Capítulo seis

NO ERA LA PRIMERA VEZ QUE Sara Linton se despreciaba a sí misma. Se había sentido avergonzada cuando su padre la sorprendió robando una barrita de caramelo de la caja de las ofrendas de la iglesia. Se sintió humillada cuando descubrió que su marido la engañaba. Se había sentido culpable cuando le mintió a su hermana diciéndole que le gustaba su cuñado. Se había sentido acomplejada cuando su madre le dijo que era demasiado alta para ponerse pantalones pirata. Sin embargo, nunca se había sentido como una basura, y saber que se comportaba como una de esas mujeres que salían en los culebrones de la televisión la dejó completamente hundida.

A pesar de que habían transcurrido algunas horas, aún le seguía ardiendo la cara por su enfrentamiento con Angie Trent. Sólo podía recordar una ocasión en su vida en que una mujer le había hablado de la misma forma. La madre de Jeffrey era una vulgar borracha, y Sara tuvo un enfrentamiento una noche que se encontró con ella. La única diferencia es que Angie tenía todo el derecho de llamarla puta.

«Jezabel», la habría llamado su madre, aunque no tenía la más mínima intención de contarle nada de lo sucedido.

Bajó el volumen de la televisión, ya que el sonido le ponía de los nervios. Había intentado leer y limpiar el apartamento. Le había cortado las uñas de las patas a los perros. Había lavado los platos y había doblado la ropa que estaba tan arrugada de estar apilada en el sofá que la tuvo que planchar antes de guardarla en los cajones.

Había ido dos veces hacia el ascensor para devolverle el coche a Will, pero en ambas ocasiones se había dado la vuelta. El problema es que ella tenía las llaves. No podía dejarlas en el coche, y por supuesto no pensaba llamar a la puerta para dárselas a Angie. Dejarlas en el buzón no era una opción. El vecindario de Will no es que fuese malo, pero vivía en el centro de una importante ciudad metropolitana, y el coche habría desaparecido antes de que ella regresase a su casa.

Continuó asignándose tareas mientras temía la llegada de Will. ¿Qué le diría cuando se presentase a recoger el coche? No tenía palabras, aunque había ensayado en silencio muchos discursos acerca del honor y la moralidad. La voz que le retumbaba en la cabeza había adoptado la cadencia de un predicador baptista. Resultaba todo tan sórdido. No estaba bien. Sara no pensaba comportarse como una cualquiera. No quería robarle el marido a ninguna mujer, aunque él estuviese dispuesto. Tampoco iba a entablar una pelea de gatas con Angie Trent y, sobre todo, no pensaba entrometerse en esa relación tan disfuncional.

¿Qué tipo de monstruo se enorgullecía de que su marido hubiese querido suicidarse por ella? Se le revolvía el estómago de sólo pensarlo. Además, ¿hasta qué extremo había llegado Will para que pensase que la única solución era cortarse el brazo con una cuchilla de afeitar? ¿Tan obsesionado estaba con Angie como para hacer algo tan horrible? ¿Tan enferma estaba ella como para haberlo agarrado mientras lo hacía?

Eran preguntas para un psiquiatra. La infancia de Will no había sido un camino de rosas, de eso no cabía duda. Su dislexia era un problema, pero no parecía entorpecer su vida. Tenía sus rarezas, pero resultaban simpáticas, no desquiciantes. ¿Había superado sus tendencias suicidas o sencillamente las estaba ocultando? Si había dejado atrás esa fase de su vida, ¿por qué seguía con esa mujer tan detestable? Y es más, si ella había decidido que no habría nada entre ellos, ¿por qué seguía perdiendo el tiempo pensando en esas cosas?

Al fin y al cabo, Will ni siquiera era su tipo. No se parecía en nada a Jeffrey, ni tampoco tenía esa pasmosa seguridad en sí mismo. A pesar de su altura, no era físicamente un hombre que intimidase. Jeffrey, por el contrario, había sido jugador de fútbol americano, y sabía cómo liderar un equipo. Will era un solitario al que le agradaba pasar desapercibido y realizar su trabajo bajo la sombra de Amanda. No quería ni gloria ni reconocimiento. No es que Jeffrey fuese de ese tipo de personas a las que les gusta acaparar la atención, pero sabía quién era y lo que quería. Las mujeres se derretían al verle. Sabía cómo debían hacerse las cosas, y ése fue uno de los motivos por los que Sara se casó con él sin pensárselo dos veces.

Es posible que ni tan siquiera estuviese interesada en Will, para nada, y puede que Angie Trent tuviese algo de razón. A Sara le había gustado estar casada con un policía, pero no por las razones pervertidas que ella había mencionado. El carácter distintivo de la policía la seducía profundamente. Sus padres la habían educado para ayudar a las personas, y ella pensaba que no había forma de ser más servicial que siendo policía. También la seducían los intrincados aspectos de una investigación criminal, y siempre le había encantado hablar con Jeffrey sobre los casos que tenía entre manos. Trabajar en el depósito de cadáveres como forense buscando pistas, proporcionándole información que sabía que le ayudaría en su trabajo la había hecho sentirse útil.

Sara dibujó una mueca de disgusto, como si ser médica no fuese útil. Puede que Angie Trent tuviese razón sobre lo de la perversión, y no tardaría mucho en imaginar a Will en uniforme.

Apartó a los dos galgos de su regazo para poder levantarse. Billy bostezó, y Bob se echó sobre el lomo para estar más cómodo. Sara miró a su alrededor. La invadió un sentimiento de ansiedad, un deseo ardiente de cambiar algo —cualquier cosa— que la hiciese sentirse más dueña de su propia vida.

Empezó con los sofás, colocándolos en ángulo con respecto a la televisión, mientras los perros miraban el suelo que se escurría debajo de ellos. La mesa de café era demasiado grande para esa distribución, así que volvió a moverlo todo, aunque no consiguió lo que buscaba. Cuando terminó de enrollar la alfombra y ponerlo todo de nuevo en su sitio estaba sudando.

Había polvo en la parte superior del marco de una fotografía que estaba encima de la mesa de la consola. Sacó los trapos para limpiar los muebles y empezó de nuevo a quitar el polvo. Había mucho espacio libre. El edificio donde vivía había sido una fábrica de procesamiento de leche que luego transformaron en apartamentos. Las paredes de ladrillo rojo sostenían techos de seis metros de altura. Todos los dispositivos mecánicos estaban a la vista. Las puertas interiores estaban hechas de planchas de madera con herrajes metálicos. Era el típico loft industrial que se podía encontrar en Nueva York, sólo que a ella le había costado mucho menos que los diez millones de dólares que habría pagado por un sitio así en Manhattan.

Nadie creía que ese lugar fuese el más conveniente para ella, lo cual hizo que le gustase aún más. Cuando se trasladó a Atlanta, quería algo completamente distinto a la casa de campo que había tenido antes. Luego pensó que se había pasado. La distribución abierta resultaba un tanto tenebrosa. La cocina, de acero inoxidable y con encimera de granito color negro, resultó muy cara y prácticamente inútil para alguien como ella, que no sabía ni cómo preparar una sopa. El mobiliario era demasiado moderno. La mesa del comedor, hecha de una sola plancha de madera y tan grande que se podían sentar doce personas, fue un lujo ridículo teniendo en cuenta que sólo la utilizaba para clasificar el correo y poner la pizza mientras pagaba al chico del reparto.

Guardó los utensilios para limpiar el polvo, pensando que ahí no estaba el problema. Debería trasladarse, encontrar una casa pequeña en uno de los vecindarios más habitados de Atlanta y desprenderse de sus sofás de cuero y de las mesas de cristal. Tendría que comprar sofás más esponjosos, y amplios sillones donde poder sentarse cómodamente para leer. Debería tener una cocina con un fregadero grande y una agradable vista al jardín trasero. En definitiva, tendría que vivir en una casa parecida a la de Will.

Una imagen le llamó la atención. En la pantalla apareció el logotipo de las noticias de la noche. Un presentador con aspecto serio apareció delante de la Prisión de Diagnóstico y Clasificación de Georgia. Los habitantes de la ciudad la conocían por el sobrenombre de D&C, conscientes del juego de palabras para designar al corredor de la muerte. Sara ya había escuchado las noticias, en las que habían hablado del asesinato de los dos hombres, y pensó lo mismo que estaba pensando en ese momento: que ya tenía una razón más para no querer saber nada de Will Trent.

Él estaba trabajando en el caso de Evelyn Mitchell. Probablemente no había estado ni cerca de la prisión, pero se le encogió el corazón cuando escuchó que habían matado a un agente. Incluso después de haber dicho el nombre del policía y del recluso que habían fallecido, el corazón le siguió latiendo con fuerza. Gracias a Jeffrey supo lo que significaba que el teléfono sonase inesperadamente en mitad de la noche. Recordó cómo cada noticia, cada rumor, hacía que ella sintiese un enorme pánico al saber que estaría inmerso en otro caso que ponía en riesgo su vida. Era como una especie de trastorno de estrés postraumático. Hasta que no falleció no se dio cuenta de que había vivido en un estado de constante miedo durante todos esos años.

El telefonillo sonó. Billy emitió un débil gruñido, pero ninguno de los dos perros se levantó del sofá. Sara pulsó el botón del auricular.

—¿Quién es?

—Hola, siento… —dijo Will.

Sara apretó el botón para abrirle la puerta. Cogió las llaves del mostrador y fue hacia la puerta principal. No pensaba decirle que entrase. No pensaba dejar que se disculpase por lo que le había dicho Angie esa mañana, ya que ella tenía derecho a decir lo que pensaba; y, es más, tenía razón en algunos aspectos. Lo único que le diría es que había sido un placer conocerle y que le deseaba suerte en su vida con su esposa.

Si es que conseguía llegar. El ascensor estaba tardando más de la cuenta. En la pantalla digital vio que estaba bajando desde la cuarta planta hasta la entrada. Tardó un tiempo interminable en que volviesen a aparecer los números que indicaban que estaba subiendo. En voz alta susurró: «Tres, cuatro, cinco…», a la de seis sonó la campana.

Las puertas se abrieron. Will se asomó por detrás de una pirámide de archivadores, una caja de poliestireno blanco y una caja de donuts Krispy Kreme. Los galgos, que sólo parecían estar pendientes de Sara a la hora de cenar, corrieron a la entrada para saludarle.

Ella masculló una maldición.

—Siento venir tan tarde —dijo dándose la vuelta para que Bob no le tumbase.

Sara sujetó a los dos perros por el collar, sosteniendo la puerta con el pie para que pudiese pasar. Will soltó las cajas sobre la mesa del comedor y empezó de inmediato a acariciarlos. Ellos le lamieron como si saludasen a un viejo amigo, moviendo el rabo y arañando el suelo de madera. La firmeza de Sara, tan contundente segundos antes, empezó a desmoronarse.

—¿Estabas acostada? —preguntó él levantando la mirada.

Se había vestido en consonancia con su estado de ánimo, con unos pantalones de chándal y un jersey del equipo de fútbol de los Grant County Rebels. Tenía el pelo tan echado hacia atrás que notaba cómo le tiraba de la piel del cuello.

—Aquí tienes las llaves.

—Gracias. —Se sacudió para quitarse los pelos de los perros. Vestía la misma camiseta negra que le había visto por la tarde—. Márchate —dijo empujando a Bob hacia atrás, ya que no dejaba de oler la caja de donuts.

—¿Eso es sangre? —Había una mancha seca y oscura en la manga derecha de su camisa. Sara extendió instintivamente la mano para cogerle del brazo.

—No es nada —respondió Will retrocediendo y bajándose el puño—. Hubo un incidente en la prisión hoy.

Sara notó esa sensación familiar en el pecho.

—Estuviste allí.

—No pude hacer nada por él. Puede que tú… —Se le quebró la voz—. El médico de la prisión dijo que fue una herida mortal. Había mucha sangre. —Puso la mano alrededor de la muñeca—. Debería haberme cambiado de camisa cuando llegué a casa, pero tengo mucho trabajo, y mi casa está muy desordenada.

Había estado en su casa. Sara prefirió pensar por un instante que no había visto a su mujer.

—Me gustaría que hablásemos sobre lo sucedido.

—Ufff… —Parecía evitar el tema intencionadamente—. No hay mucho que decir. Ha muerto. No es que fuese una buena persona, pero será un golpe para su familia.

Sara le miró fijamente. La expresión de su cara no denotaba que le estuviese engañando. Puede que Angie no le hubiese dicho nada sobre el enfrentamiento que habían tenido. O puede que sí, pero él prefería ignorarlo. En cualquier caso, ocultaba algo. Sin embargo, después de haber estado muy cabreada durante las últimas horas, de repente dejó de importarle. No quería hablar de ese asunto. No quería analizarlo. De lo único que estaba segura era de que no quería que se marchase.

—¿Qué hay en las cajas? —preguntó.

Will pareció notar su cambio de actitud, pero optó por no decir nada al respecto.

—Los casos de una antigua investigación. Puede que tengan algo que ver con la desaparición de Evelyn.

—¿No ha sido secuestrada?

Su sonrisa delató que le habían pillado.

—Tengo que revisar todos esos casos para mañana a las cinco de la mañana.

—¿Necesitas ayuda?

—No. —Se dio la vuelta para coger las cajas—. Gracias por llevar a Betty a casa.

—Ser disléxico no es un defecto de personalidad.

Will dejó las cajas en la mesa y se dio la vuelta. No respondió de inmediato. Se limitó a mirarla de tal forma que ella pensó que ojalá se hubiese tomado la molestia de ducharse.

—Creo que me gustabas más cuando estabas cabreada conmigo —dijo finalmente.

Sara no respondió.

—Es por Angie, ¿verdad? Por eso estás molesta. —Esa extraña táctica era nueva para ella.

—Creía que estábamos ignorando ese tema.

—¿Quieres que lo continuemos haciendo?

Sara se encogió de hombros. No sabía qué es lo que quería. Lo más correcto era decirle que ese flirteo inocente se había acabado. Debería abrirle la puerta y dejar que se fuese. Lo suyo sería llamar al doctor Dale mañana por la mañana y pedirle otra cita. Debería olvidarse de Will y dejar que el tiempo borrase los recuerdos.

Sin embargo, sus recuerdos no eran el problema, sino esa sensación que sentía en el pecho al pensar que podía estar en peligro. Era el sentimiento de alivio cuando le veía cruzar la puerta, la felicidad que la embargaba al estar a su lado.

—Angie y yo no hemos estado juntos desde hace más de un año. —Will se detuvo, como si estuviera esperando a que sus palabras surtieran efecto—. Desde que te conocí.

—Vaya.

A Sara no se le ocurrió otra cosa.

—Cuando su madre murió hace unos meses, la vi durante un par de horas, pero luego se marchó. No fue ni tan siquiera al funeral. —Volvió a detenerse; era obvio que le costaba trabajo hablar de ese tema—. Es muy difícil explicar nuestra relación. No sin parecer estúpido y penoso.

—No tienes que darme explicaciones.

Will se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en la mesa. La luz del techo iluminó la cicatriz irregular que tenía sobre la boca. Tenía la piel rosada, y había un delgado trazo que iba desde el borde del labio superior hasta la nariz. Sara no pudo calcular el tiempo que había perdido preguntándose cómo se habría hecho esa cicatriz.

Demasiado tiempo.

Will se aclaró la garganta. Miró al suelo, y luego a ella.

—Tú ya sabes dónde y cómo me crie.

Sara asintió. El Hogar de Acogida de Atlanta se cerró hace muchos años, pero el edificio abandonado estaba a menos de cinco kilómetros de donde ella vivía.

—Los niños desaparecían con mucha frecuencia. Intentaban que nos acogieran en alguna familia, ya que les resultaba más barato. —Se encogió de hombros—. Los mayores tenían dificultades para eso. Duraban algunas semanas, a veces incluso sólo un par de días, y regresaban siendo personas muy distintas. Imagino que sabrás por qué.

Sara negó con la cabeza. Tampoco quería saberlo.

—No había muchas personas que quisiesen quedarse con un niño de ocho años que no podía aprobar el tercer grado. Pero Angie es una chica, guapa e inteligente, por eso la enviaban muchas veces fuera. —Volvió a encogerse de hombros—. Supongo que me acostumbré a esperar que regresase, a no preguntarle qué había hecho mientras estaba fuera. —Se apartó de la mesa y cogió las cajas—. Así es. Penoso y estúpido.

—No. Will…

Se detuvo delante de la puerta, con las cajas protegiéndole como una armadura.

—Amanda quería que te preguntase si conoces a alguien en la oficina forense de Fulton.

Sara tardó unos instantes en cambiar de chip.

—Probablemente. Hice unas prácticas allí cuando empecé.

Will sujetó las cajas por otro lado.

—Es algo que te pide Amanda, no yo. Quiere que hagas algunas llamadas. No tienes que hacerlo si no quieres, pero…

—¿Qué quiere que pregunte?

—Cualquier cosa relacionada con el resultado de las autopsias. No van a decirnos nada. Quieren llevar este caso ellos solos.

Estaba mirando hacia la puerta, esperando. Sara miraba el fino pelo de su nuca.

—De acuerdo.

—Creo que tienes el teléfono de Amanda. Llámala si sabes algo. O si no lo sabes. Está impaciente.

Esperaba para que le abriese la puerta.

Sara se había pasado el día deseando alejarlo de su vida, pero, ahora que le veía marcharse, no quería dejarle ir.

—Creo que Amanda se equivoca.

Will se dio la vuelta para mirarla de frente.

—Que se equivoca acerca de lo que dijo hoy —repitió Sara.

Will simuló consternación.

—No he oído a nadie en mi vida decir tal cosa en voz alta.

—Me refiero a lo de «almeja». Las últimas palabras que dijo ese hombre —explicó Sara—. La traducción literal es correcta, pero en argot no significa «dinero». Yo al menos la he oído con otro sentido.

—¿Y qué significa?

Sara odiaba aquella expresión, pero la dijo:

—Hija de puta.

Will frunció el entrecejo.

—¿Cómo lo sabes?

—Trabajo en un hospital público. No creo que haya habido una semana en la que alguien no me haya llamado algo parecido.

Will dejó las cajas sobre la mesa.

—¿Quién te llama así?

Sara movió la cabeza. Parecía dispuesto a escuchar la lista completa de pacientes.

—Bueno, lo importante es que ese tipo estaba insultando a Faith. No estaba hablando de dinero.

Will cruzó los brazos. Estaba realmente molesto.

—Ricardo —dijo—. El hombre que disparó a las dos niñas se llamaba Ricardo. —Sara le miró a los ojos. Will siguió hablando—. Hironobu Kwon era el muerto que había en la habitación de la colada. No sabemos nada del otro asiático mayor, salvo que le gustaban las camisas hawaianas y hablaba con acento sureño. Y hay otro involucrado que ha resultado herido, probablemente en una pelea con cuchillo con Evelyn. Quizá veas el aviso en el hospital cuando vayas a trabajar. Tiene sangre del tipo B negativo, posiblemente hispano, herido en el vientre, y es probable que tenga un corte en la mano.

—Vaya. Veo que hay un amplio reparto de personajes.

—Créeme, no es fácil seguirles la pista. Además, no estoy seguro de que ninguno de ellos sea la causa real de lo sucedido.

—¿A qué te refieres?

—Me parece algo personal, como si hubiese algo más en juego. No esperas cuatro años para robarle a alguien. Hay algo más, aparte del dinero.

—Dicen que es la principal razón de la mayoría de los crímenes. —Al marido de Sara siempre le habían encantado las motivaciones relacionadas con el dinero, y por experiencia sabía que casi siempre tenía razón—. El hombre herido en el vientre, ¿pertenece a alguna banda?

Will asintió.

—Suelen tener sus propios médicos. No lo hacen mal. He visto algunos de sus trabajos en el hospital, pero una herida en el estómago es bastante complicada. Necesitará sangre, y la del tipo B negativo no es fácil de encontrar. También necesita un lugar esterilizado para que le operen, y medicinas que no se consiguen en cualquier farmacia. Sólo se encuentran en las farmacias hospitalarias.

—¿Me podrías dar una lista? Podría ponerlas en sobre aviso.

—Claro —respondió Sara. Fue a la cocina a buscar papel y lápiz.

Will se quedó cerca de la mesa del comedor.

—¿Cuánto tiempo puede vivir una persona con una herida así en el estómago? Había mucha sangre en la escena.

—Depende. Horas, puede que incluso días. Con la priorización se puede conseguir algo más de tiempo, pero, si llega a una semana, será un milagro.

—¿Te importa si ceno mientras tú haces eso? —Abrió la caja de poliestireno. Sara vio dos perritos calientes empapados en chile. Will los olió y frunció el ceño—. Ahora veo por qué el hombre de la gasolinera los quería tirar. —Aun así cogió uno.

—No te comas eso.

—Probablemente esté bueno.

—Siéntate.

Sara sacó una sartén del armario y encontró un cartón de huevos en el refrigerador. Will se sentó a la barra que había al otro lado de la cocina de acero inoxidable. La caja de poliestireno estaba en la encimera que había a su lado. Will la olisqueó y luego retrocedió.

—¿Ibas a cenar eso? ¿Dos perritos calientes y un donut?

—Cuatro donuts.

—¿Cómo tienes el colesterol?

—Creo que blanco, como el que se ve en los anuncios.

—Muy gracioso. —Sara envolvió la caja de poliestireno en papel de aluminio y la tiró a la basura—. ¿Por qué crees que no han secuestrado a la madre de Faith?

—Yo no he dicho tal cosa. Sólo creo que hay algo más. —Observó cómo Sara rompía los huevos en un bol—. No creo que se marchase voluntariamente. No le haría tal cosa a su familia. Pero creo que conocía a sus secuestradores. Como si hubiesen trabajado juntos antes.

—¿Cómo?

Se levantó y fue hacia la mesa del comedor para coger un puñado de carpetas amarillas de una de las cajas. Cogió la bolsa de donuts antes de volver a sentarse a la barra de la cocina.

—Boyd Spivey —dijo abriendo la carpeta de arriba y enseñándole una foto.

Sara reconoció el rostro y el nombre por las noticias.

—Es el hombre que han matado hoy en prisión.

Will asintió y abrió otro archivo.

—Ben Humphrey.

—¿Otro policía?

—Sí. —Abrió otra carpeta. Había una estrella amarilla pegada en el interior—. Éste es Adam Hopkins. Era compañero de Humphrey. —Cogió otra carpeta, ésta con una estrella morada—. Chuck Finn, compañero de Spivey, y este último… —Abrió la última carpeta, que tenía una estrella verde—. Éste es Demarcus Alexander. —Se había olvidado de uno, así que se dirigió de nuevo a la mesa y cogió otra carpeta amarilla. Tenía una estrella negra, un color que le pareció profético cuando dijo—: Lloyd Crittenden. Murió de una sobredosis hace tres años.

—¿Todos policías?

Will asintió mientras se metía medio donut en la boca.

Sara echó los huevos en la sartén.

—Creo que me he perdido.

—Su jefe era Evelyn Mitchell.

Sara casi tira los huevos.

—¿La madre de Faith? —Volvió a mirar las fotografías, estudiando el rostro de los hombres. Todos tenían ese mismo aire arrogante, como si el problema en que estaban involucrados fuese una simple señal en un radar. Hojeó el informe de la detención de Spivey, intentando descifrar los errores tipográficos—. Robo durante la comisión de un delito. —Pasó la página y leyó los detalles—. Spivey emitió una orden permanente a su equipo para que cogiesen el diez por ciento de lo recaudado en todos los asuntos de drogas, siempre que ascendiese a más dos mil dólares.

—La cantidad fue considerable.

—¿Cuánto?

—Según los cálculos, en doce años, robaron unos seis millones de dólares.

Sara emitió un débil silbido.

—Eso supone algo menos de un millón por cabeza, libre de impuestos. O al menos antes. Estoy seguro de que el Tío Sam recuperó lo suyo cuando los metieron en la cárcel.

Hasta el dinero robado tenía que pagar sus impuestos. La mayoría de los internos recibían una notificación de la Agencia Tributaria la primera semana que estaban encarcelados.

Sara miró la primera página del informe de detención. Un nombre le llamó la atención.

—Tú fuiste el agente que los investigó.

—Sí, aunque no es la parte que más me guste de mi trabajo.

Se metió el resto del donut en la boca.

Sara miró la carpeta, simulando leerla. Los errores no eran demasiado exagerados. Casi todos los informes policiacos que había leído tenían errores gramaticales y faltas de ortografía. Al igual que la mayoría de los disléxicos, Will consideraba estos últimos como sagrados. Había sustituido palabras que no tenían sentido contextual, y luego había firmado en la parte inferior. Sara se fijó en su firma. Era un simple garabato en un ángulo de la línea negra.

Will la observaba. Sara necesitaba preguntárselo:

—¿Quién hizo que se investigase?

—Recibimos una pista anónima en el GBI.

—¿Por qué no acusaron a Evelyn?

—El fiscal se negó a presentar el caso. Se le permitió jubilarse con la pensión completa. Ellos lo llamaron «jubilación anticipada», pero ella ya llevaba más de treinta años trabajando. No lo hacía por dinero. Al menos por el dinero que recibía por su trabajo.

Sara utilizó una espátula para remover los huevos. Will se comió otro donut de dos bocados. El azúcar que tenía por encima cayó sobre la encimera negra de granito.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Sara.

—Por supuesto.

—¿Cómo es que Faith trabaja contigo después de haber investigado a su madre?

—Cree que estoy equivocado. —Bob había regresado. Apoyó el hocico sobre el mostrador y Will le acarició la cabeza—. Sé que ha hablado con su madre, pero entre nosotros nunca lo hemos hecho.

Aquello era difícil de creer, pero entendía cómo funcionaban esas cosas. Faith no era de esas personas que hablan de sus sentimientos, y Will era tan jodidamente decente que resultaba difícil imaginar que quisiera vengarse.

—¿Cómo es Evelyn?

—De la vieja escuela.

—¿Como Amanda?

—No exactamente. —Cogió otro donut de la bolsa—. Es igual de dura, pero no tan apasionada.

Sara comprendió a qué se refería. Esa generación no tuvo muchas oportunidades para demostrarles a sus compañeros hombres lo que valían. Amanda había adoptado el papel de dura con alegría.

—Empezaron al mismo tiempo —dijo Will—. Fueron juntas a la academia, y luego trabajaron juntas en los grupos operativos del Departamento de Policía y del GBI. Aún siguen siendo buenas amigas. Creo que Amanda salía con el hermano… o con el cuñado de Evelyn.

Sara no podía imaginar un conflicto de intereses más obvio.

—¿Amanda era tu jefe cuando investigaste a Evelyn?

—Sí —respondió tragándose otro donut.

—¿Y tú sabías todo eso?

Will movió la cabeza. Se colocó el donut en un lado de la mejilla como hacen las ardillas con las nueces y le preguntó:

—¿Te has dado cuenta de que el fuego está apagado?

—Joder.

Eso explicaba por qué los huevos aún estaban líquidos. Movió el mando hasta que la llama subió.

Will se limpió la boca con el dorso de la mano.

—A mí también me gusta dejarlos reposar un poco. Les da un aire boscoso.

—Eso es E. coli. —Miró el tostador preguntándose por qué no había saltado. Probablemente porque no había metido el pan. Will sonrió mientras ella sacaba una hogaza de pan del armario—. No sé mucho de cocina.

—¿Quieres que lo haga yo?

—Quiero que me hables de Evelyn.

Él se apoyó sobre el respaldo de la silla.

—Cuando la conocí, me gustó. Sé que parece extraño teniendo en cuenta las circunstancias. Se suponía que debía odiarla, pero no fue así. Eso es cosa del Gobierno. A veces, las investigaciones comienzan por una razón equivocada, y te ves delante de alguien que está en un aprieto porque dijo algo indebido o porque se metió con el político equivocado. —Hizo un montoncito con el azúcar que había derramado—. Evelyn fue muy educada y respetuosa. Su expediente estaba inmaculado hasta entonces. Me trató como si yo cumpliese con mi deber, no como un pedófilo, que es lo que suele suceder.

—A lo mejor ya sabía que nunca la acusarían.

—Creo que estaba inquieta, pero su mayor preocupación era su hija. Hizo lo que pudo por mantenerla al margen. Yo no la conocí hasta que Amanda nos emparejó.

—Bueno, al menos se comportó como una buena madre.

—Es una mujer fina, pero también inteligente, fuerte y dura. No me gustaría tener que enfrentarme a ella.

Sara se había olvidado de los huevos. Utilizó la espátula para despegarlos del fondo de la sartén.

—La amordazaron a una silla mientras registraban la casa —prosiguió Will—. Vi una flecha dibujada debajo del asiento. La pintó con su propia sangre.

—¿Hacia dónde señalaba?

—Hacia la habitación. Al sofá. Al jardín trasero. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? No hemos encontrado nada.

Sara se quedó pensando.

—¿Sólo la punta de una flecha? ¿Nada más?

Will volvió a extender el azúcar y dibujó la forma.

Sara estudió el símbolo, en silencio. Finalmente, optó por decirle la verdad.

—A mí me parece más bien una «V». La letra V.

Will se quedó tan callado que el ambiente de la habitación se tornó distinto. Sara pensó que cambiaría de tema o gastaría una broma, pero le respondió:

—No era perfecta. Estaba un poco emborronada en la parte de arriba.

—¿Así? —Sara pintó otra línea—. ¿Cómo la letra A?

Will miró la figura.

—Pensé que Amanda no fingía cuando dijo que no sabía de lo que estaba hablando.

—¿Ella también la vio?

Recogió el azúcar esparcido, se lo puso en su mano y lo echó en la bolsa con su último donut.

—Sí.

Sara le puso el plato delante. El tostador saltó. El pan estaba casi quemado.

—Vaya. Lo siento. No tienes por qué comértelos. ¿Quieres que vuelva a coger los perritos calientes de la basura?

Will cogió la tostada quemada y la puso en el plato. Sonó como un ladrillo chocando contra el cemento.

—¿Tienes un poco de mantequilla?

Tenía margarina. Will hundió el cuchillo en la tarrina y untó el pan hasta estar tan empapado que pudo plegarlo en la mano. Los huevos estaban más negros que amarillos, pero se los comió de todas formas.

—El nombre de «Amanda» empieza por «A». «Almeja» empieza por «A». Y ahora me dices que Evelyn había dibujado una «A» debajo de la silla.

Will soltó el tenedor. Había dejado el plato limpio. Sara continuó.

—«Almeja» suena más o menos como «Amanda». Tiene el mismo número de sílabas, y terminan y empiezan por la misma letra.

Lo dijo pensando que quizá no se había dado cuenta de la aliteración. La mayoría de los disléxicos no podían rimar dos palabras ni aunque les pusiesen una pistola en la cabeza.

Will apartó el plato.

—Amanda me está ocultando algo. Ni siquiera admite que el caso de corrupción tenga algo que ver con esto.

—Pero sí te ha dicho que revises todos los archivos.

—Puede que necesite información, o que quiera mantenerme entretenido. Ella sabe que me llevará toda la noche.

—No si yo te ayudo.

Cogió el plato y fue al fregadero.

—¿Quieres que lo lave antes de que me vaya?

—Lo que quiero es que me hables de la escena del crimen.

Will enjuagó el plato y luego se lavó las manos.

—Ésa es el agua fría —dijo Sara.

Resultaba innecesario decirle que la había puesto en el lado contrario porque era zurda, se acercó y ajustó la temperatura por él.

Will abrió la mano para echarse un poco de jabón en la palma.

—¿Por qué hueles al líquido de limpiar los muebles?

—¿Y tú por qué me dijiste que Betty era de tu esposa?

Se enjabonó las manos.

—Hay misterios que nunca se resolverán.

Sara sonrió.

—Háblame de la escena del crimen.

Will le describió lo que habían encontrado: sillas volcadas, juguetes rotos. Luego le habló de la señora Levy y del amigo de Evelyn, de la teoría de Mittal sobre el rastro de sangre, y de su hipótesis al respecto, tan diferente. Cuando llegó al momento en que descubrieron el cuerpo en el maletero, Sara había conseguido que se sentase a la mesa del comedor.

—¿Crees que mataron a Boyd Spivey porque había hablado con Amanda?

—Es posible, pero poco probable. Piensa en la hora. Amanda llamó al alcaide dos horas antes de que llegásemos a la prisión. El médico dijo que habían utilizado un cuchillo con sierra. Eso no es algo que se pueda fabricar de un cepillo de dientes. La cámara dejó de funcionar el día anterior, lo que significa que lo planearon al menos con veinticuatro horas de antelación.

—Entonces es que todo estaba coordinado. Evelyn es secuestrada. A Boyd lo asesinan pocas horas después. ¿Están a salvo los demás hombres del equipo?

—Ésa es una buena pregunta. —Sacó el móvil del bolsillo—. ¿Te importa si hago algunas llamadas?

—Claro que no.

Se levantó de la mesa para dejarle algo de intimidad. La sartén aún estaba caliente, así que le echó algo de agua fría. Los huevos estaban pegados al metal. Retiró los restos con la uña del pulgar antes de cerrar el grifo y colocar el plato en la rejilla de arriba del lavaplatos.

Volvió a abrir la carpeta de Boyd Spivey. Will había utilizado una estrella rosa para identificarle, quizás era una especie de broma. Aquel tipo tenía aspecto de policía corrupto. Su rostro redondeado denotaba que utilizaba esteroides. Apenas se podían discernir las pupilas en sus ojos pequeños y brillantes. Tenía la altura y el peso de un defensa de fútbol americano.

Revisó los detalles del arresto mientras escuchaba a Will hablar con alguien de la prisión estatal de Valdosta. Hablaban sobre si debían o no aislar a Ben Humphrey y Adam Hopkins, y acordaron que lo mejor era incrementar la vigilancia.

La siguiente llamada fue más complicada. Sara dedujo que hablaba con alguien de la oficina del GBI sobre localizar a los otros dos hombres a través de sus agentes de la condicional.

Sara abrió la carpeta de Spivey y encontró su expediente personal detrás del informe de la detención. Leyó los detalles de su vida profesional. Spivey había ingresado en la academia nada más terminar la escuela secundaria. Había ido a la escuela nocturna de Georgia para obtener una licenciatura en Criminología. Tenía tres hijos y una esposa que trabajaba de secretaria en el consulado holandés a las afueras de la ciudad.

El ascenso de Spivey al equipo de Evelyn fue un golpe maestro. La Brigada de Estupefacientes era una de las más elitistas del país. Disponían de las mejores armas e instalaciones, y tantos delincuentes importantes que apresar en la zona de Atlanta como para ganar muchas condecoraciones y portadas de prensa, algo que parecía gustar mucho a Spivey. Will había recopilado muchos recortes de prensa en los que se hablaba de las principales incautaciones de la brigada. Spivey era la pieza central en todas ellas, aunque la jefe fuese Evelyn. Había una foto de él en la que aparecía recién afeitado, y con tantos lazos en el pecho como para poder decorar la bicicleta de una niña.

Sin embargo, al parecer eso no le había bastado.

—Disculpa.

Sara levantó la mirada. Will había terminado de hacer sus llamadas.

—Perdona —dijo Will—. Sólo quería asegurarme de que estaban a salvo.

—No pasa nada. —Sara no fingió que no había estado escuchando—. Veo que no has llamado a Amanda.

—No, no la he llamado.

—Déjame otros archivos para que los lea.

—No tienes por qué hacerlo.

—Quiero hacerlo.

No lo dijo porque pretendiese ser amable, ni porque desease pasar más tiempo con él, sino porque quería saber qué había hecho que Boyd Spivey cayese tan bajo.

Will la miró el suficiente rato como para que ella pensase que le iba a dar un no por respuesta. Luego abrió una de las cajas. Había un viejo walkman al lado de un montón de cintas de casete. Ninguna de ellas tenía etiqueta, sólo pegatinas de colores en forma de estrella.

—Son grabaciones de las entrevistas que tuve con todos los sospechosos —explicó Will—. Ninguno dijo gran cosa al principio, pero todos terminaron negociando para que se les redujese la sentencia.

—¿Se delataron mutuamente?

—No hizo falta. Tenían información sobre un par de concejales locales y pudieron negociar. Eso les permitió influir en el fiscal.

A Sara no la pilló por sorpresa saber que había algunos políticos con problemas de drogas.

—¿Mucha influencia?

—La suficiente como para hacerles hablar, pero no como para delatar al pez gordo —respondió Will. Abrió otra caja y empezó a sacar más carpetas. Al igual que las demás, estaban clasificadas por colores. Primero le dio la de color verde—. Testimonios de los testigos para la fiscalía. —Sacó la carpeta roja, que contenía menos cantidad—. Testimonios de los testigos para la defensa. —Sacó la carpeta azul—. Incautaciones de sumas elevadas; se quedaban con cualquier cantidad superior a dos mil dólares.

Sara se puso a trabajar de inmediato, leyendo atentamente el siguiente expediente personal. Ben Humphrey había sido el mismo tipo de policía que Boyd Spivey: un hombre corpulento que había empezado haciendo bien su trabajo y al cual le gustaba salir en la prensa, pero que había terminado convirtiéndose en un policía completamente corrupto. Lo mismo les ocurría a Adam Hopkins y a Demarcus Alexander, ambos elogiados por su valentía durante un atraco a un banco; ambos habían pagado al contado las casas vacacionales que tenían en Florida. Lloyd Crittenden había conseguido su placa después de dar seis vueltas de campana con su coche mientras perseguía a un hombre que se había liado a tiros en un antro con una recortada. También tenía algunas cosas en su contra. Había dos sanciones por insubordinación, pero los informes anuales de Evelyn habían sido muy buenos.

La única excepción era Chuck Finn, que parecía más inteligente que sus compañeros. Cuando le detuvieron, estaba a punto de obtener un doctorado en arte del Renacimiento italiano. Su estilo de vida tampoco era tan ostentoso como el de los demás. Había utilizado el dinero sucio que se había llevado para cultivarse y viajar por el mundo, y debía haber complementado al equipo de forma más sutil. No había duda de que Evelyn Mitchell había escogido a cada hombre por alguna razón. Algunos eran líderes, pero otros, como Chuck Finn, seguidores. Todos encajaban con el perfil general: policías que se habían ganado una buena reputación en el cuerpo por hacer lo que debían. Tres de ellos eran blancos, dos negros, y uno tenía algo de indio cherokee. Todos habían renunciado a su buena fama por dinero contante y sonante.

Will le dio la vuelta a la cinta que había en el walkman. Estaba sentado con los ojos cerrados y los auriculares puestos. Sara oía el ruido que hacía la cinta al pasar.

La siguiente pila de carpetas detallaba las grandes incautaciones de dinero que había hecho la brigada, y que, al parecer, se habían quedado. Sara pensó que sería difícil poder revisarlas todas, pero luego resultaron ser bastante mundanas. Le extrañaba un poco que la mayoría de los hombres que había arrestado la brigada estuvieran muertos o encarcelados cuando el equipo de Evelyn fue desmantelado. Sólo quedaban algunos en la calle, pero obviamente seguían en activo. Sara reconoció algunos de los nombres por haberlos oído en el telediario de la noche. Dos de ellos parecían prometedores, y los colocó aparte para enseñárselos a Will.

Miró la hora. Era más de medianoche y ella tenía el turno de mañana, bien temprano. Como si su cuerpo estuviese de acuerdo, la boca se le abrió y dio tal bostezo que la mandíbula le crujió. Miró a Will para asegurarse de que no la había visto. Aún tenía un montón de archivos delante de ella. Sólo había revisado la mitad, pero no podía dejarlos aunque quisiera, porque era como juntar todas las piezas de una novela de misterio. Los policías eran tan corruptos como los delincuentes. Estos últimos parecían dejarse extorsionar con tal de seguir con sus negocios. Ambos tenían una buena lista de excusas para cometer sus actos ilegales.

Cogió otro montón de carpetas. Los seis hombres que habían pertenecido a la brigada jamás habían ido a juicio, pero estuvieron a punto cuando empezaron los acuerdos. La lista de testigos potenciales de la fiscalía había sido bien seleccionada, pero no tanto como la que representaba la defensa. A Will le resultarían familiares los nombres, pero, aun así, Sara leyó atentamente cada uno de los archivos. Después de una hora comparando declaraciones, pasó a la última carpeta, que sostuvo en las manos durante un momento, como recompensa por no haberlo dejado.

La foto de la ficha de Evelyn Mitchell mostraba a una mujer estilizada con un gesto indescriptible en la cara. Debía haberse sentido humillada cuando la ficharon, después de haber pasado tanto tiempo al otro lado de la mesa. Sin embargo, su expresión no dejaba traslucir nada de eso. Tenía los labios apretados, los ojos mirando al frente, el pelo rubio, como Faith, aunque con algunas vetas canosas en las sienes. Ojos azules, sesenta y cuatro kilos, un metro setenta y cinco de altura, un poco más alta que su hija.

Su carrera era de esas que merecían recibir los galardones del Club de Mujeres, algo que la capitán Mitchell había conseguido en dos ocasiones. Su ascenso a inspectora estuvo precedido por una negociación con rehenes que acabó con la liberación de dos niños y la muerte de un pederasta en serie. El rango de teniente lo obtuvo casi diez años después de pasar el examen con la mejor calificación que se había obtenido jamás. El de capitán, tras una demanda interpuesta por discriminación de género ante la Comisión para la Igualdad de Oportunidades en el Empleo.

Evelyn había ascendido poco a poco, iniciando su carrera en las calles. Tenía dos licenciaturas, una del Instituto Tecnológico de Georgia, y ambas con una media de sobresaliente. Era madre, abuela y viuda. Sus hijos trabajaban en el servicio público: una para la comunidad; el otro para al país. Su marido se ganó una respetable reputación como agente de seguros. A Sara, en muchos aspectos, le recordaba a su madre. Cathy Linton no era el tipo de mujer que llevaría una pistola, pero sí de las que estarían dispuestas a hacer lo que sea por ella y su familia.

Sin embargo, nunca habría aceptado un soborno. Cathy era sumamente honesta, el tipo de persona que habría conducido cincuenta kilómetros para volver a una atracción turística en Florida porque le habían dado cambio de más. Eso puede que explicase por qué Faith trabajaba con Will. Si alguien le hubiese dicho a Sara que su madre había robado casi un millón de dólares, se habría reído en su cara y le habría parecido un cuento chino. Faith no sólo pensaba que él estaba equivocado con respecto a su madre, sino que era un pobre iluso.

Will cambió la cinta.

Sara se acercó a él para quitarle los auriculares.

—No cuadra.

—¿Qué es lo que no cuadra?

—Antes me has dicho que cada miembro del equipo se llevó casi un millón de dólares. Tú has contado los sesenta mil, como mucho, que había en la cuenta a nombre de Bill Mitchell. Evelyn no tiene un Porsche ni sirvienta. Faith y su hermano no fueron a escuelas privadas, y las únicas vacaciones que tuvo las pasó con su nieto en Jekyll Island.

—Han cuadrado hasta hoy —le recordó Will—. Quien haya secuestrado a Evelyn busca ese dinero.

—No lo creo. —La mayoría de los policías defendían sus casos como si fuesen hijos suyos.

—¿Por qué?

—Es un presentimiento. Me lo dice mi instinto. No lo creo.

—Faith no sabe lo de la cuenta bancaria.

—No pienso decírselo.

Will se irguió y juntó las manos.

—He estado escuchando mis primeras entrevistas con Evelyn. En casi todas habla, sobre todo, de su marido.

—Bill, ¿no? Era agente de seguros.

—Murió unos años antes de que se abriese el caso contra ella.

Sara se preparó para que le hiciera una pregunta relacionada con su viudez, sin embargo, él dijo:

—Un año antes de morir, una familia lo denunció por la denegación de una prestación. Dijeron que Bill rellenó los papeles de forma incorrecta. Un padre con tres hijos tenía una extraña lesión en el corazón. La compañía se negó a darle el tratamiento.

A Sara aquello no le extrañaba.

—¿Dijeron que había una condición preexistente?

—Sí, pero no era cierto, o al menos no se la diagnosticaron. La familia contrató a un abogado, pero fue demasiado tarde. El hombre murió porque alguien no rellenó los papeles como debía. Tres días después de fallecer, la viuda recibió una carta de la compañía de seguros diciendo que Bill Mitchell, el agente original, había cometido un error en los formularios y aprobaban el tratamiento.

—Es terrible.

—Bill no lo superó. Era un hombre muy meticuloso. Su reputación era algo muy importante para él. Le salió una úlcera de tanto preocuparse.

Técnicamente, las úlceras no salían por eso, pero Sara le dijo:

—Sigue.

—Posteriormente, se aclaró el asunto. Encontraron los formularios originales. La compañía de seguros había metido la pata, no Bill. Una de las personas que debía introducir los datos le había dado a la casilla equivocada. No lo hizo con mala intención, fue sólo negligencia. —Will hizo un gesto de querer pasar por alto esos detalles—. Bueno, el caso es que Evelyn dijo que Bill nunca lo superó. A ella la desquiciaba que no se lo quitase de la cabeza. Discutían mucho sobre ese asunto. Pensaba que lo único que hacía era compadecerse de sí mismo. Le acusaba de ser un paranoico. Él decía que la gente lo trataba de forma distinta en el trabajo. Y es que muchos pensaban que, aunque la compañía asumió la culpa, en realidad todo fue un error de Bill.

—¿Una compañía de seguros asumiendo su culpa?

—La gente cree cosas descabelladas —respondió Will—. Bueno, el caso es que Bill creía que eso arruinó todo el trabajo que había hecho durante años. Evelyn decía que, cuando le diagnosticaron el cáncer (murió de cáncer de páncreas tres meses después), se negó a luchar porque el sentimiento de culpa no le dejaba vivir. Y ella jamás le perdonó tal actitud. Él se limitó a aceptar y esperar resignadamente la muerte.

Sara pensó que el cáncer de páncreas no se vencía tan fácilmente. Las posibilidades de vivir a largo plazo eran menos del cinco por ciento.

—El estrés causado por una situación como esa puede debilitar el sistema inmunológico —dijo.

—Evelyn estaba preocupada de que le pudiese pasar lo mismo.

—¿Que tuviese un cáncer?

—No. Que la investigación arruinase su vida, aunque saliese absuelta. Que le pesase para siempre. Decía que desde que falleció su marido jamás lo había echado tanto en falta. Quería decirle que le comprendía.

—Eso es lo que diría una persona inocente.

—Sí, así es.

—¿Ya no estás tan seguro de tu conclusión original?

—Es muy amable por tu parte que te refieras a eso tan diplomáticamente. —Will sonrió—. No lo sé. Cerraron el caso antes de que yo pudiese darlo por terminado. Evelyn firmó los papeles y se jubiló. Amanda no se molestó ni en decirme que estaba cerrado. Me enteré una mañana por las noticias: agente condecorada se jubila del cuerpo para estar más tiempo con su familia.

—Crees que se salió con la suya.

—Lo que creo es una cosa: estaba al cargo de un equipo que robó mucho dinero. O bien miró para otro lado, o bien no era tan buena como dicen. —Will cogió el plástico de una de las cintas de casete—. Y también está la cuenta bancaria. Puede que no sea nada comparado con los millones de dólares, pero, aun así, es una suma considerable. Y está a nombre de su marido, no de ella. ¿Por qué no la cambió si su marido había muerto? ¿Por qué la guardaba en secreto?

—Está bien mirado.

Will se quedó callado durante unos instantes. El único ruido que se oía en la habitación era el de sus dedos toqueteando el plástico.

—Faith no me llamó cuando llegó a su casa y vio lo que sucedía. Yo no llevaba el móvil, por lo que habría sido inútil, pero no me llamó. —Se detuvo y luego añadió—: Quizá no confiaba en mí porque su madre estaba involucrada.

—No creo que pensase tal cosa. La gente se queda en blanco cuando sucede algo así. ¿Se lo has preguntado?

—Ahora tiene demasiadas cosas en la cabeza como para preocuparse de darme explicaciones. —Esbozó una sonrisa de desprecio por sí mismo—. Quizá deba anotarlo en mi agenda. —Comenzó a guardar las cintas—. Bueno, voy a dejar que te vayas a la cama. ¿Has encontrado algo que deba saber?

Sara cogió las dos carpetas que había apartado.

—Estos dos hombres deben ser investigados a fondo. Se les pilló con una gran suma de dinero. Uno de ellos también aparece en la lista de testigos de la defensa de Spivey. Lo separé porque tiene un historial de secuestros para influir en las bandas rivales.

Will abrió la carpeta.

Sara le dijo el nombre.

—Ignatio Ortiz.

Will gruñó.

—Está en la prisión de Phillips por intento de asesinato.

—Entonces no será difícil encontrarle.

—Es el jefe de los Texicanos.

Sara los conocía. Había tratado a muchos chicos que estaban en la organización. Gran parte de ellos no salían vivos del hospital.

—Si Ortiz está metido en este asunto —continuó Will—, no querrá hablar con nosotros. Y si no lo está, tampoco. Tardaremos tres o cuatro horas en llegar allí, y habremos hecho el viaje en vano.

—Lo iban a llamar como testigo para la defensa de Spivey.

—Boyd tenía muchos testigos dispuestos a declarar que no había cogido dinero. Había una lista de delincuentes dispuestos a defender al equipo de Evelyn.

—¿Te dijo Boyd algo cuando fuiste a verle a prisión?

Will frunció el ceño.

—Amanda fue quien le interrogó. Hablaron utilizando una especie de código. Una de las cosas que entendí es que los asiáticos estaban intentando quitarles el negocio del suministro a los mexicanos.

—Los Texicanos —corrigió Sara.

—Amanda me comentó que su método favorito es cortar el cuello.

Ella se llevó la mano a la garganta para evitar estremecerse.

—¿Crees que Evelyn seguía haciendo negocios con esos traficantes?

Will cerró la carpeta de Ortiz.

—No creo. Sin su placa no tenía poder ninguno. No puedo imaginármela como jefe a menos que sea una sociópata. Abuelita de día y traficante de drogas por la noche.

—Has dicho que Ortiz estaba en prisión por intento de asesinato. ¿A quién intentó matar?

—A su hermano. Lo pilló en la cama con su mujer.

—Puede que éste sea su hermano. —Sara abrió la otra carpeta—. Héctor Ortiz. Por su expediente, no parece un delincuente, pero su nombre también figura en la lista de testigos de la defensa. Lo aparté porque tenía el mismo apellido que Ignatio.

—¿Aún te sigue diciendo tu instinto que Evelyn es inocente? —Will cogió la foto para mirarla más atentamente.

Sara miró el reloj. Tenía que irse a trabajar al cabo de cinco horas.

—Mi instinto ya no me dice nada a estas horas. ¿Qué ocurre?

Will levantó la fotografía de Héctor Ortiz. Sara vio que era un hombre calvo con una perilla canosa. Tenía la camisa arrugada, y el brazo levantado para mostrarle el tatuaje a la cámara: una estrella tejana roja y verde, con una serpiente de cascabel alrededor de ella.

—Te presento al amigo de Evelyn —dijo Will.