FAITH TENÍA LOS OJOS CERRADOS, PERO no podía dormir. Ni podía ni quería. La noche transcurrió lentamente, arrastrándose por el suelo como las cadenas de un fantasma. Había pasado horas enteras pendiente de cualquier crujido o ruido en la casa, algo que le indicase que Zeke se había levantado.
Había escondido el dedo de su madre en una caja medio vacía de vendas, en el botiquín. Estaba envuelto en una bolsa de Ziploc que había encontrado en una maleta vieja. Durante un rato estuvo pensando si debía ponerlo en hielo o no, pero la idea de guardar el dedo de su madre le había revuelto el estómago. Además, la noche anterior no quiso ir a la planta de abajo y enfrentarse con Zeke ni con los detectives que estaban en la mesa de la cocina, ni con Jeremy, que seguro que se habría unido a ellos si oía que su madre estaba levantada. Faith sabía que, si los veía, se echaría a llorar, y si eso ocurría, descubrirían de inmediato que algo pasaba.
«Mantén la boca cerrada y los ojos abiertos».
Eso es justo lo que estaba haciendo, aunque la policía que llevaba dentro le decía que cumplir con las órdenes de los secuestradores era cometer un grave error, pues nunca se les debía conceder ventaja alguna. Jamás se debía ceder a una petición sin recibir algo a cambio. Faith les había enseñado esas estrategias a muchas familias, pero ahora se daba cuenta de que las cosas eran muy distintas cuando la persona secuestrada era un ser querido. Si los secuestradores de Evelyn le hubiesen pedido que se quemase a lo bonzo, lo habría hecho. Su lógica se desvaneció al ver que cabía la posibilidad de que no volviera a ver a su madre.
Aun así, la policía que había en ella quería más detalles. Había algunas pruebas que podían determinar si Evelyn estaba viva o no cuando le cortaron el dedo. Y también se podían hacer pruebas para demostrar si pertenecía a su madre. Parecía el dedo de una mujer, pero nunca se había fijado demasiado en las manos de su madre. No llevaba ningún anillo de boda; se lo había quitado años antes. Era una de esas cosas que no había notado al principio. Puede que su madre supiese mentir muy bien, pero el caso es que se rio cuando ella le preguntó a ese respecto, y le dijo: «Me lo quité hace mucho tiempo».
¿Era su madre una mentirosa? Ésa era la cuestión principal. Faith le mentía a Jeremy constantemente, pero lo solía hacer sobre ese tipo de cosas acerca de las cuales las madres deben mentirles a sus hijos: su vida amorosa, lo que sucedía en el trabajo, su salud. Evelyn la había engañado cuando no le dijo que Zeke se había trasladado a Estados Unidos, pero seguro que lo había hecho para mantener la paz y evitar que su hermano estropease la fiesta de cumpleaños de Emma.
Ese tipo de mentiras no contaban. Eran mentiras piadosas, no mentiras maliciosas que se te clavaban en la piel como una espina. ¿Le había mentido de esa forma? No había duda de que le había ocultado algo importante. Las circunstancias y el estado en que había quedado su casa lo dejaban claro. Evelyn tenía algo que interesaba a aquellos delincuentes, y debía estar conectado con el tráfico de drogas porque había al menos una banda involucrada en el asunto. Su madre había trabajado en la Brigada de Estupefacientes. ¿Se había quedado con algún dinero? ¿Escondía algún tesoro? ¿Descubrirían Zeke y ella cuando leyesen su testamento que su madre era rica?
No, no podía ser. Evelyn sabía que sus hijos no se quedarían con ningún dinero ilícito, por mucho que les hiciera la vida más fácil. Las hipotecas, las letras del coche, los préstamos para estudiar, todo seguiría igual, pues ni Zeke ni ella se quedarían con dinero sucio. Evelyn los había educado para que no hiciesen nunca algo así.
Y a ella le había enseñado a ser una buena policía, no de esas que se pasan la noche con los brazos cruzados esperando a que salga el sol.
Si ella estuviera allí, ¿qué querría que hiciese? La respuesta más obvia era llamar a Amanda, pues ambas habían sido amigas íntimas. «Amigas inseparables», había dicho su padre, y no precisamente con adulación. Incluso después de que el tío de Faith, Kenny, empezase a comportarse como un estúpido persiguiendo a jovencitas en las playas del sur de Florida, Evelyn había dejado claro que prefería invitar a Amanda en Navidad que a Kenny Mitchell. Ambas compartían ese tipo de lazos que unen a los soldados cuando regresan de la guerra.
Sin embargo, llamar a Amanda en ese momento no era lo más acertado, pues probablemente se comportaría como un elefante en una cacharrería. Pondría la casa patas arriba. Traería a una brigada SWAT. Los secuestradores verían el espectáculo que había montado y decidirían que era mejor pegarle un tiro en la cabeza a su víctima que negociar con una mujer sedienta de venganza, pues así es como, probablemente, se comportaría Amanda. Ella nunca se tomaba las cosas con mesura. Era todo o nada.
Will era la persona más apropiada. Sabía actuar con cautela, y había perfeccionado esa técnica. Además, era su compañero. Podía llamarle, o al menos hablar con él. Pero ¿qué le diría? «Necesito tu ayuda, pero no se lo digas a Amanda. Puede que incumplamos la ley, pero, por favor, no hagas preguntas». Eso era imposible. El día anterior ya se había salido de las normas por ella, pero no podía pedirle que las incumpliese. No había nadie en quien pudiese confiar tanto para protegerla, pero es que Will a veces tenía un sentido muy estricto del bien y del mal. Había una parte de ella que temía que le dijese que no. Y otra parte aún mayor que temía meterle en un problema tan grave del que no podría salir nunca. Ella podía tirar por la borda su carrera, pero no le podía pedir a Will que hiciese lo mismo.
Se llevó las manos a la cabeza. Por mucho que desease llamarle, debía tener en cuenta que habían intervenido los teléfonos por si los secuestradores pedían un rescate. Su correo electrónico era una cuenta del GBI, y probablemente también la estarían supervisando. Y supuso que también estarían grabando sus llamadas con el móvil.
Y eso con respecto a sus compañeros. ¿Quién sabía lo que habían hecho los secuestradores? Sabían el apodo de Jeremy, su fecha de nacimiento, la escuela donde había estudiado. Le habían hecho algunas advertencias a través de su cuenta de Facebook. Puede que hubiesen puesto micrófonos en la casa. En Internet se podían comprar todo tipo de artículos de espionaje. Hasta que no registrase cada rincón de la casa y desmontase los teléfonos no podría saber si alguien la estaba escuchando. Y si empezaba a comportarse como una paranoica, su familia sabría que algo iba mal, por no hablar de los detectives de Atlanta, que estaban pendientes de todos sus movimientos.
Finalmente, oyó que tiraban de la cisterna del aseo que había en la planta de abajo. Segundos después oyó cómo se abría y se cerraba la puerta principal. Supuso que Zeke habría salido a correr, o puede que los agentes hubiesen decidido salir a tomar un poco de aire al jardín delantero en lugar de al trasero.
Los tendones le dolieron cuando puso los pies en el suelo. Había estado acurrucada tanto tiempo que tenía el cuerpo entumecido. Aparte de ir a ver a Emma, no se atrevió a levantarse en medio de la noche por miedo a que Zeke subiese y le preguntase qué demonios pasaba. La casa era vieja, el suelo crujía y su hermano tenía un sueño muy ligero.
Empezó con la cómoda, abriendo cuidadosamente los cajones y revisando su ropa interior, sus camisetas y sus camisones para ver si alguien los había removido. Todo parecía estar en su lugar. Luego se dirigió al armario. Su vestuario consistía, sobre todo, en chaquetas negras y pantalones elásticos, así no tenía que preocuparse de abrochárselos por la mañana. Tenía su ropa premamá en una caja en el estante inferior. Faith acercó una silla y comprobó que la cinta aún estaba pegada. El montón de pantalones vaqueros que había a su lado estaba sin remover, pero, aun así, revisó los bolsillos, e hizo lo mismo con las chaquetas.
Nada.
Volvió a subirse en la silla y se puso de puntillas para poder alcanzar el estante de arriba, donde guardaba la caja con los recuerdos de infancia de Jeremy. Casi se le cae encima de la cabeza. La cogió en el último momento, conteniendo la respiración por miedo a hacer mucho ruido. Se sentó en el suelo, con la caja entre las piernas. La tapa estaba abierta. Le había quitado la cinta meses antes, ya que mientras estaba embarazada de Emma se había obsesionado con los recuerdos infantiles de Jeremy. Valía la pena vivir sola, ya que de no ser así habrían cuestionado su estabilidad emocional. Ver los zapatos color bronce y sus botitas de lana hacía que se echase a llorar. Sus calificaciones, sus cuadernos de escuela, la tarjeta que había pintado con ceras para el Día de la Madre, los dibujos que había recortado con sus pequeñas tijeras sin punta el día de San Valentín.
Los ojos le escocieron cuando abrió la caja.
Había un mechón de pelo de Jeremy encima de la cartilla de notas de su decimosegundo curso. La cinta azul parecía distinta. La levantó para verla al trasluz. El tiempo había descolorido la seda color pastel, dándole a los pliegues un aspecto deprimente. El pelo se había oscurecido, adquiriendo un tono castaño y dorado. Había algo extraño. No sabía si había deshecho el lazo, o si se había soltado dentro de la caja. Tampoco recordaba si había ordenado sus calificaciones empezando por el primer curso o a la inversa. Resultaba un tanto raro que el último curso estuviese al principio, especialmente porque el mechón de pelo estaba encima. También era posible que estuviese un tanto paranoica y que, en realidad, no pasara nada.
Faith levantó el montón de cartillas con sus calificaciones y miró debajo. Sus cuadernos aún estaban allí. Vio los zapatos color bronce, sus botitas, las tarjetas de felicitación que había hecho en la escuela.
Todo parecía en orden, pero tenía el presentimiento de que alguien había estado hurgando en la caja. ¿Habían registrado las cosas de Jeremy? ¿Habían visto los corazones dibujados en la foto de Billingham, su primer perro? ¿Habían abierto sus calificaciones y se habían reído porque la señorita Thompson, su profesora de cuarto curso, le había llamado pequeño ángel?
Faith cerró la caja. La levantó sobre su cabeza y la colocó en el estante. Cuando volvió a poner la silla en su sitio, estaba temblando de rabia al pensar que alguien había tocado con sus sucias manos las cosas de su hijo.
Después fue a la habitación de Emma. La pequeña no solía dormir toda la noche del tirón, pero el día anterior había sido inusualmente largo y ajetreado. Aún dormía cuando se acercó a la cuna. Su garganta emitía un chasquido al respirar. Faith le puso la mano en el pecho. Su corazón palpitaba como un pájaro atrapado en su mano. En silencio, miró en el armario, en la caja de juguetes, en sus pañales.
Nada.
Aunque Jeremy aún estaba dormido, entró en su habitación. Cogió la ropa tirada en el suelo para tener una excusa. Por un lado, quería quedarse allí, mirándole. Había adoptado esa postura que ella calificaba como «su pose al estilo John Travolta», acostado sobre su estómago, con el pie derecho colgándole fuera de la cama y el brazo izquierdo doblado por encima de la cabeza. Sus delgados omóplatos le sobresalían como las alas de un pollo. El pelo le tapaba la mayor parte de la cara. Había un poco de saliva sobre la almohada, ya que aún dormía con la boca abierta.
Su habitación había estado inmaculada el día antes, pero su mera presencia lo había alterado todo. Había papeles sobre el escritorio, la mochila estaba tirada en el suelo, los cables de su equipo informático estaban sobre la moqueta, y el ordenador portátil (había estado ahorrando seis meses para poder comprárselo) estaba abierto a su lado como un libro desechado. Faith usó el pie para ponerlo derecho antes de salir de la habitación. Luego volvió a entrar, pero sólo para arroparle la espalda y evitar que cogiese frío.
Faith tiró la ropa de Jeremy encima de la lavadora y bajó las escaleras. El detective Connor estaba sentado en su silla de costumbre, al lado de la mesa de la cocina. Se había cambiado de camisa y no tenía la pistolera tan apretada alrededor del pecho. Estaba despeinado, probablemente por haber dormido encima de la mesa. Había empezado a llamarlo para sí el «Pelirrojo», y temía abrir la boca por miedo a que se le escapase ese mote.
—Buenos días, agente Mitchell —dijo.
—¿Ha salido mi hermano a correr?
Asintió.
—El detective Taylor ha ido a comprar el desayuno. Espero que le guste McDonald’s.
Pensar en la comida la hizo sentirse enferma, pero respondió:
—Gracias.
La mitad del contenido que había en la nevera había desaparecido, pero probablemente se debía a Zeke y Jeremy: ambos comían como jóvenes de dieciocho años. Sacó el cartón del zumo de naranja, pero estaba vacío, lo que resultaba un tanto extraño porque ni a su hermano ni a Jeremy les gustaba.
—¿Os habéis tomado vosotros el zumo? —le preguntó al Pelirrojo.
—No, señora.
Faith agitó el cartón. Estaba completamente vacío, y no creía que el Pelirrojo le mintiese a ese respecto. Les había dicho a los detectives que cogiesen lo que quisieran de la cocina y, a juzgar por la escasa cantidad de latas de Diet Rite que quedaban, se lo habían tomado al pie de la letra.
Sonó el teléfono. Faith miró el reloj que había encima de la cocina. Eran las siete en punto de la mañana.
—Probablemente será mi jefe —le dijo al Pelirrojo, pero él esperó a que respondiese la llamada.
—No hay noticias —dijo Amanda.
Faith le hizo un gesto al detective.
—¿Dónde estás?
Amanda no respondió a esa pregunta.
—¿Cómo se lo ha tomado Jeremy?
—Todo lo bien que se puede esperar.
Faith no añadió nada más. Miró para asegurarse de que el Pelirrojo estaba en el salón y luego abrió el cajón de la cubertería. Las cucharas estaban colocadas del revés, con el mango plano hacia la derecha en lugar de a la izquierda. Los tenedores estaban boca abajo. Las puntas señalaban la parte delantera del cajón, no la trasera. Faith parpadeó, perpleja ante lo que estaba viendo.
—¿Te has enterado de lo que le ha pasado a Boyd? —preguntó Amanda.
—Will me lo dijo anoche. Lo lamento. Sé que hizo algunas cosas mal, pero era…
Amanda no le dejó terminar la frase:
—Sí, lo era.
Faith abrió el cajón de los trastos. Todos los bolígrafos habían desaparecido. Los guardaba cogidos con una goma roja y los colocaba en la esquina inferior derecha. Siempre estaban en ese cajón. Buscó entre los cupones, las tijeras y las llaves sin identificar. No estaban.
—¿Sabías que habían trasladado a Zeke?
—Tu madre trataba de protegerte.
Faith abrió el otro cajón de los trastos.
—Por lo que veo, trataba de protegerme de muchas cosas.
Miró en el fondo y encontró los bolígrafos. La gomilla que los sujetaba era amarilla. ¿La había cambiado ella? Faith recordó vagamente que la gomilla se había roto no hace mucho, pero habría jurado sobre la Biblia que luego los hacía sujetado con la gomilla roja del brócoli que había comprado en el supermercado aquel mismo día.
—¿Faith? —preguntó Amanda con tono tenso—. ¿Qué te pasa? ¿Ocurre algo?
—Estoy bien. Sólo que… —Trató de pensar en una excusa. No podía creerlo. Estaba dispuesta a ocultarle a Amanda que los secuestradores se habían puesto en contacto, que le habían dejado algo de Evelyn debajo de la almohada, que sabían muchas cosas de Jeremy, que habían toqueteado su cubertería—. Es temprano y no he dormido nada bien.
—Tienes que cuidarte. Come bien. Duerme todo lo que puedas. Y bebe mucha agua. Sé que es duro, pero ahora tienes que ser fuerte.
Ella notó que estaba a punto de estallar. No sabía si estaba hablando con su jefe o con la tía Mandy, pero fuese quien fuese se podía ir a tomar por culo.
—Sé cuidar de mí misma —dijo.
—Me alegra que creas eso, pero no parece que sea así, al menos por lo que veo.
—¿Estaba involucrada en algo, Mandy? ¿Estaba metida en problemas porque…?
—¿Quieres que vaya a verte?
—¿No estás en Valdosta?
Amanda se quedó callada. Faith había traspasado la raya. O puede que su jefe fuese lo bastante lista como para recordar que le estaban grabando la conversación. En ese momento, no le importaba. Miró la gomilla de color amarillo, preguntándose si se le estaba yendo la olla. Probablemente, su nivel de azúcar estaba bajo: veía un poco borroso y tenía la boca seca. Abrió la nevera de nuevo y cogió el cartón de zumo de naranja. Seguía vacío.
—Piensa en tu madre —dijo Amanda—. Querría que fueras fuerte.
Si supiera que estaba a punto de perder la cabeza por una gomilla de color amarillo…
—Estoy bien —respondió.
—Conseguiremos encontrar a tu madre, y nos aseguraremos de que quien lo ha hecho lo pague. Puedes estar segura.
Faith abrió la boca para decirle que le importaba un comino lo que pudiera pasarle al culpable, pero Amanda ya había colgado.
Tiró el cartón de zumo de naranja a la basura. Había una bolsa de caramelos de emergencia en el armario. Tiró de ella y los caramelos se cayeron al suelo. Habían rajado la parte inferior de la bolsa.
El Pelirrojo regresó y se agachó para ayudarla a cogerlos.
—¿Va todo bien?
—Sí.
Faith tiró un puñado de caramelos sobre la encimera y salió de la cocina. Le dio al interruptor del salón, pero las luces no se encendieron. Volvió a darle, pero seguían sin ir. Miró la bombilla de la lámpara, la giró y se encendió. Hizo lo mismo con la otra lámpara, notando cómo el calor irradiaba sus dedos.
Se dejó caer en el sillón. Su humor bajaba y subía como las escalas de un piano. Sabía que tenía que comer algo, medirse el nivel de azúcar y hacer los ajustes debidos. Su cerebro no podía funcionar bien hasta que lo nivelase. Sin embargo, ahora que estaba sentada, no tenía fuerzas para moverse.
El sofá estaba enfrente de ella. Zeke había doblado las mantas formando un cuadrado perfecto y las había colocado encima de la almohada. Vio la mancha roja en el cojín gris donde Jeremy había derramado algo de zumo hacía más de quince años. Sabía que, si le daba la vuelta, encontraría la mancha azul de un polo que se le había caído dos años después. Si le daba la vuelta al cojín sobre el que estaba sentada, vería un rasgón que había hecho con los tacos de las botas de fútbol. La alfombra del suelo estaba desgastada de tanto entrar en la cocina y salir de ella. Las paredes eran de color amarillento, como la cáscara de huevo, y las habían pintado durante una de sus vacaciones el año anterior.
Faith pensó seriamente que estaba perdiendo la cabeza. Jeremy era demasiado mayor para ese tipo de juegos, y a Zeke nunca le habían gustado las guerras psicológicas. Él la mataría a golpes antes de aflojar un par de bombillas. Además, ninguno de ellos estaba de humor para ese tipo de travesuras. Lo que estaba pasando no podía deberse exclusivamente a su nivel de azúcar. Los bolígrafos, la cubertería, las lámparas, sólo ella podía darse cuenta de esos detalles. Si se lo contaba a alguien, pensaría que se estaba volviendo loca.
Miró al techo y luego a los estantes que había en la pared, encima del sofá. Bill Mitchell había coleccionado todo tipo de baratijas. Tenía un salero que era una chica hawaiana, unas gafas de sol con la forma del monte Rushmore, una corona de espuma de la estatua de la Libertad y una cuchara de plata esmaltada donde aparecían los paisajes más destacados del Gran Cañón. Sin embargo, lo que más apreciaba era la colección de bolas de nieve. Cada vez que viajaba por carretera o cogía un avión, buscaba una bola de nieve como recordatorio de esa ocasión.
Cuando su padre falleció, todos sabían que esa colección pasaría a Faith. De niña, le encantaba sacudir las bolas y ver cómo caía la nieve. El orden dentro del caos. Eso era algo que tenía en común con su padre. Llevada por un arrebato de ostentación, había pedido que le hicieran unos estantes especiales para las bolas, y había advertido tantas veces a Jeremy de que no rompiese ninguna que durante un mes se apartó todo lo posible cada vez que iba a la cocina.
Aquella mañana, cuando se sentó en el salón, miró los estantes y vio que alguien había colocado las treinta y seis bolas de nieve mirando hacia la pared.