—ME DIJO QUE ESTABA CAMBIANDO EL aceite del coche, que hacía calor en el garaje y que por eso se había quitado los pantalones…
—Vaya, vaya —dijo Sara Linton, intentando simular interés mientras pinchaba un poco de ensalada.
—Así que le dije: «Mira, amigo, soy médico. No estoy aquí para juzgarte. Así que puedes ser honesto sobre…».
Sara observaba cómo se movía la boca de Dale Dugan mientras el sonido de su voz se mezclaba con el ruido que había en la pizzería. Música suave, gente riéndose, el entrechocar de los platos en la cocina. Su historia no es que fuese fascinante, ni tan siquiera nueva. Sara era pediatra en el servicio de urgencias del hospital Grady de Atlanta. Antes de eso, había tenido su propia clínica privada durante doce años, mientras trabajaba como forense del condado a media jornada para una pequeña pero activa ciudad universitaria. No había ningún instrumento, herramienta, producto del hogar o figurita de cristal que no hubiese visto alojada en el interior de un cuerpo humano.
Dale continuó hablando:
—Entonces entró la enfermera con el aparato de rayos X.
—Vaya —respondió Sara intentando mostrar algo de curiosidad.
Dale le sonrió. Tenía un poco de queso entre los dientes delanteros y los laterales. Sara intentó no juzgarle. Dale era un hombre agradable. No es que fuese apuesto, pero no estaba mal, con ese tipo de rasgos que muchas mujeres encontraban atractivos cuando se enteraban de que se había licenciado en la Facultad de Medicina. Sara, sin embargo, no era tan influenciable. Además, tenía hambre, ya que la amiga que había planeado esa ridícula cita a ciegas le había dicho que pidiese una ensalada en lugar de una pizza, porque eso la haría quedar mejor.
—Así que levanté la radiografía y qué es lo que vi…
«Una llave de cubo», pensó Sara, un instante antes de que él llegase al momento cumbre de la historia.
—¡Una llave de cubo! ¿Te imaginas?
—¿De verdad? —respondió Sara forzando una carcajada que sonó como si saliese de un juguete de cuerda.
—Y seguía diciendo que había resbalado.
Sara chasqueó la lengua.
—Pues vaya caída.
—Desde luego. —Dale le sonrió de nuevo antes de darle un buen bocado a la pizza.
Sara masticaba algo de lechuga. El reloj digital que había por encima de la cabeza de Dale marcaba las 2:12 y algunos segundos. Los números iluminados en rojo le recordaron que, en ese momento, hubiera podido estar en su casa, viendo el baloncesto y doblando la montaña de ropa limpia que tenía sobre el sofá. Había intentado no mirar el reloj, calculando cuánto tiempo podía pasar antes de que perdiese el control y empezase a contar los segundos. Tres minutos y veintidós segundos era su récord. Cogió un poco más de ensalada, jurando que lo batiría.
—Así que fuiste a Emory —dijo Dale.
Ella asintió.
—¿Tú estudiaste en Duke?
Como era de esperar, empezó a describir detalladamente sus logros académicos, incluidos los artículos periodísticos que había publicado y los discursos que había pronunciado en algunas conferencias. Una vez más, Sara simuló prestarle atención, intentando no mirar el reloj, masticando la lechuga tan lentamente como una vaca en un pastizal para que Dale no se viese obligado a hacerle más preguntas.
Ésa no era su primera cita a ciegas, ni por desgracia la menos aburrida. Aquel día, el problema había comenzado a los seis minutos, algo que Sara supo por el reloj. Habían pasado por los preliminares muy rápidamente antes de pedir la comida. Dale estaba divorciado, no tenía hijos, mantenía una buena relación con su exesposa y jugaba partidos improvisados de baloncesto en el hospital en su tiempo libre. Sara procedía de una pequeña ciudad del sur de Georgia. Tenía dos galgos y un gato que prefirió que se quedara a vivir con sus padres. Su marido había sido asesinado cuatro años antes.
Normalmente, cuando decía eso, la conversación se interrumpía, pero Dale se lo había tomado como un detalle sin importancia. Sara le dio algunos puntos por no preguntarle más detalles, pero luego observó que estaba demasiado centrado en sí mismo como para preguntar, aunque más tarde se reprendió a sí misma por ser tan exigente con él.
—¿A qué se dedicaba tu marido?
La pilló con la boca llena de lechuga. Sara masticó, se la tragó y respondió:
—Era agente de policía. Jefe de policía del condado.
—Qué extraño. —La expresión de Sara debió de ser de sorpresa porque él añadió—: Lo digo porque no es médico. Mejor dicho, no era médico. No era un hombre de chaqueta y corbata.
—¿De chaqueta y corbata?
Sara percibió el tono acusatorio que solía emplear, pero no pudo contenerse.
—Mi padre es fontanero. Mi hermana y yo trabajamos con él para…
—Bueno, bueno —respondió Dale levantando las manos en señal de rendición—. Me parece que me has malinterpretado. Creo que hay algo noble en trabajar con las manos.
Sara no sabía qué clase de medicina practicaba el doctor Dale, pero ella utilizaba sus manos todos los días.
Dale, haciendo caso omiso, dijo con tono solemne:
—Respeto mucho a los policías. Y a los militares. —Nervioso, se limpió la boca con la servilleta—. Su trabajo es muy peligroso. ¿Fue así como murió?
Sara asintió, mirando el reloj. Tres minutos y diecinueve segundos. No había batido su récord.
Dale sacó el teléfono del bolsillo y miró la pantalla.
—Perdona, pero es que estoy de guardia. Quería asegurarme de que hay cobertura.
Al menos no había fingido que lo tenía desactivado, aunque Sara estaba segura de que después lo diría.
—Lamento haber estado tan a la defensiva. Me cuesta hablar de eso.
—Lo siento —dijo Dale. Su tono tenía una cadencia ensayada que Sara reconoció como de la serie de Urgencias—. Estoy seguro de que debió ser un golpe muy duro.
Sara se mordió la punta de la lengua. No sabía cómo responder de forma educada. Cuando pensó que debía cambiar de tema ya había transcurrido tanto rato que la conversación se hizo más tensa. Finalmente dijo:
—Bueno, por qué no…
—Disculpa un momento —dijo Dale interrumpiéndola—. Tengo que ir al cuarto de baño.
Se levantó tan rápido que casi tira la silla. Sara lo observó mientras correteaba a la parte de atrás. Puede que fuese su imaginación, pero le pareció que dudaba delante de la salida de emergencia.
—Qué estúpida soy —dijo soltando el tenedor en el plato de ensalada.
Volvió a mirar el reloj para ver la hora. Eran las dos y cuarto pasadas. Podía dar la cita por concluida a eso de las dos y media, si es que Dale regresaba del aseo. Sara había venido caminando desde su apartamento, así no se produciría ese horrible y prolongado silencio mientras él la llevaba hasta su casa. Habían pagado la cuenta en la caja al pedir la comida. Tardaría unos quince minutos en llegar a casa, por lo que tendría tiempo de quitarse el vestido y ponerse el chándal antes de que empezara el partido de baloncesto. Sara notó un ruido en el estómago. Quizá simulase que se marchaba y luego volvería para pedir una pizza.
Transcurrió otro minuto en el reloj. Sara miró el aparcamiento. El coche de Dale continuaba en el mismo lugar, suponiendo que el Lexus de color verde con la matrícula de DRDALE fuese el suyo. No sabía si se sentía decepcionada o aliviada.
El reloj le indicó que habían pasado otros treinta segundos. El pasillo que conducía a los aseos permaneció vacío otros veintitrés segundos. Una anciana con un andador caminaba a pasos pequeños por el pasillo. Nadie la seguía.
Ella se llevó la mano a la cabeza. Dale no era un mal tipo. Era un hombre estable, relativamente sano, con un buen trabajo, con la mayor parte del pelo y, salvo por el queso que se le había quedado entre los dientes, con aspecto de hombre limpio e higiénico. Sin embargo, eso no le pareció suficiente. Sara empezaba a pensar que el problema estaba en ella. Se estaba convirtiendo en la versión de Atlanta del señor Darcy, el personaje de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. En cuanto se forjaba una opinión, todo estaba perdido. Hacerla cambiar de parecer era más difícil que hacer cambiar de dirección a un barco de vapor.
Debería intentarlo más. Ya no tenía veinticinco años, más bien casi cuarenta. Como medía más de un metro ochenta, su número de citas era muy limitado. Su pelo rojo y su blanquísima piel tampoco eran del gusto de muchos hombres. Además, trabajaba muchas horas, y no sabía cocinar. Al parecer, había perdido su capacidad para mantener una conversación normal, y la sola mención de su marido hacía que perdiera los estribos.
Posiblemente ponía el listón demasiado alto. Su matrimonio no había sido perfecto, pero no estuvo mal. Había querido a su marido con toda su alma. Perderle la dejó hundida, pero Jeffrey había muerto hacía ya casi cinco años y, si era sincera, sabía que se sentía sola. Echaba de menos la compañía de un hombre. Echaba de menos su forma de ser y, aunque parezca sorprendente, las cosas tan dulces que podían decir. Añoraba el tacto áspero de su piel y, por supuesto, otras cosas. Por desgracia, la última vez que un hombre había hecho que se le pusiesen los ojos en blanco había sido por aburrimiento, no por éxtasis.
Sara tenía que aceptar que eso de las citas se le daba mal, muy mal. De hecho, no había tenido mucho tiempo para practicar. Desde la pubertad había sido monógama. Su primer novio lo tuvo en la escuela secundaria y duró hasta la universidad, donde empezó a salir con un compañero de la Facultad de Medicina. Luego conoció a Jeffrey, y desde entonces no había vuelto a pensar en nadie más. Salvo por una desastrosa noche que pasó con un hombre hacía tres años, no había estado con ninguna otra persona. Sólo recordaba un hombre por el que se había sentido atraída, pero estaba casado. Y lo que era peor, era un policía casado. Y para colmo estaba de pie, al lado de la cajera, a menos de tres metros de distancia de donde estaba ella.
Will Trent vestía un pantalón de deporte color negro y una camiseta de manga larga del mismo color que dejaba ver sus anchos hombros. Tenía el pelo rubio, y en ese momento lo llevaba mucho más largo que hacía unos meses, cuando Sara lo vio por última vez. Había trabajado en un caso en el que estaba involucrado uno de sus antiguos pacientes en la clínica infantil de su ciudad. Sara había metido tanto las narices en sus asuntos que a Will no le quedó más remedio que dejar que le ayudase con la investigación. Habían flirteado un poco, pero, cuando el caso se terminó, él regresó a su casa con su mujer.
Will era muy observador, y seguro que la había visto al entrar. Aun así, le daba la espalda mientras miraba fijamente un folleto que había clavado en el tablón de anuncios que colgaba de la pared. Sara no necesitaba el reloj para contar los segundos mientras esperaba que la reconociese.
Will se fijó en otro folleto.
Sara se quitó la pinza que le sujetaba el pelo y dejó que sus rizos le cayesen sobre los hombros. Se levantó y se acercó hasta donde estaba.
Había algunas cosas que sabía acerca de él. Era alto, medía al menos un metro noventa, con el cuerpo delgado de corredor y las piernas más bonitas que había visto en un hombre. A su madre la habían asesinado cuando él tenía menos de un año, por lo que se crio en un orfanato, aunque nunca lo habían adoptado. Era un agente especial del GBI, además de uno de los hombres más inteligentes que había conocido. Era tan disléxico que, por lo que sabía, leía como un estudiante de segundo grado.
Sara se puso a su lado, mirando atentamente el folleto que había acaparado su atención.
—Parece interesante.
Fingió muy mal sentirse sorprendido de verla.
—Doctora Linton. Acabo de… —Tiró de una de las etiquetas informativas del folleto—. He estado pensando en comprarme una moto.
Sara miró el anuncio, que tenía un dibujo detallado de una Harley Davidson debajo de un titular que solicitaba miembros para ingresar en el club.
—No creo que Dykes on Bikes[2] vaya contigo.
Will dejó de sonreír. Había pasado la vida tratando de ocultar su discapacidad y, aunque Sara la conocía, aún detestaba reconocer que padecía un problema.
—Es una bonita forma de conocer mujeres.
—¿Estás tratando de conocer a otras mujeres?
Sara recordó otra de las características de Will: la de tener una capacidad asombrosa de mantener la boca cerrada cuando no sabía qué decir. Eso provocó unos instantes de tanta tensión que hicieron que su vida amorosa pareciese sumamente efervescente.
Por suerte, le trajeron su pedido. Sara se echó hacia atrás mientras él cogía la caja con la pizza que le entregó una camarera con muchos tatuajes y piercings. La joven le obsequió con lo que solamente se podía definir como una mirada de admiración. Will parecía ajeno mientras comprobaba la pizza y se aseguraba de que le daban la que había pedido.
—Bueno —dijo utilizando el pulgar para hacer girar su anillo de boda—. Creo que debo marcharme.
—De acuerdo.
No se movió, ni tampoco Sara. Fuera, un perro empezó a ladrar. Sus agudos chillidos entraban por las ventanas abiertas. Sara sabía que había un poste y un recipiente con agua en la puerta para los clientes que traían sus mascotas al restaurante. También sabía que la esposa de Will tenía una perrita llamada Betty, aunque era él quien se encargaba de cuidarla y darle de comer.
Los estridentes ladridos se intensificaron, pero Will seguía sin hacer ademán de marcharse.
—Parece un chihuahua —dijo Sara.
Will escuchó atentamente y luego asintió.
—Has acertado.
—Ya estoy aquí —dijo Dale regresando del aseo—. Disculpa, pero me han llamado del hospital… —Levantó la cabeza y vio a Will—. Hola.
Sara los presentó.
—Dale Dugan, te presento a Will Trent.
Will hizo un gesto con la cabeza al que Dale respondió de la misma forma.
El perro seguía ladrando y aullando de forma desgarradora. Por la expresión de Will, Sara se dio cuenta de que prefería morir antes que decir que era suyo.
Sara se sintió piadosa y dijo:
—Dale, ya sé que tienes que marcharte al hospital. Gracias por la comida.
—A ti —respondió. Se acercó y la besó directamente en la boca—. Te llamaré.
—De acuerdo —dijo Sara, conteniéndose para no limpiarse. Vio cómo los dos hombres intercambiaban un saludo que le hizo sentirse como la única boca de incendios en un parque para perros.
Los ladridos de Betty se intensificaron cuando Dale cruzó el aparcamiento. Will murmuró algo antes de abrir la puerta. Desató la correa y cogió a la perra con una mano, sujetando la caja de la pizza con la otra. Los ladridos cesaron de inmediato. Betty apoyó la cabeza en su pecho. Tenía la lengua fuera.
Sara acarició la cabeza de la perrita. Tenía algunas suturas recién hechas en su espalda, tan delgada.
—¿Qué le ha pasado?
Will aún tenía la mandíbula apretada.
—La arañó un Jack Russell.
—¿De verdad?
A menos que el Jack Russell tuviese un par de tijeras por pezuñas no había forma de que un perro le hubiese hecho esas heridas.
Will señaló a Betty.
—Tengo que llevarla a casa.
Sara nunca había estado en casa de Will, pero sabía en qué calle vivía.
—¿Vas en esa dirección?
Will no respondió. Parecía estar evaluando si podía engañarla y salirse con la suya.
Sara insistió.
—¿No vives en Linwood?
—Tú vas en dirección contraria.
—Sí, pero puedo cortar yendo por el parque.
Sara empezó a caminar, así que a él no le quedó opción. No hablaron mientras bajaban Ponce de León. El ruido del tráfico era lo bastante fuerte para llenar ese vacío, pero ni los tubos de escape podían ensombrecer que estaban en medio de un espléndido día de primavera. Las parejas bajaban por la calle cogidas de la mano. Las madres empujaban los carritos de los niños. Los corredores cruzaban a toda prisa las cuatro hileras de tráfico. El manto de nubes de por la mañana se había dirigido hacia el este y dejaba entrever un cielo sorprendentemente azul. Corría una ligera brisa. Sara unió sus manos detrás de la espalda, y miraba el pavimento roto de la acera. Las raíces de los árboles sobresalían por encima del cemento como dedos viejos y nudosos.
Miró a Will. El sol reflejaba el sudor de su frente. Tenía dos cicatrices en la cara; no sabía cómo se las había hecho. Tenía el labio superior roto, no se lo habían cosido bien y eso le daba un aspecto de tunante. La otra cicatriz le recorría el lado izquierdo de la mandíbula y le llegaba hasta el cuello. Cuando lo vio por primera vez, pensó que se las habría provocado haciendo alguna travesura de niño, pero luego, al conocer su historia, al saber que se había criado en un orfanato, imaginó que las tendría por una razón más siniestra.
Will la miró y ella apartó la mirada.
—Dale parece un hombre agradable.
—Sí, lo es.
—Médico, ¿verdad?
—Sí.
—Muy besucón.
Sara sonrió.
Will movió a Betty para poder sujetarla mejor.
—Imagino que estáis saliendo.
—Hoy ha sido nuestra primera cita.
—Pues parece que hay algo más entre vosotros.
Sara se detuvo.
—¿Cómo está tu esposa, Will?
Él no respondió de inmediato. Sus ojos se posaron sobre sus hombros.
—Llevo cuatro meses sin verla.
A Sara la invadió un extraño sentimiento de traición. Su esposa se había marchado y él no la había llamado.
—¿Os habéis separado?
Will se echó a un lado para que pudiese pasar un corredor.
—No.
—¿Ha desaparecido?
—No exactamente.
Un autobús de la empresa MARTA se detuvo en el bordillo, y el prolongado ruido del motor inundó el ambiente. Sara había conocido a Angie Trent un año antes. Era la típica mujer contra la cual te prevenían las madres, con ese aspecto mediterráneo y esas curvas.
El autobús inició la marcha.
—¿Dónde está? —preguntó Sara.
Will soltó un prolongado suspiro.
—Se marcha con mucha frecuencia. Se va y luego regresa. Se queda un tiempo y después se vuelve a marchar.
—¿Y adónde va?
—No tengo ni idea.
—¿Nunca se lo has preguntado?
—No.
Sara no simuló entenderlo.
—¿Por qué no?
Will miró a la calle, observando cómo circulaba el tráfico a toda velocidad.
—Es complicado.
Sara alargó la mano y la puso en su brazo.
—Explícamelo.
Will la miró fijamente. Tenía un aspecto un tanto ridículo con la diminuta perrita en una mano y la caja de pizza en la otra.
Sara se acercó y le puso la mano sobre el hombro. Notó sus fuertes músculos debajo de la camisa, así como el calor que desprendía su cuerpo. Bajo la brillante luz del sol, se fijó en sus ojos, de un azul intenso. Tenía unas pestañas delicadas, rubias y suaves. En la mandíbula se había dejado un pequeño punto sin afeitar. Sara era unos cuantos centímetros más baja que él. Se puso de puntillas para mirarlo directamente a los ojos.
—Cuéntamelo —dijo.
Will se quedó en silencio, recorriendo con la mirada su rostro y deteniéndose en sus labios antes de volverla a mirar de frente.
—Me gusta cuando te sueltas el pelo.
Sara no pudo responder porque un SUV de color negro frenó de golpe en medio de la calle. Derrapó unos veinte metros y luego retrocedió. Los neumáticos chirriaron en el asfalto. El olor a goma quemada impregnó la atmósfera. El SUV se detuvo justo delante de ellos. Alguien bajó la ventanilla.
Amanda Wagner, la jefe de Will, gritó:
—¡Sube!
Sara y Will se quedaron tan sorprendidos que no se movieron. Las bocinas de los coches empezaron a sonar. La gente comenzó a sacar el puño en señal de protesta. Sara se sintió como si estuviese en una película de acción.
—¡Vamos! —ordenó Amanda.
—¿Te importaría…?
No hizo falta que terminase la frase, ya que Sara cogió a Betty y la caja de pizza. Will se llevó la mano al calcetín y le dio la llave de su casa.
—Enciérrala en la habitación de invitados para que no…
—¡Will!
El tono de Amanda no le permitió más evasivas.
Sara cogió la llave. Estaba caliente por el calor de su cuerpo.
—Vete —dijo Sara.
Will no necesitó que se lo dijese dos veces. De un salto se metió en el coche y el pie patinó por la carretera cuando Amanda inició la marcha. Se oyeron más bocinas. Un sedán de cuatro puertas derrapó. Sara vio a una adolescente en el asiento trasero. Las manos de la chica presionaban la ventanilla. Dibujó un gesto de horror con la boca. Otro coche venía por detrás, a bastante velocidad, pero dio un volantazo en el último momento y lo esquivó. Las miradas de Sara y la chica se cruzaron. El sedán enderezó y continuó su camino.
Betty estaba temblando, al igual que Sara. Trató de calmar a la perrita mientras se dirigía a la calle donde vivía Will, abrazándola y poniendo sus labios sobre su cabeza. El corazón les latía a ambas con fuerza. Sara no estaba segura de si se debía a lo que podía haber pasado entre Will y ella, o al terrible accidente que estuvo a punto de causar Amanda.
Tendría que ver las noticias cuando llegase a casa para averiguar qué había sucedido. Fuese lo que fuese, estaba segura de que las furgonetas de los telediarios los seguirían. Amanda era la directora adjunta del GBI, y no era el tipo de persona que buscase a sus agentes en la calle por capricho. Sara pensó que Faith, la compañera de Will, estaría yendo a toda prisa a la escena del crimen.
Se había olvidado de preguntarle el número de la casa, pero Betty, por suerte, llevaba una placa en el collar con las señas. Además, distinguió fácilmente el Porsche negro de Will aparcado en la entrada, al final de la calle. Era un modelo antiguo que había sido renovado por completo. Debía de haberlo lavado ese mismo día, ya que le brillaban tanto los neumáticos que vio reflejada la punta de su capucha cuando pasó a su lado.
Sonrió al ver por primera vez donde vivía. Era una casa de ladrillo rojo con un garaje adosado. La puerta principal estaba pintada de negro. Las molduras eran de color crema. El jardín estaba muy bien cuidado, los setos podados y los arbustos esculpidos. Un seto de flores de muchos colores rodeaba la mimosa que había en el jardín delantero. Sara se preguntó si Angie Trent tendría buena mano para las plantas. Los pensamientos eran plantas muy resistentes, pero necesitaban mucha agua. Sin embargo, por lo que le había contado Will, no parecía el tipo de persona que pudiese ocuparse de esas cosas. Sara no sabía qué pensar a ese respecto, ni si podía entenderlo, pero, aun así, podía escuchar la voz regañona de su madre advirtiéndola: «una esposa ausente sigue siendo una esposa».
Betty empezó a agitarse cuando Sara subió por la entrada, por lo que tuvo que agarrarla con más fuerza. Lo peor que podía sucederle es que perdiese a la perrita de la esposa del hombre que había estado deseando besar en plena calle.
Sara sacudió la cabeza mientras subía los escalones delanteros. No debía pensar en Will de esa forma; tenía que alegrarse de que Amanda Wagner los hubiese interrumpido. Al principio de su matrimonio, Jeffrey la había engañado, lo cual fue casi motivo de que se separasen. Tardaron años en poder recuperar su relación, años de mucho esfuerzo y trabajo. Para bien o para mal, Will había elegido, y su historia no se podía decir que fuese una aventura de una noche. Se había criado con Angie, ambos se habían conocido en el orfanato cuando tan sólo eran unos críos, y llevaban casi veinticinco años juntos. Sara no quería entrometerse entre ellos, ni quería que otra mujer sufriese tanto como ella por muy deprimentes que fuesen sus otras opciones.
La llave entró con facilidad en la cerradura de la puerta delantera. Una brisa de aire fresco las recibió cuando cruzó la entrada. Dejó a Betty en el suelo y le quitó la correa. Al sentirse liberada, la perra se encaminó directamente a la parte trasera de la casa.
Sara no pudo contener la curiosidad y miró a su alrededor. No había duda de que la casa estaba decorada con gusto masculino. Si su esposa había contribuido a la decoración, no se percibía. Una máquina recreativa ocupaba el centro del comedor, justo debajo de la lámpara de araña. Se veía que Will la estaba reparando, pues había muchos instrumentos electrónicos colocados ordenadamente al lado de una caja de herramientas abierta que había en el suelo. El olor del aceite de máquina impregnaba la atmósfera.
El sofá del salón estaba tapizado de gamuza color marrón oscuro, con un enorme reposapiés haciendo juego. Las paredes estaban pintadas de un color beis mate. Había un sillón negro y elegante mirando en dirección a una televisión de plasma de cincuenta pulgadas, con varias cajas de aparatos electrónicos apiladas ordenadamente debajo de ella. Todo parecía estar en su lugar. No había ni polvo ni objetos en desorden, ni tampoco una montaña de ropa lavada encima del sofá. No había duda de que Will era mejor amo de casa que Sara, pero, en ese momento, cualquiera podía serlo.
Su mesa de despacho estaba en la esquina del salón, justo fuera del pasillo. Era de cromo y metal. Pasó el dedo por la montura de sus gafas. Había papeles apilados ordenadamente alrededor del ordenador portátil y la impresora. Un paquete de rotuladores Magic Markers descansaba sobre un montón de carpetas de colores. Había pequeñas cajas de metal con gomitas y clips separados por colores y tamaños.
Sara ya había visto anteriormente esa configuración. Will sabía leer, pero no podía hacerlo con facilidad, y mucho menos con rapidez. Utilizaba los rotuladores de colores y los clips para ayudarse a encontrar lo que buscaba sin necesidad de mirar lo que había en una página o en una carpeta. Era un truco muy astuto que probablemente había inventado él mismo. A Sara no le cabía duda de que había sido uno de esos chicos que se sientan al final de la clase y memorizan todo lo que dice el profesor porque no pueden, o no quieren, escribir nada.
Llevó la caja de la pizza a la cocina, que había sido remodelada utilizando los mismos tonos marrones que el resto de la casa. A diferencia de la de Sara, la encimera de granito estaba limpia e inmaculada, y sólo había encima una cafetera y una televisión. La nevera estaba vacía, salvo por un cartón de leche y un paquete de gelatina. Sara colocó la caja en el estante de arriba, y se dirigió a la parte trasera de la casa para buscar a Betty, aunque encontró primero la habitación de invitados. Las luces del techo estaban apagadas, pero Will había dejado encendida una lámpara de suelo que había detrás de otro sillón de cuero. Al lado de éste había una cama para perros con la forma de una tumbona. En la esquina vio un recipiente con agua y algo de pienso. Había otra televisión sujeta a la pared, así como una cinta plegable de correr debajo de ella.
El dormitorio estaba oscuro, con las paredes pintadas de color marrón, haciendo juego con el salón. Encendió las luces del techo. Para su sorpresa vio que había estanterías en las paredes. Sara pasó el dedo mientras miraba los títulos, y vio que había una mezcla de libros clásicos y feministas, de los que normalmente se les asignan a las jóvenes en su primer curso de universidad. Casi todos tenían el lomo desgarrado, como si los hubiesen leído atentamente. Jamás habría imaginado que Will tendría una biblioteca, ya que, con la dislexia que padecía, leer una novela larga habría supuesto un esfuerzo titánico. Los audiolibros tenían más sentido. Sara se arrodilló y miró las cajas de CD apiladas al lado de un caro reproductor marca Bose. El gusto de Will era sin duda más intelectual que el suyo, ya que tenía muchas obras históricas y de ensayo que ella sólo habría recomendado para combatir el insomnio. Presionó una etiqueta adhesiva y vio que tenía escrito: «Propiedad de la Biblioteca del condado de Fulton».
El ruido de las pezuñas la avisó de que Betty estaba en el pasillo. Sara se sonrojó, como si la hubieran sorprendido in fraganti. Se levantó para coger a la perrita, pero ella echó a correr a una velocidad sorprendente. Sara la siguió, pasando por el cuarto de baño y por el segundo dormitorio. El de Will. La cama estaba hecha, y tenía una manta azul marino cubriendo unas sábanas del mismo color. Había una sola almohada apoyada contra la pared donde debería haber estado el cabecero, así como una única mesita de noche y una sola lámpara.
A diferencia del resto de la casa, la habitación tenía un aire utilitario. Sara no quiso reflexionar sobre los motivos por los que esa falta de romanticismo le provocó cierto alivio. Tenía las paredes blancas, y no había ningún cuadro colgado de ellas. El reloj y la cartera de Will estaban encima de la cómoda, al lado de otra televisión. Había un par de pantalones vaqueros y una camiseta extendidos sobre el banco que había a los pies de la cama. Había también un par de calcetines doblados, y sus botas estaban debajo del banco. Sara cogió la camiseta. Era de algodón, de manga larga y de color negro, como la que llevaba puesta.
La perrita saltó sobre la cama, ahuecó la almohada y se acomodó como un pájaro en su nido.
Sara dobló la camisa y la colocó de nuevo al lado de los pantalones vaqueros. Sintió que se estaba comportando como una acosadora, pero al menos no se detuvo a oler la camisa ni a hurgar en sus cajones. Cogió en brazos a Betty, pensando que debía encerrarla en la habitación de invitados y marcharse de allí. En ese momento sonó el teléfono. Respondió el contestador automático, pero oyó la voz de Will en el dormitorio.
—Sara, si estás ahí, por favor, coge el teléfono.
Regresó a su dormitorio y respondió la llamada.
—Estaba a punto de marcharme.
Notó que tenía la voz tensa, y oyó de fondo el llanto de un bebé y a mucha gente gritando.
—Necesito que vengas inmediatamente. A casa de Faith. A la casa de su madre. Es importante.
Un brote de adrenalina le hizo aguzar los sentidos.
—¿Se encuentra bien?
—No —respondió Will tajantemente—. ¿Te doy la dirección?
Sin pensarlo, abrió el cajón de la mesita de noche, pensando que encontraría papel y lápiz, pero en lugar de eso vio una de esas revistas que su padre solía guardar en el garaje, detrás de la caja de herramientas.
—¿Sara?
El cajón no se cerraba.
—Espera. Voy a coger algo para anotarla.
Al parecer, Will era la única persona de Estados Unidos que no tenía teléfono inalámbrico. Sara dejó el auricular sobre la cama, encontró papel y un bolígrafo en el escritorio y regresó.
—Dime.
Will esperó a que alguien dejase de gritar. Habló en voz baja mientras le daba la dirección.
—Está en Sherwood Forest, en la parte de atrás de Ansley. ¿La conoces?
Ansley estaba a sólo cinco minutos de distancia.
—Podré encontrarla.
—Coge mi coche. Las llaves están en un gancho en la puerta trasera de la cocina. ¿Sabes conducir un coche con cambio manual?
—Sí.
—Los periodistas ya están aquí. Busca al primer policía que veas y dile que vienes porque yo te lo he pedido. Ellos te traerán hasta aquí. No hables con nadie más. ¿De acuerdo?
—Sí.
Colgó el teléfono y empujó el cajón con ambas manos para cerrarlo. Betty estaba de nuevo acostada sobre la almohada. Sara la volvió a coger. Se dirigió a la puerta para marcharse, pero se detuvo un instante porque se acordó de que Will iba en pantalones cortos y probablemente querría sus pantalones vaqueros. Metió la cartera y el reloj en el bolsillo trasero. Era imposible saber dónde guardaba la pistola, pero no pensaba seguir mirando entre sus cosas.
—¿Qué es lo que buscas?
Sara sintió una oleada de miedo recorrerle el cuerpo. Angie Trent estaba apoyada en la puerta del dormitorio, con la palma de la mano sobre el marco. Su pelo moreno y rizado le caía sobre los hombros. Estaba maquillada perfectamente, llevaba las uñas muy cuidadas y su entallada falda y su pronunciado escote le habrían servido para salir en la portada de la revista que Will guardaba en el cajón.
—Yo, yo…
Sara no había tartamudeado desde los doce años.
—Nos conocemos, ¿verdad? Tú trabajas en el hospital.
—Sí.
Sara se apartó de la cama.
—Will recibió una llamada urgente y me pidió que trajese a tu perrita.
—¿Mi perrita?
Sara oyó el gruñido que emitía Betty.
Angie dibujó una mueca de disgusto con la boca.
—¿Qué le ha pasado a la perra?
—Le… —Sara se sintió como una estúpida allí de pie. Dobló los pantalones de Will y se los puso debajo del brazo—. La pondré en la habitación de invitados y me marcho.
—No me digas.
Angie bloqueaba la puerta y se tomó su tiempo para dejarla pasar. Luego la siguió hasta la habitación de invitados, vio cómo ponía a Betty en su cama y cerró la puerta.
Se dirigió hacia la puerta principal, pero entonces se acordó de que necesitaba las llaves del coche de Will. Hizo un esfuerzo para que la voz no le temblase.
—Me dijo que le llevase el coche.
Angie cruzó los brazos. No llevaba el anillo en el dedo anular, pero tenía uno de plata en el pulgar.
—Me lo imagino.
Sara regresó a la cocina. Tenía la cara muy roja y sudaba. Al lado de la mesa, había un bolso de lona que no había visto antes. Las llaves del coche de Will estaban colgadas en un gancho junto a la puerta trasera, tal como le había dicho. Las cogió y regresó de nuevo al cuarto de estar, consciente de que Angie estaba en el pasillo observando cada uno de sus movimientos. Sara se dirigió todo lo rápido que pudo hacia la puerta principal, con el corazón en la garganta, pero Angie no estaba dispuesta a dejar que se fuese así como así.
—¿Cuánto tiempo llevas follando con él?
Sara sacudió la cabeza. No podía creer lo que le estaba sucediendo.
—Te he preguntado cuánto tiempo llevas follándote a mi marido.
Sara miró hacia la puerta trasera, demasiado avergonzada para mirarla de frente.
—Es un malentendido. Te lo aseguro.
—Te encuentro en mi casa, en el dormitorio que comparto con mi marido. ¿Qué explicación puedes darme? Me muero por oírla.
—Ya te he dicho que…
—¿Qué pasa? ¿Te ponen los polis?
Sara notó que se le encogía el corazón.
—Tu marido, el que murió, era poli, ¿no es cierto? ¿Eso te pone cachonda? —Angie soltó una carcajada irónica y burlona—. Cariño, él nunca me dejará, así que mejor búscate otra polla con la que jugar.
Sara no respondió. La situación era demasiado horrible para decir nada. Buscó el pestillo de la puerta.
—Se cortó las venas por mí. ¿Te lo ha dicho?
Forcejeó para mantener la mano firme y poder abrir la puerta.
—Tengo que irme. Lo siento.
—Vi cómo cogía la cuchilla de afeitar y se cortaba el brazo.
La mano de Sara no se movió. Trataba en vano de comprender lo que estaba oyendo.
—Jamás he visto tanta sangre en mi vida —dijo Angie. Luego hizo una pausa y añadió—: Al menos podías mirarme cuando te hablo.
Sara no tenía el más mínimo deseo, pero se dio la vuelta.
Angie hablaba con un tono pasivo, pero su mirada de odio resultaba difícil de soportar.
—Yo le sostuve todo el tiempo. ¿Te lo ha contado? ¿Te ha explicado cómo le agarré el brazo?
Sara seguía sin poder hablar.
Angie levantó la mano izquierda y le enseñó la piel desnuda. Con suma lentitud, pasó su dedo índice desde la muñeca hasta el codo.
—Los médicos dijeron que el corte fue tan profundo que le llegó al hueso. —Sonrió como si fuese un bonito recuerdo—. Y lo hizo por mí, so zorra. ¿Crees que haría algo así por ti?
Ahora que la estaba mirando, no pudo contenerse. Transcurrieron unos instantes. Sara pensó en el reloj que había en el restaurante, en cómo pasaban los segundos. Finalmente, se aclaró la voz, sin estar segura de si podría hablar.
—El otro brazo —dijo.
—¿Cómo dices?
—La cicatriz —dijo saboreando la mirada de sorpresa que ponía Angie—. Digo que la cicatriz está en el otro brazo.
A Sara le sudaban tanto las manos que apenas pudo girar el pomo de la puerta. Se encogió mientras salía al exterior, pensando que Angie saldría corriendo detrás de ella, o lo que era peor, la cogería en la mentira.
Sara jamás había visto la cicatriz en el brazo de Will porque nunca había visto su brazo desnudo. Siempre llevaba camisas de manga larga, y jamás se las remangaba ni se desabrochaba los gemelos. Lo dedujo porque Will era zurdo; si había intentado suicidarse mientras su odiosa esposa le animaba, se habría cortado el brazo derecho, no el izquierdo.