aspecto típico de una madre que acababa de elegir un ataúd para su hijo.
Después de transmitirle las obligatorias condolencias de parte del GBI, Amanda se lanzó directamente a su yugular. Por la reacción de la mujer, Will dedujo que no esperaba que deshonrasen el nombre de su hijo de esa forma, por más indignas que fuesen las circunstancias que rodearon su muerte. Los canales de televisión de Atlanta, hasta que se demostrase lo contrario, tenían la costumbre de considerar la muerte de cualquier joven menor de veinticinco años como el lamentable fallecimiento de un buen estudiante. Según sus antecedentes penales, ese estudiante tan honorable había sido muy dado a la ingesta de oxicodona, y lo habían arrestado dos veces por vender esa droga. El hecho de ser un estudiante prometedor le había salvado de ir a la cárcel. El juez le había ordenado que ingresase en un programa de rehabilitación de tres meses, pero, al parecer, no había servido de nada.
Will miró la hora en el móvil. El reciente cambio de hora había hecho que el teléfono marcara las horas al estilo militar, y no tenía ni la más remota idea de cómo volverlo a poner normal. Por fortuna, eran las doce y media, lo que significaba que no tenía que utilizar los dedos para contar, como si fuera un mono.
Tampoco es que tuviese tiempo de sobra para realizar ecuaciones matemáticas. A pesar de que habían viajado casi ochocientos kilómetros esa mañana, no habían conseguido nada. Evelyn Mitchell seguía desaparecida, y ya estaban a punto de cumplirse las primeras veinticuatro horas después de su secuestro. Los cadáveres se amontonaban, y la única pista que habían conseguido procedía de un interno al que habían asesinado antes de que el Estado pudiese ejecutarle.
Su viaje hasta la prisión estatal de Valdosta tampoco sirvió de nada. Los exdetectives de la Brigada de Estupefacientes Adam Hopkins y Ben Humphrey se quedaron mirando a Amanda como si observaran a través de un trozo de cristal. Will ya se lo esperaba, pues cuando, años antes, él mismo había querido interrogarlos, ya se habían negado. Lloyd Crittenden estaba muerto, y resultaría muy difícil localizar a Demarcus Alexander y a Chuck Finn, ya que se habían marchado de Atlanta nada más salir de prisión. Will había hablado con sus agentes de la condicional la noche anterior. Alexander estaba en la Costa Oeste, intentando restablecer su vida; Finn, en Tennessee, sumido en su adicción a la droga.
—Heroína —dijo Will.
Amanda le miró, como si se hubiese olvidado de que estaba en el coche. Se dirigían al norte por la Interestatal 85, en busca de otro delincuente que probablemente se negaría a hablar con ellos.
—Boyd Spivey dijo que Chuck Finn estaba enganchado a la heroína —apuntó Will—. Y, según Sara, Ricardo tenía el estómago lleno de heroína.
—Es una conexión muy tenue.
—Hay otra: la oxicodona casi siempre lleva a la heroína.
—Pistas demasiado endebles. Hoy en día basta tirar una piedra para que salga un adicto a la heroína. —Amanda suspiró—. Ojalá tuviésemos más piedras.
Will tamborileó los dedos en su pierna. Esa mañana se había guardado algo, esperando coger a Amanda con la guardia baja y sacarle la verdad. Pensó que había llegado el momento oportuno y dijo:
—Héctor Ortiz era el amigo de Evelyn.
Amanda hizo una mueca.
—¿Y qué?
—Es el hermano de Ignatio Ortiz, aunque por la cara que pones veo que ya lo sabías.
—El primo de Ortiz —corrigió Amanda—. ¿Esas observaciones te las ha hecho la doctora Linton?
Will notó que le rechinaban los dientes.
—Tú ya sabías quién era.
—¿Quieres pasar los próximos diez minutos hablando de tus sentimientos o prefieres hacer tu trabajo?
Prefería pasar los próximos diez minutos estrangulándola, pero decidió no decírselo.
—¿Qué hacía Evelyn juntándose con el primo del hombre que controla toda la coca en el sudeste de Estados Unidos?
—Héctor era vendedor de coches. —Amanda le miró. Había algo de humor en sus ojos—. Vendía Cadillacs.
Eso explicaba por qué no había aparecido su nombre cuando Will buscó en la base de propietarios de coches. Conducía el coche de un concesionario.
—Héctor tenía un tatuaje de los Texicanos en el brazo.
—Todos cometemos errores cuando somos jóvenes.
—¿Y qué pasa con la letra «A» que dibujó Evelyn debajo de la silla?
—¿Pensaba que creías que era la punta de una flecha?
—Almeja empieza con la misma letra que Amanda.
—¿De verdad?
—Y en argot significa «puta».
Ella se rio.
—Dios mío, Will, ¿me estás llamando puta?
Si supiera la de veces que había deseado hacerlo.
—Supongo que debo recompensarte por tu buen trabajo policial. —Amanda sacó una hoja de papel doblada del visor y se la dio a Will—. Las llamadas telefónicas que hizo Evelyn en las últimas cuatro semanas.
Will revisó las dos páginas.
—Llamó muchas veces a Chattanooga.
Amanda le lanzó una mirada extraña, y él se la devolvió. Podía leer, no muy rápido, y menos si le estaban mirando. La oficina de campo de la Agencia de Investigación de Tennessee estaba en Chattanooga. Lo sabía porque los había llamado muchas veces para coordinar casos de metanfetaminas cuando trabajaba en el norte de Georgia. El prefijo 423 aparecía al menos una docena de veces en los registros telefónicos de Evelyn.
—¿Hay algo que quieras contarme? —preguntó Will.
Por una vez, Amanda se quedó callada.
Él sacó el móvil para marcar el número.
—No seas estúpido. Es el número de Healing Winds, un centro de rehabilitación.
—¿Para qué llamaba allí?
—Eso mismo me pregunto yo. —Puso el intermitente y cambió de carril—. No pueden revelar información sobre los pacientes.
Will comprobó las fechas. Evelyn había empezado a llamar al centro en los últimos diez días, justo el mismo periodo en que la señora Levy le había dicho que las visitas de Héctor Ortiz se habían incrementado.
—Chuck Finn vive en Tennessee —dijo Will.
—Vive en Memphis. Está a cuatro horas de coche desde el centro de Chattanooga.
—Tiene una adicción muy grave. —Will esperó a que respondiese, pero, al ver que no lo hacía, añadió—: Cuando la gente se rehabilita, a veces quiere librarse de sus pecados. Puede que Evelyn temiese que empezase a hablar.
—Una teoría muy interesante.
—O puede que Chuck pensase que Evelyn se estaba llevando aún un pellizco. Es difícil encontrar trabajo con esos antecedentes penales. Lo echaron del cuerpo, pasó un buen tiempo en prisión, tenía que superar su adicción. Aun estando limpio, nadie se mostraría dispuesto a contratarle, y mucho menos teniendo en cuenta cómo está la economía hoy en día.
Amanda le dio un poco más de información.
—Había ocho huellas diferentes en la casa de Evelyn, sin contar las suyas y las de Héctor. Han identificado tres. Unas pertenecían a Hironobu Kwon, otras a Ricardo, la mula, y otras al de la camisa hawaiana. Se llamaba Benny Choo. Tenía cuarenta y dos años y pertenecía a los Yellow Rebels.
—¿Los Yellow Rebels?
—Es una banda asiática. No me preguntes de dónde sacaron el nombre. Imagino que se sienten orgullosos de ser unos palurdos. La mayoría de ellos lo son.
—Ling-Ling —dedujo Will. Iban a verlo a él—. Spivey te dijo que deberías hablar con Ling-Ling.
—Julia Ling.
Will se quedó sorprendido.
—¿Una mujer?
—Sí, una mujer. ¿De qué te extrañas, Will? El mundo ha cambiado mucho. —Amanda miró por el espejo retrovisor y volvió a cambiar de carril—. El apodo viene de la percepción, hoy rechazada, de que no es muy inteligente. A su hermano le gustaba hacer rimas, y Ding-a-Ling pasó a ser Ling-a-Ling, que abreviadamente quedó en Ling-Ling.
Will no entendía de lo que estaba hablando.
—Tiene sentido —dijo.
—La señora Ling es la jefe de los Yellow Rebels. Su hermano Roger es el que mueve los hilos desde la cárcel, pero ella es la que dirige la organización. Si los asiáticos quieren desbancar a los Texicanos, lo hará Roger a través de Ling-Ling.
—¿Por qué está en prisión?
—Cumple perpetua por la violación y asesinato de dos adolescentes de catorce y dieciséis años. Trapicheaban para él, pero pensó que no ponían mucho de su parte y decidió estrangularlas con la correa de un perro. Pero antes las violó y les arrancó los pechos a mordiscos.
Will notó que un escalofrío le corría por la espalda.
—¿Por qué no está en el corredor de la muerte?
—Hizo un trato. El estado temía que alegase incapacidad mental, lo cual no es de extrañar, porque, y eso que quede entre nosotros, el tío está como una chota. No fue la primera vez que le cogieron con carne humana entre los dientes.
El escalofrío le hizo mover los hombros.
—¿Quiénes eran las víctimas?
—Dos chicas que se habían escapado de su casa y que acabaron metidas en drogas y prostitución. Sus familias preferían una retribución divina que el ojo por ojo.
Will estaba familiarizado con esa forma de actuar.
—Probablemente tenían motivos para escapar.
—Las chicas jóvenes suelen tenerlos.
—¿La hermana de Roger aún le respalda?
Amanda le lanzó una mirada significativa.
—No te dejes engañar, Will. Julia representa muy bien su papel, pero puede cortarte el cuello sin parpadear. Más vale no meterse con esa gente. Hay que seguir un protocolo, y debes mostrarle el máximo respeto.
Will repitió las palabras dichas por Boyd.
—No te puedes presentar ante los Yellow sin una invitación.
—Qué memoria tienes.
Will comprobó el número de la siguiente salida. Estaban yendo a Buford Highway, Chambodia.
—Puede que Boyd tuviera algo de razón. La heroína es mucho más adictiva que la coca. Si los Yellow Rebels inundan el mercado con heroína barata, los Texicanos perderán muchos clientes. Eso indica una lucha de poder, pero no explica qué hacían dos asiáticos y un texicano en casa de Evelyn buscando algo. —Will se detuvo. Amanda lo había desviado del tema principal una vez más—. Hironobu Kwon y Benny Choo. ¿Cuál es el apellido de Ricardo?
—Muy bien —respondió ella con una sonrisa. Le dio aquella información como si le estuviese dando otra recompensa—: Ricardo Ortiz. Es el hijo menor de Ignatio Ortiz.
Will había interrogado a asesinos que habían matado a sus víctimas con un hacha que soltaban más prenda que Amanda.
—¿Y trabajaba de mula transportando heroína?
—Sí.
—¿Me vas a decir si esos tipos están conectados o lo tengo que averiguar por mi cuenta?
—Ricardo Ortiz estuvo en el correccional de menores dos veces, pero no conoció a Hironobu Kwon. Ninguno de los dos parece tener conexiones con Benny Choo y, como te he dicho, Héctor Ortiz era solamente vendedor de coches. —Amanda se colocó delante de un camión de reparto, bloqueando un Hyundai—. Créeme, si hubiera una conexión entre esos hombres, la investigaríamos.
—Salvo Choo, todos son muy jóvenes, de veintitantos años.
Will trataba de imaginar dónde se habrían conocido: en las reuniones de Alcohólicos Anónimos, en la discoteca, en los campos de béisbol o en la iglesia. Miriam Kwon llevaba una cruz de oro en el cuello, y Ricardo Ortiz una cruz tatuada en el brazo. Había visto cosas más raras.
—Mira el número que marcó Evelyn un día antes de que la secuestraran. A las 3:02 p. m.
Will pasó el dedo por la primera columna hasta que encontró la hora. Luego lo desplazó a un lado para ver el número. Era un prefijo de Atlanta.
—¿Se supone que debo saber quién es?
—Me sorprendería si lo hicieses. Es el número de la comisaría de Hartsfield. —Se refería a Hartsfield-Jackson, el aeropuerto de Atlanta—. Vanessa Livingston es la comandante. Hace mucho que la conozco. Trabajó con Evelyn cuando dejé la policía de Atlanta.
Will se quedó esperando y luego preguntó:
—¿Y?
—Evelyn le pidió que comprobase un nombre en los manifiestos de vuelo.
—Ricardo Ortiz —dedujo Will.
—Veo que estás en racha. Supongo que anoche dormirías bien.
Will había estado hasta las tres de la madrugada escuchando las grabaciones, aparentemente sólo para descubrir lo que Amanda ya sabía.
—¿De dónde venía Ricardo?
—De Suecia.
Will frunció el ceño; eso no se lo esperaba.
Amanda tomó el carril de salida para coger la I-285.
—El noventa por ciento de la heroína del mundo procede de Afganistán. Así es como invierten el dinero de los contribuyentes. —Redujo la velocidad para tomar la curva cuando entraron en la red de carreteras—. Casi toda la heroína que entra en Europa pasa por Irán, entra en Turquía y la envían al norte.
—A sitios como Suecia.
—Sí, sitios como Suecia. —Volvió a acelerar al internarse en el tráfico—. Ricardo estuvo allí tres días. Cogió un vuelo desde Gotemburgo hasta Ámsterdam, y luego uno directo hasta Atlanta.
—Cargado con heroína.
—Sí.
Will se frotó la mejilla, pensando en lo que le había sucedido a aquel chico.
—Alguien le dio una buena tunda. Estaba lleno de bellotas. Puede que no pudiera echarlas.
—Eso habría que preguntárselo al forense.
Will había asumido que el forense le habría proporcionado toda la información médica.
—¿No se lo has preguntado?
—Me han prometido muy amablemente que me darán un informe completo esta tarde. ¿Por qué crees que te dije que se lo pidieses a Sara? Por cierto, ¿cómo va lo vuestro? Por lo mucho que dormiste anoche, deduzco que no has progresado gran cosa.
Estaban llegando a la salida de Buford Highway. La ruta 23 iba desde Jacksonville hasta Michigan, pasando por Florida y Mackinaw City. El tramo de Georgia tenía unos seiscientos kilómetros, y la parte que pasaba por Chamblee, Norcross y Doraville era una de las zonas con más diversidad racial de toda esa área, por no decir del país. No era un vecindario exactamente, sino más bien una serie de centros comerciales desolados, bloques endebles de apartamentos y gasolineras que ofrecían llantas caras y préstamos personales para los coches. Lo que faltaba en la comunidad se compensaba con materias primas.
Will estaba casi seguro de que Chambodia era un término peyorativo, pero el nombre había perdurado a pesar de que el condado de DeKalb trataba de llamarlo el Corredor Internacional. Había todo tipo de grupos étnicos, desde portugueses hasta Hmongs. A diferencia de la mayoría de las zonas urbanas, la segregación no estaba claramente definida, por lo que era fácil ver un restaurante mexicano al lado de uno de sushi, y el mercado agrícola estaba formado por esa mezcla que la gente esperaba encontrar cuando imaginaban Estados Unidos.
La franja estaba más cerca de la tierra de las oportunidades que las zonas ambarinas del centro. Las personas podían ir allí y, con sólo tener un poco de ética laboral, conseguir la vida de una familia de clase media. Por lo que recordaba Will, la densidad demográfica cambiaba constantemente. Los blancos se quejaban cuando venían los negros, los negros cuando venían los hispanos, y éstos cuando lo hacían los asiáticos. Algún día todos ellos se quejarían de los blancos. La rueda del sueño americano.
Amanda se colocó en el carril del centro que conducía a ambos lados de la autopista. Will vio un montón de señales apiladas unas encima de otras, como un juego de tembleque. Algunas letras eran tan irreconocibles que parecían más obras de arte que letras en sí.
—He enviado un coche para que vigile la tienda de Ling-Ling toda la mañana. No la ha visitado nadie. —Apretó el acelerador y estuvo a punto de darle a una furgoneta cuando giraba. Se oyeron algunas bocinas, pero ella siguió hablando—. Anoche hice algunas llamadas. A Roger lo trasladaron a la prisión de Coastal hace tres meses. Lo tuvieron en Augusta durante los seis meses anteriores, pero niveló el tratamiento y tuvieron que llevarlo de nuevo a su celda. —El hospital de Augusta proporcionaba, de forma transitoria, servicios de salud mental de nivel 4 a los internos—. El primer día que le llevaron a Coastal, terminó con un incidente bastante desagradable con una pastilla de jabón metida en un calcetín. Al parecer, no está muy satisfecho con su nuevo alojamiento.
—¿Vas a pedir que lo trasladen?
—Si las cosas llegan a más, sí.
—¿Piensas utilizar el nombre de Boyd?
—No creo que sea muy buena idea.
—¿Qué crees que nos dirá Roger? —Will se dio un golpe con la palma de la mano en la cabeza—. Ya veo. Crees que está involucrado en el secuestro de Evelyn.
—Puede que clínicamente esté loco, pero no es tan estúpido como para hacer algo así. —Le lanzó una mirada significativa a Will y prosiguió—: Roger es sumamente inteligente; piensa antes de actuar. No gana nada secuestrando a Evelyn. Además, toda su organización se vendría abajo.
—¿Entonces crees que sabe quién está involucrado?
—Si quieres saber cosas acerca de un delito, pregúntale a un delincuente.
El teléfono de Amanda empezó a sonar. Miró el número. Will notó que reducía la velocidad. Se paró en un lado de la carretera, escuchó y luego le dio al botón para que se abriese la puerta.
—Necesito hablar un momento a solas, por favor.
Will salió del SUV. El día anterior había hecho un tiempo maravilloso, pero ahora estaba nublado y hacía algo de calor. Fue al centro comercial. Había un restaurante destartalado cerca de la entrada de la calle. Por la mecedora que había pintada en el letrero dedujo que era un restaurante de comida campera. Aunque resultase extraño, no oyó que su estómago protestase al pensar en la comida. Su última comida había consistido en un bol de avena que se había obligado a comer esa mañana. Se le había pasado el apetito, algo que sólo había experimentado una vez en su vida: la última vez que había estado con Sara Linton.
Will se sentó en el bordillo. Los coches zumbaban a sus espaldas. Oía los retazos de música que salían de sus radios. Miró a Amanda y se dio cuenta de que aún tardaría un rato. Estaba haciendo gestos con las manos, lo cual no era una buena señal.
Sacó el teléfono y buscó la lista de números. Debería llamar a Faith, pero no le podía decir nada nuevo; además, su conversación de la noche anterior no terminó del todo bien. Pasase lo que pasase con Evelyn, las cosas no iban a cambiar. Por muchas artimañas verbales que emplease Amanda, aún quedaban algunos hechos de los que no parecía estar dispuesta a hablar. Si los asiáticos estaban intentando quedarse con el mercado de los Texicanos, entonces Evelyn Mitchell estaba en el meollo de todo eso. Puede que Amanda tuviese razón, que Héctor sólo fuese un vendedor de coches, pero aún seguía llevando un tatuaje que lo vinculaba con la banda. Además, tenía un primo dirigiendo la banda desde la cárcel. Su sobrino había sido asesinado en casa de Evelyn, y el mismo Héctor había aparecido muerto en el maletero de su coche. No había razones para que una policía, especialmente si estaba jubilada, se mezclase con una banda tan peligrosa, a menos que hubiese algo turbio entre ellos.
Will miró el teléfono. Las 13:00. Tenía que meterse en el menú y buscar la forma de ponerlo de nuevo a la hora normal, pero, en ese momento, no tenía la paciencia necesaria. En lugar de eso buscó el teléfono de Sara, que llevaba tres ochos. Lo había mirado tantas veces en los últimos meses que casi era un milagro que las retinas no le hubieran echado chispas.
A menos que contase aquel desagradable malentendido con la lesbiana que vivía al otro lado de la calle, Will jamás había tenido una verdadera cita. Había estado con Angie desde que tenía ocho años. Durante un tiempo hubo cierta pasión entre ellos, y por un periodo muy breve algo parecido al amor, pero no podía recordar ni un instante en que se sintiese feliz a su lado. Vivía asustado de verla aparecer por la puerta, y sentía un enorme alivio cuando se marchaba. Los únicos instantes de sosiego eran aquellos intervalos, esos momentos inusuales de paz en que percibía por un instante lo que podía ser una vida tranquila. Entonces comían juntos, iban al supermercado o trabajaban en el jardín (él trabajaba mientras ella miraba) y luego, por la noche, se iban a la cama, donde se veía a sí mismo con una sonrisa en la cara pensando que así sería la vida que disfrutaban los demás.
Luego se despertaba una mañana y veía que Angie se había marchado.
Estaban demasiado unidos, ése era el problema. Habían pasado por muchas cosas, habían presenciado muchos actos horribles, habían compartido muchos miedos, muchos odios y mucha pena, por eso sólo se veían entre sí como víctimas. El cuerpo de Will era como un monumento a toda esa miseria: las quemaduras, las cicatrices, los desagradables ataques que había padecido. Durante años estuvo esperando algo más de Angie, pero hacía poco se había dado cuenta de que no podía darle nada más.
Ella no iba a cambiar. Lo supo incluso cuando se casaron, algo que habían hecho sólo porque él había apostado que no sería capaz de resistirlo. Dejando el juego al margen, ella sólo le veía como un refugio seguro, y un sacrificio. Por eso jamás le tocaba, a menos que buscase algo de él, y por eso él jamás intentaba llamarla cuando desaparecía.
Metió el pulgar dentro de la manga y notó el principio de la larga cicatriz que le recorría todo el brazo. Era más grande de lo que recordaba, y la carne aún estaba blanda al tacto.
Retiró la mano. Angie se estremeció la última vez que tocó por accidente su brazo desnudo. Sus reacciones siempre eran intensas, nunca comedidas. A ella le gustaba comprobar hasta dónde podía exprimirle. Era su deporte favorito: ¿hasta qué punto tenía que ser mala con él para que la abandonase como habían hecho todas las personas de su vida?
Ambos habían bordeado esa línea en muchas ocasiones, pero ella siempre conseguía retenerle en el último momento. Incluso ahora notaba esa sensación. No había visto a Angie desde que su madre había muerto. Deidre Polaski había sido una yonqui y una prostituta que un día se tomó una sobredosis que le hizo entrar en un coma vegetativo. Eso sucedió cuando Angie apenas tenía once años. Su cuerpo resistió durante veintisiete años antes de darse finalmente por vencido. Habían transcurrido cuatro meses desde su funeral, lo cual no era gran cosa, ya que, en cierta ocasión, Angie desapareció durante todo un año. Sin embargo, Will tenía esa sensación que le recorría la espina dorsal advirtiéndole de que algo iba mal. Seguro que se había metido en problemas, alguien le había hecho daño o estaba deprimida. Su cuerpo conocía esa sensación tan bien como sabía que necesitaba respirar.
Siempre habían estado conectados de esa forma, incluso de niños. Especialmente entonces. Si había algo que Will sabía sobre su esposa, era que siempre recurría a él cuando las cosas iban mal. Nunca sabía cuándo vendría, si sería mañana o la semana próxima, pero sabía que llegaría un día en que se la encontraría sentada en su sofá, comiéndose sus pudines y haciendo comentarios peyorativos sobre su perra.
Por esa razón había ido a casa de Sara la noche anterior. Estaba ocultándose de ella, huyendo de lo inevitable. Además, si era sincero, debía reconocer que había estado deseando ver a Sara una vez más. Que ella aceptase como excusa que su casa estaba muy desordenada le hizo pensar que también deseaba verle. De pequeño, Will se había acostumbrado a no desear las cosas que no podía tener, como los últimos juguetes, zapatos que le quedasen bien o una comida casera que no saliese de una lata. Su voluntad de negarse a sí mismo desaparecía cuando se trataba de Sara. No podía dejar de pensar cómo le había puesto la mano sobre el hombro cuando estaban en la calle el día anterior. Le había acariciado la mejilla con el pulgar. Se había puesto de puntillas para estar a su misma altura y, durante un segundo, pensó que le iba a besar.
—Dios santo —exclamó Will.
Enseguida visualizó la carnicería que había visto en casa de Evelyn Mitchell, la sangre, los sesos desperdigados sobre la cocina y el cuarto de la colada. Trató de dejar la mente en blanco, porque estaba convencido de que pensar en el sexo y luego imaginar escenas violentas era propio de los asesinos en serie.
El SUV dio marcha atrás. Amanda bajó la ventanilla y Will se levantó.
—Era alguien de la policía de Atlanta. Al parecer han encontrado al hombre con sangre del tipo B negativo en un contenedor del Grady. Estaba inconsciente y apenas respiraba. Hallaron su cartera en una de las bolsas de basura. Se llamaba Marcellus Benedict Estévez. Desempleado. Vivía con su abuela.
Will se preguntó por qué Sara no le había llamado para decírselo. Puede que se hubiese marchado del trabajo, o puede que su trabajo no consistiese en mantenerle informado.
—¿Dijo algo?
—Murió hace media hora. Iremos al hospital cuando resolvamos este asunto.
Will pensó que sería un viaje inútil teniendo en cuenta que el individuo en cuestión estaba muerto.
—¿Llevaba algo encima?
—No. Vamos, entra.
—¿Por qué vamos…?
—No tengo todo el día, Will. Mueve el culo y vámonos.
Will se subió al SUV.
—¿Han confirmado que era del tipo B negativo?
Amanda aceleró.
—Sí. Y sus huellas eran unas de las ocho que encontraron en casa de Evelyn.
Se dio cuenta de que estaba omitiendo algo.
—Has hablado mucho rato para conseguir tan sólo esa información.
Por una vez, Amanda se mostró más comunicativa.
—Hemos recibido una llamada de Chuck Finn. ¿Por qué no me has dicho que anoche hablaste con su agente de la condicional?
—Supongo que porque prefería reservármelo.
—Ya me parecía. El agente de la condicional fue a ver a Chuck esta mañana. Lleva dos días desaparecido.
—Vaya —dijo girándose hacia ella—. A mí me dijo que estaba al día, que jamás faltaba a una citación.
—Imagino que el agente de la condicional de Tennessee estará hasta las cejas de trabajo y le faltará personal, como a nosotros. Al menos ha tenido las pelotas de decírnoslo esta mañana. —Le miró—. Chuck Finn finalizó su tratamiento hace dos días.
—¿Qué tratamiento?
—Estaba en Healing Winds. Lleva tres meses sin tomar nada. —Will percibió una ligera justificación—. A Hironobu Kwon también lo trataron en Healing Winds. Por lo que se ve, estuvieron en la misma época.
Will se quedó callado durante unos instantes.
—¿Cuándo has averiguado todo eso?
—Ahora mismo. No pongas esa cara. Tengo una vieja amiga que trabaja en los registros del tribunal de narcóticos. —Al parecer, tenía viejas amigas por todos lados—. A Kwon lo enviaron a Hope Hall por su primer delito. —Se refería a las instalaciones para el tratamiento hospitalario del tribunal de narcóticos—. El juez no estaba dispuesto a darle una segunda oportunidad a costa del estado, por eso su madre intervino y dijo que lo internaría en Healing Winds.
—Donde conoció a Chuck Finn.
—Son unas instalaciones muy grandes, pero creo que tienes razón. Sería una estupidez no darse cuenta de que esos dos estuvieron allí en la misma época.
Will se quedó sorprendido de que admitiera sus argumentos, pero continuó.
—Si Chuck le comentó a Hironobu Kwon que Evelyn tenía algún dinero escondido… —Sonrió, al ver que las cosas empezaban a cobrar sentido—. ¿Y qué pasa con el otro tío? ¿El que apareció en el Grady y tenía sangre del tipo B negativo? ¿Tiene alguna conexión con Chuck o Hironobu?
—A Marcellus Estévez nunca le habían arrestado. Nació y se crio en Miami, Florida. Hace dos años se trasladó a Carrollton para asistir a la Universidad de West Georgia. Lo dejó en el último trimestre, y desde entonces no ha estado en contacto con la familia.
Otro chico de veintitantos años que se había mezclado con mala gente.
—Veo que sabes muchas cosas de Estévez.
—La policía ha hablado con sus padres. Presentaron una denuncia en el Departamento de Personas Desaparecidas cuando la universidad los informó de que su hijo no asistía a las clases.
—¿Desde cuándo la policía de Atlanta comparte su información con nosotros?
—Digamos que he hablado con algunos viejos amigos. —Will empezaba a pensar que había toda una red de tipos duros que, o bien le debían un favor a Amanda, o bien habían trabajado con Evelyn en algún momento de su carrera—. Lo importante es que no sabemos cómo relacionar a Marcellus Estévez, el de la sangre del tipo B, con todo esto. Salvo por Hironobu Kwon y Chuck Finn, no tenemos ninguna pista que conecte a los demás individuos que estaban en la casa. Todos fueron a escuelas distintas. No todos fueron a la universidad, y los que fueron no lo hicieron juntos. No se conocieron en prisión, ni estaban en la misma banda ni en el mismo club social. Todos tenían diferentes antecedentes y pertenecían a etnias distintas.
Will pensó que por fin estaba siendo honesta a ese respecto. En cualquier investigación en la que había muchas personas involucradas, lo más importante era descubrir cómo se habían conocido. Los seres humanos eran muy predecibles. Si descubrías dónde se habían conocido, cómo y quién los había puesto en contacto, entonces terminabas encontrando a alguien de fuera, alguien de la periferia dispuesto a hablar.
Will le dijo lo que pensaba desde que había visto el destrozo que habían hecho en casa de Evelyn.
—A mí esto me parece una vendetta personal.
—La mayoría lo son.
—Me refiero a que hay algo más que el dinero.
—Ésa será una de las preguntas que les haremos a esos estúpidos cuando los arrestemos. —Amanda dio un volantazo tan brusco para tomar una curva que él se inclinó hacia un lado—. Lo siento.
Will no recordaba ni una sola vez que Amanda se hubiese disculpado por algo. Observó su perfil. Tenía la mandíbula más prominente de lo normal, la piel cetrina, y parecía totalmente abatida. Además, en los últimos diez minutos le había proporcionado más información que en las últimas veinticuatro horas.
—¿Ocurre algo? —preguntó Will.
—No.
Se detuvo delante de un almacén comercial muy grande con seis plataformas de carga. No se veía ningún camión, pero había algunos vehículos aparcados delante de unas enormes compuertas. Todos los vehículos costaban más que la pensión de Will; había un BMW, un Mercedes e incluso un Bentley.
Amanda dio una vuelta alrededor del aparcamiento para asegurarse de que no se encontraría con ninguna sorpresa. El espacio era lo bastante grande para que diese la vuelta un camión de dieciocho ruedas y se dirigiese hacia las plataformas de carga y descarga. Giró lentamente en forma de U y tomó el camino por donde habían venido. Los neumáticos chirriaron cuando enderezó bruscamente y se metió en un espacio que estaba lo más lejos posible del edificio sin tener que aparcar en el césped. Apagó el motor. El SUV estaba colocado justo delante de lo que parecía ser la oficina principal. Había unos cincuenta metros de espacio abierto hasta llegar al edificio. Unas escaleras de hormigón conducían a una puerta de cristal. La reja se había oxidado tanto que estaba caída hacia un lado. En el letrero que había sobre la entrada se veían una serie de armarios de cocina colocados de frente. Una bandera confederada ondeaba con la brisa. Will leyó la primera palabra que había en el letrero y dedujo las demás.
—¿Armarios sureños? Es un letrero muy extraño para una organización fachada de una banda de drogas.
Amanda le miró con los ojos entrecerrados.
—Tanto como ver andar un perro sobre las patas traseras.
Will salió del coche y se unió a Amanda detrás del SUV. Ella utilizó el control remoto para abrir el maletero. Esa mañana, cuando estuvieron en Valdosta, habían guardado sus armas antes de entrar en la prisión. El SUV negro era un coche oficial del GBI, lo que significaba que el maletero estaba ocupado casi por completo por un gran armario de acero con seis cajones. Amanda puso la combinación en el cierre y abrió el cajón del centro. Su Glock estaba guardada en una funda de terciopelo color púrpura oscuro que tenía el logotipo de la Corona Real cosido en el dobladillo. La guardó en su bolso mientras Will se abrochaba la cartuchera en el cinturón.
—Espera —dijo Amanda.
Metió la mano hasta el fondo del cajón y sacó un revólver de cinco balas. A ese tipo particular de Smith & Wesson se lo llamaba el «veterano», porque la mayoría de los policías veteranos lo llevaban. Era una pistola muy ligera, con un percutor interno que facilitaba el poder ocultarlo. Aunque llevaba encima del gatillo el logotipo de «Lady Smith», el retroceso te podía causar un desagradable cardenal en la mano. El S&W de Evelyn Mitchell era un modelo similar, sólo que la empuñadura era color cereza, en lugar de nogal como el de Amanda. Will se preguntó si los habrían comprado juntas.
—Camina derecho y procura que no se te note —dijo Amanda—. La cámara nos está observando.
Will trató de cumplir sus órdenes mientras ella le ponía las manos en la espalda y colocaba el revólver dentro de sus pantalones. Él miraba fijamente en dirección al almacén. Estaba hecho de metal, y era más ancho que largo, con una extensión aproximada de la mitad de un campo de fútbol americano. El edificio se apoyaba sobre unos cimientos de hormigón que medían algo más de un metro, la altura estándar de una plataforma de carga. Salvo por la escalinata que conducía a la entrada principal no había otra forma de entrar o salir, salvo que te subieses a la plataforma de carga y abrieses una de las enormes puertas de metal.
—¿Dónde está el coche que decías que estaba vigilando? —preguntó Will.
—Doraville necesitaba asistencia, así que estamos solos.
Él observó que la cámara que había encima de la puerta giraba en ambos sentidos.
—Esto no me parece muy buena idea.
—Camina derecho —dijo Amanda dándole una palmada en la espalda y asegurándose de que llevaba la pistola ajustada—. Y, por lo que más quieras, no metas el estómago o se te caerá al suelo. —Tuvo que ponerse de puntillas para cerrar el maletero—. No sé por qué llevas el cinturón tan flojo. No tiene sentido ponerse una correa si no la vas a utilizar.
Will caminó detrás de ella mientras iba hacia la entrada. Caminaron a paso ligero los cincuenta metros de espacio abierto. La cámara había dejado de moverse y ahora los enfocaba directamente. Era como tener una diana pintada en el pecho. Will observaba la cabeza de Amanda; su pelo se rizaba en la coronilla.
Cuando llegaron a la escalinata de hormigón que conducía hasta la entrada, la puerta de cristal se abrió. Amanda se protegió los ojos del sol mientras miraba a un hombre asiático con el rostro huraño. Era un hombre corpulento y grande, con un cuerpo que parecía estar hecho a partes iguales de grasa y músculo. El tipo permaneció callado mientras sostenía la puerta abierta y observaba cómo subían los peldaños. Will siguió a Amanda hasta el interior. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad que reinaba en la pequeña oficina. La humedad había abombado el falso panel que había en la pared, la moqueta tenía un color marrón que habría repugnado a cualquier ser humano exigente y el lugar olía a serrín y gasolina. Will oyó el ruido que hacía la maquinaria del almacén: clavadoras, compresores y tornos. En la radio sonaban los Gun N’ Roses.
—La señora Ling me espera —dijo Amanda sonriendo a la cámara que estaba colocada sobre la puerta.
El hombre no se movió. Ella metió la mano en el bolso como si estuviese buscando su lápiz de labios. Will no sabía si iba a sacar la pistola o la barra de labios. Obtuvo la respuesta cuando una mujer alta y ágil abrió la puerta con una sonrisa en la boca.
—Mandy Wagner, cuánto tiempo sin vernos.
La mujer parecía casi alegre. Era asiática, más o menos de la misma edad que Amanda, con el pelo canoso. Estaba tan delgada como una adolescente, pero su camisa sin mangas dejaba entrever que tenía unos brazos fuertes. Hablaba con un deje sureño muy peculiar. Su forma tan lánguida de moverse tenía algo de felino, aunque el olor a marihuana que emanaba de su cuerpo puede que tuviese algo que ver con eso. Llevaba mocasines con abalorios en la parte de arriba, de esos que se encuentran en las tiendas de souvenires que hay a las afueras de las reservas indias.
—Julia —dijo Amanda esbozando una sonrisa convincente—. Me alegro de verte.
Se abrazaron, y Will observó la mano de la mujer pasar por la cintura de Amanda.
—Te presento a Will Trent, mi compañero. —Puso la mano sobre Julia mientras se daba la vuelta para mirarlo—. Espero que no te moleste que me acompañe. Está de prácticas.
—Tiene suerte de aprender de la mejor —respondió Julia—. Pero dile que deje la pistola en el mostrador. Y tú también, Mandy. ¿Aún sigues utilizando ésa con la Corona Real en la funda?
—Claro, hay que quitarle la pelusilla del percutor.
La pistola hizo un ruido sordo cuando Amanda puso la funda en el mostrador. El hombre adusto revisó el contenido y luego hizo un gesto de asentimiento a su jefe. Will no fue tan complaciente; eso de darle la pistola a un desconocido no le convencía en absoluto.
—Will —dijo Amanda—. No me pongas en evidencia delante de mis amigos.
Se desabrochó la cartuchera del cinturón y puso su Glock encima del mostrador.
Julia Ling se rio mientras les hacía pasar. El almacén era más grande de lo que parecía desde fuera, pero la maquinaria era pequeña y habría cabido en un garaje de dos plazas. Había unos doce hombres ensamblando muebles. Will no pudo distinguir si eran asiáticos, hispanos o de dónde exactamente, ya que llevaban los sombreros muy hundidos y tenían la cara vuelta. Lo que sí resultaba obvio es que estaban trabajando. Olía muchísimo a cola y había serrín esparcido por el suelo. Una enorme bandera confederada servía como división entre la zona de trabajo y la parte trasera del edificio. Las estrellas de la bandera eran amarillas en lugar de blancas.
Julia los condujo a través de otra puerta y entraron en una oficina pequeña pero bien amueblada. La moqueta era de felpa. Había dos sofás con los cojines excesivamente rellenos. Un chihuahua regordete estaba sentado en un sillón reclinable, al lado de la ventana, con los ojos cerrados para que no le diese el poco sol que entraba por los paneles. Unos barrotes de metal grueso enmarcaban la vista al callejón de servicio que había detrás del edificio.
—Will tiene un chihuahua —dijo Amanda, ya que, al parecer, aún no le había humillado suficiente ese día—. ¿Cómo se llamaba?
Will notó un pinchazo en la garganta.
—Betty.
—¿De verdad? —Julia cogió el perro y se sentó en el sofá con él. Le dio unas palmadas al cojín que tenía a su lado y Amanda se sentó—. Éste se llama Arnoldo. Es todo un glotón. ¿El tuyo es de pelo corto o largo?
Will no sabía qué hacer. Buscó en el bolsillo de atrás para sacar la cartera, olvidándose de que llevaba el revólver de Amanda. Éste se balanceó peligrosamente, por lo que se sentó en el sofá que estaba enfrente de las mujeres, abriendo la cartera para enseñarle una foto de Betty.
Julia Ling hizo un ruido con la lengua.
—Es un encanto.
—Gracias —respondió Will volviendo a coger la fotografía y metiéndose la cartera en el bolsillo de la chaqueta—. El suyo también es muy bonito.
Julia ya había dejado de prestarle atención. Pasó la mano por la pierna de Amanda y preguntó:
—¿Qué te trae por aquí, blanquita?
Amanda también actuó como si Will no estuviera allí.
—¿Imagino que sabrás lo que le ha pasado a Evelyn?
—Sí —respondió Julia alargando la palabra—. Pobre Almeja. Espero que no se porten mal con ella.
Will tuvo que esforzarse para no quedarse boquiabierto. Había llamado Almeja a Evelyn Mitchell.
Amanda puso la mano sobre la de Julia, sin apartar la rodilla.
—¿Supongo que no sabrás dónde está?
—Ni idea. Ya sabes que te llamaría de inmediato si lo supiera.
—Como puedes imaginar, estamos haciendo todo lo posible para que regrese sana y salva. He tirado de algunos hilos para que todo salga bien.
—Sí —repitió Julia—. Ahora es abuela, ¿verdad? Por segunda vez, quiero decir. Qué familia tan fértil. —Se rio, como si eso fuese una broma entre ellas—. ¿Cómo lo lleva ese chico tan tierno?
—Son unos momentos difíciles para toda la familia.
—Sí —respondió Julia, como si ésa fuese su palabra favorita.
—Estoy segura que sabrás lo de Héctor.
—Una pena. Estaba pensando cambiar mi coche por un Cadillac.
—Pensaba que te iban bien los negocios.
—Sí, pero no es la mejor época para conducir algo tan ostentoso. —Bajó la voz y añadió—: Hay muchos robos de coches.
—Muchísimos —respondió Amanda moviendo la cabeza.
—La gente joven es un problema —añadió Julia chasqueando la lengua. Will pensó que por fin empezaba a entender parte de la conversación. Julia Ling se refería a los jóvenes que habían asaltado la casa de Evelyn—. Ven esas películas de gánsteres en la televisión y se creen que todo es muy fácil. Scarface, El Padrino, Tony Soprano. Empiezan a fantasear. Se les mete la idea en la cabeza y actúan sin medir las consecuencias. —Volvió a chasquear la lengua—. He perdido a uno de mis trabajadores por meterse en esos asuntos tan imprudentes.
Se refería a Benny Choo, el hombre con la camisa hawaiana. Will había estado en lo cierto. Julia Ling había enviado a su guardaespaldas para solucionar todo el alboroto que habían causado Ricardo y sus amigos. Y Faith le había matado.
Amanda también debió de darse cuenta, pero actuó con cautela.
—Tus negocios tienen sus riesgos. El señor Choo lo sabía mejor que nadie.
Julia Ling dudó durante el tiempo suficiente como para que Will se preocupase por Faith, pero luego dijo en voz baja:
—Sí. Todo tiene un precio. Pero dejemos que Benny descanse en paz.
Amanda parecía tan aliviada como Will.
—Me he enterado de que tu hermano lo está sobrellevando en su nuevo entorno.
—Sí, ésa es la palabra más adecuada para definirlo. A Roger nunca le ha gustado el calor, y Savannah es prácticamente tropical.
—Hay una plaza en la D&C. ¿Quieres que haga algo para que lo trasladen? Quizá le venga bien cambiar de sitio.
Julia simuló pensar en ello.
—Sigue siendo muy calurosa —respondió sonriendo—. ¿Podría ser en Phillips?
—Bueno, es un lugar agradable. —También era la prisión donde Ignatio Ortiz estaba cumpliendo su sentencia por asesinato. Amanda negó con la cabeza, como si quisiese dar a entender que lo lamentaba, pero que esas vacaciones en particular ya las había reservado para otra familia—. No me parece el lugar más adecuado.
—Baldwin me pilla más cerca.
—Sí, pero no es el lugar más apropiado para el carácter de Roger. —Además, era una prisión que sólo admitía internos de seguridad mínima o media—. ¿Qué te parece Augusta? Está cerca, aunque no demasiado.
Julia arrugó la nariz.
—¿En el sitio de liberación de los delincuentes sexuales?
—Buena observación. —Amanda parecía pensar en ello, aunque ya debería haber llegado a un acuerdo con la fiscalía del Estado—. Arrendale ha empezado a acoger a prisioneros de máxima seguridad. Sólo con buena conducta, pero estoy segura de que Roger podría entrar.
Julia se rio.
—Ya conoces a Roger, Mandy. Siempre se está metiendo en problemas.
La oferta de Amanda era firme.
—Aun así, creo que Arrendale es el lugar idóneo. Podemos garantizarle que su transición será agradable. Evelyn tiene muchos amigos y estamos deseando que regrese a casa sana y salva. Roger también podría obtener algún beneficio de ello.
Julia acarició el perro.
—Ya veremos qué me dice la próxima vez que le visite.
—Podrías llamarle por teléfono —sugirió Amanda—. Estoy segura de que preferirá enterarse de lo de Benny por ti que por otra persona.
—Qué Dios se apiade de su alma —dijo apretando la pierna de Amanda—. Es horrible perder a los seres queridos.
—Sí.
—Sé que Evelyn y tú estabais muy unidas.
—Y aún lo estamos.
—¿Por qué no te libras del tonto este y nos consolamos mutuamente?
La carcajada de Amanda sonó sincera. Le dio unos golpecitos a la rodilla de Julia y se levantó del sofá.
—Me ha alegrado verte, Jules. Ojalá nos viésemos más a menudo.
Will empezó a levantarse, pero se acordó del revólver. Se metió las manos en los bolsillos para sujetarse los pantalones y poder mantenerlo en su sitio. Lo peor que podía suceder es que estropease el juego de Amanda, cosa que sucedería si la pistola se le caía por la pernera de los pantalones.
—Ya me dirás lo que piensas de Arrendale. Es un sitio encantador. Las ventanas son diez centímetros más anchas en el ala de mayor seguridad. Mucha luz y aire fresco. Estoy segura de que a Roger le encantará.
—Ya te diré lo que decide. Creo que todos sabemos que la incertidumbre no es buena para los negocios.
—Dile a Roger que estoy a su disposición.
Will le abrió la puerta a Amanda. Pasaron por la tienda juntos. Los trabajadores estaban tomándose un descanso. La maquinaria se había parado y las estaciones estaban vacías. La radio emitía un débil murmullo.
—Ha sido interesante —dijo Will.
—Ya veremos si ella cumple con su parte. —Amanda parecía tener esperanzas. Se le notaba que había recuperado la energía en su forma de andar—. Apostaría a que Roger sabe lo que sucedió ayer en casa de Evelyn. Julia probablemente se lo dijo. No nos habría dejado entrar si no estuviese dispuesta a hacer un trato. Sabremos algo dentro de menos de una hora. Puedes estar seguro.
—La señora Ling parece dispuesta a complacerte.
Amanda se detuvo y le miró.
—¿Tú crees? No sabría decir si ha sido cariñosa o si… —Amanda se encogió de hombros en lugar de terminar la frase.
Will pensó que estaba bromeando, pero luego se dio cuenta de que no.
—Creo. Me refiero a que… —Notó que empezaba a sudar—. Tú nunca…
—A ver si creces, Will. Yo fui a la universidad.
Aún podía oír cómo se reía mientras se dirigían hacia la oficina principal. Estaba destinado a que esa mujer jugase con él el resto de su vida. Era casi tan perversa como Angie.
Estaba a punto de coger el pomo de la puerta cuando oyó el primer estruendo, que sonó como si descorchasen una botella de champán. Luego notó un pinchazo en la oreja y vio saltar las astillas de la puerta. Fue entonces cuando se dio cuenta de que era una bala. Y después otra. Y otra más.
Amanda fue más rápida que él. Cogió la pistola que llevaba en la parte de atrás de los pantalones, se dio la vuelta y disparó dos veces seguidas antes de que él cayese al suelo.
Oyó el sonido de una ametralladora. Las balas pasaban a escasos centímetros de su cabeza. No sabía de dónde procedían los disparos. La parte trasera del almacén estaba a oscuras. Podía ser Ling-Ling, los hombres que habían estado trabajando en los armarios… o todos ellos.
—¡Vamos! —gritó Amanda.
Will empujó con el hombro la puerta de la oficina principal. Obviamente, sus pistolas habían desaparecido del mostrador. El asiático con la cara huraña yacía muerto en el suelo. Will notó que algo duro le golpeaba en la cabeza. Se quedó atontado unos segundos antes de darse cuenta de que Amanda le había tirado el bolso.
Will se colocó el bolso debajo del brazo y abrió la puerta principal. La repentina e intensa luz del sol le dejó tan ciego que tropezó en las escaleras de hormigón. La vieja barandilla se inclinó con su peso, suavizando lo que podía haber sido una caída catastrófica. Rápidamente se puso en pie y corrió por el aparcamiento hasta el SUV. Los objetos que tenía Amanda en el bolso quedaron esparcidos a sus espaldas mientras buscaba el control remoto. Pulsó el botón y el maletero se abrió antes de que llegase a la parte de atrás del vehículo. Puso la combinación y abrió el cajón.
Según su experiencia, o eras una persona de escopetas, o una de rifles. Faith prefería las escopetas, lo que era antinatural dada su escasa estatura y el hecho de que el retroceso podía dañarte el manguito rotatorio de la muñeca. A Will le gustaban los rifles. Eran limpios, precisos y sumamente exactos, incluso a treinta metros de distancia, lo que estaba muy bien teniendo en cuenta que ésa era la distancia aproximada que había entre el SUV y la entrada del edificio. El GBI les proporcionaba a los agentes un Colt AR-15A2, el cual se puso en el hombro justo en el momento en que se abría la puerta.
Will miró por la mira telescópica. Amanda no tuvo tantos problemas como él con la luz del sol y, sin dar un traspié, bajó los escalones de cemento mientras disparaba hacia atrás, aunque no dio al hombre musculoso que la perseguía. Llevaba gafas oscuras y tenía una ametralladora en la mano. En lugar de dispararle a Amanda mientras retrocedía, sostuvo el arma mientras saltaba el tramo de escaleras. Fue un movimiento propio de un vaquero, algo que le concedió a Will la oportunidad de disparar. Presionó el gatillo, el hombre se retorció en pleno salto y cayó al suelo.
Will bajó el rifle y buscó a Amanda. Caminaba en dirección al hombre que había en el suelo. Sostenía la pistola a un lado. Probablemente se había quedado sin munición. Will apuntó de nuevo para cubrir a Amanda en caso de que alguien saliese del edificio. Ella le dio una patada a la ametralladora, y Will vio que gesticulaba con la boca.
Sin avisar, Amanda se ocultó detrás de los escalones de hormigón. Will apartó la vista de la mira telescópica para poder localizar la nueva amenaza. Era el hombre del suelo. Aunque parecía imposible, aún estaba vivo. Tenía la Glock de Will en la mano y apuntaba en dirección al SUV. Disparó tres veces seguidas. Will sabía que el armario de acero le protegería, pero se agachó cuando oyó los impactos contra el metal.
Los disparos cesaron. A Will le latía el corazón con tanta fuerza que podía notar el pulso en el estómago. El tirador debería de haberse ocultado detrás del Mercedes, probablemente al otro lado del depósito de gasolina. Will apuntó su rifle, esperando que el hombre cometiese la estupidez de asomar la cabeza. En su lugar levantó la Glock. Will disparó y la pistola desapareció de la vista.
—¡Policía! —gritó Will siguiendo el protocolo—. ¡Levante las manos!
El hombre disparó sin mirar hacia el SUV, fallando por varios metros.
Will murmuró algunas palabras. Miró a Amanda, como si le estuviese preguntando cuál era el plan. Ella movía la cabeza, exasperada, no porque estuviera negando. Si Will le hubiese dado a la primera, no estarían en esa situación.
No sabía cómo indicarle que le había dado, al menos sin que le disparasen, por eso señaló el cargador de su rifle para preguntárselo. ¿Se había quedado si balas? Su revólver era de cinco disparos. A menos que hubiese sacado el cargador del bolso, no había nada que pudiese hacer.
Incluso desde aquella distancia vio la expresión de enfado que tenía. Por supuesto que había sacado el cargador del bolso. Puede que incluso hubiese tenido tiempo para pintarse los labios y hacer algunas llamadas. Will miró al Mercedes una vez más, tratando de deducir dónde se habría ocultado el hombre. Cuando volvió a mirar a Amanda, ella ya había abierto el S&W, había tirado los casquillos al suelo y lo había vuelto a cargar. Le hizo un gesto con la mano para que continuase.
—¡Señor! Se lo advierto una vez más. Ríndase.
—¡Jódete! —le gritó el tipo, que disparó de nuevo e impactó en la puerta lateral del SUV.
Amanda avanzó agachada hasta el borde de las escaleras de cemento, y luego asomó la cabeza para ver dónde se ocultaba el hombre. Se sentó. No miró a Will ni apuntó, sencillamente apoyó la mano en el tercer escalón empezando por abajo y apretó el gatillo.
La televisión no les había hecho un favor a los delincuentes. En las películas, las balas no atravesaban las paredes de yeso, ni las puertas metálicas de los coches. Tampoco explicaban que el rebote de una bala no tenía nada que ver con el de una pelota. Las balas salían a mucha velocidad y siempre hacia delante. Disparar al suelo no significaba que rebotase hacia arriba. Disparar al suelo por debajo de un coche significaba que la bala se deslizaría por el cemento, haría añicos el neumático y, si estabas sentado en el lugar oportuno, acabaría en tu ingle. Y eso fue lo que sucedió.
—¡Joder! —gritó el hombre.
—¡Levanta las manos! —ordenó Will.
Y vio dos manos levantadas.
—¡Me rindo! ¡Me rindo!
En esa ocasión, Amanda continuó apuntándole con el arma mientras se acercaba hasta el coche. Le dio una patada a la Glock para alejarla y puso la rodilla sobre la espalda del hombre mientras vigilaba la puerta de la oficina.
Estaba mirando la puerta equivocada. Una de los accesos de carga se abrió de golpe y una furgoneta negra salió a toda velocidad, volando por el aire. Al chocar con el asfalto, saltaron chispas. Los neumáticos dejaron un olor a goma quemada. Las ruedas patinaron. Will vio a dos jóvenes en la cabina. Llevaban sudaderas negras y gorras de béisbol del mismo color. Por un momento, no pudo ver a Amanda. Will levantó el rifle, pero no podía disparar sin arriesgarse a que una bala atravesase la furgoneta y le diese a su jefe. Sonaron dos disparos seguidos y la furgoneta desapareció.
Will corrió hacia el aparcamiento para poder apuntar, pero se detuvo porque Amanda estaba en el suelo.
—¿Amanda? —El pecho se le encogió y apenas podía hablar—. ¿Amanda? ¿Te encuentras…?
—¡Maldita sea! —gritó, rodando para poder erguirse. Tenía el pecho y la cara cubiertos de sangre—. Maldita sea.
Will se apoyó sobre una de las rodillas y le puso una mano en el hombro.
—¿Te han dado?
—Estoy bien, gilipollas —respondió apartándole la mano—. El que está muerto es él. Le han pegado dos tiros en la cabeza desde la furgoneta.
Will miró al hombre y vio que le habían volado la cara.
—Eso sí que ha sido un buen disparo, y desde un coche en movimiento. —Amanda le miró mientras la ayudaba a levantarse—. Mucho mejor que el tuyo. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en el campo de tiro? Es inaceptable, completamente inaceptable.
Will prefirió no discutir con ella, aunque podría haberle mencionado que dejar las pistolas en el mostrador había sido una mala idea, por no hablar de lo estúpido que había sido entrar en un lugar como ése sin refuerzos.
—Te lo juro por Dios, Will, cuando esto se acabe… —No terminó la frase. Se alejó pisando la funda de plástico de su bolso—. ¡Maldita sea!
Will se arrodilló al lado del muerto. Comprobó rutinariamente el pulso. Tenía un agujero en la sudadera, a cinco centímetros del corazón. Era lo suficientemente grande como para que cupiese un dedo. Le bajó la cremallera. Debajo llevaba un chaleco militar de asalto. El casquillo de la bala se había expandido con el impacto, colándose en la placa de choque, aplastándose como un perro que intenta meterse bajo un sofá.
El K-5 le había dado justo en el centro del pecho.
Amanda regresó. Observaba al hombre sin decir palabra. Probablemente le estaba mirando de frente cuando le dispararon, porque tenía trozos de cerebro pegados en la cara, así como un trozo de hueso en el cuello de la blusa.
Will se levantó. Lo único que podía hacer era ofrecerle su pañuelo.
—Gracias. —Se limpió la cara sin que le temblase la mano. La sangre se corrió como el maquillaje de un payaso—. Gracias a Dios, tengo una muda de ropa en el coche. —Miró a Will y añadió—: Se te ha roto la chaqueta.
Se miró la manga. Se había hecho una raja en la chaqueta al tirarse al asfalto.
—Siempre hay que llevar una muda en el coche. Nunca se sabe lo que puede pasar.
—Sí, señora.
Will puso la mano sobre la culata del rifle.
—Ling-Ling ha desaparecido —dijo Amanda limpiándose la frente—. Salió de la oficina con ese estúpido perro debajo del brazo mientras sonaban los disparos. No porque quisiera salvarme, sino porque también la intentaban matar a ella.
Will intentó procesar esa nueva información.
—Pensaba que los que nos disparaban trabajaban para ella.
—Si Julia hubiese querido matarnos, lo habría hecho al salir de la oficina. ¿Acaso no viste la recortada debajo del cojín del sofá?
Will asintió, aunque no la había visto; le corrió un sudor frío de sólo pensarlo.
—Los tiradores trabajaban en su tienda. Los he reconocido. Estaban ensamblando los armarios. ¿Por qué querrían matar a Julia? ¿O a nosotros?
—¿No te parece obvio? —replicó Amanda, aunque luego se dio cuenta de que no resultaba tan claro—. No querían que hablase conmigo. Ni tampoco que hablase con Roger. Debía de saber algo.
Will intentaba juntar todas las piezas.
—Julia dijo que los jóvenes estaban actuando por su cuenta, que se estaban haciendo los gánsteres. No me imagino a un puñado de veinteañeros saturados de testosterona dejándose mandar por una mujer de mediana edad.
—Vaya, yo pensaba que a los hombres eso les encantaba. —Amanda miró al hombre que estaba muerto—. Suda como un cerdo. Seguro que se ha tomado algo.
Algo que había hecho que resistiese el impacto de una bala del calibre 55 en el chaleco antibalas y pocos segundos después saltase como una tostada.
Amanda lo empujó con la punta del zapato para darle la vuelta y mirar su cartera.
—Está claro que esos jóvenes no quieren dejar testigos. —Sacó el carné de conducir—. Juan Armand Castillo. Veinticuatro años. Vivía en Leather Stocking Lane, en Stone Mountain.
Le enseñó el carné a Will. Castillo tenía aspecto de maestro de escuela, no de un tipo que perseguiría a un agente del GBI en un aparcamiento con una ametralladora.
Amanda le bajó la cremallera de la sudadera. El hombre tenía su Glock metida en sus pantalones. Lo sacó y dijo:
—Bueno, al menos no ha intentado matarme con mi pistola.
Will la ayudó a desabrochar los cierres laterales del chaleco.
—Apesta —dijo Amanda. Le levantó la camisa para mirarle el pecho—. No tiene tatuajes. —Le miró los brazos—. Aquí tampoco.
—Mírale las manos.
Castillo tenía los puños cerrados. Amanda le abrió los dedos con las manos, lo cual iba en contra del protocolo, pero Will ya lo había roto, así que poco importaba.
—Nada.
Él miró hacia el aparcamiento. Sólo había dos coches, el Bentley y el Mercedes.
—¿Crees que queda alguien más dentro?
—El Bentley es de Ling-Ling, aunque imagino que tendrá otro coche aparcado cerca ahora que trata de pasar lo más desapercibida posible. El Mercedes es de Perry. El hombre de la oficina principal.
—Veo que los conoces a todos, Mandy.
—No estoy de humor para tus comentarios, Will.
—Julia Ling es una de las primeras en la jerarquía. Prácticamente es la jefe.
—¿Y eso es motivo para que hables como el gallo Claudio?
—Sólo estoy diciendo que hace falta tenerlos muy bien puestos, o ser muy estúpido, para intentar quitar de en medio a alguien como Julia. Su hermano no se va a quedar con los brazos cruzados. Tú misma me dijiste que estaba prácticamente loco. Dispararle a su hermana es una declaración de guerra.
—Vaya, por fin has dicho algo sensato. —Le devolvió el pañuelo—. ¿Te has fijado en los hombres de la furgoneta?
Will negó con la cabeza.
—Jóvenes. Con gafas de sol, gorras y sudaderas. No podría jurar haber visto nada más…
—No te estoy pidiendo que jures. Lo que te estoy pidiendo… —El ruido de las sirenas la interrumpió—. Han tardado en venir.
Will calculó que el primer tiro habría sido disparado hacía cinco minutos; así que no era una mala respuesta.
—¿Y tú? ¿Has podido verlos?
Ella negó con la cabeza.
—Creo que debemos buscar a alguien con experiencia en disparar desde un coche.
Tenía razón. Darle a una persona en la cabeza dos veces seguidas desde un vehículo en movimiento, aunque fuese a poca distancia, no era una cuestión de suerte. Para eso se necesitaba práctica, y el asesino de Castillo no había errado.
—¿Por qué no te han disparado a ti? —preguntó Will.
—¿Te estás quejando o haciéndome una maldita pregunta? —Amanda se quitó algo del brazo. Miró a Castillo—. Nos hemos quedado sólo con dos. Al menos nuestras probabilidades han mejorado.
Se refería a las huellas que habían encontrado en casa de Evelyn.
—Son tres.
Amanda negó con la cabeza, mirando el cadáver.
Will contó con los dedos.
—Evelyn mató a Hironobu Kwon. Faith a Ricardo Ortiz y a Benny Choo. Marcellus Estévez murió en el Grady. Con Juan Castillo suman cinco.
Amanda no dijo nada. Will estaba ocupado con sus cálculos matemáticos.
—Ocho menos cinco son tres.
Ella miró los coches patrulla que bajaban por la carretera.
—Dos —respondió—. El otro intentó matar a Sara Linton hace una hora.