En cuanto Jean Shepard estuvo en condiciones de caminar, Earl Grigor le ayudó a levantarse y le acompañó hacia la posada. Al cabo de varios minutos de caminar en silencio Shepard preguntó en voz baja:
—¿Qué ha ocurrido?
Grigor tardó unos segundos en responder. Al fin, preguntó a su vez:
—Trataba usted de ayudar a su hermano, ¿verdad?
Shepard inclinó la cabeza.
—Sí; pero fracasé. ¿Me descubrió alguno de los centinelas?
—Creo que sí; pero intervino alguien más.
—¿Quién?
—No sé. Alguien que asesinó al centinela y le dejó a usted sin sentido.
—¿Y cómo estaba usted allí?
Grigor vaciló un momento antes de contestar. Aunque no se le había recomendado el silencio sobre aquel punto, la más elemental prudencia aconsejaba guardar secreta la intervención del Coyote Por ello replicó:
—Estaba en mi habitación y le vi salir. Como yo también quería dar un paseo marché detrás de usted sin darme cuenta de que le seguía. Claro que al ver que se dirigía a la cárcel me intrigó el que fuese usted hacia semejante lugar y, sobre todo, que adoptara tantas precauciones. Fue una suerte que le siguiese hasta allí.
—¿Me salvó la vida? —preguntó con voz débil Jean Shepard.
—Creo que sí.
—Desea que le exponga los motivos que me han impelido a hacer lo que he hecho, ¿eh?
—No niego mi curiosidad, pero tampoco puedo insistir en lo que tal vez es para usted un secreto que desea guardar.
—Quería salvar a mi hermano. No sé si es o no inocente. Ni me importa. Es mi hermano y debía ayudarle. Compré caballos, armas y víveres para que la huida le fuese fácil. Pero fracasé. La empresa era demasiado grande para mí.
—Tal vez pueda hallar otra solución. Quiero decir una solución más legal.
—No creo que exista ninguna; pero si es necesario acudiré al mismo gobernador de California. Tal vez cuando sepa quién es en realidad Howell Shepard se conmoverá su ánimo…
—¿Qué quiere decir? —preguntó Grigor.
Jean pareció no oírle. Al cabo de unos segundos se volvió hacia él como si hasta entonces no hubiese comprendido sus palabras, contestó:
—Howell Shepard es un apellido sajón que oculta otro español. Mi… hermano, al marchar de casa, lo adoptó. Tal vez lo hizo porque esperaba que su vida no fuese muy honorable y no quiso manchar un apellido que durante muchos años ha sido sinónimo de honradez. Yo, al venir aquí adopté el mismo apellido. Y ahora, le ruego que no siga preguntando.
Habían llegado a la posada del Rey Don Carlos en donde casi no había nadie. Sólo en el vestíbulo vieron a tres hombres que fumaban distraídamente. El resto del establecimiento parecía desierto. Cuando entraron Grigor y Shepard, uno de los hombres dirigió una rápida mirada al cuartito en el que el propietario de la posada tenía su despacho particular; pero al ver que los recién llegados se dirigían hacia la escalera, volvió la atención al diario que tenía entre las manos.
—Si me necesita para algo no tiene más que llamarme —dijo Grigor, cuando llegaron a la puerta del cuarto de Shepard.
—No creo que le necesite —sonrió el joven—. De todas formas… Muchas gracias.
Entró Jean Shepard en su habitación y Grigor se disponía a imitarle, cuando hasta él llegó un grito ahogado y el caer de una silla, todo ello procedente de la habitación contigua.
—¿Qué ocurre? —preguntó, creyendo, de momento, que el joven había tropezado con alguna silla.
Al no recibir respuesta, temió que el accidente hubiera sido más grave y que Jean Shepard, afectado aún por el golpe recibido junto a la cárcel, hubiese sufrido un desvanecimiento; por ello empujó la puerta y fue a entrar en la habitación. En el mismo instante en que cruzaba el umbral tuvo el presentimiento de que iba a ser atacado por la espalda y trató de saltar hacia un lado.
Pero su adversario fue más veloz que él, y antes de que hubiera podido completar el movimiento recibió en plena cabeza un violento culatazo que si no le destrozó el cráneo fue por la resistencia encontrada en la copa de su sombrero y que, si no fue muy grande, bastó para que le salvara la vida.
A pesar de ello sintió como si el mundo entero se derrumbase sobre él y lo lanzara contra el suelo, en el cual quedó tendido de bruces, ante los horrorizados ojos de Jean Shepard, que fue sacado un momento después por los tres hombres que habían aguardado allí su regreso, y que, arrastrándolo hasta el pasillo y luego escalera abajo, lo sacaron de la posada, sin que ninguno de los empleados del establecimiento lo advirtiera.
En cuanto los tres hombres y su cautivo hubieron salido de la posada, los otros tres que aguardaban en el vestíbulo se pusieron en pie y dirigiéronse hacia el despachito, cuya puerta abrieron después de dar en ella tres golpes rápidos y uno espaciado.
Dentro de la reducida habitación se encontraba otro hombre sentado frente a Ricardo Yesares, que estaba sólidamente amarrado a su sillón. Una fuerte mordaza le tapaba la boca.
—Ya podemos marcharnos —dijo uno de los que habían entrado—. ¿Has recogido todo el oro?
El que había estado vigilando a Yesares asintió con la cabeza y señaló el abierto cofre, cuyo interior había sido concienzudamente saqueado. Luego recogió un saco de lona lleno de pesadas monedas de oro, y de billetes de banco, y, después de cerrar la puerta, siguió a sus compañeros hasta la plaza, dejando dentro del despacho al propietario de la posada.
Al día siguiente, la ciudad de Los Ángeles se enteró de la doble hazaña de la banda de la Calavera: la liberación de los dos condenados a muerte, cuya asociación con la banda quedaba así puesta de manifiesto, liberación que se había realizado con el asesinato del carcelero, de uno de los centinelas exteriores y la inutilización de los restantes. La otra hazaña había sido el robo cometido en la posada del Rey Don Carlos, cuyo propietario fue encontrado atado y amordazado en su despacho particular, de cuya caja fuerte habían desaparecido unos cinco mil dólares en oro y una fuerte cantidad en billetes bancarios.
Teodomiro Mateos organizó una batida contra los bandidos; pero éstos llevaban ya la suficiente ventaja para que la persecución pudiera inquietarles, y, por lo tanto, no tuvo nada de sorprendente que a media mañana regresaran los policías sin haber obtenido el éxito que buscaron.