Capítulo V:
El Coyote

Earl Grigor no tuvo dificultad alguna en averiguar dónde estaba el rancho de San Antonio. Varias personas le guiaron casi hasta sus puertas, y a las siete y cuarto de la noche Grigor cruzaba el arco de ladrillos que señalaba la entrada de la hacienda y avanzaba por el amplio sendero que, tras algunas revueltas, llevaba hasta la casa principal.

Durante todo el trayecto no se había encontrado con nadie, aunque a cierta distancia se oían las voces de los peones, los relinchos de los caballos y los mugidos de las vacas.

Grigor pensó con cierta envidia en la riqueza casi fabulosa de aquel hacendado. Debía de ser muy hermoso poder vivir una existencia libre de inquietudes y apremios económicos, en aquel ambiente casi patriarcal.

Al doblar un recodo, Grigor quedó frente a una amplia ventana que se abría a un salón amueblado con gran lujo. Un hombre paseaba por él, como sumido en hondas meditaciones. Por un momento levantó la cabeza y miró hacia el exterior, como si hubiera oído las pisadas del caballo de su visitante. Éste reconoció a don César, que quedó casi un minuto en aquella postura.

Grigor se dio cuenta entonces de que había detenido a su caballo y en el momento en que se disponía a aflojar las riendas, oyó a su espalda una voz que le ordenaba:

—No se mueva, señor Grigor, tenemos que hablar.

Grigor quedó inmóvil. A menos de cuarenta metros de él estaba César de Echagüe. Un grito bastaría para atraerle en su ayuda. Pero ¿era necesario semejante ayuda? La voz que le había ordenado que no se moviese no lo hizo con acento hostil, aunque sí con firmeza. Por ello Grigor prefirió preguntar:

—¿Quién es usted?

—Un amigo a quien usted busca sin conocerle.

—¿Puedo volverme? —preguntó Earl.

—Puede hacerlo; pero no cometa la locura de echar mano a sus revólveres, pues entonces tendría que herirle en defensa propia. Sólo como precaución a su impetuosidad, sostengo un buen revólver de seis tiros. Escuche.

En la noche se oyó el seco chasquido del montaje del percusor de un revólver.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Grigor.

—Levante las manos y desmonte.

Grigor retiró el pie izquierdo del estribo y volvióse hacia la derecha, luego retiró el pie derecho y se dejó resbalar hasta el suelo. La luz que llegaba de la casa y de las estrellas iluminaba claramente al que había dado aquellas órdenes.

—¡El Coyote! —exclamó Grigor.

—Para servirle, caballero —replicó el otro, que vestía un traje mitad mejicano y parte californiano, y cuya prenda más caracterizada era un negro antifaz que le cubría la parte superior del rostro.

—¿Cómo sabía…? —empezó Grigor.

—Yo lo sé todo —sonrió El Coyote—. Por lo menos, sé todo cuanto puede interesarme. Y su llegada a Los Ángeles me ha interesado.

—¿Es necesario que me siga apuntando con su revólver? —preguntó Grigor.

—No lo será si usted me da su palabra de no intentar nada contra mí.

—No intentaré nada. Se lo prometo.

El Coyote enfundó su revólver y acercándose a Grigor dijo:

—Viene usted a Los Ángeles con el exclusivo objeto de ponerse en relación conmigo. Representa a la asociación de banqueros que se han unido para combatir contra las bandas de salteadores que están haciéndoles víctimas de incontables asaltos. Saben que se prepara un golpe enorme y quieren descubrir a la cabeza directora de la banda que opera en Los Ángeles y a la cual suponen en contacto con otras bandas para ese golpe. ¿No es cierto?

—Sí. Está usted bien enterado.

—¿Esperaba que don César le pusiera en contacto conmigo?

—Eso iba a pedirle.

El Coyote soltó una leve carcajada.

—¡Pobre don César! —exclamó—. Es la persona menos indicada para ese trabajo. Él no podría haberle puesto en comunicación conmigo, por la sencilla razón de que sabe de mí tanto como usted.

—En cambio, usted sabe mucho de mí.

—Desde luego. Se ha embarcado en una aventura muy peligrosa, de la cual puede salir muy mal parado.

—Si usted me ayuda…

—Mi ayuda puede serle útil; pero no le librará de ninguno de los peligros que le amenazan.

—¿Conoce al jefe de esa banda?

—No; pero deseo terminar con él. Hable con don César, expóngale sus deseos y acepte su respuesta como si no supiera nada de cuanto acabo de decirte. Luego, regresa a la posada del Rey Don Carlos y aguarde allí mis instrucciones. Pronto tendrá mucho trabajo. No se confíe a nadie. Absolutamente a nadie. Agentes míos le observaran y le transmitirán mis órdenes. Hasta pronto. Monte a caballo y siga hacia la casa. Don César le espera.

—¿No podríamos aclarar algunos puntos? —preguntó Grigor.

—Teme usted que yo no sea el verdadero Coyote y que, en realidad, le esté tendiendo una trampa, ¿no?

—Es la primera vez que le veo…

—Los bandidos contra los cuales va a actuar son implacables con los que ellos consideran espías. Si yo no fuese El Coyote y, en cambio, estuviese aliado con ellos, le habría matado. Esos hombres son eminentemente prácticos y saben que lo mejor que se puede hacer con un enemigo peligroso es matarlo.

Estas palabras fueron pronunciadas con tal seguridad, que Grigor sintió que un escalofrío le recorría la espalda hasta la nuca.

—Por lo tanto —siguió El Coyote—, tenga confianza en mí y piense que nada me habría sido más fácil que matarle de un tiro o de una puñalada. Buenas noches.

El Coyote dio un paso atrás y desapareció entre los árboles que lo ocultaron en seguida a la vista de Grigor. Éste vaciló un momento entre seguirlo o continuar hasta la casa. Al fin se decidió por esto último, y, cogiendo de las riendas a su caballo, marchó hacia la casa principal.

Al ruido de sus pasos y de los de su caballo, César de Echagüe asomóse a la ventana y preguntó:

—¿Es usted, señor Grigor?

—Sí, don César.

—Me pareció oírle antes.

—Es que desmonté para admirar la belleza de este lugar —contestó Grigor.

César acudió a la puerta y un momento después, mientras su mayordomo se hacía cargo del caballo de Grigor, César acompañaba a su visitante hasta el salón en el que el recién llegado le había visto un momento antes.

—La cena estará servida inmediatamente —anunció César—. Entretanto, tomaremos como aperitivo una copa de jerez seco y unas aceitunas sevillanas legítimas.

Apareció de nuevo el mayordomo con una bandeja en la que traía una botella y tres copas, que dejó sobre una mesita. Un momento después entró una mujer joven y hermosa, acompañada de un niño de ocho años, que era el vivo retrato de César.

Éste hizo las presentaciones.

—Guadalupe, sobre quien recae la representación femenina de esta casa. Mi hijo César. El señor Grigor.

Guadalupe saludó cortésmente al individuo y empujó hacia delante al niño, que, muy seriamente, estrechó la mano que Grigor le tendía, preguntando:

—¿Cómo está usted, señor?

—Muy bien, César —replicó Grigor—. Tu tía me habló mucho de ti. Tiene grandes deseos de verte.

—Yo también deseo verla. ¿Cómo está tío Edmundo?

—Muy bien y deseando venir a pasar un mes contigo.

Entretanto, Guadalupe había llenado las tres copas de vino y ofreció una de ellas a Grigor, otra a César y reservó la tercera para ella.

El visitante observó, con mal disimulada curiosidad, a aquella mujer, de cuya existencia no había tenido hasta entonces la menor referencia. ¿Quién era? ¿Qué representaba en el rancho y en la vida de César de Echagüe? No era una criada, pues vestía con demasiada elegancia. Sin embargo, tampoco era una igual, pues en todos sus gestos y ademanes evidenciaba un gran respeto y hasta sumisión al dueño de la casa.

Bebió Grigor el jerez y alabó sus excelencias, afirmando que era superior al que habían bebido en la posada.

—Tiene poco menos de cien años más —explicó César—. Llegó a estas tierras casi al mismo tiempo que los conquistadores españoles. Me quedan un centenar de botellas y sólo se usan para honrar a los invitados, cuya presencia nos es grata. ¿Otra copa?

—Es una tentación demasiado grande para ser resistida —rió Grigor.

—Lupe, ten la bondad de llenar la copa a nuestro invitado.

Guadalupe obedeció rápidamente, anunciando luego que iba a enterarse de cómo estaba la cena. Grigor la siguió con la mirada y César, sonriendo, comentó:

—Le intriga a usted Guadalupe, ¿no?

—Pues… ¡Oh, no! Es que admiraba su traje.

César hizo como si no hubiera oído la mentira y explicó:

—Ha nacido y se ha criado en esta casa. Es inteligente y demasiado señora para seguir siendo una criada. Ahora es una especie de ama de llaves y es quien manda aquí. Además, desde que quedé viudo, ha educado a mi hijo. No sé lo que haríamos sin ella. En el Este no se tiene idea de la fidelidad de nuestros servidores. Ni tampoco de lo mucho que los apreciamos. Pero la cena ya está dispuesta. Vamos, señor Grigor.

La cena, exquisitamente preparada, fue servida en el lujoso comedor, a cuya amplia mesa se sentaron, César, Grigor, Guadalupe y el niño. Más tarde, mientras Guadalupe y el pequeño César se retiraban, el dueño del rancho y su invitado pasaron al salón, donde Julián sirvió el café.

—Ahora podremos hablar sin que nadie nos moleste —anunció César.

Earl Grigor vaciló unos instantes. ¿Debía explicar a aquel estanciero de ademanes y gestos indolentes, que no parecía tener mayores preocupaciones e inquietudes de las que pudieran causarle sus negocios agrícolas y ganaderos, el verdadero motivo de su viaje a Los Ángeles? Al cabo de un momento decidió descubrir parcialmente aquellos motivos, ya que también le interesaba saber si el enmascarado con quien se encontró en el rancho era en realidad El Coyote.

—El señor Greene me aseguró que podía tener plena confianza en su discreción, don César —dijo Grigor.

Echagüe inclinó la cabeza, como agradeciendo las palabras de su invitado.

—Edmundo es muy amable —dijo—. Tal vez tenga un concepto demasiado elevado de mí. ¿Qué importancia tiene para usted mi discreción?

—Tiene una gran importancia, señor Echagüe, porque necesito de su ayuda.

—¿Para qué?

—Para ponerme en contacto con El Coyote.

César de Echagüe arqueó las cejas.

—¿El Coyote? —repitió.

—¿No le conoce?

El estanciero frunció el ceño.

—Conozco su fama —dijo—. Y no tiene nada de honorable.

—Sin embargo… El Coyote es el ídolo de miles de personas.

—Es el ídolo de la canalla, nunca de un caballero.

Grigor estaba completamente desconcertado. ¿Qué clase de hombre era el cuñado de Edmond Greene? Lo indudable era que no figuraba entre los simpatizantes del Coyote.

—A pesar de todo necesito ponerme en contacto con él —dijo—. Y tenía la esperanza de que por mediación de usted me sería fácil conseguirlo.

—No tengo ninguna relación con El Coyote y aunque pudiese tenerla no la tendría. Y no comprendo que mi cuñado haya supuesto que yo podía ayudarle a usted en una cosa que tanto me repugna.

—¿Y no podría usted indicarme a alguien que pudiese conducirme hasta El Coyote?

—Lo siento. No me es posible. Y, por favor, señor Grigor, no me hable más de ese bandido encubierto bajo un falso manto de caballerosidad.

—Bien, señor Echagüe; perdone mi indiscreción. Le aseguro que de haber conocido sus sentimientos acerca del Coyote nunca le hubiera pedido que me pusiese en relación con él.

César cortó con un ademán y una sonrisa las excusas de Grigor.

—Yo soy quien debe pedirle perdón por mi rudeza. Lo que ocurre es que no puedo sentir ninguna simpatía hacia ese hombre. Tal vez porque nuestros caracteres son opuestos. Él ama la ilegalidad, la vida salvaje, la violencia. Yo, en cambio, prefiero vivir dentro de la ley, llevar una vida normal y exenta de violencias.

—Un ideal muy distinto del que presidió la vida de sus antepasados —sonrió Grigor.

—Desde luego —contestó César de Echagüe, como si no advirtiese la ironía de las palabras de su interlocutor—. Mis antepasados necesitaron ser violentos. No tenían opción. No podían vivir blandamente. Vivieron en medio de la violencia, y lo mismo haría yo si no pudiese obrar en distinta forma; pero ¿a qué si puedo vivir como un general he de vivir como un obispo?

—Es cierto. Sería demasiado molesto —asintió Grigor—. Creo que en usted el mundo ha perdido un gran obispo.

—Tiempo hubo en que me sentí atraído por el claustro; pero no tardé en darme cuenta de que la vida religiosa exige también sacrificios y penalidades. Opté por seguir mi existencia normal.

—¿Y no podría usted describirme al Coyote? —preguntó de súbito Grigor.

—Eso sí —rió César—. Es un hombre alto, aunque no mucho, delgado, vestido a la mejicana, y con un antifaz negro cubriéndole el rostro.

—No es una descripción muy perfecta. Puede encajar en cualquier californiano.

César de Echagüe soltó una carcajada.

—Si El Coyote midiese dos metros de estatura, fuese muy gordo y tuviera el cabello rojo, creo que ya lo hubieran detenido hace tiempo. En su vulgaridad física está su mejor defensa. Y en cuanto a dar con él, generalmente sólo le encuentran los que menos desean hallarlo. No creo que pueda tropezar con El Coyote.

—Entonces habré hecho el viaje en vano —declaró Grigor, poniéndose en pie—. Con su permiso, don César, volveré a la ciudad. Ya es un poco tarde.

—Cuidado no vaya a tropezar con El Coyote —rió César.

César de Echagüe acompañó a su visitante hasta la puerta de su casa y le siguió con la mirada cuando se alejó por entre la doble hilera de árboles que ceñían el sendero.

Cuando iba a entrar en la casa vio que Guadalupe estaba junto a él. Por la expresión de su mirada, César comprendió que la mujer llevaba bastante tiempo allí.

—¿Qué ocurre, Lupita?

—¿Más aventuras? —preguntó ella.

—Tal vez —replicó César, distraídamente—. Es inevitable.

—¿Por qué? ¿No es ya hora de abandonar esa continua lucha en beneficio de los otros? ¿Cree que lo merecen?

César se encogió de hombros.

—Ninguno de nosotros merece que alguien se preocupe por él. Sin embargo, hay que dar un fin y un motivo a nuestra vida, y creo que no existe finalidad mejor que la de ayudar a nuestros semejantes. Ahora que mi vida no importa a nadie, pues mi hijo tiene asegurado su porvenir, mi trabajo es mucho más fácil. Sé que detrás de mí, aunque muriese, no quedaría ningún dolor. Claro que tú quizá no comprendas estas cosas, Lupita.

Guadalupe dirigió una honda mirada a César, y con voz profunda y algo quebrada por un sollozo, replicó:

—No, yo no puedo comprender esas cosas.