LAS BOFETADAS SE HABÍAN TRANSFORMADO EN puñetazos horas antes. ¿O eran días? Evelyn no estaba segura. Tenía los ojos vendados y estaba sumida en una completa oscuridad. Algo goteaba, pero no sabía si era un grifo, unas cañerías o su sangre. Su cuerpo estaba tan dolorido que, incluso cuando cerraba los ojos para mitigar el dolor, sentía que no había ni un ápice de él que estuviese sano.
Soltó una carcajada. Su boca salpicaba sangre. Le faltaba un dedo. Al menos así tenía un hueso sano, una parte de su cuerpo que no estuviese llena de moratones.
Habían empezado por los pies, golpeándole las plantas con una barra de metal galvanizada. Era una forma de tortura que, al parecer, habían visto en una película, algo que sabía porque uno de ellos se la había enseñado a los demás: «El tío levantaba más la barra, así». Lo que sentía Evelyn no podía calificarse de dolor, sino más bien una especie de quemazón que su sangre hacía que se le extendiese por todo el cuerpo.
Como suele ocurrir a casi todas las mujeres, lo que más la había asustado era que la violasen, pero ahora sabía que había cosas mucho peores que eso. En una violación había al menos algo de instinto animal. Sin embargo, esos hombres no estaban disfrutando de su dolor, sino de los gritos de ánimo de sus compañeros. Competían por ver quién era capaz de hacerla gritar más alto. Y Evelyn gritaba. Gritaba tan alto que estaba segura de que sus cuerdas vocales terminarían por romperse. Gritaba de dolor, de miedo, de rabia, de furia, por sentirse desamparada. Pero sobre todo gritaba porque esas emociones le corrían como lava ardiente por la garganta.
En cierto momento empezaron a discutir sobre dónde se encontraba el nervio vago. Tres de ellos comenzaron a turnarse, golpeándole la zona de los riñones como los niños pegan a una piñata, hasta que un golpe la hizo estremecerse por encima de los demás. Se rieron desaforadamente mientras ella se retorcía como si la electrocutasen. Sintió un terror inmenso. Jamás en su vida había estado tan cerca de la muerte. Se orinó encima, y gritó hasta que ya no pudo emitir ningún sonido.
Luego le rompieron una pierna. No fue una rotura limpia, sino el resultado de golpeársela repetidas veces con la barra de metal hasta que oyeron el crujido del hueso partirse por la mitad.
Uno de ellos le presionó donde se le había roto el hueso, echándole su pútrido aliento en la oreja.
—Esto es por lo que esa puta perra le hizo a Ricardo.
La puta perra era su hija. No sabían lo mucho que la estimularon esas palabras. La dejaron inconsciente y la arrastraron fuera de la escena poco después de que Faith aparcase el coche en la entrada. Luego la metieron en la parte trasera de una furgoneta. El ruido del motor le zumbaba en los oídos, pero, aun así, oyó dos disparos; primero uno, y luego, cuarenta segundos después, otro.
Ahora tenía la respuesta a la única pregunta que hacía que no se rindiese. Faith estaba viva. Había salido bien librada. Después de eso, cualquier horror le parecía poco importante. Vio a Emma en brazos de su hija, y a Jeremy al lado de su madre. Zeke también estaría allí. Aunque estaba resentido, siempre había protegido a su hermana. La policía de Atlanta los envolvería como en una mortaja. Will Trent daría la vida por proteger a Faith, y Amanda removería cielo y tierra por hacer justicia.
—Almeja… —dijo Evelyn con voz rasposa.
Lo único que pedía es que sus hijos estuviesen a salvo. Nadie le podía quitar ese placer, ya que ella no tenía la más mínima esperanza de salvarse. Amanda no podía librarla de ese dolor, y Bill Mitchell no vendría en su caballo blanco a rescatarla.
Había sido tan estúpida. Había cometido un error hacía muchos años, uno terrible y estúpido.
Escupió un diente roto. El último molar derecho. Notó el pinchazo del nervio al entrar en contacto con el aire frío. Trató de tapar el agujero con la lengua mientras respiraba por la boca. Tenía que mantener las vías respiratorias abiertas. Tenía la nariz rota. Si dejaba de respirar, o se coagulaba la sangre en la garganta, se ahogaría y moriría. Y, aunque eso fuese un alivio, la idea de la muerte la seguía aterrorizando. Evelyn siempre había sido una luchadora, la clase de persona que cuanto más se la acorrala más se defiende. No obstante, sabía que empezaba a derrumbarse, no por dolor, sino por cansancio. Notaba que la abandonaban las fuerzas. Si les decía lo que sabía, conseguirían lo que querían. Podía mover la boca, podía hablar, pero su mente le seguía diciendo que guardase silencio.
¿Y después qué?
La matarían. Ella sabía quiénes eran, aunque llevasen máscaras y le hubiesen vendado los ojos. Reconoció sus voces, sabía sus nombres, distinguió sus olores. Sabía lo que planeaban, lo que habían hecho.
Héctor.
Lo había encontrado en el maletero del coche. Aunque usaron un silenciador, no había nada tan distintivo como una recortada. Evelyn había escuchado ese sonido dos veces en su vida, y reconoció al instante el tijereteo del gas al pasar por el cañón.
Al menos había conseguido proteger a Emma. Al menos se había asegurado de que al bebé de su hija no le ocurriese nada.
Faith.
Se suponía que las madres no deberían tener favoritos, pero no había duda de que ella había sentido una predilección especial por Zeke. Era un chico apasionado, inteligente, capaz y leal. Fue su primer hijo, un chico tímido que siempre se aferraba a su falda cuando algún extraño venía a visitarlos a casa. De pequeño le gustaba sentarse con ella mientras preparaba la cena, y le encantaba acompañarla al supermercado para ayudarla a llevar las bolsas. Su pequeño pecho henchido, sus brazos cargados, sus dientes mostrando una orgullosa y feliz sonrisa.
Sin embargo, era con Faith con quien se sentía más unida, a pesar de que hubiese cometido tantos errores. Era a ella a la que podía perdonar cualquier cosa, ya que cada vez que la miraba veía su propia imagen.
Recordó los meses que pasaron juntas, encerradas en casa. Esos meses de forzado confinamiento, de forzado exilio y de forzada tristeza.
Bill jamás lo había comprendido, pero era porque él no sabía aceptar los errores. Había sido el primero en notar la hinchazón de su estómago. El primero en plantarle cara y preguntarle. Durante nueve meses se mostró estoico e implacable, lo que hizo descubrir de quién había heredado Zeke esas cualidades. En esos momentos tan difíciles, optó por desaparecer de sus vidas. Incluso después de que todo hubiese acabado y Jeremy les hubiese alegrado la vida haciéndoles ver que después de la tormenta siempre llega la calma, Bill ya nunca fue el mismo.
Y ella tampoco. Ni ninguno de ellos. Faith se vio atrapada al tener que cuidar de un niño. Zeke, que desde siempre había querido acaparar la atención de Evelyn, se alejó de ella todo lo que pudo. Perdió a su hijo, y eso le rompió el corazón.
No pudo soportar seguir pensando en todo eso.
Trató de enderezar la espalda y liberar la presión que sentía en el diafragma. Ya no podía más. Se estaba derrumbando. Esos jovencitos con sus videojuegos y sus fantasías cinematográficas tenían un repertorio ilimitado de ideas para torturarla. Sólo Dios sabía lo que le iban a hacer después. No tenían el más mínimo reparo en recurrir a las drogas. Los barbitúricos, el etanol, la escopolamina, el pentotal sódico, cualquiera de ellos podían funcionar como suero de la verdad, cualquiera podría hacer que soltase la información que buscaban.
Sólo era cuestión de tiempo que hablase. La incesante agonía, la infinita oleada de acusaciones. Eran tan despiadados y hostiles.
Tan bárbaros.
Iba a morir. Desde que se despertó en la furgoneta, sabía que la muerte era la única forma de acabar con todo aquello. Al principio pensó que era ella quien los mataría a ellos, pero luego se dio cuenta de que sería al revés. Lo único que podía hacer para controlar todo aquello era hablar. Aun así, en ningún momento les rogó que parasen, no les pidió que tuviesen piedad ni les concedió el placer de saber que ya se habían metido tan dentro de su cabeza que cada uno de sus pensamientos tenía una sombra acechándolos.
Pero ¿qué pasaría si les dijese la verdad?
Había pasado tantos años guardando aquel secreto que sólo pensar en revelarlo le proporcionó un poco de paz. Aunque esos hombres eran sus torturadores, y no sus confesores, no estaba en disposición de andarse con sutilezas. Puede que la muerte la absolviese de sus pecados. Si se quitaba aquel peso de encima, quizá sintiese unos instantes de alivio por primera vez en mucho tiempo.
No. Jamás la creerían. Tenía que contarles una mentira. La verdad era demasiado decepcionante, demasiado vulgar.
Además, tenía que ser una verdad tan creíble y convincente que optasen por matarla antes de verificarla. Eran hombres duros, pero no delincuentes experimentados. No contaban con la suficiente paciencia como para retener a una anciana que les había desafiado durante tanto tiempo. Matarla sería la prueba definitiva de su hombría.
Lo único que lamentaba era no estar presente cuando se diesen cuenta de que los había engañado. Por eso esperaba que pudiesen oír sus carcajadas desde el Infierno durante el resto de sus miserables y patéticas vidas.
Se rio, sólo para escuchar el ruido de su risa, el ruido de su desesperación.
Se abrió la puerta. Una ráfaga de luz entró por debajo del vendaje que llevaba en los ojos. Les oyó murmurar. Hablaban de otro espectáculo televisivo, de otra película, de otra técnica nueva que querían poner en práctica.
Evelyn inspiró profundamente, a pesar de que las costillas que tenía rotas se le clavaban en los pulmones cada vez que respiraba. Deseó que su corazón se detuviese. Rezó para que Dios le hubiese quitado el habla el día que falleció su marido.
El hombre con el pútrido aliento le dijo:
—¿Estás dispuesta a hablar, zorra?
Evelyn se preparó para lo que se le venía encima. No debía parecer que cedía tan fácilmente. Dejaría que la golpeasen un poco más, que pensasen que al final se habían salido con la suya. No era la primera vez que dejaba que un hombre pensase que ejercía un control completo sobre ella, pero sí estaba segura de que sería la última.
El hombre le presionó la pierna con la mano.
—¿Estás dispuesta a seguir soportando el dolor?
Funcionó. Tenía que hacerlo. Evelyn pondría de su parte, la muerte pondría fin a todo aquello, la libraría de sus pecados. Faith nunca lo sabría, ni Zeke tampoco. Sus hijos y sus nietos estarían a salvo.
Excepto por una cosa.
Evelyn cerró los ojos y le envió un mensaje silencioso a Roz Levy, con la esperanza de que aquella anciana mantuviese la boca cerrada.