Capítulo cuatro

LA PRISIÓN DE DIAGNÓSTICO Y CLASIFICACIÓN de Georgia estaba en Jackson, aproximadamente a una hora al sur de Atlanta. El trayecto solía hacerse rápido a través de la I-75, pero la Atlanta Motor Speedway estaba organizando una especie de exposición que hacía que el tráfico fuera más lento. Amanda, impertérrita, se salía una y otra vez al carril de emergencia, girando el volante rápidamente para adelantar a los coches que se movían con lentitud. Los neumáticos del SUV traqueteaban al pasar por encima de las bandas sonoras, cuya función era impedir que los conductores se saliesen de la calzada. Will, con el ruido y las vibraciones, intentó contrarrestar una inesperada sensación de mareo.

Finalmente, pasaron la zona de mayor tráfico. Al llegar a la salida de la autopista, Amanda dio el último acelerón para salirse al carril y luego volvió a meter el SUV en la calzada. El coche derrapó y el chasis tembló. Will bajó la ventanilla para que el aire fresco le ayudase a asentar su estómago. El viento le golpeó con tal fuerza en la cara que pensó que iba a arrancarle la piel.

Amanda presionó el botón para subir de nuevo la ventanilla, mientras le lanzaba una de esas miradas que reservaba para los niños y los estúpidos. Iban a más de ciento cincuenta kilómetros por hora; Will se sintió afortunado de no haber salido despedido por la ventanilla.

Amanda soltó un prolongado suspiro mientras volvía a mirar la carretera. Tenía una mano sobre el regazo mientras con la otra sostenía firmemente el volante. Llevaba su traje de costumbre: una falda de color azul brillante, una chaqueta haciendo juego y una blusa de color claro debajo. Sus zapatos de tacón alto también hacían juego con el traje. Aunque llevaba las uñas cortas, las tenía muy arregladas. El peinado, como de costumbre, tenía forma de casco, y estaba teñido de ese color salpimentado. Solía mostrar más energía que todos los hombres del equipo, pero ese día parecía cansada. Will notó que las arrugas de preocupación alrededor de sus ojos las tenía más pronunciadas.

—Háblame de Spivey —dijo Amanda.

Will trató de recordar los detalles del antiguo caso contra el equipo de Evelyn Mitchell. Boyd Spivey era el exinspector jefe de la Brigada de Estupefacientes; actualmente estaba esperando su turno en el corredor de la muerte. Will sólo había hablado con él en una ocasión antes de que los abogados le aconsejasen que no dijese nada.

—No me extraña que haya matado a una persona con sus puños. Era un hombre corpulento, más alto que yo, y probablemente pesaba veinticinco kilos más, todo puro músculo.

—¿Una rata de gimnasio?

—Creo que también tomaba esteroides para incrementar la musculatura.

—¿Qué efecto le producían?

—Hacían que se comportase de forma descontrolada —recordó Will—. No es tan listo como se cree, pero no pude hacer que confesara, así que puede que yo tampoco lo sea.

—Lo enviaste a prisión.

—No, fue él mismo quien se envió. La casa que tenía en la ciudad estaba pagada. La que tenía en el lago también. Sus tres hijos iban a una escuela privada. Su esposa trabajaba diez horas a la semana y conducía un Mercedes último modelo. Su amante, un BMW. Y él guardaba su inmaculado Porsche 911 en la entrada de su casa.

—Los hombres y sus coches —murmuró Amanda—. Su comportamiento no me parece muy inteligente.

—Creía que nadie le haría preguntas.

—Por regla general, eso es lo que sucede.

—Se le daba muy bien eso de tener la boca cerrada.

—Por lo que recuerdo, se le daba bien a todos.

Estaba en lo cierto. En un caso de corrupción, la estrategia más normal era buscar al miembro más débil y convencerle de que declarase en contra de sus compañeros a cambio de una sentencia más benévola. Sin embargo, los seis detectives que formaban la Brigada de Estupefacientes de Evelyn Mitchell demostraron que eran inmunes a esa estrategia. Nadie declaró en contra de ninguno de sus compañeros, y todos insistieron en que la capitán Mitchell no tenía nada que ver con los delitos que les imputaban. No escatimaron esfuerzos para proteger a su jefe. Fue admirable, pero también sumamente frustrante.

—Spivey trabajó en la brigada de Evelyn durante doce años, más que ningún otro —dijo Will.

—Ella confiaba en él.

—Sí. Son como dos gotas de agua.

Amanda le lanzó una mirada fulminante.

—Ten cuidado con lo que dices.

Will apretó tanto la mandíbula que le dolió el hueso. Pensaba que, si ignoraban la parte fundamental de ese caso, no llegarían a ningún lado. Amanda sabía tan bien como él que su amiga era tan culpable como los demás. Evelyn no había vivido a lo grande, pero al igual que Spivey se había comportado como una estúpida.

El padre de Faith había sido un agente de seguros de clase media, con las típicas deudas que suele tener la gente: las letras de un coche, una hipoteca, las tarjetas de crédito. Sin embargo, durante la investigación, Will había encontrado una cuenta pantalla a nombre de Bill Mitchell. En esa época, Bill hacía ya seis años que había fallecido. Aunque el saldo de la cuenta siempre había rondado los diez mil dólares, se habían hecho depósitos mensuales desde su muerte que ascendían a un total de sesenta mil dólares. No había duda de que era una cuenta pantalla, del tipo que los fiscales llaman «una prueba irrefutable». Al estar Bill muerto, Evelyn era la única titular. Se había sacado y depositado el dinero utilizando su tarjeta del cajero automático en una sucursal de su banco en Atlanta. Desde luego, no era su difunto marido el que mantenía sus actividades al margen y los depósitos rozando el límite para no llamar la atención del Departamento de Seguridad Interna.

Por lo que Will sabía, jamás se le había preguntado sobre esa cuenta a Evelyn Mitchell. Pensó que lo harían durante el juicio, pero jamás se celebró. En su lugar hubo una rueda de prensa en la que se anunció su jubilación, y ése fue el fin de la historia.

Hasta ahora.

Amanda bajó el visor para que no le diese el sol en la cara. En la parte inferior había sujetos dos recibos de color amarillo que parecían ser de la tintorería. El sol no le estaba haciendo justicia, pues ya no tenía aspecto de cansada, sino de ojerosa y demacrada.

—¿Hay algo que te preocupe?

Will se contuvo para no decir «pues claro que sí».

—No pienses en ello —dijo como si pudiera leerle los pensamientos—. Faith no te llamó para pedirte ayuda porque sabía que estaba haciendo algo indebido.

Will miró por la ventana.

—Tú le habrías dicho que esperase hasta que llegasen los refuerzos.

Odió el alivio que le proporcionaban sus palabras.

—Siempre ha sido muy cabezota.

Will sintió la necesidad de decirlo:

—No creo que hiciera lo incorrecto.

—Vaya. Así me gusta.

Will observó los árboles que había a lo largo de la carretera convertirse en un mar de color verde.

—¿Crees que pedirán un rescate?

—Espero que sí.

Ambos sabían que un rescate significaba que el rehén estaba vivo, o al menos la oportunidad de pedir una prueba de que así fuese.

—Parece un asunto personal —dijo Will.

—¿Por qué lo dices?

Will movió la cabeza.

—Por la forma en que dejaron la casa. Se ve que se volvieron locos y que estaban muy cabreados.

—No me imagino a la anciana sentada tranquilamente mientras registraban su casa.

—Puede que no. —Evelyn Mitchell no era Amanda Wagner, pero Will pudo imaginarla fácilmente insultando a los hombres que ponían patas arriba su casa. No se conseguía ser la primera mujer en desempeñar el cargo de capitán de la policía de Atlanta siendo una dulzura—. Obviamente buscaban dinero.

—¿Por qué dices eso?

—La última palabra que le dijo Ricardo a Faith antes de morir fue «almeja». Dijiste que en argot significa dinero. Por eso lo digo.

—¿Y lo buscaban en el cajón de la cubertería?

Otra buena observación. El dinero al contado era agradable, pero suponía un estorbo a la hora de ocultarlo. Harían falta muchos cajones de cubertería para justificar el secuestro de una excapitán de la policía de Atlanta.

—La flecha señalaba el jardín —dijo Will.

—¿Qué flecha?

Will reprimió un gruñido. Amanda no solía ser tan obvia.

—La flecha pintada con la sangre de Evelyn que había debajo de la silla donde fue atada. Sé que la viste. Me lanzaste un siseo, como un compresor de aire.

—Deberías mejorar tus metáforas. —Amanda se quedó callada durante unos instantes, pensando probablemente en la forma más enrevesada de confundirle—. ¿Crees que Evelyn tenía un tesoro escondido en el jardín?

Tuvo que admitir que eso resultaba bastante improbable, especialmente porque el jardín trasero estaba a la vista de los demás vecinos, la mayoría de ellos jubilados y con tiempo de sobra para espiar. Por otro lado, Will no podía imaginar a la madre de Faith con una pala y una linterna en plena noche. Pero tampoco podía meterlo en el banco.

—En una caja de seguridad —dijo Will—. Puede que estuviesen buscando una llave.

—Evelyn tendría que ir al banco y firmar para poder acceder a ella. Compararían la firma y le pedirían su identificación. El secuestrador tenía que saber que su foto aparecería en la televisión poco después de secuestrarla.

Will admitió sus argumentos en silencio. Además, había que aplicar la misma regla. Una gran cantidad ocuparía mucho espacio. Los diamantes y el oro eran más propios de las películas de Hollywood. En la vida real, las joyas robadas tenían muy poco valor.

—¿Qué piensas de la escena del crimen? —preguntó Amanda—. ¿Crees que Charlie la ha interpretado correctamente?

Will salió en su defensa.

—Mittal fue quien la describió en su mayor parte.

—Vale, ahora que le has salvado el culo a Charlie, responde a mi pregunta.

—Se le pasó por alto el texicano que había en el maletero del Malibu, el amigo de Evelyn.

Amanda asintió.

—No lo apuñalaron. Murió de un disparo en la cabeza, y además es B positivo. Eso significa que aún tenemos que encontrar a alguien con B negativo y una herida grave.

—Yo no me refiero a eso —respondió Will, reprimiéndose para no añadir «y usted lo sabe».

Amanda no sólo le estaba atando las manos a la espalda, sino que le estaba vendando los ojos y empujándolo al borde de un barranco. Su negativa a hablar y reconocer el sórdido pasado de Evelyn Mitchell no le iba a ayudar en nada a Faith, ni tampoco iba a conseguir que su madre regresase de una pieza. Evelyn había trabajado en la Brigada de Estupefacientes. Obviamente, había estado en contacto, casi a diario, con uno de los jefazos de los Texicanos, la banda que dirigía el contrabando de drogas dentro y fuera de Atlanta. Deberían regresar a la ciudad, empezar a hablar con los miembros de la banda y descubrir qué había hecho Evelyn durante las últimas semanas en lugar de hacer una estúpida visita a un tipo que no tenía nada que perder y que ya era conocido por guardar completo silencio.

—Vamos, doctor Trent —le reprendió Amanda—. No me lo ponga difícil.

Will dejó que su ego se interpusiera durante unos segundos más antes de decir:

—El amigo de Evelyn. No tenía cartera, ni documentación, ni dinero encima. Lo único que llevaba en el bolsillo era las llaves del Malibu de Evelyn. Ella debió de dárselas.

—Continúa.

—Ella estaba preparando la comida para dos personas. Había cuatro rebanadas de pan en el tostador. Faith se había retrasado. Evelyn no sabía a qué hora llegaría a casa, pero asumiría que la llamaría de camino. Había bolsas de comida en el maletero del Malibu. El recibo dice que utilizó su tarjeta de crédito para pagar en el Kroger a las 12:02. El hombre traía la compra mientras ella preparaba la comida.

—A menudo se me olvida lo inteligente que eres, pero luego siempre hay algo que me hace darme cuenta de por qué te contraté.

Will ignoró su irónico cumplido.

—Veamos. Evelyn está preparando la comida. Se pregunta dónde está su amigo. Sale y encuentra su cuerpo en el maletero. Coge a Emma y la esconde en el cobertizo. Si hubiese cogido a Emma después de cortarse, como dijo el doctor Mittal, habría alguna mancha de sangre en la sillita del coche. Evelyn es fuerte, pero no Hércules. La sillita, incluso sin bebé, es bastante pesada. No podría haberla levantado con una sola mano, al menos de forma segura. La tendría que haber cogido por debajo. Emma es pequeña, pero ya ha cogido algo de peso.

—Evelyn estuvo cierto tiempo en el cobertizo —apuntó Amanda—. Cogió las mantas, y no hay ninguna mancha de sangre en ellas. Abrió la caja fuerte y tampoco se ha encontrado sangre en el dial. El suelo está limpio. Empezó a sangrar después de cerrar la caja.

—No soy un experto en heridas culinarias, pero es difícil cortarse el dedo anular cuando estás cortando algo. Normalmente es el pulgar o el dedo índice.

—Otra buena observación. —Amanda miró por el retrovisor y cambió de carril—. De acuerdo. ¿Qué hizo después?

—Como acabas de decir, oculta a la niña, luego saca el arma de la caja, regresa a la casa y le dispara a Kwon, que espera escondido en el cuarto de la colada. Luego la ataca el segundo hombre, probablemente el tipo misterioso con sangre del tipo B negativo. A Evelyn se le cae el arma durante el forcejeo. Apuñala al B negativo, pero hay un tercer hombre, el de la camisa hawaiana, que aprovecha para coger el arma y detener el forcejeo. Le pregunta dónde está lo que buscan. Ella le dice que se vayan al Infierno y ellos la atan a la silla mientras registran la casa.

—Eso parece plausible.

Will parecía confuso. Había muchos hombres involucrados y le resultaba difícil hacer un seguimiento de todos ellos. Dos asiáticos, uno hispano, puede que incluso dos, y tal vez un tercer hombre de raza desconocida. Además, había una casa que había sido registrada buscando Dios sabe qué, y una expolicía de sesenta y tres años que había desaparecido y que guardaba muchos secretos.

Luego estaba otra cuestión aún más importante: ¿por qué Evelyn no había llamado pidiendo ayuda? Según el relato de Will, había tenido al menos dos oportunidades de llamar o de correr pidiendo ayuda: cuando oyó el ruido por primera vez y después de disparar a Hironobu Kwon en el cuarto de la colada. Sin embargo, no lo hizo.

—¿Qué piensas?

Will optó por no ser sincero.

—Me pregunto cómo la sacaron de la casa sin que nadie los viese.

—Asumes que Roz Levy estaba cerca —le recordó Amanda.

—¿Crees que está involucrada?

—Creo que es una vieja puta que no te echaría una cuerda aunque viese que te estás ahogando.

Will supuso que el tono venenoso de su voz se debía a la experiencia.

—No fue algo improvisado. Lo planearon bien. No entraron todos a la vez. Tendrían un coche en algún lado, puede que una furgoneta. Hay un callejón sinuoso que desemboca en Little John Trail. Debieron salir por detrás, por el jardín trasero de Evelyn. Si sigues la valla entre los vecinos, se llega al cabo de un par de minutos.

—¿Cuántos crees que intervinieron? —preguntó Will.

—Hay tres cadáveres en la escena. Hay otro más herido con sangre B negativo, y al menos uno más sano. Evelyn no habría dejado que la llevasen a un segundo lugar sin oponer resistencia. Se habría arriesgado a recibir un disparo. Tuvo que haber alguien lo bastante fuerte como para atarla y obligarla.

Will no mencionó que podrían haberla herido o matado, y luego llevarse su cuerpo.

—Lo sabremos seguro cuando recibamos el informe de las huellas dactilares. Todos han debido de tocar algo.

Amanda cambió bruscamente de tema.

—¿Alguna vez habéis hablado Faith y tú del caso que llevaste contra su madre?

—No. Ni jamás le he mencionado lo de la cuenta bancaria, porque no hay motivos para eso. Ella cree que yo estaba equivocado. Muchas personas lo piensan. Mi caso nunca llegó al tribunal. Evelyn se jubiló con todos los beneficios. No es difícil sacar conclusiones.

Amanda asintió como si le diese su aprobación.

—El hombre del maletero. Ese que llamas el amigo de Evelyn. Hablemos de él.

—Si había ido a hacer la compra, implica que mantenían una relación personal.

—Es posible.

Will pensó en el hombre. Le habían disparado en la nuca. Su cartera y su identificación no eran los únicos objetos que habían desaparecido, también su teléfono móvil. Tampoco tenía el grueso reloj de oro que llevaba en la fotografía que le había enseñado la señora Levy. Su ropa era de lo más normal: zapatillas Nike con plantillas ortopédicas marca Doctor Scholl, pantalones vaqueros J. Crew, y una camisa de una república bananera que no debía de haberle costado mucho dinero, ya que no se había molestado ni en plancharla. Tenía una mancha canosa en la perilla, negra. El incipiente pelo que crecía en su brillante cabeza indicaba que ocultaba un patrón de calvicie masculina más que estar intentando reafirmar un estilo. De no ser por la estrella de los Texicanos que llevaba en el antebrazo, podría haber pasado por un corredor de bolsa que estaba pasando por la crisis de la mediana edad.

—He hablado con Estupefacientes. Se rumorea que los asiáticos han intentado hacerse con el contrabando de cocaína. Ha estado disponible desde que se desintegró la BMF.

La Black Mafia Family había controlado la venta de cocaína desde Atlanta hasta Los Ángeles, incluido Detroit.

—Eso supone mucho dinero. La Family ingresaba cientos de millones de dólares al año.

—Los Texicanos eran los que estaban a cargo. Siempre han sido proveedores, no distribuidores. Son muy listos, y por eso han sobrevivido todos estos años. A pesar de lo que piense Charlie, a ellos no les importa si el distribuidor es negro, marrón o púrpura, siempre y cuando el dinero sea verde.

Will nunca había trabajado en ningún caso importante de drogas.

—No sé gran cosa sobre la organización.

—Los Texicanos empezaron a mediados de los sesenta en Atlanta Pen. La población entonces era justo lo contrario que ahora: el setenta por ciento blancos; el treinta, negros. El consumo de crack cambió eso en poco tiempo. Es más efectivo que el transporte de estudiantes en autobús. Quedaban unos cuantos mexicanos en la ciudad y se unieron para evitar que les cortasen el cuello. Ya sabes cómo funciona eso.

Will asintió. Casi todas las bandas de Estados Unidos habían empezado como un grupo minoritario, ya fuesen irlandeses, judíos, italianos, o lo que fuera. Se unían para sobrevivir. Normalmente, tardaban un par de años en empezar a hacer peores cosas que las que les hacían a ellos.

—¿Cómo es la estructura?

—Muy abierta. No hacen un seguimiento como la MS-13.

Se refería a la que a menudo se ha denominado la banda más peligrosa del mundo. Su estructura de organización era equivalente a la militar, y su lealtad era tan acérrima que nadie había logrado infiltrarse.

—Durante los primeros años —explicó Amanda—, los Texicanos aparecían en la primera página de los periódicos todos los días, a veces incluso en ambas ediciones. Tiroteos en las calles, heroína, marihuana, lotería clandestina, prostitución, atracos. Su tarjeta de visita era marcar a los niños. Ellos no iban detrás de las personas que se habían cruzado en su camino, sino de sus hijos o sobrinos. Les hacían un corte en la cara, uno en la frente y otro vertical que iba desde la nariz hasta el mentón.

Will, sin pensarlo, se llevó la mano a la cicatriz que tenía en la mandíbula.

—Hubo un momento durante la investigación de los Asesinatos de los Niños de Atlanta en que los Texicanos ocuparon el primer lugar de nuestra lista. Eso fue al principio, durante el otoño del 79. Yo entonces era la glorificada ayudante del oficial superior de Fulton, Cobb y Clayton. Evelyn trabajaba en la policía de Atlanta, principalmente trayendo café hasta que llegaba el momento de hablar con los padres; entonces dejaban que esa responsabilidad recayese sobre sus hombros. El consenso general era que los Texicanos estaban tratando de enviar un mensaje a toda la clientela. Ahora parece absurdo, pero en aquella época esperábamos que fuesen ellos. —Encendió el intermitente y cambio de carril—. Tú entonces tendrías cuatro años, por eso no lo recuerdas, pero fue una época muy tensa. Toda la ciudad estaba aterrorizada.

—Era para estarlo —respondió Will, sorprendido de que supiese su edad.

—Poco después de los asesinatos de los niños, mataron a uno de los altos cargos de los Texicanos durante una lucha interna. Son un grupo muy unido y nunca supimos qué había sucedido ni quién asumió el mando, pero averiguamos que el nuevo jefe era una persona más interesada en los negocios. Ya no hubo más violencia injustificada. Se centró en los negocios, eliminando el componente más arriesgado. Su lema era que fluyese la cocaína, pero que no corriese la sangre en las calles. Por eso, cuando pasaron al submundo, nos alegramos de poder ignorarlos.

—¿Quién es el jefe ahora?

—Sólo tenemos el nombre de Ignatio Ortiz. Es el capo de la banda. Hay otros dos, pero pasan desapercibidos, y rara vez se los ve a los tres juntos en el mismo lugar. Antes de que lo preguntes, te diré que Ortiz se encuentra en la prisión de Phillips cumpliendo su tercer año de una condena de siete por intento de asesinato.

—¿Intento? Eso no es muy propio de un pandillero.

—Regresó a su casa y encontró a su esposa revolcándose con su hermano. Dicen que erró el tiro a propósito.

Will asumió que Ortiz seguiría dirigiendo sus negocios desde la cárcel.

—¿Vale la pena hablar con él?

—Aunque tuviésemos motivos, no se sentaría con nosotros en una habitación sin la presencia de su abogado, quien nos diría que su cliente es sólo un empresario que se dejó llevar por sus instintos.

—¿Lo habían arrestado antes?

—Varias veces cuando era más joven, pero por cosas sin importancia.

—Entonces la banda sigue pasando desapercibida.

—Salen de vez en cuando para instruir a los más jóvenes. ¿Te acuerdas del asesinato que se cometió el Día del Padre en Buckhead el año pasado?

—¿El hombre al que le cortaron el cuello delante de sus hijos?

Amanda asintió.

—Hace treinta años habrían asesinado también a los hijos. Podría decirse que, con la edad, se han ido ablandando.

—Yo no diría tal cosa.

—En el talego, los Texicanos son famosos por cortar el cuello.

—El hombre del maletero es uno de los altos cargos de la cadena.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Sólo tiene un tatuaje.

Los miembros más jóvenes de una banda solían usar su cuerpo como un lienzo para ilustrar su vida, tatuándose una lágrima debajo de los ojos por cada asesinato que cometían, llenando sus antebrazos y hombros de telarañas para mostrar que habían estado en prisión. Los tatuajes se hacían con tinta azul extraída de rotuladores, lo que se denominaba «la tinta del talego», y siempre contaban una historia. A menos que esa historia fuese tan mala que no necesitase contarse.

—Un cuerpo limpio significa dinero, poder y control —dijo Will—. El hombre es bastante mayor, probablemente más de sesenta. Eso lo sitúa en la cabeza de los Texicanos. Su edad es un emblema de honor. No es un estilo de vida que se caracterice por la longevidad.

—No se llega a viejo siendo estúpido.

—No se llega a viejo perteneciendo a una banda.

—Esperemos que la policía de Atlanta nos confirme su identidad cuando la tengan.

Will observó a Amanda, que miraba fijamente a la carretera. Sospechaba que ella ya sabía quién era ese hombre y qué lugar ocupaba en la jerarquía de los Texicanos. Lo notó en su forma de meterse en el bolsillo la fotografía que le dio la señora Levy, y estaba seguro de que le había enviado un mensaje codificado para que no contase su historia.

—¿Alguna vez has escuchado a los AC/DC? —preguntó Will.

—¿Tengo cara de eso?

—Es un grupo de heavy metal. —No le contó que habían producido uno de los álbumes más vendidos en la historia de la música—. Tienen una canción llamada Back in black. Estaba sonando cuando Faith entró. Miré los CD que había en la casa. No estaba entre la colección de Evelyn, y el casete estaba vacío cuando lo comprobé.

—¿Y qué pasa?

—Bueno, es obvio. Regresar y vestir de negro. Se grabó después de que el cantante original muriese por ingerir una mezcla de drogas y alcohol.

—Siempre es triste que alguien muera de un cliché.

Will pensaba en la letra, que se sabía de memoria.

—Habla de la resurrección, de la transformación. Regresar de un mal lugar y decirle a la gente que te ha infravalorado o que se ha reído de ti que ya no vas a seguir soportándolo. Es como decir que estás dispuesto a todo. Vistes de negro. Eres un tío malo, dispuesto a devolver el golpe. —De repente, se dio cuenta de por qué había gastado el disco cuando era un adolescente—. Algo así. También puede significar otras cosas.

—Hmm —fue la única respuesta que obtuvo de Amanda.

Will tamborileaba los dedos en el reposabrazos.

—¿Cómo conociste a Evelyn?

—Fuimos juntas a la escuela Negro.

Will casi se atraganta con la lengua.

Amanda se rio al ver su reacción; era una expresión muy conocida.

—Así la llamaban en la Edad de Piedra: La Escuela de Tráfico Negro para Mujeres. Las mujeres estudiaban separadas de los hombres. Nuestro trabajo consistía en comprobar los parquímetros y emitir las citaciones de los coches aparcados ilegalmente. A veces se nos dejaba hablar con las prostitutas, pero sólo si nos lo permitían los hombres, quienes solían gastar bromas muy pesadas al respecto. Evelyn y yo éramos las dos únicas mujeres blancas de un grupo de treinta que se graduó aquel año. —Dibujó una sonrisa sincera de afecto y añadió—: Estábamos dispuestas a cambiar el mundo.

Will se dio cuenta de que era mejor no decir lo que pensaba: que Amanda era mucho mayor de lo que aparentaba.

Ella le leyó el pensamiento.

—Vamos, Will, no me jodas. Yo ingresé en el 73. La Atlanta que tú conoces la forjaron las mujeres de esas clases. Los agentes negros no estaban autorizados a arrestar a los blancos hasta el año 62. No disponían ni tan siquiera de un recinto central. Tenían que pasar el rato en la Asociación de Jóvenes Cristianos, en Butler Street, hasta que alguien los llamase. Y si eras mujer, aún peor; dos detenciones y pendiente de la tercera. —Adquirió un tono solemne y dijo—: Cada día era una lucha por hacer las cosas bien cuando todo lo que te rodeaba estaba mal.

—Parece como si Evelyn y tú hubieseis pasado una prueba de fuego.

—No lo sabes bien.

—Pues cuéntamelo.

Amanda se volvió a reír, pero esta vez por su torpeza.

—¿Está usted intentando interrogarme, doctor Trent?

—Sólo me pregunto por qué no quieres hablar de que Evelyn tenía una relación estrecha y personal con un texicano de la vieja escuela que ha acabado muerto en el maletero de su coche.

Amanda miraba fijamente a la carretera.

—Resulta extraño, ¿verdad?

—¿Cómo vamos a resolver este caso si no admitimos realmente lo que sucedió? —Amanda no respondió—. Quedará entre nosotros, nadie más tiene que saberlo. Ella es tu amiga. Lo comprendo. Yo mismo pasé mucho tiempo con ella. Parece una mujer agradable, y obviamente quiere mucho a Faith.

—Sí, pero…

—Ella estaba cogiendo dinero como el resto de su equipo. Debía conocer a los Texicanos de…

Amanda lo interrumpió.

—Por cierto, hablando de los Texicanos, volvamos otra vez a Ricardo.

Will apretó los puños, deseando darle un puñetazo a cualquier cosa.

Amanda dejó que sufriera en silencio durante un rato.

—Te conozco desde hace mucho tiempo, Will. Necesito que confíes en mí.

—¿Tengo elección?

—En realidad, no. Pero te estoy dando la oportunidad de devolverme el beneficio de la duda que yo he depositado en ti durante muchos años.

Él pensó por un momento en decirle dónde se podía meter su beneficio, pero nunca había sido ese tipo de persona que dice lo primero que se le pasa por la cabeza.

—Me tratas como a un perro atado.

—Puede ser. —Se detuvo un instante—. ¿No has pensado nunca en que te he estado protegiendo?

Will se rascó la mandíbula de nuevo, notando la cicatriz que le habían hecho hacía muchos años. Solía protegerse contra la introspección, pero hasta un ciego podía ver que mantenía unas relaciones extrañamente disfuncionales con todas las mujeres de su vida. Faith era como una hermana mayor mandona; Amanda, la peor madre que había tenido en su vida; y Angie una combinación de ambas cosas, lo cual resultaba inquietante por razones obvias. Podían ser mezquinas y controladoras, y Angie especialmente cruel, pero a Will jamás se le habría ocurrido pensar que ninguna de ellas quisiera herirle a propósito. Y Amanda tenía razón en una cosa: ella siempre le había protegido, incluso en las pocas ocasiones en que había puesto su trabajo en entredicho.

—Tenemos que llamar al representante de Cadillac en la ciudad. El hombre no es que condujera un Honda. Es un coche muy caro y probablemente sólo haya unos cuantos modelos como ése. Creo que tiene el cambio manual. Es raro en un coche de cuatro puertas.

Sorprendentemente, Amanda dijo:

—Buena idea. Hazlo.

Will se llevó la mano al bolsillo, recordando demasiado tarde que no tenía teléfono, ni arma, ni placa. Ni tampoco su coche.

Amanda le tiró su teléfono mientras tomaba la salida sin apenas apretar el freno.

—¿Qué hay entre tú y Sara Linton?

Will abrió el teléfono.

—Somos amigos.

—Yo trabajé en un caso con su marido, hace unos años.

—Me parece bien.

—Te va a costar trabajo estar a su altura, amigo.

Will marcó el teléfono de información y preguntó el número del concesionario de Cadillac más cercano de Atlanta.

Mientras seguía a Amanda por el pasillo que conducía al corredor de la muerte, Will tuvo que admitir, aunque sólo fuese para sus adentros, que odiaba visitar las prisiones, no sólo la D&C, sino cualquiera. Podía soportar la constante amenaza de violencia que hacía que todas las instalaciones para reclusos pareciesen una olla a punto de explotar. Podía soportar el ruido, la suciedad y las miradas inexpresivas. Pero lo que no podía tolerar era ese sentimiento de impotencia que surgía del confinamiento.

Los internos dirigían el tráfico de drogas y otros negocios, pero, en realidad, no eran dueños de esos aspectos básicos que los convertían en personas. No podían ducharse cuando les apeteciese, ni ir al cuarto de baño sin que alguien lo presenciase. Les podían cachear o incluso examinar sus cavidades corporales en cualquier momento. No podían salir a dar un paseo ni coger un libro de la biblioteca sin permiso. Sus celdas se registraban constantemente en busca de algún objeto de contrabando, que bien podía ser una revista de coches o un rollo de hilo dental. Tenían que comer siguiendo un horario estipulado por otra persona. Las luces se encendían y se apagaban cuando alguien distinto lo ordenaba. Sin embargo, lo peor de todo era el constante manoseo al que se veían sometidos. Los guardias se pasaban la vida toqueteándolos, retorciéndoles los brazos en la espalda, palpándoles la cabeza durante el recuento, empujándolos para hacerles avanzar o retroceder. No había nada que fuese suyo, ni tan siquiera su cuerpo.

Era como el peor orfanato, pero con más barrotes.

La prisión D&C era el mayor centro penitenciario de Georgia y, entre otras cosas, servía como uno de los principales centros de procesamiento para todos los reclusos que entraban en el sistema penal. Había ocho módulos con literas dobles y sencillas, además de otros tantos dormitorios que servían para alojar al excedente de reclusos. A su entrada, todos los presos tenían que someterse a un examen médico general, una evaluación psicológica, una prueba conductual y una evaluación de amenaza con el fin de establecer un índice de seguridad que determinase si pertenecían a un centro de mínima, media o máxima seguridad.

Si tenían suerte, el proceso de diagnosis y clasificación podía durar unas seis semanas aproximadamente, antes de que los asignaran a otra prisión o se les trasladase a una instalación permanente dentro de la prisión D&C. Hasta entonces permanecían veintitrés horas encerrados, lo que significaba que, salvo durante una hora, el resto del tiempo lo pasaban confinados en su celda. No se les permitía fumar ni tomar café ni ninguna bebida. Sólo podían comprar un periódico a la semana, y no les dejaban tener libros, ni tan siquiera la Biblia. Tampoco tenían televisión, ni radio, ni teléfono. Había un patio, pero sólo podían salir tres veces a la semana, si el tiempo lo permitía, y únicamente durante una hora al día. Sólo los residentes a largo plazo podían recibir visitas, pero tenían que hacerlo en una sala separada por una tela metálica que les obligaba a chillar para poder comunicarse. No se podían tocar, ni abrazar, ni tener contacto de ningún tipo.

A eso le llamaban máxima seguridad.

Ése era uno de los motivos por los que el porcentaje de suicidios en las prisiones era tres veces más alto que fuera de ellas. Resultaba desolador ver las condiciones en que vivían hasta que leías algunos de sus expedientes: violación de un menor, agresión agravada con un bate de béisbol, violencia doméstica, secuestro, asalto, tiroteo, maltrato, mutilación, apuñalamiento, heridas con arma blanca y heridas por quemaduras.

Sin embargo, los tipos realmente peligrosos estaban en el corredor de la muerte. Estaban acusados de asesinatos tan atroces que el Estado sólo podía tomar la solución de condenarlos a muerte. Estaban segregados del resto de los internos, y su vida estaba aún más limitada. Reclusión y aislamiento completo. No podían salir al patio ni tan siquiera una hora. Comían solos. No podían traspasar los barrotes de sus celdas bajo ningún pretexto, salvo el de ducharse una vez por semana. Podían pasar días enteros sin oír la voz de otra persona, y años enteros sin sentir el contacto de un tercero.

Allí es donde estaba recluido Boyd Spivey. Allí es donde vivía, mientras esperaba la muerte, ese exinspector tan condecorado.

Will notó que sus hombros se encogían cuando se cerró la puerta que conducía a las celdas del corredor de la muerte. El diseño de la prisión se prestaba a pasillos anchos y abiertos donde un hombre que intentase escapar corriendo podía ser derribado con un rifle a cien metros de distancia. Las esquinas formaban un perfecto ángulo de noventa grados que le quitaban a uno las ganas de andar merodeando. Los techos eran altos para atrapar el constante calor que emanaba de los cuerpos sudorosos. Había barrotes y tela metálica por todos lados: en las ventanas, en las puertas, en las luces del techo y en los interruptores.

A pesar de hacer un tiempo primaveral, la temperatura en el interior oscilaba en torno a los veinticinco grados. Will lamentó de inmediato llevar sus pantalones transpirables de correr debajo de sus gruesos vaqueros; no era una buena combinación. Amanda, como siempre, parecía sentirse como en casa, y no parecían importarle los barrotes grasientos ni los botones de emergencia que había alineados en las paredes cada tres metros. Los reclusos permanentes de la prisión D&C estaban clasificados como delincuentes violentos, y muchos de ellos no tenían nada que perder si se involucraban en un acto de salvajismo y violencia. Quitarle la vida a una directora adjunta del GBI podía ser un gran triunfo. Will no sabía qué pensaban sobre los policías que arrestaban a otros policías, pero no creía que hubiese una gran diferencia para los presos que quisieran ascender de categoría.

Por ese motivo iban escoltados por dos guardias tan grandes como dos armarios. Uno iba delante de Amanda, y el otro detrás de Will, haciéndole parecer enclenque. Nadie tenía permiso para portar una pistola en la prisión, pero los guardias llevaban un arsenal completo de armas en el cinturón: espray de pimienta, porras de acero y, lo peor de todo, un manojo de llaves tintineando que les decía a cada paso que la única forma de escapar de allí era atravesando treinta puertas.

Dieron la vuelta a una esquina y vieron a un hombre vestido con un traje gris apostado al lado de otra puerta cerrada. Al igual que en todas las puertas, había un gran botón de alarma al lado del marco.

Amanda extendió la mano.

—Alcaide Peck, gracias por organizar esta visita con tan poco tiempo de antelación.

—Siempre a su disposición, directora adjunta. —Tenía una voz ronca que encajaba perfectamente con el rostro gastado y mortecino, con su pelo gris y engominado—. Ya sabe que sólo tiene que llamar.

—¿Sería mucho pedir que me diese una lista de todas las personas que han visitado a Spivey desde que entró en el sistema?

Peck obviamente pensaba que era mucho pedir, pero lo ocultó.

—Spivey ha estado en cuatro módulos diferentes. Tendré que hacer algunas llamadas.

—Gracias por tomarse la molestia. —Amanda señaló a Will—. Le presento al agente Trent. Tendrá que quedarse en la sala de observación. Él tuvo ciertas diferencias con el prisionero.

—No importa. Pero tengo que advertirle que la semana pasada recibimos la notificación de la sentencia de muerte del señor Spivey. Lo ejecutarán el día 1 de septiembre.

—¿Él lo sabe?

Peck asintió solemnemente, y Will se percató de que no le agradaba esa parte de su trabajo.

—Tengo por norma proporcionarles a los internos toda la información posible en cuanto puedo. La noticia le ha sosegado mucho. Por lo general, se vuelven muy dóciles durante esa época, pero no se deje engañar. Si en algún momento se siente amenazada, levántese y salga de la habitación inmediatamente. No le toque. Evite estar a su alcance. Por su seguridad, su visita será supervisada a través de las cámaras, y uno de mis hombres se quedará en la puerta en todo momento. Tenga en cuenta que estos hombres son muy rápidos y no tienen nada que perder.

—Tendré que ser más rápida que él. —Le guiñó un ojo, como si fuese una especie de fiesta fraternal en la que los chicos podían ponerse un poco pendencieros—. Cuando usted quiera.

Hicieron entrar a Will por una puerta anterior que daba a la sala de observación. Era una habitación pequeña y sin ventanas, de esas que pueden pasar por un cuarto de almacenaje. Había tres monitores sobre una mesa de metal, todos enfocando a Boyd Spivey desde diferentes ángulos en la habitación adyacente. Estaba encadenado a una silla atornillada al suelo.

Hacía cuatro años, no se podía decir que Spivey fuese un hombre atractivo, pero andaba con ese aire arrogante que suelen tener los policías que ocultaban sus deficiencias. Tenía la reputación de ser un verdadero juerguista, pero un buen policía; de esos que a uno le gusta tener a sus espaldas cuando las cosas se ponen realmente feas. Su expediente estaba repleto de distinciones, e, incluso después de aceptar el trato de declararse culpable a cambio de una condena más reducida, había muchos en la comisaría que se negaban a creer que fuese un policía corrupto.

Ahora su aspecto decía todo lo contrario. Parecía un hombre duro como el granito. Tenía la piel hinchada y picada de viruelas. Llevaba una coleta larga y raída colgándole por la espalda, y muchos tatuajes en los brazos y alrededor del cuello. Sus gruesas muñecas estaban atadas a una barra de cromo soldada en el centro de la mesa, y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Las cadenas de los grilletes que llevaba en las piernas estaban tensas. Will dedujo que Boyd se pasaba el día haciendo ejercicio en la celda. Su uniforme color naranja brillante parecía estar a punto de estallar por sus musculosos brazos y su amplio pecho.

Will se preguntó si ese peso extra no afectaría a su inminente ejecución. Después de algunos horribles accidentes con la silla eléctrica, entre los que se incluía un hombre al que le ardió el pecho, el Tribunal Supremo del Estado ordenó que se dejase de emplear la silla eléctrica en Georgia. Ahora, en lugar de afeitarlos, amordazarlos con algodón y freírlos como cangrejos, a los reclusos sentenciados a muerte se les ataba a una mesa y se les inyectaba una serie de drogas que hacían que sus pulmones dejasen de respirar, su corazón se detuviese y, al final, muriesen. A Boyd Spivey probablemente le darían una dosis mayor que a los demás, ya que se necesitaba una combinación de drogas muy fuerte para acabar con un hombre tan grande.

Se oyó una tos aguda por los altavoces diminutos que había encima de la mesa. En la habitación adyacente, Will vio cómo Boyd miraba fijamente a Amanda, que estaba apoyada contra la pared, a pesar de haber una silla enfrente de él.

El tono de su voz era sorprendentemente agudo para un hombre de su tamaño.

—¿Te da miedo sentarte a mi lado?

Will jamás había visto a Amanda asustada, y aquel momento no fue una excepción.

—No quiero ser grosera, Boyd, pero apestas.

—Sólo me dejan ducharme una vez a la semana —dijo mirando la mesa.

—Vaya. Qué gente más cruel —respondió Amanda en tono de mofa.

Will miró la cámara que enfocaba el rostro de Boyd. Tenía una sonrisa dibujada en los labios.

Los tacones de Amanda retumbaron en el cemento cuando se dirigió hacia la silla. Las patas de metal chirriaron al arrastrarla por el suelo. Se sentó, cruzó las piernas remilgadamente y puso las manos sobre el regazo.

Boyd la miró de arriba abajo.

—Se te ve muy bien, Mandy.

—He estado ocupada.

—¿Con qué?

—¿Te has enterado de lo que le ha pasado a Evelyn?

—Aquí no tenemos televisión.

Amanda se rio.

—Estoy segura de que sabías que vendría antes que yo. Este lugar es como la CNN.

Boyd se encogió de hombros, como si no dependiera de él.

—¿Cómo está Faith?

—De maravilla.

—Me he enterado de que mató a los dos hombres dándoles en el centro.

—Uno murió de un tiro en la cabeza.

—Ufff. —Simuló sentir dolor—. ¿Cómo está Emma?

—Echa una muñequita. Siento no haberte traído una foto. He dejado mi bolso en el coche.

—Mejor. Los pedófilos estos se la habrían quedado.

—Qué falta de decoro.

Boyd sonrió y enseñó los dientes. Los tenía astillados y rotos, resultado de pelear sucio.

—Recuerdo el día que a Faith le dieron su placa. —Se echó hacia atrás, haciendo que los grilletes se deslizasen por la mesa—. Ev estaba más orgullosa que un pavo real.

—Todos lo estábamos —admitió Amanda, y Will dedujo que su jefe conocía a Boyd Spivey mucho mejor de lo que le había hecho ver en el coche—. ¿Cómo lo llevas, Boyd? ¿Te tratan bien?

—No me tratan mal. —Volvió a sonreír, pero luego se detuvo—. Perdona el aspecto de mis dientes. Pensé que no valía la pena arreglármelos.

—Peor es el olor.

La miró avergonzado.

—Hace mucho tiempo que no oía la voz de una mujer.

—Odio decirlo, pero es lo más agradable que me han dicho en mucho tiempo.

Boyd se rio.

—Veo que no ha sido una época muy buena para ninguno de los dos.

Amanda dejó alargar ese momento.

—Creo que deberíamos hablar del motivo que te ha traído hasta aquí.

—Como quieras. —Su tono implicaba que podía pasarse el día hablando con él, pero Boyd captó el mensaje.

—¿Quién ha secuestrado a Ev?

—Creemos que un grupo de asiáticos.

Frunció el ceño. A pesar de su uniforme naranja y de ese lugar al que él llamaba su casa, a Boyd Spivey aún le quedaba algo de policía.

—Los chinos no pintan nada en esta ciudad. Los mexicanos han estado captando negros para volver a hacerse con el negocio.

—Los hispanos están involucrados, pero no estoy segura de cómo.

Boyd asintió, indicando que lo entendía, pero no sabía cómo interpretarlo.

—A los hispanos no les gusta ensuciarse las manos.

—Sí, lo sé. Pero la mierda siempre cae hacia abajo.

—¿Han enviado alguna señal? —Se refería a una prueba de que estaba viva. Amanda negó con la cabeza—. ¿Qué piden a cambio?

—Dímelo tú.

Se quedó callado.

—Ambos sabemos que Ev estaba limpia —dijo Amanda—, pero ¿puede ser una represalia?

Boyd miró la cámara y luego sus manos.

—No creo. Estaba protegida. No importa lo sucedido. No hay ningún hombre de su equipo que aún no diese la vida por ella. No se le da la espalda a la familia.

Will siempre había pensado que Evelyn estaba protegida por ambos lados de la ley. Oír que estaba en lo cierto no le servía de consuelo.

—¿Sabes que Chuck Finn y Demarcus Alexander ya están fuera? —dijo Amanda.

Boyd asintió.

—Chuck se marchó al sur, y Demarcus a Los Ángeles, donde vive la familia de su madre.

Amanda ya debía saber la respuesta, pero preguntó:

—¿Sabes si están limpios?

—Chuck se mete todo lo que pilla. —Se refería a que se pinchaba heroína y fumaba crack—. Acabará aquí de nuevo si no la palma antes.

—¿Sabes si ha cabreado a alguien?

—No, que yo sepa. Pero es un yonqui, y vendería a su madre por un chute.

—¿Y Demarcus?

—Creo que está tan limpio como se puede estar con una acusación grave sobre la espalda.

—Me han dicho que está intentando sacarse el título de electricista.

—Hace bien. —Boyd parecía sincero—. ¿Has hablado con Hop y Hump? —Se refería a Ben Humphrey y a Adam Hopkins, sus dos compañeros, que estaban cumpliendo condena en la prisión de Valdosta.

Amanda sopesó sus palabras.

—¿Debería hacerlo?

—Vale la pena intentarlo, aunque dudo que te digan algo. Les quedan cuatro años. No quieren buscarse problemas. Y no creo que se muestren muy comunicativos contigo teniendo en cuenta tu papel en su actual condena. —Se encogió de hombros y añadió—: Yo no tengo nada que perder.

—Me han dicho que ya sabes la fecha.

—El 1 de septiembre. —La habitación se quedó en silencio, como si hubieran extraído todo el aire. Boyd se aclaró la voz. La nuez cabeceó en su cuello—. Te hace reflexionar.

Amanda se inclinó hacia adelante.

—¿Sobre qué?

—Sobre no ver a mis hijos crecer. Ni tener la oportunidad de disfrutar de mis nietos. —Se aclaró la voz de nuevo—. Me encantaba trabajar en la calle, persiguiendo a los chorizos. El otro día tuve un sueño. Estábamos en la furgoneta de la policía. Evelyn escuchaba esa canción estúpida, ¿te acuerdas de ella?

Would I lie to you?

—Annie Lennox. Fría como un témpano. Cuando me desperté, aún la seguía escuchando. Me retumbaba en la mente, a pesar de no haber oído música en… ¿cuánto? ¿Cuatro años? —Movió la cabeza con tristeza—. Es como una droga, ¿verdad? Echas la puerta abajo, limpias toda esa basura y luego te despiertas al día siguiente para empezar de nuevo. —Abrió las manos todo lo que pudo con los grilletes—. ¿Nos pagaban por hacer esa mierda? Deberíamos pagarles nosotros a ellos.

Amanda asintió, pero Will estaba pensando que ellos consiguieron beneficiarse de otras muchas maneras.

—Se suponía que yo era una buena persona, pero este lugar… —Miró a su alrededor y añadió—: Te pudre por dentro.

—Si no te hubieses metido en líos, ya habrías salido.

Boyd miró a la pared que había detrás de ella.

—Me grabaron; a mí cargándome a esos tipos. —Dibujó una sonrisa, pero no había ningún humor en sus labios, sólo oscuridad y desaliento—. Creía que había sucedido de forma distinta, pero pusieron la cinta en el juicio. Las imágenes no mienten, ¿verdad que no?

—No.

Él se aclaró la voz dos veces antes de seguir.

—Se veía a ese hombre pegándole al guardia con los puños, enroscando una toalla alrededor del cuello del otro. Los ojos le brillaban y se le salían como en esos espectáculos de rarezas, y gritaba como un jodido animal. Me hizo pensar en la época que pasé en las calles, en todos esos chorizos a los que arresté, en esos hombres a los que consideraba monstruos, pero luego vi que el que salía en la cinta matando al guardia no era otro, sino yo. —Su voz se convirtió en un susurro—. Era yo quien golpeaba a ese hombre. Era yo quien estaba matando a esos dos hombres. Y todo eso, ¿por qué? Entonces me di cuenta de que me había convertido en eso que había odiado durante tantos años. —Sorbió por la nariz. Tenía los ojos empañados de lágrimas—. Te conviertes justo en eso que más odias.

—A veces.

Will no sabía si Boyd se lamentaba por los hombres que había matado o por sí mismo. Probablemente, por ambas cosas. Todo el mundo sabe que va a morir más tarde o más temprano, pero Boyd Spivey sabía el día y la hora. Y la forma. Sabía cuándo iba a tomar su última comida, cuándo iba a echar su última cagada, cuándo iba a rezar por última vez. Luego vendrían a buscarle, le harían levantarse y andar por su propio pie hasta el lugar donde descansaría su cabeza por última vez.

Boyd tuvo que aclararse la voz una vez más antes de hablar.

—He oído que los Yellow han intentado desbancar a su jefe. Deberías hablar con Ling-Ling en Chambodia. —Will no reconoció el nombre, pero sabía que llamaban Chambodia a esa zona que iba desde Buford Highway hasta los límites de Chamblee. Era la meca de los inmigrantes asiáticos y latinos—. No puedes hablar directamente con los Yellow sin una invitación. Dile a Ling-Ling que Spivey te dijo que no se lo dijeses a nadie. Pero ten cuidado. Me parece que esto se está yendo de las manos.

—¿Algo más?

Will vio moverse la boca de Boyd, pero no pudo entender lo que decía.

—¿Ha oído lo que ha dicho? —le preguntó al guardia.

Éste negó con la cabeza.

—No tengo ni idea. Parece como si hubiese dicho «amén»… o algo así.

Will observó la reacción de Amanda. Estaba asintiendo.

—De acuerdo. —El tono de Boyd indicaba que habían terminado. Siguió a Amanda con la mirada mientras se levantaba. Luego le preguntó—: ¿Sabes lo que más echo de menos?

—¿El qué?

—Levantarme cuando una mujer entra en la habitación.

—Siempre fuiste un caballero.

Sonrió, enseñando sus astillados dientes.

—Cuídate, Mandy. Y haz lo que puedas para que Evelyn regrese con su familia.

Amanda dio la vuelta a la mesa y se quedó a unos pasos del prisionero. Will notó que se le encogía el estómago, y el guardia que estaba a su lado se movió inquieto. No había nada de lo que preocuparse. Amanda puso la mano en la mejilla de Boyd y salió de la habitación.

—Puta de mierda —exclamó el guardia.

—Cuidado con lo que dice —le advirtió Will.

Amanda podía ser una puta, pero era su puta. Abrió la puerta y se encontró con ella en el pasillo. Las cámaras no le habían enfocado el rostro, pero Will vio que había estado sudando en esa habitación pequeña y cargada. O puede que fuese Boyd quien le había provocado esa reacción.

Los dos guardias regresaron y se colocaron a ambos lados de Amanda y de Will. Él miró por encima del hombro de su jefe y vio cómo Boyd recorría el pasillo con las manos y las piernas encadenadas. Sólo había un guardia con él, un hombre pequeño cuya mano apenas envolvía el brazo del prisionero.

Amanda se dio la vuelta y observó a Boyd hasta que éste desapareció al dar la vuelta a la esquina.

—Tíos como ése hacen que desee que pongan la silla eléctrica de nuevo.

Los guardias soltaron una carcajada que retumbó en el pasillo. Amanda había sido muy delicada con Spivey y quería hacerles saber que todo había sido una comedia. Su actuación en la pequeña habitación había sido muy convincente, tanto que había engañado a Will momentáneamente, aunque la única vez que la oyó hablar sobre la pena de muerte dijo que sólo le veía un inconveniente: que los convictos tardaban demasiado en morir.

—¿Señora? —preguntó uno de los guardias, indicándole la puerta al final del pasillo.

—Gracias.

Amanda le siguió hacia la salida. Miró su reloj y le dijo a Will:

—Son casi las cuatro. Con suerte, tardaremos una hora y media en regresar a Atlanta. Valdosta está a dos horas y media al sur de aquí, pero tardaríamos casi cuatro por el tráfico. No creo que llegásemos a tiempo para hacer una visita. Puedo mover algunos hilos, pero no conozco al nuevo alcaide y, aunque le conociese, no creo que fuese tan estúpido como para retirar a dos presos de máxima seguridad a esas horas de la noche.

Las prisiones estaban sujetas a una rutina, y cualquier cambio podía provocar un estallido de violencia.

—¿Aún quieres que revise todos mis archivos sobre la investigación? —preguntó Will.

—Por supuesto —respondió Amanda. Lo dijo como si nunca hubiese cuestionado que hablarían sobre la investigación que condujo a la jubilación forzosa de Evelyn—. Nos veremos en la oficina a las cinco de la mañana. Hablaremos del caso de camino a Valdosta. Se tardan tres horas en ir y otras tantas en volver. No creo que nos lleve más de media hora hablar con Ben y Adam, si es que dicen algo. A mediodía, como muy tarde, estaremos de vuelta, tiempo de sobra para hablar con Miriam Kwon.

Will casi se había olvidado del muchacho muerto que había aparecido en la habitación de la colada. Lo que sí recordaba perfectamente es que Amanda le había ocultado el hecho de que conocía tan bien a Boyd Spivey como para que él la llamase Mandy. Asumió que otro tanto sucedería con Ben Humphrey y Adam Hopkins, lo que significaba que ella estaba investigando por su propia cuenta.

—Haré unas cuantas llamadas a los encargados de la libertad condicional en Memphis y Los Ángeles para que se lo hagan saber a Chuck Finn y a Demarcus Alexander —dijo Amanda—. Lo único que podemos hacer es enviarles un mensaje diciéndoles que Evelyn está en peligro, y que estamos dispuestos a escuchar si ellos están dispuestos a hablar.

—Todos eran muy leales a Evelyn.

Amanda se detuvo en la puerta, esperando que el guardia encontrase la llave.

—Así es —respondió.

—¿Quién es Ling-Ling?

—Ya hablaremos de eso.

Will abrió la boca para decir algo, pero entonces oyó una alarma estridente. Las luces de emergencia se iluminaron. Uno de los guardias cogió a Will por el brazo, que se dejó llevar por el instinto y se apartó de él. Amanda reaccionó de la misma manera, pero no se quedó quieta. Echó a correr por el pasillo, haciendo sonar sus tacones contra el suelo. Will corrió detrás. Al dar la vuelta a la esquina, casi choca con ella, que, de repente, se había parado.

Amanda no dijo nada. No jadeó ni gritó. Se limitó a cogerle por el brazo y a atravesar con sus uñas la delgada tela de su camiseta de algodón.

Boyd Spivey yacía muerto al final del pasillo. Tenía la cabeza girada, formando un ángulo extraño con respecto al cuerpo. El guardia que estaba a su lado sangraba por un profundo corte que le habían hecho en la garganta. Will se acercó hasta él, se arrodilló y le presionó con las manos la herida, tratando de detener la hemorragia. Era demasiado tarde. En el suelo, había un charco de sangre con la forma de un nimbo ladeado. El hombre se lo quedó mirando; sus ojos emanaban miedo, pero luego quedaron sumidos en un completo vacío.