Earl Grigor detuvo su caballo ante la posada y, ágilmente, desmontó, atando el animal al poste destinado a aquel objeto, dirigió luego una rápida mirada a su alrededor y, aparentemente satisfecho, se dispuso a entrar en el establecimiento.
En cualquier lugar del mundo EarI Grigor hubiese resultado un hombre notable; pero mucho más en Los Ángeles, donde su tipo era poco familiar. Lo habría resultado mucho más en cualquier población minera o en las que fueron haciendo a lo largo de la vía del Union Pacific. Vestía una negra levita de amplios faldones, chaleco negro, de seda, pantalones oscuros a rayas grises, botas altas, muy brillantes, y se cubría con un sombrero blanco, de alas anchas y copa aplastada. Dos largos y pesados Colts del 45 asomaban hacia adelante sus ganchudas culatas de nacaradas cachas. En aquellas culatas se veían cinco muescas que podían significar otros tantos hombres muertos con ellas o un vano alarde. Sin embargo, viendo el juvenil pero enérgico rostro del jinete desaparecía la sospecha de vanidad, pues se le advertía capaz de haber matado a cinco o más hombres.
Entre el blanco Stetson y la negra chalina aparecía un rostro alargado, de ojos acerados, nariz aguda, barbilla cuadrada y firme, boca enérgica sin ningún síntoma de debilidad de carácter. Por debajo del sombrero asomaba una cabellera abundante y ligeramente rizada cortada en melena por debajo de la nuca.
La estatura de Grigor pasaba del metro setenta y cinco, aunque la delgadez de su cuerpo le hacía parecer más alto.
Moviéndose con rápidas zancadas, EarI penetró en la posada y fue hacia lo que parecía despacho de recepción, al otro lado del cual un joven estaba ocupado en leer un periódico clavado en el tablero.
EarI acodóse en el mostrador y durante unos segundos esperó a que el empleado se volviera. Entretanto se dedicó a irlo estudiando. Indudablemente, Los Ángeles se estaba civilizando a pasos de gigante, ya que la nueva posada tenía empleados que vestían con la elegancia de los lechuguinos de Nueva York o de Boston.
Pasaron dos minutos y, como el empleado no pareciera dispuesto a atender al recién llegado cliente, EarI Grigor pegó un violento puñetazo sobre el mostrador, haciendo saltar el tintero y el libro que estaban sobre él.
También dio un sobresaltado brinco el jovenzuelo del otro lado, quien, abandonando la lectura del periódico, volvióse con cara de espanto hacia Grigor.
Éste vio ante él a un joven de unos diecisiete años, que le miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Qué… qué pasa? —tartamudeó el muchacho.
—¡Que me he hartado de esperar! —Gritó Earl—. ¿Es que en este hotel no se sabe atender a los clientes? Quiero habitación, un baño, pan blanco, diez pollos y diez platos de tocino frito y judías.
Jean Shepard le miró como si no comprendiese y Grigor, malhumorado, agregó:
—¿Qué te pasa, cara de niña? ¿Es que te has vuelto tonto?
—Oiga usted, imbécil —replicó Jean Shepard—. Guárdese sus gracias en el bolsillo y lárguese de aquí.
La mano derecha de Grigor se cerró en tomo de la muñeca del joven.
—¿A quién has llamado imbécil, mequetrefe? ¿Quieres que te haga tragar este libro?
—A usted, pedazo de buey —replicó vivamente el joven, y agarrando con veloz movimiento el tintero de plomo lo lanzó al rostro de Grigor, que sólo saltando a un lado pudo evitar el pesado proyectil, aunque no las salpicaduras de la tinta, que le mancharon la camisa y la levita.
—¡Qué salvaje! —Rugió, desconcertado por la violencia de la réplica del muchacho—. Te enseñaré…
No terminó, porque en aquel momento encontróse ante el revólver que empuñaba Jean Shepard y con el cual le estaba apuntando con una firmeza impropia de un muchacho tan joven.
—¿Es esta manera de recibir a los forasteros? —Gruñó Grigor—. Un caballero merece mejores atenciones…
—Usted no es un caballero —replicó Jean Shepard—. Si lo fuese no se portaría tan groseramente.
Mientras hablaba, el muchacho había salido de detrás del mostrador y avanzaba hacia Grigor, empuñando siempre con igual firmeza el Remington del treinta y dos.
Grigor le observaba atentamente y, de súbito, con veloz ademán, descargó un manotazo contra el revólver y lo envió al otro extremo de la sala.
Shepard lanzó un chillido de espanto y, antes de que pudiera reponerse de su asombro, Grigor le agarró de un brazo y le derribó de bruces sobre una mesa, al mismo tiempo que levantaba la mano derecha para descargarla sobre la parte posterior más carnosa de Jean Shepard. Una voz de hombre le contuvo antes de que descargara el primer golpe.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó Ricardo Yesares, entrando en la sala.
Grigor le miró por encima del hombro, sin abandonar la presión que ejercía sobre la espalda de Jean Shepard y, a su vez, preguntó:
—¿Quién es usted?
—El dueño de esta posada. ¿Y usted?
—¿Es usted el propietario de esto? Me alegro. Debo comunicarle que voy a dar una lección de urbanidad a su empleado, que por cierto chilla como una gallina asustada.
Grigor levantó de nuevo la mano derecha; pero nuevamente le contuvo Yesares, apresurándose a advertir:
—Caballero, ese joven no es mi empleado, sino un viajero que ha llegado en la diligencia…
—¡Eh!
La sorpresa hizo que Grigor soltase a Jean Shepard, y éste, incorporándose velozmente, revolvióse contra el que le había humillado y, sin entretenerse lo más mínimo, le descargó un violento puntapié en la espinilla.
Earl Grigor lanzó un grito, pues el golpe había sido muy doloroso y cogiéndose la pierna izquierda comenzó a dar saltos sobre el pie derecho, mientras lanzaba unas cuantas imprecaciones intranscribibles.
—Esto le enseñará a no ser tan salvaje —jadeó el joven—. ¡Bestia!
—¡Oooooh! ¡Cómo duele!
—¡Ojalá le hubiese destrozado la espinilla, salvaje! —seguía gritando, enfurecido, el muchacho, mientras su mirada buscaba el revólver que Grigor le arrancara de la mano.
—Hagan las paces, caballeros —pidió Yesares, conteniendo a duras penas la risa ante el cómico aspecto de Grigor, que parecía un saltamontes cojo.
—Yo no hago ninguna paz con ese cafre —replicó Jean Shepard, que al fin había encontrado su revólver y parecía luchar contra el deseo de disparar contra la pierna sana de Grigor.
Éste dejóse caer, al fin, en uno de los sillones qué se encontraban en el vestíbulo y, al mismo tiempo, el muchacho decidió enfundar el Remington.
—Perdóneme, señor —dijo Grigor, dirigiéndose al muchacho—. Le aseguro que, sin deseo de ofenderle, le confundí con un empleado. Acabo de llegar a Los Ángeles y desconozco las costumbres locales. Le vi detrás del mostrador y supuse que era usted un empleado. Y como usted me respondió de aquella manera…
—Le respondí como se merecía —replicó el joven, empezando a sonreír.
—Tal vez tenga razón; pero lo lógico es suponer que el hombre que se encuentra detrás de un mostrador sea un empleado —dijo Grigor—. ¿Me perdona?
—Claro —replicó Jean Shepard tendiendo la mano a Grigor, que la estrechó con tal firmeza que casi hizo soltar un grito a Shepard.
Por un instante pareció que el joven iba a echar nuevamente mano a su revólver, pero la contagiosa sonrisa de Grigor le desarmó.
—Estamos en paz —sonrió a su vez Shepard—. Yo le he destrozado la espinilla y usted me ha inmovilizado la mano.
—¿No hay rencor? —preguntó Grigor.
—No, no lo hay; pero si se atreve usted a repetir lo que ha hecho con mi mano, le juro que le suelto un tiro.
—Hagan las paces —dijo Yesares—. Y les aseguro que para sellar una paz no hay en el mundo nada mejor que una botella de buen vino español legítimo. Puedo poner una de jerez a su disposición.
—¿Y una mesa? —preguntó Grigor.
—También una mesa —sonrió Yesares—, aunque dentro de unas horas no será tan fácil conseguir eso.
—Pues entonces dispónganos una mesa, esa veterana botella que acaso fue llenada para el propio rey don Carlos III, y alguna cosita que comer al mismo tiempo.
—Les recomiendo unos mariscos.
—Vengan, pues, los mariscos.
—¿Y los pollos y platos de fríjoles? —preguntó Jean Shepard.
Grigor echóse a reír.
—Es verdad —replicó—. Me olvidaba de algo tan importante. Señor posadero, quiero que me haga asar diez pollos y que me los sirva junto con diez platos de judías hervidas y tocino frito.
Yesares abrió mucho los ojos.
—¿Pollos con judías y tocino frito? —preguntó—. En mi vida había escuchado semejante cosa. Temo que tendrá que ir usted a comer a un reservado, pues ninguno de mis clientes podría soportar la visión de semejante mezcla.
—No es eso —rió Grigor—. Es que durante muchas semanas me he alimentado exclusivamente de judías y tocino frito, y quiero que ahora, las judías me vean comer las mejores tajadas de esos pollos. Estoy hasta la coronilla de ellas.
—Buenos días, don Ricardo —saludó en aquel momento don César de Echagüe, entrando en la posada.
—Buenos días, don César. Hoy se ha retrasado un poco…
—Es cierto. Y en verdad que traigo apetito y sed. Hoy vengo dispuesto a terminar con aquella última botella de jerez que me dijo me reservaba. ¡Y por Dios que le he de desollar vivo como la haya vendido a otro!
Yesares estuvo a punto de expresar su disconformidad con las palabras de César de Echagüe; pero comprendió a tiempo las intenciones del hacendado.
—Es que… —empezó—. Es que ha ocurrido…
—¿Vendió la botella? —bramó César de Echagüe.
—No; pero…, es que casi la he vendido…
—¿Y para eso la dejé que envejeciera en su bodega? Le juro que he de hacerle desollar vivo, don Ricardo.
—Señor Echagüe, le juro que me olvidé por completo de que usted deseaba la botella —casi gimió Yesares—. Precisamente acabo de prometerla a estos caballeros.
Grigor tenía desde hacía unos segundos la mirada fija en César de Echagüe y su expresión era de increíble alegría.
—Si ha sido prometida ha sido vendida —replicó César. Y volviéndose hacia Grigor y Shepard—: Les ruego me perdonen, caballeros. Les deseo que el vino les sea grato. Les aseguro que es digno de un emperador.
—Un momento, don César —pidió Grigor—. Tengo entendido que la mejor manera de dividir una botella es entre tres. Para dos es mucho vino, para cuatro ya es demasiado poco. En cambio, una botella bebida entre tres da la suficiente alegría, no perjudica y conserva el buen humor hasta mucho después de haber sido apurada. En otras palabras, don César, ¿quiere usted concedernos el honor de compartir con nosotros ese néctar de emperadores?
—Al cual agregaré yo unos langostinos con salsa de Mahón, que estoy seguro les ayudarán a beberlo —dijo Yesares—. Caballeros, les presento a don César de Echagüe, uno de nuestros primeros hacendados. Don César, le presento al señor Jean Shepard, de Monterrey, y…
Yesares miró interrogadoramente a Grigor, cuyo nombre ignoraba. El viajero se apresuró a presentarse:
—Earl Grigor, don César. De Washington.
—Viene usted de muy lejos —comentó César.
—De la capital de la nación. Sí, está un poco lejos. Alguien me dio un encargo para usted, don César.
—¿Mi hermana, acaso?
—Sí. Me pidió que fuese a visitarle en cuanto llegara. Pero la casualidad nos ha hecho encontramos ahora.
—Afortunada casualidad —sonrió César, mirando curiosamente a Grigor.
El aspecto del hombre le gustaba. Estaba seguro de que había nobleza en él y, sin embargo, estaba también seguro de que en algo Earl Grigor mentía. ¿En qué?
Yesares guió a los tres hombres hasta el patio, donde en pocos momentos fue dispuesta una mesa en torno a la cual, a una botella de seco jerez y a una fuente de langostinos, se sentaron Grigor, Echagüe y Shepard.
Durante unos minutos todos comieron y bebieron, sin cambiar más que breves alusiones a la excelencia del conjunto; pero luego, cuando se terminaron los langostinos y en las copas quedó sólo el resto del jerez, la conversación se desvió por otros derroteros.
—¿Qué parentesco le une a Howell Shepard? —preguntó Echagüe, dirigiéndose a Jean.
—¿Cómo sabe…? —preguntó el joven.
—Por el parecido que existe entre ustedes y por la similitud de apellidos —contestó César—. Y también por haber venido usted a Los Ángeles.
Grigor miró interrogadoramente a sus compañeros; pero ninguno de los dos hizo intención de responder a su muda pregunta. Al cabo de unos instantes, Jean Shepard contestó:
—Soy su hermano.
—Se parece usted mucho a él, aunque existen en usted rasgos totalmente opuestos.
—Yo soy hijo de la segunda esposa de mi padre —replicó, haciendo un visible esfuerzo, Jean Shepard.
—Comprendo —sonrió César—. ¿Ha venido usted a verle?
—Sí. Quisiera hacer algo por él.
—Dudo mucho que consiga nada.
—No puedo creer que sea cierto lo que dicen de él.
—Sin embargo, señor Shepard, el tribunal lo reconoció culpable, aunque yo le creo inocente en parte de las acusaciones que se presentaron.
—Mi pa… hermano no puede haber sido jefe de una banda de salteadores —dijo, indignado, Jean Shepard.
Tanto César como Grigor comprendieron lo que el joven había estado a punto de decir y que revelaba el verdadero parentesco que existía entre Howell y Jean Shepard. Sin embargo, ninguno de los dos demostró haberlo comprendido.
—Tal vez si hubiera usted acudido a Sacramento para pedir el indulto al gobernador del Estado, hubiese conseguido más que viniendo aquí —dijo César—. En Los Ángeles nadie tiene autoridad para revocar la sentencia.
La desesperación pasó por los ojos d Jean Shepard; sus manos se crisparon las lágrimas agolpáronse en sus ojos.
—Yo quisiera hacer algo —tartamudeó.
—No desespere —dijo Grigor—. ¿Es muy grave la sentencia que ha recaído sobre su hermano?
—De muerte.
La respuesta de Jean Shepard fue casi violenta y Grigor quedó un momento desconcertado. Al fin, Jean Shepard se puso en pie y con voz quebrada pidió:
—Les ruego me disculpen. Estoy cansado y necesito dormir.
Alejóse rápidamente de la mesa, dejando en ella a César y a Grigor.
—¡Pobre muchacho! —Murmuró don César—. Debe de ser muy amargo ver a un padre condenado a muerte.
—¿Notó usted lo que estuvo a punto de decir? —preguntó Grigor.
—Sí; y me extraña mucho la inesperada paternidad de Howell Shepard. Todos lo teníamos por soltero. ¿Ha dicho usted que traía algún mensaje para mí de mi hermana?
—De su cuñado, en realidad. Me entregó una carta para usted.
Earl Grigor sacó de un bolsillo interior de su levita un alargado pliego de papel cerrado con un sello de lacre azul y se la tendió a César de Echagüe. Éste examinó con gran atención el sello y, al fin, doblándolo, lo quebró, abriendo toda la hoja en la que leyó en voz alta:
Mi querido César: Earl Grigor es un buen amigo mío a quien quisiera que ayudases en lo que va a realizar en Los Ángeles. Es persona de toda confianza y en privado te expondrá los motivos de su viaje. Yo no me atrevo a revelártelos por miedo a que la carta llegara a caer en otras manos. Estoy seguro de que me comprenderás que sea otro quien te hable por mí.
GREENE
—Mi cuñado no es muy explícito —sonrió César—. ¿Puede usted hablar por él?
—Preferiría hacerlo en un lugar donde nadie pudiese oírnos.
—¿Quiere visitarme esta noche? —Preguntó César—. El rancho de San Antonio reúne todas las condiciones ideales para una conferencia en privado.
—¿Le parece bien las ocho de la noche?
—Cenamos a las siete y media. Le espero a esa hora. Así le devolveré su amable invitación. Con su permiso iré a comunicar al posadero que esta noche no me reserve mesa. Suelo venir a cenar muchas noches aquí. Hasta la noche. Cualquiera le indicará el camino a mi rancho.
—Hasta la noche, don César.
Echagüe se levantó y dirigióse hacia el despacho particular de Ricardo Yesares. Éste al verle entrar se puso en pie, preguntando:
—¿Qué ocurre?
—No sé —respondió César—. Ahora lo veremos. Necesito agua caliente. Muy caliente.
Yesares alcanzó un infiernillo de alcohol y colocó sobre él un pote de cobre en el cual echó una cantidad de agua. Después buscó una bandeja de latón y la dejó sobre la mesa. Cuando el agua hirvió César colocó la carta de su cuñado en la bandeja y derramó sobre ella el agua que, al momento, se tiñó de negro. Al cabo de unos minutos, César de Echagüe extrajo con ayuda de una plegadera la carta, de la cual había desaparecido lo que antes se había leído, apareciendo, en cambio, una nueva escritura hasta entonces oculta y a la cual el agua caliente había hecho cobrar forma. Los dos hombres leyeron:
Supongo que habrás comprendido por lo que te decía en la carta, que había algo más de lo que en ella se explicaba. El que te la ha entregado va a ésa con objeto de ponerse en contacto con El Coyote y recabar su ayuda extraoficialmente y descubrir la identidad del jefe de la banda que desde hace tiempo opera en L. Á., y que se halla en contacto, además, con otras bandas que actúan en todo el Oeste y Suroeste. Se sabe que se intenta asaltar un banco, pero se ignora cuál. Sólo se tiene la seguridad de que el golpe será de gran importancia y que puede provocar un pánico entre los imponentes, que puede llegar a producir un «crack» si todos, por considerar inseguros los bancos, retiran los capitales colocados en ellos. Creo que su labor y la del Coyote van a coincidir. Él ignora la identidad verdadera del Coyote. Seguramente podrás ponerle en relación con él.
El mensaje escrito con la tinta simpática iba sin firma y aun en el caso de que hubiera caído en otras manos no hubiese comprometido a nadie.
—¿Es la letra de Greene? —preguntó Yesares.
César asintió.
—Sí, es la suya. Además, sólo él puede emplear esa tinta especial.
—¿Qué debemos hacer?
—Esta noche, Grigor ha de hablar con El Coyote. Escucha bien lo que te voy a decir.
Durante un cuarto de hora Yesares y César estuvieron madurando el plan que debía ponerse en práctica aquella noche.