FAITH MITCHELL VERTIÓ TODO EL CONTENIDO del bolso sobre el asiento del pasajero de su Mini, intentando encontrar algo para comer. Salvo un trozo sucio de chicle y un cacahuete de origen un tanto dudoso, no había nada que fuese ni remotamente comestible. Se acordó de la caja de barritas nutritivas que tenía en la despensa de su cocina, y su estómago emitió un ruido parecido al de una bisagra oxidada.
Se suponía que el seminario de informática al que había asistido esa mañana duraría tres horas, pero se había prolongado hasta las cuatro y media gracias a los gilipollas de la primera fila que no pararon de hacer preguntas estúpidas. La Oficina de Investigación de Georgia, el GBI, organizaba cursos para sus agentes con más frecuencia que cualquier otra agencia de la región. Constantemente, los machacaban con datos y estadísticas sobre las actividades criminales, y tenían que estar al tanto de los últimos avances tecnológicos. Debían ir al campo de tiro dos veces al año, y organizaban redadas y simulacros de tiradores activos tan intensos que había semanas en que Faith no podía ir al cuarto de baño por la noche sin mirar si había alguna sombra oculta tras las puertas. Solía apreciar la rigurosidad de la agencia, pero en lo único que pensaba en ese momento era en su bebé de cuatro meses y en la promesa que le había hecho a su madre de no regresar después del mediodía.
Cuando arrancó el coche, el reloj del salpicadero marcaba la una y diez. Soltó una maldición mientras salía del aparcamiento que había enfrente de las instalaciones de Panthersville Road. Utilizó el Bluetooth para marcar el número de su madre. Los altavoces del coche respondieron con estática y silencio. Faith colgó y volvió a marcar, pero en esa ocasión escuchó la señal de ocupado.
Dio unos golpecitos con el dedo en el volante mientras oía el sonido intermitente. Su madre tenía buzón de voz. Todo el mundo lo tenía. Faith no recordaba la última vez que había soportado la señal de comunicar en un teléfono, y ya casi se había olvidado de aquel sonido. Probablemente había un cruce de líneas en la compañía telefónica. Colgó y volvió a marcar, pero una vez más le llegó la señal de ocupado.
Condujo con una mano mientras miraba en su BlackBerry si tenía algún mensaje de su madre. Evelyn Mitchell había sido policía durante casi cuatro décadas antes de jubilarse. Había muchos motivos para criticar a los cuerpos de seguridad de Atlanta, pero no que estuviesen anticuados. Evelyn había dispuesto de un teléfono móvil cuando eran tan grandes como un bolso, y había aprendido a utilizar el correo electrónico mucho antes que su hija. Llevaba una BlackBerry desde hacía doce años. Hoy, sin embargo, no le había enviado ningún mensaje.
Faith comprobó el buzón de voz. Había guardado un mensaje de su dentista en el que le comunicaban que pidiese cita para una limpieza bucal, pero aparte de eso no había nada nuevo. Intentó llamar al teléfono de su casa, por si su madre había ido a recoger algo para la niña. Faith vivía bajando la calle donde estaba la casa de Evelyn. Puede que Emma se hubiese quedado sin pañales, o que necesitase otro biberón. Oyó el timbre del teléfono de su casa, y luego su propia voz diciendo que dejasen un mensaje.
Colgó el teléfono. Sin pensar, miró el asiento trasero. La sillita vacía de Emma estaba allí. Vio el forro rojo sobresalir por encima del plástico.
«Qué estúpida soy», se dijo a sí misma. Volvió a marcar el número del móvil de su madre. Contuvo la respiración mientras escuchaba tres tonos. Respondió el buzón de voz.
Faith tuvo que aclararse la garganta antes de poder hablar. Notó que le temblaba la voz.
—Mamá, ya estoy de camino. Imagino que estarás dando un paseo con Em… —Miró al cielo mientras cogía la interestatal. Se encontraba a unos veinte minutos de Atlanta, y vio algunas nubes blancas y algodonosas envolviendo como bufandas los delgados cuellos de los rascacielos—. Llámame —añadió con tono de preocupación.
Supermercado, gasolinera, farmacia. Su madre tenía una sillita de coche idéntica a la que ella llevaba en la parte trasera del Mini. Lo más probable es que hubiese salido a hacer algunos recados. Faith se había retrasado una hora, y puede que Evelyn se hubiese llevado a la niña…, aunque lo más normal es que le hubiese dejado un mensaje para decirle que había salido. Su madre había estado de guardia la mayor parte de su vida, y no iba al cuarto de baño sin decírselo a alguien. Faith y su hermano mayor, Zeke, siempre habían bromeado a ese respecto cuando eran niños. En todo momento sabían dónde estaba su madre, incluso cuando no deseaban saberlo. Especialmente cuando no lo deseaban.
Faith miró el teléfono que tenía en la mano como si pudiese decirle lo que sucedía. Probablemente se estuviese alarmando por nada. La línea del teléfono fijo podría estar estropeada, pero su madre no lo sabría a menos que hiciese una llamada. Su teléfono móvil podía estar apagado, cargándose, o ambas cosas. Puede que tuviera la BlackBerry en el coche, en su bolso o en cualquier otro lugar donde no oyese el vibrador. Faith miraba una y otra vez a la carretera y a su BlackBerry mientras escribía un mensaje a su madre. Pronunció las palabras en voz alta al mismo tiempo que las escribía.
—De camino. Siento el retraso. Llámame.
Envió el mensaje y luego arrojó el teléfono al asiento del pasajero, junto a los demás objetos que contenía el bolso. Después de unos instantes de duda, se metió el chicle en la boca. Masticaba mientras conducía, ignorando la pelusa del bolso, que se le pegaba a la lengua. Encendió la radio, pero luego decidió apagarla. El tráfico disminuyó a medida que se acercaba a la ciudad. Las nubes se abrieron y dejaron pasar los rayos de sol. El interior del coche se convirtió en un horno.
Diez minutos después, Faith aún tenía los nervios de punta y empezó a sudar por el calor que hacía en el interior del coche. Abrió el techo solar para que entrase un poco de aire. Probablemente era un caso de ansiedad por separación. Había vuelto al trabajo hacía algo más de dos meses, pero aún seguía sintiendo un poco de angustia cada vez que tenía que dejar a Emma en casa de su madre. La vista se le nublaba, el corazón se le encogía y la cabeza le zumbaba como si tuviese una colmena de abejas en su interior. En el trabajo estaba más irritable que de costumbre, especialmente con su compañero, Will Trent, quien, o bien tenía más paciencia que un santo, o bien estaba planeando una coartada para cuando la estrangulase.
Faith no recordaba si había sentido esa misma ansiedad cuando tuvo a Jeremy, su hijo, que ahora cursaba su primer año en la universidad. Ella tenía dieciocho años cuando ingresó en la academia de policía. Jeremy entonces tenía tres años, y a ella se le había metido la idea de entrar en el cuerpo de policía como si ése fuese el único salvavidas del Titanic. Gracias a dos minutos de escaso juicio en la fila de atrás de una sala de cine, y a lo que presagiaba toda una vida de desaciertos con los hombres, había pasado directamente de la pubertad a la maternidad. A los dieciocho años pensó que lo más acertado era conseguir un salario estable que le permitiese independizarse de sus padres y educar a Jeremy a su manera. Ir a trabajar todos los días fue un paso hacia esa independencia, y tener que dejar al niño en la guardería supuso un precio muy pequeño por conseguirla.
Sin embargo, ahora que tenía treinta y cuatro años, una hipoteca, las letras del coche y otro bebé al que cuidar ella sola, lo único que deseaba era regresar a casa de su madre para que Evelyn se pudiese encargar de todo. Quería abrir la nevera y verla llena de comida que no hubiese tenido que ir a comprar. Quería encender el aire acondicionado en verano sin tener que preocuparse de pagar la factura. Quería dormir hasta el mediodía, y luego ver la televisión el resto del día. Y puestos a soñar, también le gustaría poder resucitar a su padre, que había fallecido hacía once años, para que le preparase tortitas para desayunar y le dijese lo guapa que era.
Eso resultaba imposible en aquel momento. A Evelyn le gustaba hacer de niñera ahora que estaba jubilada, pero Faith no se hacía ilusiones pensando que su vida pudiese mejorar en ningún aspecto. Aún le quedaban casi veinte años para poder jubilarse. Todavía le faltaban tres años para terminar de pagar el Mini, y antes de eso ya se le habría acabado la garantía. Emma necesitaría comida y ropa durante los próximos dieciocho años, si no más. Para colmo, las cosas habían cambiado, y ya no eran como cuando Jeremy era un niño, cuando lo podía vestir con calcetines de distinto color y ropa de segunda mano. En la actualidad, los bebés tenían que vestir de forma apropiada, necesitaban biberones exentos de bisfenol y compotas orgánicas certificadas por los amables granjeros amish. Si Jeremy conseguía entrar en el programa de arquitectura de la Universidad Técnica de Georgia, a Faith no le quedaría otro remedio que afrontar seis años más comprando libros de texto y haciéndole la colada. Sin embargo, lo más preocupante era que su hijo se había echado novia, una chica mayor con amplias caderas y un reloj biológico imparable. Podía convertirse en abuela antes de los treinta y cinco.
Un calor desagradable le recorrió el cuerpo mientras trataba de ahuyentar ese último pensamiento. Volvió a comprobar el contenido del bolso mientras conducía. El chicle le había servido de poco, ya que el estómago seguía protestando. Alargó la mano y miró dentro de la guantera, pero no encontró nada. Quizá debía parar en algún establecimiento de comida rápida y pedir al menos una Coca-Cola, pero llevaba puesto el uniforme: pantalones caqui y una camisa azul con las letras GBI estampadas en amarillo chillón en la espalda. Ésa no era la mejor parte de la ciudad para pararse si pertenecías al cuerpo de seguridad. Las personas solían reaccionar echando a correr, y entonces no te quedaba otro remedio que perseguirlas, lo que no era lo más adecuado si querías llegar a casa a una hora razonable. Por otra parte, había algo que le decía, o mejor dicho, que le gritaba, que debía ver a su madre lo antes posible.
Cogió el teléfono y marcó de nuevo el número de Evelyn. El de la casa, el móvil e incluso el de la BlackBerry, que utilizaba exclusivamente para enviar mensajes. De todos obtuvo la misma falta de respuesta. Notó que se le encogía el estómago pensando lo peor. Cuando era policía de barrio, presenció muchos escenarios en que los llantos de un niño habían alertado a los vecinos de que algo grave había sucedido. Madres que se habían caído en la bañera, padres que se habían herido accidentalmente o que habían sufrido un ataque al corazón. Los bebés yacían allí, llorando con desesperación hasta que alguien presentía que algo malo había sucedido. No había nada más desgarrador que un niño llorando al que no había forma de consolar.
Faith se reprendió a sí misma por pensar en esas cosas. Siempre había sido un tanto negativa, incluso antes de convertirse en policía. Lo más seguro es que a Evelyn no le ocurriese nada. Emma solía dormirse a la una y media, y su madre probablemente había desconectado el teléfono para no despertar a la niña. También era posible que se hubiese cruzado con alguna vecina mientras comprobaba el buzón, o que estuviese ayudando a la anciana señora Levy a sacar la basura.
Puso las manos sobre el volante mientras salía para dirigirse al bulevar. Estaba sudando, a pesar del suave clima del mes de marzo, algo que sin duda no se debía sólo a su preocupación por la niña, por su madre o por la sumamente fértil novia de Jeremy. Le habían diagnosticado diabetes hacía menos de un año, y llevaba a rajatabla eso de medirse la cantidad de azúcar, comer los alimentos adecuados y asegurarse de tener algún tentempié a mano. Salvo hoy, lo cual explicaba por qué quizás estaba divagando un poco. Necesitaba comer algo, aunque prefería hacerlo en presencia de su hija y de su madre.
Volvió a mirar la guantera para asegurarse de si de verdad estaba vacía. Recordaba vagamente haberle dado el día anterior la última barrita nutritiva a Will, mientras esperaban a las puertas del juzgado. Era eso o verle engullir un bollo de la máquina expendedora. Aunque se había quejado del sabor, se la comió entera, y ahora ella estaba pagando las consecuencias.
Se pasó un semáforo en ámbar, acelerando todo lo posible que podía por una calle medio residencial. La carretera se estrechaba en Ponce de León. Faith pasó una hilera de restaurantes de comida rápida y un establecimiento de comida orgánica. El cuentakilómetros subió lentamente. Aceleró en los giros y las curvas que bordeaban el Piedmont Park. El destello de una cámara de tráfico se reflejó en el espejo retrovisor cuando se pasó otro semáforo en ámbar. Tuvo que pisar el freno para no atropellar a un peatón que se había quedado rezagado. Pasó dos tiendas de comestibles más y llegó al último semáforo, que, afortunadamente, estaba en verde.
Evelyn seguía viviendo donde Faith y su hermano mayor habían crecido. La casa, de una sola planta, estaba en una zona de Atlanta llamada Sherwood Forest, ubicada entre Ansley Park, uno de los barrios más acomodados de la ciudad, y la Interestatal 85, cuyo tráfico se hacía notar si el viento soplaba en aquella dirección. Aquel día soplaba bastante fuerte, y, cuando bajó la ventanilla para dejar que entrase el aire fresco, oyó el mismo zumbido habitual de casi todos los días de su infancia.
Al ser una residente habitual de Sherwood Forest, Faith sentía un profundo y arraigado odio por los hombres que habían planificado el vecindario. La subdivisión se había llevado a cabo después de la Segunda Guerra Mundial, y las casas de ladrillo las ocuparon los soldados que supieron aprovecharse de los bajos préstamos para los veteranos de guerra. Los diseñadores habían adoptado sin ningún reparo el concepto Sherwood. Después de girar bruscamente a la izquierda en Lionel, cruzó Friar Tuck, giró a la derecha en Robin Hood Road, pasó la bifurcación en Lady Mariane Lane y divisó la entrada de su casa en la esquina de Doncaster y Barnesdale antes de entrar en casa de su madre, en Little John Trail.
El Chevy Malibu de color beis de Evelyn estaba aparcado frente al garaje. Eso, al menos, era normal, ya que Faith jamás había visto a su madre aparcar el coche de morro en ningún aparcamiento, una costumbre que adquirió cuando ejercía como policía, pues siempre se aseguraba de dejarlo estacionado de tal manera que pudiese salir a toda prisa si recibía una llamada urgente.
Faith no tenía tiempo para pensar en las costumbres de su madre, y aparcó el Mini delante del Malibu. Al levantarse le dolieron las piernas; había estado tensando todos los músculos de su cuerpo durante los últimos veinte minutos. Oyó la estridente música que procedía de la casa. Heavy metal, no los Beatles, que era lo que acostumbraba a escuchar su madre. Faith puso la mano sobre el capó del Malibu mientras se dirigía a la puerta de la cocina. El motor estaba frío. Puede que Evelyn estuviese en la ducha cuando la había telefoneado, y que no hubiese mirado el móvil ni el buzón de voz. O puede que se hubiese cortado, pues vio la huella sangrienta de una mano en la puerta.
La huella de sangre era de una mano izquierda, a medio metro del pestillo. Habían cerrado la puerta, pero no le habían echado el cerrojo. Una ráfaga de luz pasó por el marco, probablemente procedente de la ventana que había encima del fregadero.
Faith aún no pudo procesar lo que estaba viendo. Puso la mano sobre la huella, como cuando los niños juntan los dedos con los de su madre. La mano de Evelyn era más pequeña y tenía los dedos más delgados. La punta del dedo anular no había tocado la puerta. Había un coágulo de sangre donde debería haber estado el dedo.
De repente, la música se paró de golpe. Faith oyó un gorjeo que le resultó familiar, el preámbulo que anunciaba un llanto a pleno pulmón. El sonido reverberó en el garaje de tal forma que, por un instante, pensó que procedía de su propia boca. Luego volvió a escucharlo y se dio la vuelta, sabiendo que era Emma.
Casi todas las casas de Sherwood Forest habían sido demolidas y remodeladas, pero la de los Mitchell había permanecido casi intacta desde que la construyeron. La distribución era bastante simple: tres dormitorios, un salón, el comedor y una cocina con una puerta que daba al garaje abierto. Bill Mitchell, el padre de Faith, había construido un cobertizo en el lado opuesto. Era una construcción muy sólida —su padre nunca hacía nada a medias—, con una puerta de metal que se cerraba con un pestillo y un cristal de seguridad en la única ventana. Faith tenía diez años cuando supo el motivo por el cual estaba tan fortificado. Con la delicadeza propia de un hermano mayor, Zeke le había explicado el verdadero propósito del cobertizo: «Es donde mamá guarda su pistola, idiota».
Faith pasó corriendo al lado del coche e intentó abrir la puerta del cobertizo. Estaba cerrada. Miró a través de la ventana. Los alambres de metal del cristal de seguridad formaban una especie de telaraña delante de sus ojos. Vio el banco de trabajo y las bolsas de abono apiladas ordenadamente debajo de él. Las herramientas estaban colgadas en sus respectivos ganchos, y el cortacésped en su lugar de costumbre. En el suelo, había una caja de seguridad atornillada al suelo, debajo de la mesa. La puerta estaba abierta. La pistola Smith & Wesson con la empuñadura color cereza no estaba en su interior, ni tampoco la caja de municiones que solía haber a su lado.
El gorjeo volvió a escucharse de nuevo, aunque más alto. Una pila de mantas tiradas en el suelo subía y bajaba como el latido de un corazón. Evelyn solía utilizarlas para cubrir las plantas cuando caían esas heladas inesperadas. Normalmente, permanecían dobladas en la estantería de arriba, pero ahora estaban amontonadas en una esquina al lado de la caja fuerte. Faith vio un gorrito de color rosa detrás de las mantas grises, y luego la curvatura del reposacabezas de plástico de la sillita de Emma. La manta volvió a moverse. Un pie diminuto salió por uno de los lados, y vio el calcetín amarillo y de algodón con un lazo blanco alrededor del tobillo. Luego apareció el puño color rosado, y después la cara de Emma.
La niña sonrió al ver a Faith, formando una especie de triángulo con su labio superior. Gorjeó de nuevo, pero esta vez de alegría.
«Dios mío», dijo Faith empujando inútilmente la puerta. Le temblaban las manos mientras palpaba el borde superior del marco, tratando de encontrar la llave. El polvo le cayó encima y se clavó una espina en uno de los dedos. Volvió a mirar por la ventana. Emma daba palmadas al ver a su madre, a pesar de que ella estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. En el interior del cobertizo hacía calor, demasiado calor. La niña podía deshidratarse y morir.
Aterrorizada, se puso a gatas, pensando que a lo mejor la llave se había caído y se había deslizado bajo la puerta. Vio que la parte inferior de la sillita de Emma estaba doblada, ya que la habían empotrado entre la caja fuerte y la pared, oculta bajo las mantas. Habían utilizado la caja de seguridad para protegerla.
Faith se detuvo y contuvo la respiración. Tenía la mandíbula tensa, como si se la hubiesen cerrado con una placa. Se irguió lentamente. Había gotas de sangre en el cemento. Siguió el rastro hasta la puerta de la cocina, hasta la huella que había visto antes.
Emma estaba encerrada en el cobertizo, la pistola de Evelyn había desaparecido y había un rastro de sangre que conducía hasta la casa.
Faith se detuvo, mirando la puerta de la cocina, que estaba abierta. No oyó el más mínimo ruido, salvo el de su agitada respiración.
¿Quién había apagado la música?
Faith corrió hasta el coche y cogió su Glock de debajo del asiento del conductor. Miró el cargador y se colocó la pistolera en el costado. Aún tenía el teléfono en el asiento delantero. Lo cogió antes de abrir el maletero. Había sido inspectora de la Brigada de Homicidios de Atlanta antes de convertirse en agente especial del estado. Marcó el número de emergencias. La persona que cogió el teléfono no tuvo tiempo ni de responder. Le dio su número antiguo de placa, su unidad y la dirección de la casa de su madre.
Faith se detuvo antes de decir:
—Código treinta.
Casi se atragantó al pronunciar esas palabras. Código treinta. Jamás lo había dicho. Significaba que un agente de policía estaba en serio peligro, posiblemente en peligro de muerte.
—Mi hija está encerrada en el cobertizo que hay fuera. Hay sangre en el suelo y la huella de una mano ensangrentada en la puerta de la cocina. Creo que mi madre está dentro de la casa. Oí música, pero luego alguien la apagó. Ella es una agente jubilada. Creo que está… —Su garganta se cerró como un puño—. Por favor, envíen ayuda urgentemente.
—Recibido el código treinta —respondió la mujer de la centralita con el tono tenso—. Quédese fuera y espere los refuerzos. No entre en la casa. Repito: no entre en la casa.
—Recibido.
Faith colgó el teléfono y lo tiró al asiento trasero. Metió la llave en la cerradura que mantenía su escopeta atornillada al maletero de su coche.
El GBI entregaba a cada agente dos armas. La Glock modelo 23 era una pistola semiautomática del calibre 40, capaz de cargar trece balas en el cargador y una en la recámara. La Remington 870 podía cargar cuatro cartuchos de doble calibre en el cañón, pero la escopeta de Faith llevaba seis más en la cartuchera situada delante de la culata. Cada cartucho contaba con ocho perdigones, cada uno del tamaño de una bala del calibre 38.
Cada vez que se apretaba el gatillo de la Glock, disparaba una bala. Cada disparo de la Remington disparaba ocho.
La política de la agencia dictaminaba que todos los agentes llevasen una bala en la recámara de sus Glocks, lo que les permitía efectuar catorce disparos en total. El arma no llevaba un seguro externo convencional. Los agentes estaban autorizados a utilizarla si consideraban que su vida o la de otra persona estaba en peligro. Y sólo se disparaba cuando se tenía la intención de matar.
La escopeta era una historia diferente, pero cuyo fin era el mismo. El seguro estaba en la parte trasera del guardamonte, un pestillo en forma de cruz que se movía con suma facilidad. No se guardaba una bala en la recámara, porque se pretendía que todos los que estuviesen a tu alrededor oyesen el sonido de la bala al introducirse en el cañón antes de disparar. Faith había visto a muchos hombres hechos y derechos arrodillarse al escuchar aquel sonido.
Miró de nuevo en dirección a la casa mientras quitaba el seguro. Las cortinas de la ventana delantera se movieron. Vio una sombra correr por el vestíbulo.
Faith sostuvo la escopeta con una mano mientras se dirigía hacia el garaje. Sus movimientos produjeron un sonido que reverberó contra el cemento. En un instante, se colocó la culata contra el hombro, el cañón justo delante de ella. Le dio una patada a la puerta para abrirla mientras sostenía el arma firmemente y gritaba:
—¡Policía!
Sus palabras resonaron en toda la casa como un relámpago. Le salieron de lo más profundo, de algún lugar oscuro de sus entrañas, de un sitio que procuraba ignorar por miedo a encender algo que ya nunca pudiese apagar.
—¡Salgan con las manos levantadas!
No salió nadie. Oyó un ruido en la parte de atrás de la casa. Aguzó la vista al entrar en la cocina. Vio sangre en la encimera, un cuchillo del pan y más sangre en el suelo. Los cajones y los armarios estaban abiertos. El teléfono que había en la pared colgaba como una soga retorcida. La BlackBerry y el teléfono móvil de Evelyn estaban tirados en el suelo, hechos añicos. Faith sostenía la escopeta delante de ella, con el dedo apoyado en el lado del gatillo para no cometer ningún error.
Debía pensar en su madre, o en Emma, pero sólo se le pasaban dos palabras por la cabeza: personas y puertas. Cuando se inspeccionaba una casa, ésas eran las mayores amenazas para la seguridad. Había que saber dónde se encontraban las personas, ya fuesen de los buenos o de los malos, y tenías que saber qué te podías encontrar cada vez que cruzabas una puerta.
Faith se echó hacia un lado, apuntando con la escopeta dentro de la habitación de la colada. Vio a un hombre tirado boca abajo, con el pelo moreno y la piel amarilla como la cera. Tenía los brazos alrededor del cuerpo, como un niño que juega a dar vueltas. No estaba armado ni había pistola alguna a su lado. Le brotaba sangre de la nuca. La lavadora estaba manchada con trozos de cerebro. Faith vio el agujero que había hecho la bala en la pared al atravesarle el cráneo.
Regresó a la cocina. Había un pasillo que conducía hasta el comedor. Se agachó y miró alrededor.
Estaba vacío.
Visualizó la distribución de la casa como si fuese un diagrama. El salón estaba a su izquierda; el vestíbulo, grande y abierto, a la derecha. La entrada quedaba justo delante; el cuarto de baño, al final. Había dos dormitorios a la derecha y otro a la izquierda; el de su madre. En el interior había un cuarto de baño diminuto, y una puerta que conducía al jardín trasero. La puerta del dormitorio de Evelyn era la única del pasillo que estaba cerrada.
Faith se dirigió hacia la puerta cerrada, pero se detuvo.
Personas y puertas.
Se imaginó aquellas palabras grabadas en piedra: «No proceder hasta tu última amenaza, hasta que no te asegures de que tienes las espaldas cubiertas».
Se agachó cuando giró a la izquierda y entró en el salón. Recorrió con la mirada las paredes, y comprobó la puerta de cristal que conducía hasta el jardín trasero. El cristal estaba hecho añicos. La brisa agitaba las cortinas. La habitación estaba totalmente desordenada. Alguien había estado buscando algo. Los cajones estaban rotos y habían destripado los cojines. Desde su lugar estratégico miró detrás del sofá y comprobó que al sillón orejero no se le veían pies adicionales. Se asomó varias veces entre la habitación y el vestíbulo hasta que se aseguró de que podía avanzar.
La primera puerta era la de su antiguo dormitorio. Alguien lo había registrado. Los cajones del viejo buró estaban abiertos y sobresalían como si fuesen lenguas. Habían rajado el colchón. La cuna de Emma estaba hecha pedazos y habían rasgado las mantas por la mitad. El pequeño toldo que había colgado sobre su cabeza todos los meses de su vida estaba tirado en el suelo. Faith tuvo que contener su rabia y siguió avanzando.
Rápidamente, miró dentro de los armarios y debajo de la cama. Hizo lo mismo en la habitación de Zeke, convertida ahora en el despacho de su madre. Había papeles tirados por el suelo; habían arrojado los cajones contra la pared. Comprobó el cuarto de baño. La cortina de la ducha estaba descorrida; el armarito, abierto de par en par. Vio toallas y sábanas en el suelo.
Faith estaba de pie, a la izquierda de la puerta del dormitorio de su madre cuando oyó la primera sirena. Se oía a lo lejos, pero claramente. Debía esperar a que llegase, tenía que esperar los refuerzos.
Faith le dio una patada a la puerta para abrirla y entró agazapada. Tenía el dedo puesto en el gatillo. Había dos hombres al pie de la cama. Uno estaba de rodillas. Era hispano. Sólo vestía unos pantalones vaqueros. Tenía la piel del pecho desollada, como si le hubiesen azotado con un alambre de espino. El sudor le corría por todo el cuerpo. Tenía moratones en las costillas, así como tatuajes en los brazos y en el torso, el mayor en el pecho: una estrella de Texas de color verde y rojo con una serpiente de cascabel a su alrededor. Era un miembro de los Texicanos, una banda mexicana que había controlado el tráfico de drogas en Atlanta durante los últimos veinte años.
El segundo hombre era asiático. No tenía tatuajes. Vestía una camisa hawaiana rojo brillante y unos pantalones chinos color crema. Estaba de pie, con el texicano delante de él, apuntándole con una pistola a la cabeza. Era una Smith & Wesson de cinco disparos, con la empuñadura color fresa: el arma de su madre.
Faith sostenía la escopeta apuntando al pecho del asiático. El frío y duro metal era como una extensión de su cuerpo. La adrenalina hacía que el corazón le latiese frenéticamente. Cada músculo de su cuerpo le decía que apretase el gatillo.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó de forma entrecortada.
El hombre respondió con un deje sureño.
—Si me disparas, le vas a dar a él.
Tenía razón. Faith estaba en el vestíbulo, a menos de dos metros de distancia. Los dos hombres estaban muy cerca uno del otro. Hasta un disparo en la cabeza suponía el riesgo de que un perdigón se perdiese e impactara al rehén, que podía morir en el acto. Aun así, mantuvo el dedo en el gatillo, dispuesta a disparar.
—Dime dónde está mi madre.
El asiático presionó el cañón contra la cabeza del hombre.
—Tira el arma.
Las sirenas se estaban acercando. Venían de la zona 5, por el lado del Peachtree del vecindario.
—¿Las oyes? —preguntó Faith.
Visualizó mentalmente el recorrido que les quedaba desde Nottingham; los coches patrulla llegarían al cabo de menos de un minuto.
—Dime dónde está mi madre o te juro por Dios que te mato antes de que lleguen.
El asiático volvió a sonreír mientras sostenía la pistola.
—Ya sabes por qué estamos aquí. Dánoslo y la dejaremos libre.
Faith no tenía ni la más remota idea de a qué se refería. Su madre era una viuda de sesenta y tres años. Lo único que tenía de valor era la casa donde vivía.
El tipo interpretó su silencio como una evasiva.
—¿Quieres cambiar a tu madre por Chico?
Faith fingió entender.
—¿Así de sencillo? ¿Estás dispuesto a cambiarlo?
El hombre se encogió de hombros.
—Es la única forma de que ambos salgamos de aquí.
—No me jodas.
—No te miento. Es un trato.
Las sirenas se acercaron. Se oyó rechinar los neumáticos en la calle.
—¿Qué me dices, zorra? ¿Hay trato o no?
Faith se dio cuenta de que mentía. Ya había matado a una persona y estaba amenazando a otra. En cuanto cediese, recibiría un tiro en el pecho.
—De acuerdo —dijo, utilizando la mano izquierda para tirar el arma delante de ella.
El instructor de tiro llevaba un cronómetro que contaba cada décima de segundo, por eso Faith sabía que tardaba ocho décimas en sacar su Glock de la pistolera. Mientras el asiático se distrajo viendo cómo caía la escopeta a sus pies, Faith sacó su Glock, puso el dedo en el gatillo y le disparó al hombre en la cabeza.
El tipo levantó los brazos y soltó la pistola. Estaba muerto antes de caer al suelo.
La puerta de delante se abrió de golpe. Faith se giró hacia la entrada, justo en el momento en que todo el equipo de asalto entraba en la casa. Luego se dirigió de nuevo al dormitorio y vio que el mexicano había desaparecido.
La puerta del jardín estaba abierta. Faith salió a toda prisa y lo vio saltar la valla de tela metálica. Llevaba en la mano el S&W. Las nietas de la señora Johnson jugaban en el jardín trasero, y gritaron al ver al hombre armado dirigirse hacia ellas. Estaba a unos siete metros de distancia, luego a cinco. Levantó el arma en dirección a las niñas y disparó por encima de sus cabezas. Saltaron algunos trozos de ladrillo y cayeron al suelo. Las niñas se quedaron tan aterrorizadas que fueron incapaces de gritar, de moverse, de ponerse a salvo. Faith se detuvo en la valla, levantó su Glock y apretó el gatillo.
El hombre se detuvo como si hubiese chocado con una cuerda a la altura del pecho. Logró mantenerse en pie durante un segundo, pero luego se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. Faith saltó la valla y corrió en su dirección. Le clavó los tacones en la muñeca hasta que el hombre soltó el arma de su madre. Las niñas empezaron a gritar de nuevo. La señora Johnson salió al porche y las cogió en brazos como si fuesen patitos. Miró a Faith mientras cerraba la puerta. Su mirada denotaba que estaba consternada, horrorizada. Cuando Faith y Zeke eran niños, a menudo los perseguía con la manguera del jardín. Ella solía sentirse a salvo allí.
Faith enfundó su Glock y se metió el revólver de Evelyn en la parte trasera de los pantalones. Cogió al mexicano por los hombros y le preguntó:
—¿Dónde está mi madre? ¿Qué le habéis hecho?
El tipo abrió la boca. Le brotaba sangre por debajo de los empastes de plata. Sonreía. El muy gilipollas sonreía.
—¿Dónde está? —preguntó Faith presionándole el pecho y notando cómo se movían sus costillas rotas bajo los dedos.
El hombre gritó de dolor, pero ella apretó aún más fuerte, haciendo entrechocar los huesos.
—¿Dónde está?
—¡Agente! —gritó un policía joven apoyándose con una mano mientras saltaba la valla. Se acercó hasta ella, con la pistola apuntando hacia el suelo—. Aléjese del prisionero.
Faith se acercó aún más al mexicano. Podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo.
—Dime dónde está.
Emitió un ruido con la garganta. Ya no sentía ningún dolor. Tenía las pupilas del tamaño de una moneda de diez centavos. Parpadeó e hizo una mueca con sus labios.
—Dime dónde está —insistió Faith con un tono de desesperación en la voz—. ¡Por favor, dime dónde está!
El hombre gemía, como si tuviese los pulmones pegados. Movió los labios y susurró algo que Faith no pudo entender.
—¿Cómo dices?
Faith acercó tanto el oído a sus labios que notó cómo le salpicaba su saliva.
—Dímelo. Por favor, dímelo.
—Almeja[1]
—¿Qué? —preguntó de nuevo Faith.
El hombre abrió la boca, pero, en lugar de palabras, lo que brotó fue más sangre.
—¿Qué has dicho? —gritó Faith—. ¡Dime qué has dicho!
—¡Agente! —volvió a gritar el policía.
—¡No!
Faith presionó el pecho del mexicano, intentando reanimar su corazón. Cerró el puño y le golpeó tan fuerte como pudo.
—¡Dímelo! —gritaba—. ¡Dímelo!
—¡Agente!
Faith notó que la cogían por la cintura. El policía prácticamente la levantó en el aire.
—¡Suéltame!
Le propinó un codazo tan fuerte que el policía la soltó como si fuese una piedra. Ella rodó por la hierba y luego se acercó a gatas al testigo, al rehén, al asesino, a la única persona que podía decirle qué narices le había sucedido a su madre.
Puso las manos en la cara del mexicano y miró sus inertes ojos.
—Por favor, dímelo —le rogó, sabiendo que ya era demasiado tarde—. Por favor.
—¿Faith?
El inspector Leo Donnelly, su antiguo compañero en la policía de Atlanta, estaba al otro lado de la valla. Resollaba y aferraba con fuerza el borde superior de la valla metálica. El viento agitaba la chaqueta de su barato traje de color marrón.
—Emma se encuentra bien. Hemos traído a un cerrajero.
Sus palabras sonaron lentas y pesadas, como cuando la melaza se pasa por un tamiz.
—Vamos, chica. Emma necesita a su madre.
Faith miró detrás de él. Había policías por todos lados. Veía uniformes de color azul recorrer la casa y el jardín. A través de las ventanas vio cómo seguían las tácticas usuales, yendo habitación por habitación, con el arma levantada y gritando «despejado» cuando no encontraban nada. Se oían sirenas por todos lados, sirenas de los coches patrulla, de ambulancias y de un camión de bomberos.
La llamada había seguido el proceso de un código treinta: un oficial necesita ayuda urgente.
Tres hombres muertos. Su bebé encerrada en el cobertizo. Su madre desaparecida.
Faith se apoyó sobre los talones, se llevó las temblorosas manos a la cabeza y se esforzó por no echarse a llorar.