Capítulo cinco

FAITH REDUJO LA VELOCIDAD DEL MINI al acercarse a su casa. Eran más de las ocho. Había pasado las seis últimas horas repitiendo lo que había sucedido en casa de su madre, diciendo las mismas cosas una y otra vez, mientras su abogado, su representante sindicalista, tres policías de Atlanta y un agente especial del GBI la interrogaban, tomaban notas y, básicamente, la hacían sentirse como una delincuente. No obstante, era lógico que creyesen que sabía por qué habían secuestrado a su madre. Evelyn había sido policía. Faith era policía. Evelyn había disparado y había matado a un hombre. Faith había matado a dos hombres, dos posibles testigos, aparentemente a sangre fría. Evelyn había desaparecido. Si ella estuviese al otro lado de la mesa, estaría haciendo las mismas preguntas.

¿Tenía su madre enemigos? ¿Había aceptado algún soborno? ¿Había cometido algún acto ilegal? ¿Había recibido dinero o regalos por mirar para otro lado?

Faith, sin embargo, no estaba al otro lado de la mesa y, por mucho que se devanase pensando, no encontraba ningún motivo para que nadie quisiese secuestrar a su madre. Lo peor de estar en la sala de interrogatorios era que, con cada minuto que pasaba, pensaba más y más que, en realidad, esos cinco oficiales tan capacitados estaban perdiendo el tiempo en esa minúscula habitación, cuando podían estar buscando a su madre.

¿Quién podría haberlo hecho? ¿Tenía Evelyn enemigos? ¿Qué habían estado buscando?

Faith estaba tan desconcertada como cuando empezó el interrogatorio.

Aparcó el coche en la acera, enfrente de su casa. Todas las luces estaban encendidas, algo que ella jamás habría permitido. La casa parecía como si estuviese decorada por Navidad, lo cual resultaba muy caro. Había cuatro coches aparcados en la entrada. Reconoció el viejo Impala que Jeremy le compró a Evelyn cuando ella lo cambió por el Malibu, pero no sabía de quién eran las dos camionetas ni el Corvette negro.

—Chisss… —le siseó a Emma, que se intranquilizó al detenerse el coche.

Infringiendo la ley y el sentido común, Faith la había puesto en el asiento del pasajero. Desde la casa de la señora Levy hasta la suya sólo se tardaba cinco minutos, pero no lo había hecho por pereza, sino por la necesidad de sentir a su hija cerca. Cogió a Emma y la abrazó. El corazón del bebé latía entrecortadamente contra su pecho. Su respiración era sosegada y familiar, y sonaba como si estuviesen sacando clínex de una caja.

Faith añoraba a su madre. Quería poner la cabeza sobre su hombro y sentir sus manos nervudas y fuertes palmeándole la espalda mientras le decía que todo iba a salir bien. Quería verla bromeando con Jeremy sobre su pelo largo, y cómo hacía saltar a Emma sobre sus rodillas. Sin embargo, lo que más deseaba era hablar con ella sobre el día tan horrible que había pasado, y que la aconsejase sobre si debía confiar en su representante sindical cuando le decía que no necesitaba de un abogado, o si debía prestar atención al abogado cuando le advertía que el representante sindical estaba muy vinculado con la policía de Atlanta.

—Dios santo —exclamó suspirando en dirección a la nuca de Emma.

Faith necesitaba a su madre.

Los ojos se le empañaron de lágrimas, y por una vez no trató de contenerlas. Estaba sola por primera vez desde que había entrado en casa de su madre horas antes. Quería desmoronarse. Necesitaba hacerlo. Pero Jeremy también necesitaba a su madre. Necesitaba que ella mantuviese la serenidad. Necesitaba creer en su madre cuando le dijese que haría lo posible para que su abuela regresase a casa de una pieza.

Por el número de coches dedujo que, dentro de la casa, habría al menos tres policías con su hijo. Jeremy había empezado a llorar cuando ella le llamó desde la comisaría; estaba confundido, preocupado y tan asustado por su madre como por su abuela. Faith pensó en lo que le dijo Amanda cuando estaban en el salón de la señora Levy. Faith se había quedado sorprendida por su caluroso abrazo, pero no por sus palabras, que pronunció susurrando: «Tienes dos minutos para recuperar la compostura. Si estos hombres te ven llorar, lo único que verán a partir de ese momento es a una mujer indefensa».

Faith pensaba a menudo que Amanda estaba peleando una batalla que hacía mucho que se había librado, pero otras se daba cuenta de que tenía razón. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, abrió la puerta del coche, cogió su bolso y se lo colgó del hombro. Emma se movió, sorprendida por el aire frío. Faith la arropó con la manta y apretó los labios contra su cabeza. Tenía la piel cálida y su delgado cabello le cosquilleó los labios mientras recorrían la entrada.

Pensó en todas las cosas que tenía que hacer antes de acostarse. Fuese como fuese, tenía que ordenar la casa. Emma necesitaba dormir. Jeremy necesitaba ánimos, y probablemente cenar. Tenía que buscar algún momento para hablar con su hermano Zeke. Con suerte, estaría en algún lugar sobrevolando el Atlántico, viniendo desde Alemania, por lo que le resultaría difícil hablar con él esa noche. La relación entre ellos nunca había sido muy buena. Afortunadamente, Amanda se había encargado de hacer las llamadas telefónicas, ya que de no ser así ella habría pasado la mayor parte de la tarde peleándose con Zeke en lugar de hablar con la policía de Atlanta. Notó un ligero alivio al subir la escalera de entrada. La idea de hablar con su hermano hacía que las seis últimas horas resultasen agradables. Alargó la mano para coger el pomo de la puerta justo en el momento en que ésta se abrió.

—¿Dónde narices te has metido?

Faith se quedó con la boca abierta, mirando a su hermano Zeke.

—¿Cómo has…?

—¿Qué ha pasado, Faith? ¿Qué has hecho?

—¿Cómo…? —Faith era incapaz de formular una frase completa.

—Tío, tranquilízate. —Jeremy empujó a su tío y cogió a Emma de los brazos de Faith—. ¿Te encuentras bien, mamá?

—Sí —respondió, aunque era Zeke quien acaparaba su atención—. ¿Has venido de Alemania?

—Ahora vive en Florida —intervino Jeremy. Ayudó a Faith a entrar en casa—. ¿Has comido? Puedo prepararte algo.

—Sí… Bueno, no, pero estoy bien. —Dejó de preocuparse por Zeke por un instante y se concentró en su hijo—. ¿Y tú? ¿Te encuentras bien?

Jeremy asintió, pero ella se dio cuenta de que se estaba haciendo el valiente.

Faith trató de abrazarlo, pero él no se dejó, probablemente porque Zeke los estaba observando. Dirigiéndose a Jeremy, le dijo:

—Quiero que te quedes aquí esta noche.

Jeremy se encogió de hombros.

—Por supuesto.

—La encontraremos. Te lo prometo, Jaybird.

Jeremy miró a Emma, meciéndola en sus brazos. «Jaybird» era la forma en que Evelyn le había llamado hasta que sus compañeros de la escuela primaria se enteraron y se mofaron de él hasta hacerle llorar.

—La tía Mandy me ha dicho lo mismo cuando me llamó. Que rescatará a la abuela.

—Ya sabes que ella no miente.

—No quiero pensar en esos pobres tíos cuando ella los encuentre —respondió Jeremy tratando de bromear.

Faith le puso la mano en la mejilla. Se pinchó un poco con la barba, algo a lo que nunca se acostumbraría. Su hijo era más alto que ella, pero no era muy fuerte.

—La abuela es fuerte. Ya sabes que es una luchadora. Y que hará lo posible por volver a verte. A vernos.

Zeke emitió un sonido de disgusto. Faith le lanzó una mirada desagradable por encima del hombro de Jeremy.

—Víctor quiere que le llames —dijo Zeke—. Supongo que sabes a quién me refiero, ¿verdad?

Víctor Martínez era la última persona con la que deseaba hablar en ese momento.

—Acuesta a Emma —le dijo a Jeremy—. Y apaga algunas luces, que la compañía eléctrica no la regala.

—Hablas como el abuelo.

—Vamos, venga.

Jeremy miró a Zeke, reacio a marcharse. Su instinto siempre había sido proteger a su madre.

—Vamos —le dijo Faith empujándole amablemente hacia las escaleras.

Zeke había tenido al menos la decencia de esperar hasta que se marchase Jeremy. Cruzó los brazos sobre el pecho e infló su corpulenta constitución.

—¿En qué lío has metido a mamá?

—Yo también me alegro de verte.

Le empujó para pasar y fue hacia la cocina. A pesar de lo que le había dicho a Jeremy, no había comido nada sólido desde las dos, por lo que notaba aquellas familiares punzadas en la cabeza y las náuseas que le indicaban que algo no iba bien.

—Si le pasa algo a mamá…

—¿Qué vas a hacer, Zeke? —Se dio la vuelta para hacerle frente. Siempre había sido un chulo y, como suele suceder con los de su clase, la única forma de pararle los pies era haciéndoles frente—. ¿Qué me vas a hacer? ¿Tirar mis muñecas? ¿Echarme a la hoguera?

—Yo no…

—Durante las últimas seis horas, una pandilla de gilipollas que creen que tengo algo que ver con el secuestro de mi madre me han estado interrogando, y por eso me he puesto a pegar tiros a todo quisqui. No tengo por qué escuchar esa misma mierda de mi hermano.

Se dio la vuelta, camino de la cocina. Había un hombre joven y pelirrojo sentado a la mesa. Se había quitado la chaqueta; un revólver Smith & Wesson M&P colgaba de su pistolera como una lengua negra. La correa le rodeaba el pecho, haciendo que su camisa se plegase. Estaba hojeando el catálogo de Land’s End que había llegado por correo el día anterior, y simulaba no haber oído a Faith gritar a pleno pulmón. Se levantó cuando la vio entrar.

—Agente Mitchell, soy Derrick Connor, del Departamento de Negociación de Rehenes de la policía de Atlanta.

—Gracias por venir —respondió Faith, esperando que su tono sonase sincero—. Imagino que no ha llamado nadie.

—No, señora.

—¿Alguna novedad?

—No, señora, pero será la primera en saberlo.

Faith lo dudaba. El pelirrojo no estaba allí sólo para responder a las llamadas. Hasta que la policía dijese lo contrario, ella seguiría siendo una sospechosa.

—¿Hay algún otro agente aquí?

—El inspector Taylor. Está comprobando el perímetro. Puedo llamarle si…

—Me gustaría tener un poco de intimidad, por favor.

—Sí, señora. Estaré fuera si me necesita.

Connor le hizo un gesto a Zeke antes de salir por la puerta corredera de cristal.

Faith gruñó mientras se sentaba a la mesa. Se sentía como si llevase horas de pie, a pesar de haber pasado la mayor parte del día sentada. Zeke aún permanecía con los brazos cruzados. Bloqueaba la puerta como si creyese que ella saldría corriendo.

—¿Sigues aún en las Fuerzas Aéreas?

—Me trasladaron a Eglin hace cuatro meses.

Más o menos cuando nació Emma.

—¿En Florida?

—Que yo sepa, sí. —Sus preguntas estaban obviamente irritándole aún más—. Estoy haciendo un servicio de dos semanas en el hospital de veteranos de Clairmont. Has tenido suerte de que estuviese en la ciudad, o Jeremy habría estado solo todo el día.

Faith le miró. Zeke Mitchell parecía estar siempre en posición de firmes. Incluso cuando tenía sólo diez años, se comportaba como un general de las Fuerzas Aéreas, lo que significaba que había nacido con una barra de acero clavada en el culo.

—¿Sabe mamá que estabas aquí?

—Por supuesto. Habíamos quedado para cenar mañana por la noche.

—¿Y no pensabas decírmelo?

—Quería evitar una escena.

Faith soltó un prolongado suspiro mientras se apoyaba sobre el respaldo de la silla. En esas pocas palabras se resumía su relación. Faith había provocado una tragedia durante el último curso de Zeke, al quedarse embarazada. Su drama le había obligado a dejar la escuela secundaria e ingresar en el Ejército durante diez años. La tragedia se agravó cuando decidió quedarse con Jeremy, y más tragedia cuando lloró descontroladamente en el funeral de su padre.

—He estado viendo las noticias —dijo lanzando una acusación.

Faith se apoyó para levantarse de la mesa.

—Entonces sabrás que he matado a dos hombres.

—¿Dónde estabas?

Le temblaban las manos cuando abrió el armario para coger una barrita nutritiva. Había dicho esa frase como si nada. Faith había notado durante el interrogatorio que, cuanto más la repetía, más inmune se sentía. Por eso, volverla a repetir la dejó casi indiferente.

Zeke repitió.

—Te he hecho una pregunta, Faith. ¿Dónde estabas cuando mamá te necesitaba?

—¿Que dónde estaba? —Tiró la barrita sobre la mesa. La cabeza le daba vueltas una vez más. Debía comprobar su nivel de azúcar antes de comer nada—. Estaba en un seminario de formación.

—Llegaste tarde.

Faith asumió que estaba haciendo una deducción.

—No llegué tarde.

—Hablé con mamá esta mañana.

Faith aguzó los sentidos.

—¿A qué hora? ¿Se lo has dicho a la policía?

—Por supuesto. Hablé con ella sobre el mediodía.

Faith había llegado a casa de su madre casi dos horas después.

—¿Estaba bien? ¿Qué te dijo?

—Me dijo que, como de costumbre, llegabas tarde. Todo el mundo se tiene que amoldar a tu horario.

—Vaya por Dios —susurró.

No estaba para reproches en ese momento. La habían suspendido del trabajo por sólo Dios sabía cuánto tiempo. Su madre podía estar muerta. Su hijo estaba hundido, y ella no podía librarse de su hermano el tiempo suficiente como para recuperar la serenidad. Además del estrés, la cabeza le daba vueltas. Buscó en su bolso el kit para medir su nivel de azúcar. Aunque entrar en coma sería un alivio bastante atractivo en ese momento, no le serviría de nada.

Faith puso el kit sobre la mesa. Detestaba que la mirasen cuando estaba midiéndose el nivel de azúcar, pero Zeke no parecía dispuesto a dejarle un poco de intimidad. Cambió la aguja de la pluma y sacó un algodón esterilizado. Zeke la observaba como un buitre. Era médico, y Faith podía oír en su cerebro cómo le decía lo mal que hacía las cosas.

Faith puso un poco de sangre en la tira reactiva. Apareció el número. Le enseñó a Zeke el diodo emisor de luz porque sabía que le preguntaría.

—¿Cuándo comiste por última vez?

—Tomé algunas galletas de queso en la comisaría.

—Eso no es suficiente.

Faith se levantó y abrió la nevera.

—Ya lo sé.

—Tu nivel de azúcar es muy alto, probablemente por el estrés.

—Eso también lo sé.

—¿Cuál fue tu último A1C?

—Seis punto uno.

Zeke se sentó en la mesa.

—Bueno, no es tan malo.

—No —respondió Faith sacando la insulina de la puerta de la nevera. Estaba un poco por encima de su objetivo, que tampoco era muy malo, teniendo en cuenta que acababa de tener un bebé.

—¿Realmente crees lo que dices? —Zeke hizo una pausa, y Faith se dio cuenta de que le costaba mucho hacerle esa pregunta—. ¿Crees que conseguiremos que mamá vuelva?

Faith se sentó.

—No lo sé.

—¿Estaba herida?

Faith negó con la cabeza y se encogió de hombros al mismo tiempo. La policía no le había dicho nada.

Zeke respiró profundamente.

—¿Por qué motivo querrían secuestrarla? ¿Estás…? —Para variar, trató de ser delicado—. ¿Estás involucrada en algo?

—¿Por qué eres tan cretino? —No esperaba una respuesta—. Mamá fue la jefe de la Brigada de Estupefacientes durante quince años. Tiene muchos enemigos. Era parte de su trabajo. Además, ya sabes que fue investigada, y conoces los motivos por los que se jubiló.

—Eso fue hace cuatro años.

—Esas cosas no caducan. Puede que alguien quiera algo de ella.

—¿Como qué? ¿Dinero? Ella no tiene dinero. Conozco el estado de sus cuentas. Sólo tiene la pensión, y algo por la jubilación de papá. No tiene ni seguro médico.

—Debe estar relacionado con el caso. —Faith introdujo la insulina en la jeringa—. Todo su equipo acabó en prisión. Mucha gente se cabreó al ver que arrestaban a los policías que aceptaban sus sobornos.

—¿Crees que los que han secuestrado a mamá estaban involucrados en eso?

Faith movió la cabeza. Ellos siempre habían llamado al equipo de su madre «los hombres de mamá», porque así les resultaba más fácil distinguirlos.

—No tengo ni idea de quién puede estar involucrado ni por qué.

—¿Estás investigando todos sus casos y entrevistando a los perpetradores?

—¿Los perpetradores? ¿De dónde has sacado esa palabra? —Faith se levantó la camisa lo suficiente como para clavarse la aguja en la barriga. No sintió un bienestar inmediato; la droga no funcionaba de esa manera, pero, aun así, cerró los ojos esperando que se le pasase la sensación de náusea—. Me han suspendido, Zeke. Me han quitado la placa y el arma, y me han ordenado que me quede en casa. ¿Qué quieres que haga?

Zeke dobló los brazos encima de la mesa y se miró los pulgares.

—¿No puedes hacer algunas llamadas? ¿Buscar a algunos de tus informadores? Has sido policía durante veinte años. Imagino que podrás pedir algunos favores.

—Quince años. Y no, no tengo a quien llamar. He matado a dos hombres hoy. ¿No puedes entender en qué lugar me deja eso? Creen que estoy involucrada en este asunto. Nadie está dispuesto a hacerme favores.

Zeke movió la mandíbula. Estaba acostumbrado a que obedeciesen sus órdenes.

—Mamá aún tiene algunos amigos.

—Sí, y probablemente están cagados de miedo pensando que, fuese lo que fuese en lo que estaba metida, les va a explotar en la cara.

No le gustó oír eso. Inclinó la cabeza hasta que el mentón le dio en el pecho.

—Ya veo que no puedes hacer nada. Estamos indefensos. Igual que mamá.

—Amanda no se quedará con los brazos cruzados.

Zeke hizo un gesto de desconfianza. Nunca había sentido simpatía por Amanda. Estaba dispuesto a recibir órdenes de su hermana pequeña, pero no de nadie que no fuese de su familia. Era una reacción un tanto extraña, teniendo en cuenta que Zeke, Faith y Jeremy habían crecido llamándola tía Mandy. Faith sabía que si la utilizaba ahora, esa expresión cariñosa le costaría el puesto de trabajo. No obstante, siempre la habían considerado una más de la familia. Mantenía una amistad tan íntima con Evelyn que hubo una época en que pasaba por una sustituta.

Pero seguía siendo la jefe de Faith, y mantenía las distancias con ella tanto como con cualquiera que trabajase a sus órdenes, o con cualquiera que mantuviese contacto con ella, incluso con cualquiera que le sonriese en la calle.

Faith abrió la barrita nutritiva y le dio un buen mordisco. En la cocina, no se oía otra cosa que a ella masticar. Quería cerrar los ojos, pero la asustaban las imágenes que le pudiesen venir. Su madre atada y amordazada; los ojos enrojecidos de Jeremy; la forma en que los policías la habían mirado ese día, como si viesen que estaba metida hasta el cuello.

Zeke se aclaró la voz. Faith pensó que había dejado de lado la hostilidad, pero su postura le indicó lo contrario. Él siempre había tenido ese sentimiento de superioridad respecto a ella.

—¿Qué pasa? —dijo Faith.

—Ese tal Víctor pareció muy sorprendido al enterarse de lo de Emma. Quería saber su edad y cuándo nació.

Faith se atragantó.

—¿Ha estado aquí? ¿En la casa?

—Tú no estabas aquí, Faith. Alguien tenía que quedarse con Jeremy hasta que yo llegase.

Los insultos que se le pasaron por la cabeza eran, seguramente, peores que lo que Zeke había oído mientras cosía a los soldados en Ramstein.

—Jeremy le enseñó una foto.

Faith intentó tragar de nuevo. Notaba como si algo le arañase la garganta.

—Emma se parece un poco a él.

—A Jeremy.

—¿Siempre vas a ser igual? ¿Acaso quieres ser una madre soltera?

—Veo que no te has enterado de que Ronald Reagan ya no es presidente.

—Por lo que más quieras, Faith, madura de una vez. Tiene derecho a saber si es el padre.

—Víctor no tiene el más mínimo interés en ser padre, te lo digo yo. —Víctor no sabía ni recoger los calcetines sucios del suelo ni bajar la tapa del váter. Sería incapaz de cuidar de un hijo.

—Tiene derecho a saberlo —repitió Zeke.

—Bueno, pues ya lo sabe.

—Como quieras, Faith. Mientras tú seas feliz.

Cualquiera habría dejado de lado el asunto después de que le hubiesen soltado esa ocurrencia, pero Zeke nunca eludía una disputa. Se quedó sentado, mirándola, esperando que se la devolviera. Faith recordó los viejos tiempos. Si se iba a comportar como cuando tenía diez años, ella haría otro tanto. Le ignoró y empezó a hojear el catálogo de Lands’ End, arrancando la hoja donde aparecía la ropa interior que le gustaba a Jeremy para podérsela pedir después.

Siguió pasando las hojas y se fijó en una que la que aparecían las camisetas térmicas. Zeke se echó hacia atrás, mirando por la ventana.

Aquella tensión entre ellos no era algo nuevo. A Zeke le encantaba reprocharle lo egoísta que era. Como de costumbre, ella aceptó su desaprobación como parte del castigo. Zeke tenía razones para odiarla. No fue nada agradable para un chico de dieciocho años enterarse de que su hermana de catorce se había quedado embarazada. Especialmente cuando Jeremy creció y vio lo que eso significaba para los chicos adolescentes, que no se lo tomaban con la facilidad que ella había imaginado. Entonces se sintió culpable por lo que le había hecho a su hermano.

Por muy duro que hubiese resultado para su padre, a quien le pidieron que dejase de asistir a sus estudios de la Biblia, y para su madre, a la que casi todas las mujeres del vecindario la dejaron de lado, Zeke fue el más perjudicado por el inesperado embarazo de Faith. Al menos una vez por semana regresaba de la escuela con la nariz ensangrentada o con un ojo morado. Cuando le preguntaban qué le había pasado, rehusaba hablar de ello. Miraba despectivamente a Faith por encima de la mesa, y la observaba con desprecio cuando pasaba por su habitación. Zeke la odiaba por lo que le había hecho a la familia, pero se partía la cara con cualquiera que dijese una palabra en contra de ella.

No recordaba gran cosa de aquella época. Incluso ahora tenía un vago recuerdo de babosa autocompasión. Costaba trabajo darse cuenta de lo mucho que habían cambiado las cosas en veinte años, pero Atlanta, o al menos algunos vecindarios como el de Faith, habían sido como un pequeño pueblo en aquel entonces. Las personas aún estaban muy influenciadas por los valores tan conservadores que impusieron Reagan y Bush. Faith era una adolescente egoísta y malcriada cuando eso sucedió, y en lo único que pensaba era en lo desgraciada que era su vida. Su embarazo fue el resultado de su primera —y en aquel tiempo juró que su última— relación sexual. Sus abuelos paternos se mudaron de estado rápidamente. No hubo fiesta de cumpleaños cuando cumplió los quince años. Sus amigas se olvidaron de ella. El padre de Jeremy jamás la llamó ni le escribió. Tuvo que visitar a muchos médicos para que la examinasen y la inyectasen. Estaba siempre cansada y de mal humor. Le salieron hemorroides, y le dolía la espalda y todo el cuerpo cada vez que se movía.

El padre de Faith pasaba mucho tiempo fuera, con viajes de negocios que antes no formaban parte de su trabajo. La iglesia había sido el centro de su vida, pero lo expulsaron de ella. El pastor le dijo que carecía de la autoridad moral para ser diácono. Su madre dejó el trabajo para estar con ella. Nunca le dijo si lo había hecho voluntaria o forzosamente.

Lo que sí recordaba es que las dos se pasaban el día entero encerradas en casa, engullendo comida basura, engordando y viendo culebrones que las hacían llorar. En lo que respecta a Evelyn, soportó la vergüenza de Faith como un eremita. No salía de casa a menos que fuese necesario. Se levantaba todos los lunes al amanecer para ir al supermercado que estaba al otro lado de la ciudad, y así evitar cruzarse con nadie conocido. Se negaba a sentarse en el jardín trasero con ella, incluso cuando el aire acondicionado se rompió y el salón se convirtió en un horno. El único ejercicio que hacía era dar un paseo por el vecindario, algo que hacía por la mañana muy temprano, o bien entrada la noche.

La señora Levy, la vecina de al lado, les preparaba galletas y se las dejaba en la puerta, pero jamás entraba. De vez en cuando, alguien le dejaba en el buzón folletos religiosos que Evelyn quemaba en la chimenea. La única persona que los visitaba era Amanda, que no tenía la opción de romper con el calendario social de su cuñada. Se sentaba en la cocina y hablaba en voz baja con Evelyn para que Faith no las escuchase. Después de irse, Evelyn se metía en el cuarto de baño y se echaba a llorar.

No fue de extrañar que un día Zeke regresase de la escuela ya no con un labio roto, sino con una copia de la orden de reclutamiento. Le quedaban cinco meses para graduarse. Su servicio en el Cuerpo de Entrenamiento para Oficiales de la Reserva y sus puntuaciones en el SAT podrían permitirle obtener una beca completa para Rutgers, pero se presentó al Examen de Desarrollo de Educación General y entró en el programa premédico un año antes de lo previsto.

Jeremy tenía ocho años la primera vez que vio a su tío Zeke. Se habían evitado mutuamente como gatos hasta que un partido de baloncesto suavizó la situación. No obstante, Faith conocía a su hijo, y sabía que tenía sus reticencias con respecto a un hombre que sabía que no trataba a su madre debidamente. Por desgracia, con el paso del tiempo, tuvo muchas oportunidades para perfeccionar esa emoción tan particular.

Zeke echó hacia atrás la silla, pero siguió sin mirarla.

Faith masticaba lentamente la barrita nutritiva, obligándose a comer, a pesar de la sensación de náuseas que tenía en el estómago. Miró la puerta corredera y vio reflejados la mesa de la cocina y a Zeke, derecho como una tabla. Vio una luz roja al otro lado del cristal. Uno de los detectives estaba fumando.

Sonó el teléfono y ambos dieron un salto. Faith se levantó para coger el teléfono inalámbrico cuando entraron los inspectores.

—Aún no sabemos nada —dijo Will—. Sólo quería decírtelo.

Faith hizo un gesto a los inspectores para que saliesen. Cogió el teléfono y se lo llevó al salón.

—¿Dónde estás? —le preguntó a Will.

—Acabo de llegar a casa. Hubo un vertido de un camión en la 675 y han tardado tres horas en limpiarlo.

—¿Por qué estabas allí?

—Hemos ido a D&C.

Faith sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

Will no escatimó en detalles. Le habló de su visita a la prisión, del asesinato de Boyd Spivey. Ella se llevó la mano al pecho. Cuando era pequeña, Boyd solía ir a las cenas familiares y a las barbacoas que hacían en el jardín trasero. Él fue quien enseñó a Jeremy a montar en bicicleta. Luego empezó a flirtear tan abiertamente con ella que Bill Mitchell le sugirió que buscase otro lugar donde pasar los fines de semana.

—¿Saben quién lo ha hecho?

—La cámara de seguridad no funcionaba en esa sección. El alcaide ha ordenado un encierro y están registrando todas las celdas, pero no cree que puedan averiguar gran cosa.

—Alguien de fuera los habrá ayudado.

Habrían sobornado a uno de los guardias. Ningún recluso podría deshabilitar una cámara colocada en uno de los pasillos de la prisión.

—Están hablando con el personal, pero los abogados ya están presentes. Es difícil encontrar un sospechoso.

—¿Amanda se encuentra bien? —Faith movió la cabeza al darse cuenta de la estupidez que había dicho. Por supuesto que se encontraba bien.

—Consiguió lo que quería. Estamos investigando el caso de tu madre gracias a eso.

El GBI tenía jurisdicción para todos los casos de muerte dentro de las prisiones estatales.

—Bueno, imagino que eso son buenas noticias.

Will guardó silencio. No le preguntó si se encontraba bien, pues sabía la respuesta. Faith pensó en la forma en que le había sujetado las manos esa tarde, haciendo que prestase atención e instruyéndola sobre lo que debía decir. Había sido de una delicadeza inesperada, y ella se tuvo que morder el interior de sus mejillas para no derrumbarse y echarse a llorar.

—¿Sabías que nunca había visto a Amanda ir al cuarto de baño? —dijo Will—. No me refiero en persona, pero, cuando salimos de la prisión, se paró en una gasolinera y entró. Jamás la había visto tomarse un respiro. ¿Y tú?

Faith estaba acostumbrada a la extraña forma que Will tenía de irse por la tangente.

—No, que yo recuerde.

Amanda había asistido a aquellas cenas y barbacoas familiares con Boyd Spivey, y había bromeado con él como suelen hacer los policías, es decir, cuestionando su virilidad o elogiando su progreso en el cuerpo a pesar de su incapacidad mental. No era de piedra. Estaba segura de que ver morir a Boyd la habría afectado.

—Resultó muy desconcertante.

—Puedo imaginarlo.

Faith se imaginó a Amanda en la gasolinera, entrando en los aseos, cerrando la puerta y llorando dos minutos por un hombre que en su momento significó algo para ella. Luego se habría mirado en el espejo para arreglarse, se habría acicalado el pelo y le habría devuelto la llave al empleado preguntándole si lo cerraba para que nadie entrase a limpiar.

—Probablemente cree que orinar es un signo de debilidad —añadió Will.

—Mucha gente lo cree. —Faith se apoyó sobre el respaldo del sofá. Will le había hecho el mejor regalo que podían hacerle en ese momento: un instante de distracción—. Gracias.

—¿Por qué?

—Por estar a mi lado. Por llamar a Sara. Por decirme lo que… —Recordó que el teléfono estaba intervenido—. Por decirme que todo iba a salir bien.

Will se aclaró la voz. Hubo un breve silencio. A él no se le daban bien esos sentimentalismos, ni a ella tampoco.

—¿Has pensado en qué estarían buscando?

—No he dejado de hacerlo. —Oyó que abrían y cerraban la puerta del refrigerador. Zeke estaría haciendo una lista de alimentos que no debería tener en casa—. ¿Y ahora qué vais a hacer?

Will dudó por unos instantes.

—Dime.

—Amanda y yo vamos a ir a Valdosta.

La prisión estatal de Valdosta. Ben Humphrey y Adam Hopkins. Estaban hablando con todos los miembros del equipo de su madre. Debería haberlo imaginado, pero la noticia de la muerte de Boyd la había dejado consternada. Tendría que haber supuesto que Will reabriría el caso.

—Debo colgar, por si alguien llama —dijo Faith.

—De acuerdo.

Colgó el teléfono porque no había nada más que decir. Él aún seguía pensando que su madre era culpable. Incluso después de trabajar con Faith durante casi dos años y comprobar que hacía las cosas como era debido, porque así se lo había enseñado ella, Will seguía pensando que Evelyn Mitchell era una policía corrupta.

Zeke estaba en la puerta.

—¿Con quién hablabas?

—Con mi compañero —respondió Faith levantándose del sofá.

—¿Con ese gilipollas que intentó llevar a prisión a mamá?

—El mismo.

—Sigo sin entender cómo puedes trabajar con ese capullo.

—Ya se lo expliqué a mamá.

—Sí, pero no a mí.

—¿Debería haber enviado la solicitud a Alemania o a Florida?

Zeke la miró fijamente.

Faith no pensaba justificarse ante su hermano. Fue Amanda quien le pidió que trabajase con Will, y Evelyn le dijo que hiciese lo que considerase mejor para su carrera. No tuvo que decirle que quería salirse de la policía de Atlanta porque la jubilación obligada de Evelyn se consideraba una bendición o un delito, dependiendo de a quién le preguntases.

—¿Te ha hablado alguna vez mamá sobre la investigación? —preguntó Faith.

—¿No serías tú la que deberías preguntarle a tu compañero?

—Te lo estoy preguntando a ti —respondió tajantemente Faith. Evelyn se había negado a hablar del caso contra ella, y no sólo porque podrían haber llamado a Faith como testigo potencial—. Puede que te dijese algo, algo raro, aunque no te dieses cuenta en ese momento…

—Mamá no habla de trabajo conmigo. Eso es cosa tuya.

Seguía utilizando el mismo tono acusatorio, como si ella pudiese encontrar a su madre cuando quisiera, pero no le apeteciera. Faith miró el reloj de la pared. Eran casi las nueve, demasiado tarde para esas cosas.

—Me voy a la cama. Le diré a Jeremy que te traiga algunas mantas. El sofá es bastante cómodo.

Zeke asintió, y Faith le hizo un gesto de despedida. Cuando estaba a mitad del tramo de las escaleras oyó que él decía:

—Es un buen chico. —Faith se giró—. Me refiero a Jeremy. Es un buen muchacho.

Faith sonrió.

—Sí, lo es. —Cuando ya estaba casi arriba, él terminó la frase.

—Mamá ha sabido educarlo.

Faith continuó subiendo las escaleras, negándose a morder el anzuelo. Entró en la habitación de la niña. Emma chasqueó los labios cuando su madre se inclinó para besarle la frente. Dormía profundamente, como sólo los bebés saben hacerlo. Luego comprobó el monitor para ver si estaba encendido. Acarició el brazo de Emma, dejando que sus diminutos dedos le agarrasen la mano una vez más antes de marcharse.

En la habitación de al lado, la cama de Jeremy estaba vacía. Faith se detuvo en la puerta. Ella no había cambiado nada de lo que él tenía en su habitación, aunque le hubiese gustado tener un despacho. Sus pósteres aún colgaban de las paredes: un Mustang GT con una rubia en bikini apoyada sobre el capó; otro con una morena medio desnuda echada sobre un Camaro; un tercer y un cuarto póster donde se veían prototipos de coches con la típica modelo de pechos grandes. Faith recordó el día que regresó a casa y vio cómo había reemplazado las fotografías de los puentes del sudeste de Estados Unidos por esas joyas. Jeremy aún pensaba que la había engañado diciéndole que sentía un repentino interés por los coches.

—Estoy aquí.

Faith encontró a Jeremy en su habitación. Estaba tendido sobre el estómago, con la cabeza en los pies de la cama, los pies en el aire y el iPhone en las manos. El volumen de la televisión estaba bajado, pero se podían leer los subtítulos.

—¿Va todo bien? —preguntó Faith.

Jeremy inclinó el iPhone en las manos, obviamente ocupado con algún juego.

—Sí.

Faith se acordó de su fértil novia. Le resultaba extraño que no estuviese allí, pues casi siempre estaban juntos.

—¿Dónde está Kimberly?

—Nos estamos tomando un descanso. —Faith casi se echó a llorar de alivio—. Os he oído gritar a Zeke y a ti.

—Siempre hay una primera vez.

Jeremy inclinó el teléfono en sentido contrario.

—A mí me gustaría tener uno de ésos. —Jeremy captó el mensaje y se guardó el teléfono en el bolsillo—. Sé que has oído el teléfono. Era Will. Está trabajando con la tía Amanda.

Jeremy miraba la televisión.

—Me parece muy bien.

Faith empezó a desatarle las zapatillas. Como cualquier otro adolescente, creía que si levantaba los pies no caería la porquería en la cama.

—Dime qué ha pasado cuando llegó Zeke.

—Es un gilipollas.

—Cuéntamelo. Soy tu madre.

Vio que se sonrojaba ligeramente.

—Víctor estaba conmigo. Le dije que no hacía falta, pero se empeñó, así que…

Faith le desató la otra zapatilla.

—¿Le has enseñado una foto de Emma?

Jeremy seguía mirando el televisor. A él le había gustado Víctor, probablemente más que a ella, lo cual agravaba el problema.

—No tiene importancia —le dijo.

—Zeke se ha portado como un capullo con él.

—¿A qué te refieres?

—Le ha estado empujando y provocando.

Típico de Zeke.

—No ha pasado nada, ¿verdad?

—No. Víctor no es de esa clase.

Faith lo sabía de sobra. Víctor Martínez trabajaba en una oficina, leía el Wall Street Journal, vestía trajes elegantes y se lavaba las manos dieciséis veces al día. Era tan apasionado como un bloque de piedra. Parecía que el destino de Faith era enamorarse de esos hombres que llevan camisetas de tirantes y le dan un puñetazo a su hermano en la cara.

Le quitó una de las zapatillas a Jeremy y frunció el ceño al ver el estado de su calcetín.

—Se te salen los dedos, universitario.

Anotó mentalmente que debía comprarle más calcetines cuando le pidiese ropa interior. Los pantalones vaqueros también los tenía muy gastados. Demasiado para los trescientos dólares que le quedaban en la cuenta. Afortunadamente, aunque la habían suspendido, no le habían quitado la paga. Eso sí, igualmente, iba a tener que tirar de sus ahorros para que su hijo no pareciese un vagabundo.

Jeremy rodó sobre su espalda para mirarla de frente.

—Le enseñé a Víctor la foto que le hicimos a Emma en Semana Santa.

Ella tragó saliva. Víctor era inteligente, aunque no hacía falta ser un genio para ver el parecido. Faith era rubia. Emma, al contrario, era morena y tenía los ojos marrones de su padre.

—¿Ésa en la que lleva las orejas de conejo?

Jeremy asintió.

—Es una foto bonita. —Faith vio cómo le brotaba un sentimiento de culpa—. No pasa nada, Jay. Lo habría averiguado más tarde o más temprano.

—¿Entonces por qué no se lo has dicho?

Porque Faith era la combinación perfecta de mujer emocional y controladora, algo que Jeremy averiguaría cuando su futura esposa se lo dijese a gritos en la cara.

—Eso es algo de lo que no voy a hablar contigo.

Jeremy se irguió.

—A la abuela le gusta Will.

Faith dedujo que había oído su conversación con Zeke.

—¿Te lo ha dicho ella?

—Dijo que era un hombre correcto. Que la trató bien. Que tuvo que hacer un trabajo muy difícil, pero que no se portó injustamente.

Faith no sabía si su madre había querido aliviar las preocupaciones de Jeremy o darle su verdadera opinión. Conociendo a su madre, probablemente ambas cosas.

—¿Te ha hablado alguna vez de por qué se jubiló?

Jeremy tiró de un hilo suelto de la colcha.

—Me dijo que ella era la jefe, y que era responsable por no haberse dado cuenta de lo que estaba pasando.

Eso ya era más de lo que le había dicho a ella.

—¿Algo más?

Jeremy negó con la cabeza.

—Me alegro de que esté ayudando a la tía Amanda. Ella no puede hacerlo sola. Es un tío muy inteligente.

Faith le agarró la mano y la sostuvo hasta que Jeremy la miró de frente. La única luz que había en la habitación procedía del televisor, y le daba un tono verdoso a su cara.

—Ya sé que estás preocupado por la abuela, y no puedo decirte nada para que te sientas mejor.

—Gracias. —Hablaba sinceramente. Jeremy siempre había agradecido la honestidad.

Lo levantó de la cama y le abrazó. Tenía una espalda estrecha, era larguirucho y aún no se había formado por completo, a pesar de que todos los días se comía su peso en macarrones y queso.

Jeremy dejó que lo abrazase más rato que de costumbre. Ella le besó en la cabeza.

—Todo saldrá bien.

—Eso es lo que siempre dice la abuela.

—Y tiene razón. —Faith lo estrechó más aún entre sus brazos.

—Mamá, me estás aplastando.

Ella lo soltó de mala gana.

—Llévale algunas sábanas y mantas al tío Zeke. Se va a quedar a dormir en el sofá.

Jeremy se puso de nuevo las zapatillas.

—¿Siempre ha sido así?

Faith evadió la pregunta.

—Cuando éramos pequeños, cada vez que tenía ganas de tirarse un pedo, venía a mi habitación y lo soltaba.

Jeremy se echó a reír.

—Y luego decía que, si le echaba la culpa, se comería un plato de judías y queso, me pondría boca arriba y se lo tiraría en mi cara.

Jeremy no pudo contenerse. Se desternillaba de risa y se sostenía el estómago mientras rebuznaba como un burro.

—¿Lo hizo alguna vez?

Faith asintió, lo que provocó que se riese aún más alto. Ella dejó que disfrutase de su humillación durante un rato antes de darle un golpecito en el hombro y decirle:

—Bueno, ya va siendo hora de acostarse.

Jeremy se enjugó las lágrimas.

—Tengo que hacerle eso a Horner.

Horner era su compañero de habitación. Faith dudaba que nadie pudiese percibir la diferencia, pues ya salía un olor nauseabundo de su cuarto.

—Saca una almohada para Zeke del armario.

Lo empujó para que se marchase de la habitación. Jeremy seguía riéndose mientras recorría el pasillo. Había pagado un precio muy pequeño por lograr que su hijo se sintiera menos preocupado.

Faith tiró del edredón. La porquería que habían dejado las zapatillas de Jeremy se metió en sus sábanas, pero se sentía demasiado cansada para cambiarlas. De hecho, estaba tan derrotada que no se veía con fuerzas para ponerse el camisón o para cepillarse los dientes. Se quitó los zapatos y se metió en la cama con el mismo uniforme del GBI que se había puesto ese día a las cinco de la mañana.

La casa estaba en silencio, pero su cuerpo estaba tan tenso que parecía estar tendida sobre una tabla. Oía la suave respiración de Emma a través del monitor. Faith miró hacia el techo. Se había olvidado de apagar la televisión. La película de acción que había estado viendo Jeremy emitía destellos.

Boyd Spivey había muerto. No se lo podía creer. Era un tipo grande, uno de esos policías a los que uno se podía imaginar jubilándose cubierto de reconocimientos. Era justo lo contrario que su compañero. Chuck Finn era adusto, siempre prediciendo las cosas más horribles y atemorizado porque algún día podía morir cumpliendo con su deber. Su defensa durante la investigación fue la única que a Faith le había parecido creíble. Chuck había afirmado cumplir órdenes. Para aquellos que le conocían, resultaba completamente plausible. El inspector Finn era el seguidor incondicional, el tipo de persona que Boyd Spivey sabía cómo explotar.

Faith, sin embargo, no quería pensar en Boyd, ni en Chuck, ni en ninguno de los del equipo de su madre. La investigación le había robado seis meses de su vida. Seis meses sin dormir, seis meses de constante preocupación porque su madre sufriese un ataque al corazón, acabase en prisión, o ambas cosas.

Se obligó a cerrar los ojos. Quería pensar en los buenos momentos vividos con su madre, recordar esos tiempos de amabilidad y dulzura en los que había disfrutado de su compañía. Sin embargo, lo que vio fue al hombre que había en la habitación de su madre, el agujero negro que le hizo cuando recibió el disparo en la frente. Levantó las manos. El rehén la miró incrédulo. Tenía la boca abierta de par en par. Vio el empaste de plata de sus dientes, y el piercing que hacía juego y que llevaba clavado en la lengua.

Almeja.

Dinero.

Faith oyó crujir el suelo de madera en el pasillo.

—¿Jeremy?

Se apoyó sobre el codo y encendió la lámpara de la mesita de noche.

Jeremy la miró, avergonzado.

—Perdona, sé que estás cansada.

—¿Quieres que yo le baje las sábanas a Zeke?

—No es eso. —Sacó su iPhone del bolsillo y añadió—: Ha aparecido algo en mi página de Facebook.

—Pensaba que lo habías apagado cuando nos habíamos hecho amigos. —Faith nunca había sido la típica madre que confiaba plenamente en su hijo. Sus padres lo habían hecho, y habían pagado un alto precio por ello—. ¿Qué sucede?

Movió los pulgares por la pantalla mientras hablaba.

—Estoy aburrido. Bueno, no aburrido, pero no tengo nada que hacer, por eso…

—No pasa nada —dijo Faith irguiéndose sobre la cama—. ¿Qué ocurre?

—Mucha gente me está enviando mensajes. Imagino que se habrán enterado de lo que le ha pasado a la abuela por las noticias.

—Bueno, eso está bien —respondió Faith, aunque le pareció un poco macabro y, utilizando las palabras de su hermano, dramático—. ¿Qué dicen?

—Que están preocupados por mí… y cosas por el estilo. Pero mira éste.

Le dio la vuelta al teléfono y se lo dio a ella.

Faith leyó el mensaje en voz alta.

—«Hola, Jaybird, espero que estés bien. Estoy seguro de que esos tíos se han pillado los dedos y los cogerán. Recuerda lo que decía tu abuela: “cierra la boca y abre los ojos”». —Faith miró el nombre que salía en la pantalla: GoodKnight92—. ¿Es de alguien con el que fuiste a la escuela? —La mascota de la escuela secundaria de Jeremy se llamaba así, y él había nacido en 1992.

Jeremy se encogió de hombros.

—No sé quién es.

Faith observó que el mensaje había llegado a las 14:32, menos de una hora después de que Evelyn fuese secuestrada. Trató de no mostrar preocupación cuando le preguntó:

—¿Cuándo empezó a escribirte?

—Hoy, al igual que otras muchas personas. Todos los he recibido hoy.

Ella le dio el teléfono.

—¿Qué dice su perfil?

—Sólo que vive en Atlanta y trabaja en distribución. —Toqueteó la pantalla y se lo enseñó a Faith.

Estaba tan cansada que le costó trabajo verlo. Sostuvo el teléfono cerca de sus ojos para poder leerlo. No había ninguna información más, ni siquiera una foto. Jeremy era su único amigo. Su instinto policiaco le dijo que algo estaba pasando, pero le devolvió el teléfono como si no tuviese importancia.

—Estoy segura de que es alguien con el que fuiste a la escuela. Se mofaron tanto del mote que te puso la abuela que querías que te cambiase de colegio.

—Es un poco raro, ¿no te parece?

Faith no quería preocuparlo.

—La mayoría de tus amigos lo son.

No parecía querer tranquilizarse.

—¿Cómo sabe que la abuela siempre decía esa frase?

—Es una frase muy normal —respondió Faith—. «Cierra la boca y abre los ojos». Yo tenía un instructor en la academia que prácticamente la llevaba tatuada en la frente. —Trataba de restarle importancia—. Olvídalo. Seguro que es el hijo de un policía. Ya sabes lo que pasa. Cuando ocurre algo malo, todos hacen piña.

Eso sí que pareció tranquilizarlo. Jeremy había tenido que ir a hospitales y casas extrañas cuando algún agente de policía había muerto o había resultado herido. Se volvió a meter el teléfono en el bolsillo.

—¿Seguro que estás bien? —Jeremy asintió—. Si te apetece, puedes quedarte a dormir aquí.

—Eso resultaría muy extraño, mamá.

—Bueno, despiértame si me necesitas.

Faith se echó en la cama y colocó la mano debajo de la almohada. Sus dedos tocaron algo húmedo, algo familiar.

Jeremy se dio cuenta de que le pasaba algo.

—¿Qué ocurre?

Faith se quedó sin respiración. Se había quedado muda.

—¿Mamá?

—Nada —dijo—. Sólo es que estoy cansada. —Sus pulmones reclamaban oxígeno. Notó que el sudor le corría por todo el cuerpo—. Coge las mantas antes de que Zeke suba aquí.

—¿Te encuentras…?

—Jeremy, por favor, ha sido un día muy largo. Necesito dormir.

Parecía reacio a marcharse.

—De acuerdo.

—¿Te importaría cerrar la puerta? —No estaba segura de poder moverse aunque quisiese.

Jeremy volvió a mirarla, preocupado, mientras cerraba la puerta. Faith oyó el clic del pestillo, y luego sus suaves pasos recorriendo el pasillo hasta la habitación de la colada. Hasta que no oyó crujir el tercer escalón de abajo no sacó la mano de debajo de la almohada.

Abrió el puño. El intenso miedo que sentía dio paso a una furia desmedida. El mensaje en el iPhone de Jeremy. Su escuela secundaria. El día de su nacimiento.

«Cierra la boca y abre los ojos».

Su hijo había estado tendido en esa cama, con los pies a escasos centímetros de lo que acababa de encontrar.

«Estoy seguro de que esos tíos se han pillado los dedos y los cogerán».

Y aquellas palabras cobraron todo su sentido cuando, con la mano, sostuvo el dedo cortado de su madre.