Capítulo VIII:
La expedición del Coyote

Entre las primeras visitas que recibió Ricardo Yesares en cuanto se hubo hecho pública su desgracia, figuró la de don César de Echagüe. A nadie extrañó que el propietario del rancho de San Antonio visitase al posadero, de quien era conocido protector.

—¡Qué desgracia tan grande! —exclamó don César en cuanto hubo estrechado la mano de don Ricardo Yesares—. ¿Fue mucho lo que le robaron?

—Bastante —suspiró el dueño de la posada—. Pero entre usted en mi despacho. Allí hablaremos mejor.

César se dejó conducir hasta el reducido despacho y en cuanto la sólida puerta, a través de la cual era imposible oír nada de cuanto se hablaba dentro, se hubo cerrado, terminó el disimulo.

—¿Cómo ocurrió eso? —preguntó César.

Yesares explicó rápidamente lo sucedido. Apenas volvió a su casa, después de despedirse de César, y de despojarse de su traje, entró en aquel despacho, y, al momento, se abrió la puerta y entraron tres hombres armados que sin darle tiempo a empuñar sus armas le ataron y amordazaron, dedicándose luego a forzar la caja. Mientras dos de ellos regresaban al vestíbulo, el otro fue llenando un saco de lona con el contenido de la caja. Luego entraron los que habían salido y se retiraron todos con el producto del robo.

—De momento —siguió Yesares—, creí que el verdadero móvil del asalto fue el robo; pero al ser puesto en libertad por mis criados me enteré de que Earl Grigor había sido encontrado con la cabeza medio abierta dentro del cuarto de Jean Shepard. El muchacho ha desaparecido.

—¿Shepard?

—Sí. No sabemos si fue raptado o bien, si como creen todos, fue él quien dirigió el robo.

—No creo a aquel muchacho capaz de semejante cosa —sonrió César—. Además, yo vi cómo junto a la cárcel era atacado por uno de los bandidos. Si él hubiera planeado la liberación de su hermano o de su padre, no se habría dejado sorprender…

—Pudo tratarse de una añagaza para librarse de toda sospecha.

—En tal caso continuaría aquí. No hubiera buscado la seguridad en lo referente a la liberación de Howell Shepard y, en cambio, se habría comprometido en lo otro. No, el muchacho ha sido raptado, y eso me convence más de que Shepard no fue salvado, sino raptado con algún fin. Grigor debe de saber algo, ¿no?

—No sé. Aún no ha podido hablar con nadie. Está en su cuarto, en la cama.

—Entonces es muy conveniente que hablemos con él. Mejor dicho, hablarás tú, pues ya conoce tu voz. Yo escucharé.

—¿Utilizamos el camino secreto?

—Claro.

Después de asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada, Yesares abrió el cuartito secreto y se puso el antifaz del Coyote. Para disimular su indumentaria se cubrió con una larga capa, luego, apretando otro resorte, abrió otra puerta secreta que dejó al descubierto una estrecha abertura que desembocaba en un pasadizo de un metro de ancho por dos muy escasos de altura. Apenas hubieron cruzado el umbral, la pared volvió a cerrarse.

Los dos hombres siguieron el pasillo que torcía en ángulos agudos, siguiendo el trazado de los recios muros de la casa. Yesares encendió una linterna cuya luz, si bien escasa, era suficiente para alumbrar el camino. Después de subir unos cuantos escalones muy empinados pasaron ante varias puertas señaladas con números. Al llegar a una de ellas, Yesares se detuvo y volvióse hacia su jefe.

—Entra —le dijo éste—. Yo me quedo aquí. Oiré todo lo que habléis.

Yesares abrió una pequeña mirilla y pegó a ella el ojo derecho. Desde aquel punto se dominaba toda la habitación y se veía la cama donde reposaba Earl Grigor. No viendo a ninguna otra persona, Yesares movió el resorte que abría la puerta y ante los asombrados ojos de Grigor, entró en la habitación.

—¿Usted? —tartamudeó el herido.

El falso Coyote acercóse a la puerta de la habitación y corrió el pestillo, para evitar desagradables sorpresas. Luego, regresando junto a la cama, sentóse a los pies de ella y pidió:

—Cuénteme en seguida lo ocurrido. El rapto de Jean Shepard me ha desconcertado, pues es lo que menos esperaba. ¿Qué significa?

—Eso sí que no lo sé replicó Grigor—. Pero en cambio, sé otras cosas.

—Cuéntemelo todo. ¿Volvieron juntos a la posada?

—Sí. Acompañé a Shepard hasta su habitación y apenas entró en ella oí un grito y la caída de una silla. Creyendo que podía haberse hecho daño o que asaltado por una súbita debilidad había perdido el conocimiento, llamé a la puerta y le pregunté qué le ocurría. Al no recibir contestación entré en el cuarto y oí un ruido detrás de mí. Quise evitar el ataque que presentía; pero no pude lograrlo y caí sin sentido a causa de un golpe en la cabeza. Supongo que fue un terrible culatazo.

—Eso quiere decir que Jean Shepard fue raptado.

—Así lo creo; pero todavía hay algo más.

—¿Qué?

Grigor vaciló un momento, luego, haciendo un esfuerzo, declaró:

—Que Jean Shepard no es lo que parece.

—¿Qué quiere decir?

—Que no es hombre, sino una mujer.

Tal vez el verdadero Coyote hubiera logrado dominar su asombro; pero Yesares no poseía la impasibilidad del famoso enmascarado y, contra su voluntad, lanzó un grito de incredulidad.

—¡Una mujer!

—Sí. Lo descubrí ayer noche, cuando trataba de convencerme de si estaba vivo o no.

—Pero ¿está seguro de lo que dice?

—Completamente seguro. A menos que tenga una anormalidad física que juzgo casi imposible. Desde el primer momento noté en él algo raro. Su nerviosismo, un puntapié que me pegó en la espinilla, su irritabilidad. Eran síntomas muy claros; pero, en cambio, había otros detalles de tan clara masculinidad, que me desconcertaron por completo. ¡Cuando pienso que estuve a punto de darle una buena zurra…!

Yesares no supo qué replicar. Al fin encargó:

—No se mueva de aquí. Ya recibirá instrucciones mías. Adiós.

Levantándose, fue hacia La puerta secreta y, saliendo por ella, la cerró, siguiendo a César de Echagüe, que, sin decir nada le precedió en su regreso al despacho. Cuando Yesares se hubo despojado de la capa y del antifaz, El Coyote dijo:

—Esto complica aún más las cosas. Indudablemente, en el plan de la banda figuraba el rapto de esa muchacha, aunque tal vez nadie conocía su verdadero sexo.

—¿Qué fin pueden perseguir?

—De momento, es difícil adivinarlo, aunque yo creo en un deliberado intento de presentar a los Shepard como jefes de la banda.

—¿Jefes?

—Sí. Todos los habitantes de Los Ángeles han llegado ya a una conclusión muy lógica, respecto a Shepard. Él era el jefe de la banda. Sus cómplices le han salvado. Y a sus cómplices los dirigía su hijo. De la cuadra donde esa criatura dejó los caballos y los víveres, todo ha desaparecido. El armero y los tenderos a quienes compró las armas, sillas de montar y víveres, han prestado ya declaración ante Mateos. Todo concuerda con la lógica más elemental, Jean Shepard ayudó a su hermano a escapar, y antes de marcharse, se agenció dinero robando la caja de la posada donde se había hospedado. Sólo el incidente ocurrido junto a la cárcel demuestra que la muchacha no tenía nada que ver con la banda. Pero ese incidente, sólo fue presenciado por nosotros. Y no podemos descubrirlo sin descubrirnos.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Marchar en pos de la banda.

—¿Por qué en pos?

—Porque la banda de la Calavera ha partido hacia el norte. Esta mañana he recibido mensajes que situaban a una banda bastante numerosa camino de Bakersfield, desde donde pueden haberse dirigido hacia Pasos Robles, Delano o Freeman.

—¿Lo sabe la policía?

—No. Son informes particulares, enviados por paloma mensajera. Mateos y sus hombres no pasaron de San Fernando. Esta tarde marcharé hacia el norte. Podré hacer el viaje muy de prisa, pues tengo muchos sitios donde cambiar de caballo. A Grigor lo dejaremos aquí.

—¿Debo acompañarle?

—Sí. Ve a hablar con Mateos y dile que hoy marcharás a Sacramento para exigir una mejora en el servicio de policía. Ya te enviaré instrucciones más detalladas. —César de Echagüe salió luego del despacho, repitiendo, para que todos pudieran oírlas, sus ofertas de ayuda a Yesares, quien afirmó en voz bien alta que recurriría al gobernador de California para que pusiese personalmente orden en aquélla ciudad, donde el desorden imperaba de tal manera.

Cuando salía de la posada, César vio un grupo de galeras tiradas por fuertes caballos y dispuestas para la marcha.

—¿Adónde va usted ahora? —preguntó, dirigiéndose al propietario de los carruajes.

Éste era Dutch Louie el holandés comerciante en maquinaría agrícola.

—A Apartadero, en busca de una remesa de maquinaría agrícola que me envían desde Chicago —explicó el hombre—. Por cierto que traeré unas trilladoras mecánicas que son una maravilla. En cuanto las reciba lo avisaré; pues estoy seguro de que será usted el primero en comprarme unas cuantas. Con ellas se ahorrará a veinte peones y varias semanas de trabajo. Sólo se necesita una máquina de vapor alimentada con leña, y en una hora le harán la trilla de dos días.

—Me parece que exagera usted un poco —sonrió César—. Si eso fuese cierto… Bueno, aunque en un día hicieran el trabajo de dos, valdría la pena de comprarlas.

—En un día le harán el trabajo de una semana —aseguró el comerciante—. Por un lado echa usted las espigas y por otro saldrá el trigo ya limpio.

—Veremos si es cierto, señor Louie. En cuanto vuelva, avíseme.

—No dejaré de hacerlo. Adiós, don César. No puedo entretenerme más. Espero llegar a Apartadero en una semana, no me conviene que las máquinas que me traen en el ferrocarril queden a la intemperie.

—Buen viaje —deseó César.

Dutch Louie dio las gracias y, subiendo al pescante de la primera de las seis galeras, dio la señal de la partida. Chirriaron las ruedas, restallaron los látigos, y la pequeña caravana se puso en marcha.

Los chiquillos corrieron, un rato, junto a los carruajes, animando a los caballos, que pronto emprendieron un buen trote que fue dejando rezagados a los curiosos.

César de Echagüe, pensativo, marchó hacia su carricoche y, subiendo en él, partió, en dirección opuesta, hacia su rancho. Sentíase completamente desorientado; pero estaba seguro de que los detalles que ya poseía darían pronto su fruto y el velo que lo cubría todo empezaría a descorrerse.