La banda de la Calavera celebraba lo que se podría llamar una junta general. Los siete jefes de las bandas que la constituían habían acudido acompañados por sus lugartenientes y varios de sus hombres de confianza. Todos llevaban el rostro cubierto por una máscara, y aunque cada uno de los jefes conocía a los otros seis, en cambio, los restantes bandidos ignoraban quiénes eran los jefes de las otras bandas.
El presidente de la asociación, antiguo guerrillero en la pasada contienda y verdadero promotor de la idea de reunir las fuerzas, se puso en pie.
La reunión se celebraba en el calvero de un espeso bosque y al amparo de un triple cinturón de centinelas que protegían eficacísimamente a los jefes y a sus lugartenientes. Todos se hallaban sentados en troncos de árboles o taburetes formando un círculo. El presidente recorrió con la mirada el círculo formado ante él.
—Nos hemos reunido en vísperas de un importante golpe —empezó—. Yo fui, hace un año, quien sugirió la idea de agrupar nuestras pequeñas bandas y formar una muchísimo más importante, capaz de abordar las empresas más arriesgadas. Desde entonces hemos dado golpes magníficos que nos han reportado buenos beneficios. Hemos desconcertado a la policía de todo el oeste, pues tan pronto hemos actuado en un lado como en otro, y aún no se han dado cuenta de que, en realidad, somos seis bandas distintas bajo una misma denominación. Nuestro compañero de Los Ángeles ha dado un buen golpe y nos ha proporcionado un medio de desviar aún mejor las sospechas que puedan recaer sobre cualquiera de nosotros. Además, de esa forma podemos ofrecer a las autoridades un triunfo que las calmará y las hará merecedoras de las felicitaciones del Gobierno.
Estas palabras provocaron las carcajadas de los reunidos, y las miradas volviéronse hacia el que todos sabían era el jefe de la banda que operaba en Los Ángeles, y que, como los demás, llevaba el rostro cubierto por la característica máscara. Cuando se apagaron las risas el jefe siguió:
—Vamos a dar el golpe más grande de cuantos hemos intentado hasta ahora, y el botín será inmenso. Ascenderá a varios millones, y solo gracias a la sagacidad de nuestro compañero de Los Ángeles hemos podido trazar el plan que nos permitirá llevamos semejante fortuna. Todos tenemos confianza en él; por su parte, él sabe que no puede traicionar la confianza que nos veremos obligados a depositar en él. Se puede escapar a la acción y a las pesquisas de la policía; pero no se puede traicionar en balde a nuestra banda.
—Tened la seguridad de que no he pensado jamás en tal cosa —replicó el jefe de la banda de Los Ángeles, levantándose—. Todos sabéis dónde encontrarme y sabéis también, que no puedo escapar y, mucho menos, llevarme el fabuloso tesoro de que vamos a apoderarnos. Yo os prestaré mi ayuda y, gracias a ella, vamos a convertir en realidad lo que hasta ahora ha sido prácticamente un sueño, pues nuestro golpe superará a cuantos hasta ahora se han realizado; pero a cambio de mi ayuda, sin la cual no sería posible nada, necesito la vuestra, porque en Los Ángeles se ha levantado contra nosotros un enemigo implacable y contra el cual nada podemos, ya que disfruta de nuestra misma ventaja, o sea la del incógnito. Me refiero al Coyote.
Un murmullo recorrió a todos, aunque pocos habían luchado contra el famoso enmascarado. El de Los Ángeles prosiguió:
—Hace poco tiempo dimos en nuestra ciudad un buen golpe que debía reportarnos un excelente beneficio. Varios de mis hombres asaltaron la casa de Sun Chih, un joyero chino, a quien quitaron una pequeña fortuna en perlas y brillantes. Ya iban a retirarse de allí cuando, de pronto, fueron atacados por El Coyote, que les arrebató las armas y el botín, y luego utilizó el golpe que habíamos dado nosotros para cargar nuestras culpas sobre Turner y Shepard, o sea los presos que arrancamos de la cárcel. De momento sentí una gran indignación, ya que se nos cargaban unos colaboradores en quienes jamás habíamos pensado. Se celebró el juicio contra ellos y fueron condenados a muerte. Era la venganza del Coyote. Una venganza muy ingeniosa. No me importa reconocer el ingenio y la inteligencia en mis enemigos. Creo que es lo menos que puede hacerse. Sobre todo cuando una buena, como la del Coyote, puede ser perfectamente utilizada por nosotros. Turner y Shepard son, para todos, miembros de nuestra banda. Y por su posición anterior, se les supone los jefes. Si sus cadáveres son hallados después del golpe que daremos contra el tren, todos supondrán que perecieron en el encuentro. Así la justicia tendrá un par de víctimas propiciatorias y se creerá que la banda, muertos sus jefes, está desorganizada. Durante algún tiempo, nuestra actividad en Los Ángeles será nula. Así trabajaremos con más seguridad y podremos dividirnos el tesoro sin que nadie nos moleste.
Sentóse el representante de Los Ángeles y el jefe supremo volvió a ponerse en pie.
—El plan de nuestro compañero es perfecto y se pondrá en práctica mañana. El lugar donde se ha de dar el golpe ha sido elegido ya. Nuestros hombres montan guardia en aquel punto y todo ha sido dispuesto. Ahora, que cada uno vuelva a su puesto y prepare a su gente. Mañana, a las dos de la tarde, se dará el golpe.
Levantáronse los bandidos y, cuando se hubieron reunido todos los hombres de su escolta, marcharon cada cual a su campamento. El de Los Ángeles atravesó el bosque y llegó a una solitaria cabaña que había sido levantada años antes por un buscador de oro que tenía la convicción de que en aquel lugar tenía que haberlo. Después de un año entero de buscar en vano, agotó víveres y recursos y tuvo que marchar a trabajar en el tendido del ferrocarril, donde con mucho menos trabajo obtuvo más beneficios.
En tomo a la cabaña acampaban unos treinta hombres perfectamente armados. Unos fumaban, otros jugaban a las cartas y otros se ocupaban en la preparación de sus comidas. Junto a la cabaña montaba guardia uno de ellos, que se apoyaba cansadamente en su rifle.
Al llegar el jefe, todos le miraron llenos de curiosidad. Algunos esperaban una orden o una explicación de lo que se había tratado en la junta; pero el jefe retiróse a su tienda de campaña sin dar explicación ninguna. Sólo al cabo de un rato, su lugarteniente anunció que al amanecer del otro día deberían ponerse en marcha, y ordenó que se tuvieran a punto las armas y los caballos.
Al anochecer fue cambiada la guardia de la cabaña, y otro bandido se colocó ante la puerta. Aquel turno era el menos agradable de todos, ya que coincidía con la hora de la cena, y el que estaba allí de vigilancia tenía la segundad de recibir las partes peores de la comida, porque no pudiendo abandonar su puesto, debía conformarse con lo que le llevaban, que nunca era lo más exquisito. Aquella noche, el turno de guardia se decidió mediante una partida de «póquer», y el perdedor tuvo que cargar con el trabajo, a pesar de sus protestas.
Sin embargo, cuando se sentó a la puerta de la cabaña lo hizo sonriendo extrañamente, y también sonrío cuando le sirvieron la cena a pesar de que el contenido de su plato de hierro estañado no era el más selecto. Cuando las hogueras comenzaron a apagarse y casi todos los bandidos estuvieron dormidos, el centinela se puso en pie y sigilosamente abrió la puerta.
Al oír el ruido, los tres cautivos encerrados en la cabaña se incorporaron. Estaban tendidos en el suelo, envueltos en unas mantas que les habían sido prestadas.
Howell Shepard se sintió dominado por el temor que le había embargado desde el momento en que descubrió que Jean Shepard era también prisionera de los bandidos. ¿Habrían descubierto éstos el verdadero sexo del que ellos creían su hermano?
—Silencio —pidió el que entraba, y en quien Shepard reconoció al centinela que unas horas antes había ocupado su puesto a la puerta de la cabaña.
—¿Qué ocurre? —preguntó el notario, extrañado del sigilo con que entraba aquel hombre.
—Vengo a salvarles —susurró el centinela—. Mi jefe me ha ordenado que les ayude a escapar.
—¿Y quién es su jefe? —preguntó Turner, a quien el miedo no había dejado dormir durante las últimas noches.
—El Coyote —replicó el centinela—. Está cerca. Quiere salvarles.
—El Coyote es el causante de todas nuestras desgracias —declaró Shepard.
—No lo crea. Él quiso castigarles; pero no hasta el extremo a que se llegó. Si tienen valor para seguirme, iremos a reunimos con él.
—Esto es una trampa —jadeó Turner.
—No —dijo el centinela—. El jefe de la banda piensa sacrificarles a los tres para que se crea que han muerto en el ataque al tren…
—¿A qué tren? —preguntó Shepard.
—Al que se va a asaltar mañana —respondió el centinela—. Pero no podemos perder tiempo. Les aseguro que los bandidos piensan asesinarles, y aunque la huida presenta muchos peligros, si se quedan su suerte está echada.
—No sé si nos dice la verdad —replicó Shepard; sin embargo, por muy malo que sea lo que nos ofrece, no puede ser peor que esto. Yo le acompaño.
—Yo también —dijo Jean Shepard.
—Yo, no —tartamudeó Turner—. Estoy seguro de que ese hombre nos tiende una trampa.
—No ganaría nada con ello —se impacientó el hombre del Coyote—. Sólo puedo asegurarle que si se queda morirá asesinado.
—No, no les acompaño —insistió Turner—. ¡No!
El centinela vaciló; pero Howell Shepard decidió ir con él.
—Huyamos nosotros —dijo.
Y pensaba mucho más en su hija que en él.
—Le dejaré la puerta abierta, y si quiere podrá seguirnos —dijo el centinela, dirigiéndose a Turner—. Le aconsejo que lo haga.
—No, no lo haré.
Howell Shepard se había puesto en pie y ayudó a su hija a levantarse. El centinela les tendió un revólver a cada uno y tiró otro al suelo, junto a Charles Turner, diciendo:
—Así, al menos, podrá defenderse.
Luego, volviéndose hacia los Shepard, dijo:
—Síganme.