Capítulo nueve

SARA SE PREGUNTÓ SI ERA UNA peculiaridad sureña que los niños pequeños se pusiesen malos durante esa media hora que hay entre las clases de catequesis y los servicios religiosos. La mayoría de sus primeros pacientes habían enfermado durante ese periodo tan especial. Dolores de barriga, de oídos, malestar general…, nada que pudiese detectarse con una prueba de sangre o una radiografía, pero que se curaba fácilmente comprándoles unos cuadernos de dibujo o viendo los dibujos animados en televisión.

Sobre las diez de la mañana, los problemas adquirieron un tono más serio. Los casos se presentaron en rápida sucesión, y eran de los que ella detestaba, porque se podían haber evitado fácilmente. Un niño había ingerido veneno para ratas que había encontrado debajo del armario de la cocina; otro tenía quemaduras de tercer grado por haber tocado una sartén que estaba sobre el fuego; una adolescente a la que se vio obligada a encerrar en la sala de confinamiento porque su primer porro de marihuana le había provocado un brote psicótico. Más tarde, una chica de diecisiete años se presentó con fractura de cráneo; al parecer seguía borracha cuando regresó a casa aquella mañana, y terminó empotrando el coche contra un autobús aparcado. Aún estaba en el quirófano, pero Sara pensaba que, aunque controlasen el hematoma cerebral, ya no volvería a ser la misma.

A eso de las once, quería volver a la cama y dar el día por finalizado.

Trabajar en un hospital era mantener una constante negociación. Si se lo permitías, aquel trabajo podía absorber gran parte de tu vida. Sara aceptó trabajar en el hospital Grady a sabiendas y de buen grado, pues no quería tener una vida propia después de que su marido falleciera. Durante el último año, sin embargo, había estado reduciendo su horario en el servicio de urgencias. Mantener un horario regular era realmente difícil, pero, aun así, estaba dispuesta a enfrentarse a esa batalla todos los días.

Era una forma de supervivencia. Todos los médicos llevaban un cementerio en su interior. Los pacientes a los que había ayudado —la pequeña a la que le había lavado el estómago, o el niño al que le había curado las quemaduras de los dedos— sólo eran pequeños destellos de alegría. Sara se acordaba sobre todo de aquéllos a los que había perdido: el chico que falleció lenta y dolorosamente de leucemia, el niño de nueve años que tardó dieciséis horas en morir por haber ingerido anticongelante, o el crío de once que se rompió el cuello al tirarse de cabeza a una piscina poco profunda. A todos los llevaba en su interior, recordándole constantemente que, por mucho que se intentase, a veces —demasiadas veces— no resultaba bastante.

Sara se sentó en el sofá que había en la sala de médicos. Tenía algunos asuntos pendientes que debía poner al día, pero necesitaba un minuto de reposo. La noche anterior había dormido menos de cuatro horas. Will no fue el motivo por el cual no pudo desconectarse. Había estado pensando en Evelyn Mitchell y en su banda de policías corruptos. La culpabilidad de esa mujer le rondaba por la cabeza, y escuchaba constantemente en sus oídos las palabras de Will: o bien Evelyn Mitchell había sido una jefe muy mala, o bien era una policía corrupta. No había término medio.

Es probable que ésa fuera la razón por la que no había llamado a Faith para preguntarle cómo se encontraba. Faith, técnicamente, era paciente de la doctora Delia Wallace, pero ella sentía una extraña responsabilidad por la compañera de Will. Ocupaba sus pensamientos como Will durante esos últimos días. De forma tediosa y nada placentera.

Nan, una de las estudiantes de enfermería, se apoltronó en el sofá, al lado de Sara. Jugueteaba con su BlackBerry mientras le dijo:

—Cuéntame lo que pasó en tu cita.

Sara forzó una sonrisa. Esa mañana, cuando llegó al hospital, se había encontrado un enorme ramo de flores esperándola en la sala de médicos. Al parecer, Dale Dugan había comprado todos los claveles y velos de novia de la ciudad. Casi todos los miembros del servicio de urgencias hicieron algún tipo de comentario antes incluso de que se pusiese la bata. A todos parecía interesarles el romance de la viuda enamorada.

—Es un hombre muy amable —le dijo Sara a la chica.

—Él dice lo mismo de ti —respondió Nan, dibujando una sonrisa un tanto pícara mientras escribía un mensaje por correo electrónico—. Me lo encontré en el laboratorio. Es un tío guay.

Sara observaba cómo la chica movía los pulgares, sintiéndose más vieja que Matusalén. Ni tan siquiera recordaba haber sido tan joven. Tampoco imaginaba a Dale Dugan sentado y chismorreando con esa chica joven y alocada.

Nan levantó la vista.

—Dijo que eras fascinante, que os lo pasasteis muy bien y que os disteis un beso.

—¿Le estás escribiendo?

—No —respondió poniendo los ojos en blanco—. Me lo dijo en el laboratorio.

—Fantástico.

Sara no sabía cómo solucionar el asunto de Dale, ya que, o bien estaba confundido, o bien era un mentiroso patológico. En cualquier caso, debía de hablar con él. Las flores ya eran de por sí un mal presagio. Tenía que quitarle la venda de los ojos. Se preguntó por qué el hombre que le gustaba no estaba disponible, y por qué el que estaba disponible no le gustaba. Si seguía haciéndose ese tipo de preguntas, su vida se convertiría en un culebrón.

Nan empezó a escribir otro mensaje.

—¿Quieres que le diga algo de lo que has dicho?

—No he dicho nada.

—No, pero podrías.

—Bueno… —Sara se levantó del sofá. Era más fácil cuando podías dejar una nota en la taquilla de la otra persona—. Voy a aprovechar que la cosa está tranquila para irme a comer.

En lugar de ir a la cafetería, dobló a la izquierda, hacia los ascensores. Casi la derribaron con una camilla que pasó a toda prisa por el pasillo. Apuñalamiento. El cuchillo aún estaba clavado en el pecho del paciente. El personal de emergencias gritaba que le había afectado los órganos vitales, y los médicos daban órdenes. Sara pulsó el botón del ascensor y esperó hasta que las puertas se abrieron.

El hospital se había fundado durante la última década del siglo XIX, y estuvo ubicado en cuatro localizaciones diferentes hasta que, finalmente, se situó en Jesse Hill Jr. Drive. La constante mala gestión, la corrupción y la clara incompetencia hacían que la gente creyese que en cualquier momento podía cerrarse. El edificio en forma de U se había ampliado, remodelado, derribado y renovado tantas veces que estaba segura de que ya nadie llevaba la cuenta. Los terrenos que había alrededor se inclinaban en dirección a la Universidad Estatal de Georgia, la cual compartía su zona de aparcamiento con el hospital. Las entradas de las ambulancias para el servicio de emergencia se unían con la interestatal en lo que se llamaba la Grady Curve, y estaban en una planta superior a la entrada principal. Durante la época de Jim Crow, el hospital recibió el nombre de Grady[*] porque el ala de los blancos estaba a un lado, mirando a la ciudad, y la de los afroamericanos en el lado opuesto, mirando a la nada.

Margaret Mitchell fue ingresada allí urgentemente, y falleció a los cinco días, después de que un conductor ebrio la atropellara en Peachtree Street. A las víctimas de las bombas del Centennial Olympic Park también las trataron en ese hospital. El Grady seguía siendo el único centro de traumatología de nivel 1 de la zona. A las víctimas con lesiones graves las ingresaban allí para que recibiesen tratamiento, lo que implicaba que la Oficina Forense de Fulton County dispusiese de una oficina satélite para procesar a las personas que entraban en el depósito de cadáveres. Siempre había dos o tres cuerpos esperando que los transportasen. Cuando Sara empezó a trabajar como médica forense de Grant County, se había formado en el departamento que estaba en el centro de la ciudad, en Pryor Street. Siempre andaban escasos de personal, y tuvo que pasar mucho tiempo del que le correspondía para comer reenviando los cuerpos a Grady.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, George, uno de los guardias de seguridad, salió. Su corpulencia ocupó toda la entrada. Había sido jugador de fútbol americano hasta que un tobillo dislocado le convenció de que debía buscar otra alternativa profesional.

—Doctora Linton —saludó mientras le sostenía las puertas para que pasase.

—George.

Le guiñó un ojo y ella le respondió con una sonrisa.

Había una pareja joven en el interior. Se abrazaron mientras el ascensor bajaba una planta. Ése era otro de los inconvenientes que tenía trabajar en el hospital. Miraras donde miraras, siempre veías a alguien pasando uno de los peores días de su vida. Puede que ése fuese el cambio que necesitaba darle a su vida, no vender el apartamento y trasladarse a una casa coqueta, sino volver de nuevo a ejercer la medicina de forma privada, donde la única emergencia que se presentaba era decidir qué representante farmacéutico te iba a pagar la comida.

La temperatura era mucho más baja dos plantas más abajo, en el subsótano. Sara se abrochó la bata al pasar por el departamento de expedientes médicos. A diferencia de los viejos tiempos, cuando trabajó como interna en Grady, no había necesidad de hacer cola para conseguir un historial. Ahora todo estaba automatizado. La información de los pacientes se encontraba en pantallas que funcionaban con la red interna del hospital. Las radiografías se encontraban en los monitores más grandes de las habitaciones, y todos los medicamentos estaban codificados en las pulseras de los pacientes. Al ser el único hospital de Atlanta financiado con fondos públicos, el Grady siempre estaba a punto de la bancarrota, pero al menos intentaba modernizarse.

Sara se detuvo delante de la puerta doble y gruesa que separaba el depósito de cadáveres del resto del hospital. Pasó la tarjeta por delante del lector. Cuando se abrieron las puertas aisladas de acero, hubo un repentino cambio de presión atmosférica.

El ayudante se sorprendió al ver a Sara en ese recinto. Tenía todo el aspecto gótico que se podía tener llevando un uniforme azul de hospital. Había algo en él que le daba el aspecto de ser demasiado guay para ese trabajo. Llevaba el pelo teñido de negro recogido en una coleta, unas gafas que parecían haber pertenecido a John Lennon y los ojos pintados como Cleopatra. A Sara, sin embargo, le recordaba a Spike, el hermano de Snoopy, por su prominente estómago y su aspecto de Fu Manchú.

—¿Se ha perdido?

—Junior —dijo Sara leyendo su nombre en la etiqueta. Era joven, probablemente de la edad de Nan—. Quería saber si hay alguien de la oficina forense de Fulton.

—Larry. Está cargando en la parte de atrás. ¿Desea algo?

—No, sólo quedarme con su cerebro.

—Bueno, pues que tenga suerte si lo encuentra.

Un hombre hispano y delgado salió de la habitación de detrás. La bata le colgaba como un albornoz de baño. Era de la misma edad que Junior, lo que significaba que le habían quitado los pañales unas semanas antes.

—Muy gracioso, jefe —dijo dándole un golpe en el brazo a Junior—. ¿Qué puedo hacer por usted, doctora?

Las cosas no estaban saliendo como las había planeado.

—Nada. Siento haberos molestado, muchachos —respondió Sara. Se dio la vuelta para marcharse, pero Junior la detuvo.

—Usted es la nueva novia de Dale, ¿no es verdad? Dijo que era alta y pelirroja.

Sara se mordió el labio. ¿Qué les había dicho Dale a esos niñatos?

Junior dibujó una sonrisa.

—La doctora Linton, si no me equivoco.

Podía haberle mentido, pero llevaba la etiqueta colgando de la chaqueta, así como su nombre grabado en el bolsillo del pecho. Además, era la única doctora pelirroja del hospital.

—Estaré encantado de ayudar a la nueva novieta de Dale —dijo Larry.

—Por supuesto —añadió Junior.

Sara sonrió.

—¿De qué conocéis a Dale vosotros dos?

—Del béisbol —dijo Larry fingiendo que lanzaba un disparo—. ¿A qué se debe su emergencia?

—No es una emergencia —dijo antes de darse cuenta de que se estaba haciendo el gracioso—. Quería hacer una pregunta sobre el tiroteo de ayer.

—¿Cuál?

Ya no estaba bromeando. Preguntar por un tiroteo en Atlanta era como preguntar por un borracho en un partido de fútbol.

—El de Sherwood Forest. Hubo una agente involucrada.

Larry asintió.

—Fue una pasada. El tío tenía el estómago lleno de H.

—¿De heroína?

—Sí, metida en bolas. El disparo las hizo estallar como… —Se detuvo y le preguntó a Junior—: Tío, ¿cómo se llaman esas cosas que tienen azúcar dentro?

—¿Dip Stick?

—No.

—¿Es chocolate?

—No, tío, como esas pajas de papel.

Sara intervino.

—¿Pixie Stix?

—Eso. El tío murió de un subidón.

Sara esperó a que los dos intercambiasen unos cuantos saludos con los puños.

—¿Te refieres al asiático?

—No, al puertorriqueño. Ricardo —respondió poniendo un énfasis exótico en las erres.

—Creía que era mexicano.

—¿Acaso no nos parecemos?

Sara no supo cómo responderle.

Larry se rio.

—Perdona, estaba bromeando. Es puertorriqueño, como mi madre.

—¿Sabes su apellido?

—No. Pero llevaba un tatuaje de los Ñetas en la mano. —Señaló la zona que hay entre el pulgar y el dedo índice—. Es un corazón con una Ñ en medio.

—¿Los Ñetas? —Sara jamás había oído ese nombre.

—Son una banda de Puerto Rico. Unos chiflados que quieren independizarse de Estados Unidos. Mi madre estaba metida en esa mierda cuando nos marchamos. Lo único que queríamos era librarnos del Gobierno de los opresores colonialistas. Luego llegamos aquí y ella se pasaba el día diciendo: «Me voy a comprar una tele de plasma como la de la tía Frieda». Palabrería.

Otro saludo con los puños.

—¿Estás seguro de que eso de la Ñ dentro de un corazón es el símbolo de una banda?

—Uno de ellos. Todo el que se mete en la banda tiene que traer a alguien consigo.

—Como los Wiccanos —añadió Junior.

—Eso. Muchos se salen o se pasan a otra. Ricardo no llevaría mucho tiempo. No lleva los dedos. —Larry levantó de nuevo la mano y cruzó el dedo índice por delante del dedo medio—. Normalmente, de esta forma, con la bandera puertorriqueña alrededor de la muñeca. Luchan por la independencia. O al menos eso dicen.

Sara recordó lo que le había dicho Will.

—¿Pensaba que Ricardo llevaba el tatuaje de los Texicanos en el pecho?

—Sí. Como le he dicho, muchos se salen o se cambian de banda. Debió cambiarse. Aquí los Ñetas no tienen tanta fuerza como los Texicanos. —Soltó aire entre los dientes y añadió—: Dan miedo, tío. Los Texicanos esos no se andan con chiquitas.

—¿Saben todo eso los del Departamento Forense?

—Les enviaron fotos a la unidad de bandas. Los Ñetas son la principal organización en Puerto Rico. Seguro que los tienen en su Biblia.

La Biblia era el libro que los agentes empleaban para hacer un seguimiento de los símbolos y movimientos de las bandas.

—¿Encontraron algo en los asiáticos?

—Uno era estudiante. Una especie de genio de las matemáticas. Había ganado varios premios.

Sara recordó la foto que había salido en los periódicos de Hironobu Kwon.

—¿No estaba en la Universidad Estatal de Georgia?

Esa universidad no era mala, pero un genio terminaría en el Instituto Tecnológico de Georgia.

—Es lo que sé. Ahora están examinando al otro. El apartamento incendiado nos ha dado mucho trabajo. Nos han llegado seis cuerpos. —Sacudió la cabeza—. Dos perros. Tío, odio que mueran los perros.

—Yo también, colega.

—Gracias —dijo Sara—. A los dos.

Junior se golpeó el pecho con el puño.

—Sea buena con mi colega Dale.

Ella se marchó antes de que empezasen a intercambiar más saludos con el puño. Se metió la mano en el bolsillo, tratando de encontrar el móvil mientras bajaba hacia la entrada. La mayor parte de la plantilla portaba tantos artefactos electrónicos que probablemente morirían por las radiaciones. Ella tenía una BlackBerry para recibir los informes del laboratorio y las llamadas del hospital, y un iPhone para su uso personal. Su móvil del hospital era un modelo abatible que había pertenecido a alguien con las manos muy pegajosas. Además de eso, llevaba dos buscas abrochados al bolsillo de la chaqueta, uno para el servicio de urgencias y otro para la sala de pediatría. Su teléfono personal era muy fino, y normalmente era el último que encontraba, como esta vez.

Fue pasando la lista de teléfonos hasta que se detuvo en el de Amanda Wagner, pero luego retrocedió hasta el de Will Trent. Sonó dos veces antes de que respondiese.

—Trent.

Sara se quedó inexplicablemente muda al oír el sonido de su voz. Podía oír el viento soplar y el sonido de niños jugando.

—¿Dígame?

—Hola, Will. Lamento interrumpirte. —Se aclaró la garganta—. Te llamo porque he hablado con alguien de la oficina forense, como me pediste. —Notó que se sonrojaba—. Bueno, como me pidió Amanda.

Will murmuró algo, probablemente a Amanda.

—¿Qué has averiguado?

—La víctima de los Texicanos, Ricardo. Aún no saben su apellido, pero probablemente era puertorriqueño. —Esperó a que Will le pasase esa información a Amanda, quien hizo la misma pregunta que había hecho ella. Sara respondió—: Tenía un tatuaje de una banda en la mano, los Ñetas, que son de Puerto Rico. El hombre con el que he hablado me ha dicho que probablemente se cambió a los Texicanos cuando llegó a Atlanta. —Volvió a esperar que se lo transmitiese a Amanda—. También me dijo que tenía el estómago lleno de heroína.

—¿Heroína? —Su voz se elevó por la sorpresa—. ¿Cuánta?

—No lo sé. El hombre con el que hablé me dijo que la llevaba en bolas. Cuando Faith le disparó, le explotaron. Eso habría bastado para matarle.

Will le pasó la información a Amanda y luego respondió:

—Amanda te da las gracias por lo que has hecho.

—Siento no haber conseguido nada más.

—Es más que suficiente. —Se detuvo para clarificar—. Gracias, doctora Linton. Su información nos resultará de mucha utilidad.

Sabía que no podía hablar delante de Amanda, pero ella no quería dejar de hablar con él.

—¿Cómo va la investigación?

—Lo de la prisión ha sido una pérdida de tiempo. Ahora estamos fuera de la casa de Hironobu Kwon. Vivía con su madre en Grant Park. —Estaba a menos de quince minutos del hospital—. La vecina dice que su madre estará a punto de regresar. Creo que está haciendo algunos arreglos. Vive enfrente del zoológico. Hemos tenido que aparcar muy lejos. Bueno, yo, porque Amanda me hizo dejarla en la puerta. —Se detuvo para respirar—. ¿Cómo estás?

Sara sonrió. Will parecía tan interesado en seguir hablando como ella…

¿Has dormido algo? —le respondió.

—No mucho. ¿Y tú?

Sara intentó decir algo coqueto, pero se contuvo.

La voz de Amanda sonó demasiado amortiguada para poderla entender, pero captó el tono.

—Te llamaré más tarde —dijo Will—. Gracias de nuevo, doctora Linton.

Sara se sintió estúpida cuando colgó. Quizá debería volver a la sala y chismorrear con Nan.

O quizá debería ir a hablar con Dale Dugan y aclarar las cosas antes de que ambos se sintiesen más avergonzados. Cogió su BlackBerry, buscó la dirección de correo electrónico de Dale y la metió en su iPhone. Le pediría que se encontrasen en la cafetería para poder hablar del asunto, aunque quizá fuese más conveniente en el aparcamiento, pues no quería suscitar más chismorreos.

La campana del ascensor sonó al llegar a la planta de arriba, donde vio a Dale. Se estaba riendo con una de las enfermeras. Junior seguro que le había dicho que ella había bajado. Sara se acobardó y abrió la primera puerta que se encontró, que resultó ser del Departamento de Informes. Dos mujeres mayores con la permanente recién hecha estaban sentadas a sus escritorios, tras un montón de historiales clínicos. Mecanografiaban a tanta velocidad en los teclados de sus ordenadores que apenas vieron a Sara.

—¿Qué desea? —preguntó una de ellas dándole la vuelta a la página que tenía delante.

Sara se quedó inmóvil, sin saber qué decir. Se dio cuenta de que había estado pensando en el Departamento de Informes desde que entró en el ascensor. Se guardó el iPhone en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Qué desea? —volvió a preguntarle la mujer.

Ambas la estaban mirando en ese momento.

Sacó su carné del hospital.

—Necesito un informe antiguo, de mil novecientos… —Calculó mentalmente—. ¿Del 76, probablemente?

La mujer le dio un lápiz y un papel.

—Dígame el nombre. Será más fácil.

Cuando escribió el nombre de Will sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, y no sólo porque estuviese quebrantando las leyes de privacidad federal y arriesgándose a que la expulsaran de inmediato. Will había estado en el orfanato de Atlanta desde pequeño. No podía haber tenido un médico de cabecera, así que cualquier problema habría sido tratado en el Grady. Todo su historial infantil estaría allí, y Sara estaba utilizando su carné para poder acceder a él.

—¿No sabe su segundo nombre? —preguntó la mujer.

Negó con la cabeza. No le salían las palabras.

—Deme un minuto. Eso aún no está en el ordenador; de ser así podría verlo en su tableta. Acabamos de empezar a informatizar el año 1970.

Se levantó de la silla y cruzó una puerta en la que ponía SALA DE ARCHIVOS antes de que ella pudiera decirle que lo dejase.

La otra mujer continuó mecanografiando; con aquellas uñas larguísimas, hacía el ruido que haría un gato corriendo por un suelo de loza. Sara miró sus zapatos y vio que estaban manchados de Dios sabía qué. Mentalmente, buscó a los posibles culpables, pero, por mucho que lo intentase, no podía quitarse de la cabeza que lo que estaba haciendo era, sin duda, lo menos ético que había hecho en su vida. Además, era una completa traición a la confianza de Will.

Y no podía ni quería hacerlo. Eso no era propio de ella. Por lo general, era una persona honesta y sincera. Si quería saber algo sobre su intento de suicidio, o acerca de cualquier otro aspecto de su infancia, debía preguntarle, no hacer las cosas a sus espaldas y mirar su historial médico.

La mujer regresó.

—No he encontrado a ningún William, pero sí a uno llamado Wilbur. —Llevaba un archivo debajo del brazo—. Es del año 1975.

Sara había usado historiales médicos en papel durante gran parte de su carrera. La mayoría de los niños sanos tenían un historial de unas veinte páginas cuando llegaban a los dieciocho. Los no muy sanos de unas cincuenta. El historial de Will era sorprendentemente grueso. Una gomilla sujetaba las hojas amarillentas y blancas.

—No tiene nombre del padre —dijo la mujer—. Estoy segura de que tuvo alguno en su momento, pero muchos niños de ésos lo pierden por el camino.

—Ellis Island y Tuskegee se unieron en uno solo.

Sara cogió el archivo, pero luego se detuvo. Se quedó con la mano flotando en el aire.

—¿Se encuentra bien, señorita? —La mujer miró a su compañera y luego a Sara—. ¿Quiere sentarse?

Ella dejó caer la mano.

—Creo que, después de todo, no lo necesito. Perdone que le haya hecho perder el tiempo.

—¿Está segura?

Sara asintió. Hacía tiempo que no se había sentido tan mal. Incluso su encuentro con Angie Trent no la había hecho sentir tan culpable.

—Disculpe las molestias.

—No tiene importancia. Me ha sentado bien levantarme.

Hizo ademán de ponerse el informe debajo del brazo, pero la gomilla se rompió y todos los papeles cayeron al suelo.

Sara se agachó automáticamente para ayudarla. Juntó todos los papeles, esforzándose por no leerlos. Había informes de laboratorio impresos en matrices, montones de anotaciones y lo que parecía un antiguo informe de la policía de Atlanta. Arrugó los ojos, tratando de no leer ni una sola palabra.

—Mire eso.

Sara levantó la vista. Fue un gesto natural. La mujer sostenía una Polaroid en la mano. Se veía un primer plano de la boca del chico. Tenía una regla plateada y pequeña al lado de la laceración que le cruzaba el ancho del surco nasolabial, ese espacio que hay entre el labio superior y la nariz. La herida no se la había hecho por haberse caído o chocado. El impacto había sido lo bastante significativo como para partirle la carne por la mitad, llegándole hasta los dientes. Tenía la piel colgando e irritada. Sara estaba más acostumbrada a ver esos tipos de puntos en un depósito de cadáveres que en la cara de un niño.

—Apuesto a que formó parte del estudio poliglicólico —dijo la mujer enseñándole la foto a su compañera.

—El ácido poliglicólico —le explicó a Sara—. El Grady realizó un estudio sobre los diferentes tipos de suturas absorbibles que estaban desarrollando en la universidad. Seguro que fue uno de esos niños que padeció una reacción alérgica. Pobre muchacho. —Continuó mecanografiando—. Parece que le hubiesen puesto un puñado de sanguijuelas.

—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó la otra mujer.

Sara sintió que se iba a marear. Se levantó y salió de la habitación. No paró de andar hasta que no recorrió dos tramos de escaleras y salió para tomar un poco de aire.

Estuvo andando delante de la puerta cerrada. Sus emociones pasaban de la rabia a la vergüenza. Era sólo un niño. Lo habían admitido para el tratamiento y habían experimentado con él como si fuese un animal. Probablemente no sabía ni lo que habían hecho con él. Sara habría preferido no saberlo tampoco, pero lo tenía bien merecido por meter las narices donde no la llamaban. No debía haber pedido su historial, pero lo había hecho y ahora no había forma de quitarse esa imagen de la cabeza. Le habían cosido su bonita boca con una sutura que no había cumplido los requisitos más básicos para ser aprobada por el Gobierno.

Esa fotografía permanecería en su recuerdo hasta el día de su muerte. Tenía lo que se merecía.

—Hola.

Se dio la vuelta. Vio a una mujer joven detrás de ella. Estaba sumamente delgada. El pelo rubio y grasiento le llegaba hasta la cintura. Se rascaba los pinchazos recientes que tenía en los brazos.

—¿Es usted médica?

Sara se puso en guardia. Los yonquis merodeaban por el hospital, y algunos podían ser agresivos.

—Si necesitas tratamiento, debes ir dentro.

—Yo no. Es para el chico ese que está allí. —Señaló el contenedor que había en una esquina, detrás del hospital. Incluso a plena luz del día, el lugar estaba bastante sombrío por la oscura fachada del edificio—. Lleva allí toda la noche. Creo que está muerto.

Sara moderó su tono.

—Vamos dentro y hablaremos.

Los ojos de la chica irradiaban rabia.

—Escuche. Estoy intentando hacer lo que debo. No tiene por qué hablarme con ese aire de superioridad.

—Yo no he…

—Espero que te pegue el sida, so puta.

Se marchó, lanzando más insultos.

—Dios santo.

Sara respiró, preguntándose si el día podía ir peor. Echaba de menos los modales de la buena gente del campo, cuando hasta los yonquis la llamaban «señora». Empezó a caminar para entrar de nuevo en el hospital, pero se detuvo. La chica podía estar diciendo la verdad.

Fue hacia el contenedor, sin acercarse demasiado por si acaso el cómplice de la chica estaba escondido en el interior. La basura no se recogía durante los fines de semana, por eso había cajas y bolsas de plástico esparcidas por el suelo. Sara se acercó. Había alguien tendido debajo de una bolsa azul de plástico. Vio una mano. Tenía un profundo corte en la palma. Sara dio otro paso hacia delante y se detuvo. Trabajar en el Grady había hecho que se volviese extremadamente cautelosa. Podía ser una trampa. En lugar de acercarse al cuerpo, se dio la vuelta y corrió hacia la entrada de ambulancias para buscar ayuda.

Había tres sanitarios charlando. Los condujo hasta la parte trasera y ellos la siguieron con una camilla. Sara apartó la basura. El hombre respiraba, pero estaba inconsciente. Tenía los ojos cerrados. Su piel oscura tenía un tono amarillento. La camiseta estaba empapada de sangre, obviamente por una profunda herida en el abdomen. Sara le puso la mano en la carótida, y vio que en el cuello tenía un tatuaje que le resultó familiar: una estrella tejana con una serpiente de cascabel alrededor.

Era el hombre desaparecido con sangre del tipo B negativo del que le había hablado Will.

—Llevémoslo dentro —dijo uno de los sanitarios.

Sara corrió al lado de la camilla mientras ellos llevaban el hombre al hospital. Escuchó a los sanitarios decir que le había tocado los órganos vitales mientras ella le ponía una gasa en el vientre. La entrada de la herida era muy fina, hecha probablemente con un cuchillo de cocina. El borde estaba áspero por la sierra. Había poca sangre fresca, lo que indicaba una hemorragia interna. El abdomen estaba inflamado, y el olor tan característico a sangre podrida le dijo que había poco que hacer por él.

Un hombre alto y vestido con traje oscuro corría a su lado.

—¿Cree que saldrá de ésta?

Sara miró a su alrededor, buscando a George, pero no veía por ningún lado al guardia de seguridad.

—Quítese de en medio.

—Doctora… —Levantó su cartera, y Sara vio el destello de su placa de oro—. Soy policía. ¿Cree que saldrá de ésta?

—No lo sé —respondió ella presionando la gasa sobre la herida. Luego, pensando que el paciente podía oírla, añadió—: Es posible.

El policía se detuvo. Sara volvió la mirada, pero había desaparecido. El equipo de traumatología empezó a trabajar de inmediato. Le cortaron la ropa, le extrajeron sangre, le conectaron a diversas máquinas, sacaron una bandeja con equipo quirúrgico y acercaron el carro de emergencia.

Sara pidió dos goteos para introducir los fluidos. Comprobó las vías respiratorias, su ritmo respiratorio y la circulación. La velocidad con la que se movían los sanitarios y las enfermeras descendió considerablemente cuando se dieron cuenta de lo que tenían delante. El equipo fue menguando hasta quedar reducido a una sola enfermera.

—No tiene cartera —dijo la mujer—. Tiene los bolsillos vacíos.

—¿Señor? —Sara intentó abrir los ojos del hombre.

Tenía las pupilas fijas y dilatadas. Lo examinó para ver si tenía alguna herida en la cabeza, presionando suavemente su cráneo en el sentido de las agujas del reloj. Al tocar el occipital, notó una fractura. Luego miró su mano enguantada y vio que no tenía sangre de la herida.

La enfermera corrió la cortina para que el hombre tuviera cierta intimidad.

—¿Traigo los rayos X? ¿Le hago una tomografía computarizada del abdomen?

Sara estaba realizando los típicos trabajos de asistencia.

—¿Puede llamar a Krakauer?

La enfermera se marchó y Sara hizo un examen más profundo del paciente, aunque estaba segura de que Krakauer comprobaría las constantes vitales del hombre y estaría de acuerdo con ella. No había ninguna emergencia. El paciente no podría soportar una anestesia general, y era muy improbable que sobreviviese dadas las lesiones. Lo único que podía hacer era administrarle antibióticos y esperar que se cumpliera su destino.

Alguien descorrió la cortina. Un hombre joven miró en el interior. Iba recién afeitado, llevaba una sudadera negra y una gorra de béisbol hundida en la cabeza.

—No se puede estar aquí —le dijo Sara—. Si está buscando…

El hombre le propinó un puñetazo tan fuerte en el pecho que ella cayó al suelo. Chocó con la espalda contra una de las bandejas y todo el instrumental saltó por los aires: escalpelos, hemostáticos, tijeras. El joven sacó una pistola, apuntó al paciente en la cabeza y le disparó dos veces a quemarropa.

Sara oyó algunos gritos. Era ella, salían de su boca. El hombre le apuntó con el arma a la cabeza y ella se quedó quieta. Él se acercó hasta donde estaba. Sara buscó algo con lo que defenderse y cogió uno de los escalpelos.

El hombre se acercó aún más, lo tenía prácticamente encima. ¿Le iba a disparar o se marcharía? Sara no le dio tiempo a decidirse. Le asestó una cuchillada y le hizo un corte en la parte interna del muslo. El hombre emitió un gruñido y soltó la pistola. Le había hecho una herida muy profunda, y la sangre brotaba de la arteria femoral. El tipo cayó de rodillas. Ambos miraron la pistola al mismo tiempo, pero Sara fue más rápida y le dio una patada para alejarla. El hombre se acercó hasta ella, agarrándole la mano con la que sostenía el escalpelo. Intentó quitárselo de encima, pero la tenía cogida por las muñecas. El pánico la invadió al darse cuenta de lo que pretendía. Le estaba acercando la cuchilla a la garganta. Ella se defendió con ambas manos, tratando de empujarle mientras él acercaba la cuchilla cada vez más.

—Por favor…, no…

Lo tenía encima, empujándola contra el suelo con su peso. Ella le miró los ojos verdes. Los tenía enrojecidos por la rabia y apretaba la boca. Su cuerpo se sacudía tan fuerte que ella lo sentía en su espina dorsal.

—¡Suéltala! —gritó George, el guardia de seguridad, apuntándole con la pistola—. ¡Suéltala, cabrón!

Sara notó que el hombre la aferraba con más fuerza. Las manos de ambos temblaban al empujar en direcciones opuestas.

—¡Suéltala ahora mismo!

—Por favor —rogó Sara. Sus músculos no podían resistir mucho más, le estaban flaqueando las fuerzas.

Sin previo aviso, la presión se detuvo. El hombre le dio la vuelta al escalpelo y lo hundió en su propia carne. Y siguió agarrándola por las manos mientras se clavaba el escalpelo una y otra vez en su propia garganta.