La llegada de la diligencia era siempre motivo de curiosidad para los habitantes de la ciudad, en la cual nunca faltaban desocupados suficientes para formar un compacto grupo en torno del vehículo cuando éste se detenía en su parador de la plaza. A pesar de su continuo progreso, Los Ángeles seguía siendo una ciudad pequeña, y sus habitantes, además de conocerse todos unos a otros, deseaban estar al día de los que llegaban a engrosar la población o de los que se alejaban de ella, si es que podía haber alguien capaz de abandonar un lugar tan hermoso como lo era ya en sus comienzos, la que con el tiempo debía llegar a ser la más bella ciudad de la costa del Pacífico.
Con el fin de permitir a los viajeros la entrada en Los Ángeles en el mejor estado de presentación; o sea vistiendo las ropas adecuadas para la ciudad, en lugar de los prácticos pero antiestéticos guardapolvos, la última etapa del viaje era muy breve y como, por otra parte, el camino era mejor, los viajeros podían vestirse pulcramente, sin el peligro de llegar con los trajes cubiertos por una capa de polvo de varios milímetros de espesor. En el punto de la última etapa las damas vestíanse sus más elegantes trajes que durante todo el viaje habían ido en las maletas y podían presentarse a la curiosidad de los habitantes de Los Ángeles con un aspecto más fresco y agradable que en los demás paradores, donde llegaban envueltas en polvo, como esas flores que nacen junto a las carreteras y cuya lozanía pasa inadvertida para todos.
Los viajeros que en aquel día de septiembre llegaron a Los Ángeles eran, poco más o menos, como los que llegaban en cada diligencia. Un par de comerciantes con sus maletas de tela de alfombra, sus sombreros de tubo de chimenea, sus levitas color ala de mosca, sus pantalones rayados y chalecos de fantasía con gruesa cadena de oro y dije punteado de rubíes. Un par de mujeres de edad indefinida, mirada desaprobadora, labios finos, espalda encorvada y cejas muy pobladas. Desde luego no eran jóvenes. Otra mujer llegaba también a la ciudad, y si la edad no la tenía muy definida, en cambio, la mirada lo era todo menos desaprobadora, los labios eran sensuales, las cejas estaban ligeramente depiladas y su cuerpo tenía una acusadora flexibilidad. A juzgar por cómo la miraban las otras dos mujeres, debía de haber representado para ellas la imagen viva del pecado.
En cuanto saltó de la diligencia corrió a abrazar a Minnie Macpherson, la propietaria de una casa ante la cual no pasaba ninguna mujer decente y a la que, en cambio, acudían, sin distinción, casi todos los hombres de Los Ángeles. Antes de marchar con Minnie, la recién llegada dirigió un invitador guiño a los viajeros del sexo contrario. Los dos comerciantes de los sombreros de copa replicaron con una sonrisa que descubrió sus nicotinizados dientes, en tanto que alisaban los engomados bigotes. El tercer viajero masculino, al que todavía no hemos descrito, el guiño pareció ofenderle y volvió altivamente la cabeza.
La amiga de Minnie supuso que la madre del muchacho estaría por allí y, por eso, él adoptaba aquella actitud.
—Es lindísimo —le dijo al oído a Minnie.
Ésta volvió la cabeza para mirar al que su amiga se refería, y en seguida asintió con la cabeza. El tercer viajero era un muchacho que representaba unos dieciséis o diecisiete años, vestido con una amplia levita gris perla, pantalones del mismo color, chaleco floreado y sombrero derby. En Saratoga o en cualquier otro lugar donde las carreras de caballos privasen, se le hubiera tomado por el propietario de una importante cuadra, ya que, además, la corbata de plastrón que lucía iba adornada con una aguja que representaba una herradura llena de brillantitos. Por debajo del chaleco asomaba la marfileña culata de un pequeño revólver «Remington» de seis tiros, calibre treinta y dos y de cartuchos de espiga. El arma si, como tal, estaba en pleno desacuerdo con el muchacho, por su tamaño hacía pensar en que había sido elegida concienzudamente, ya que era muy corriente que los muchachos, al armarse, procuraran hacerlo con armas espectaculares o impropias por su peso y tamaño de las débiles manos a que iban destinadas. Por lo tanto, el recién llegado usaba el revólver más adecuado para él aunque, como advirtieron todos, el usar revólver no parecía lo más indicado para un mozalbete semejante.
Después de posarse en el arma, las miradas de los curiosos detuviéronse asombradas, en los pequeños y finos botines con que calzaba sus pies y en la maletita que había dejado en el suelo y junto a la cual estaba. Algunos sonrieron y diéronse con el codo para indicar aquellas extrañas cosas que lucía el joven viajero.
Éste, después de dirigir una viva mirada a su alrededor, recogió la maleta y marchó hacia la posada del Rey Don Carlos.
Ricardo Yesares le vio entrar y advirtió en seguida la decisión de su caminar y la agresividad de su barbilla levemente echada hacia delante. El dueño de la posada se dijo que el viajero debía de sostener una continua y vigorosa lucha con su innata timidez a fin de imponerse a los que trataban de aprovecharse de su debilidad.
—Buenos días —saludó al llegar al mostrador tras el cual Yesares estaba ordenando sus cuentas—. Quiero una habitación.
—¿Viene usted solo? —preguntó Yesares.
Un relámpago de ira cruzó por los oscuros ojos del joven.
—¿Es que cree que no puedo ir solo por el mundo? —preguntó, belicosamente.
—Mi oficio me prohíbe creer nada de mis clientes —replicó Yesares—. Se lo he preguntado para poderle decir, si va acompañado, que todas las habitaciones de que dispongo tienen, actualmente, dos camas.
—Vengo solo y me gustaría una habitación con una sola cama.
—Perfectamente —replicó Yesares—. Le haré preparar una habitación. Supongo que deseará pensión completa.
—Claro —replicó el joven—. ¿Qué novedades tenemos en Los Ángeles?
La desenvoltura que mostraba el viajero tenía más de rebuscada que de natural.
—Creo que hacia el norte se sigue encontrando oro —contestó Yesares.
—No me importa lo del norte, sino lo que sucede en Los Ángeles, ¿Qué noticias hay?
Yesares indicó por encima del hombro un tablero en el que estaba clavada una hoja del Clarín de Los Ángeles donde se daban todas las noticias locales. Al lado estaba otro ejemplar que formaba el reverso y en el cual se daban las noticias del extranjero.
—Lo más importante es lo relativo a la sentencia recaída hace cuatro días sobre dos delincuentes.
—¿Los ahorcarán? —preguntó con mal disimulada ansiedad el viajero.
—La sentencia fue de muerte —replicó Yesares, cuyos ojos escrutaban el rostro del joven.
—¿Cuándo… cuándo se ejecutará? —preguntó con leve temblor en la voz el recién llegado.
—Del quince al veinte de septiembre.
El viajero inclinó la cabeza y al cabo de unos instantes Yesares le preguntó:
—¿Tiene inconveniente en firmar en el registro de la posada?
Al mismo tiempo empujó hacia él un grueso libro encuadernado en cuero y una pluma de ave metida en un tintero de plomo.
Durante un momento, vaciló el joven; pero al fin, tomando la pluma, escribió en la casilla que le indicaba Yesares: «Jean Shepard-Monterrey»
Y sin esperar una posible pregunta por parte de Yesares, declaró, con desafiador acento:
—Sí, soy pariente de Howell Shepard.
—Me lo figuré —replicó Yesares—. Se parece usted mucho a él. Con su permiso iré a ver cómo está la habitación. Si entretanto quiere tomar algo…
—No, gracias. Le esperaré aquí.
Yesares salió de detrás del mostrador, y, yendo hacia el interior de la casa, ordenó que se preparase la habitación número quince; luego, recogiendo su sombrero, salió por una puerta trasera y, casi corriendo, dirigióse hacia la calle donde desembocaba la carretera que conducía al rancho de San Antonio. Sabía que aquélla era la hora en que todos los días César de Echagüe llegaba a Los Ángeles.
En efecto, apenas llegó vio aparecer al estanciero que llegaba en su carricoche, tirado por dos mansos caballos.
—Buenos días, mi querido posadero —saludó César—. ¿Qué hace usted por aquí?
—Iba a comprar unos patos a Ramírez —replicó Yesares—; pero creo que tendré que dejarlo, pues no está en casa y tendría que aguardar mucho.
—Creo que en el rancho tenemos patos de sobra —replicó Echagüe—, y como son unos bichos que me molestan mucho estoy dispuesto a cedérselos a cualquier precio. Suba a mi coche e iremos concretando la operación.
Los testigos de la escena se retiraron convencidos de que la conversación entre el hacendado y el posadero carecía por completo de importancia. Claro que no podía esperarse una conversación muy amena entre un posadero y un hombre como don César.
—¿Qué ocurre? —preguntó, sonriendo, César, cuando el carricoche se puso en marcha.
—Acaba de llegar al hotel un muchacho que se llama Jean Shepard —replicó Yesares, procurando adoptar una expresión de indiferencia.
—¿Pariente de Shepard? —preguntó Echagüe.
—Hijo o hermano.
—Shepard es soltero.
—Entonces debe de ser su hermano —dijo Yesares.
—¿A qué viene?
—No lo sé; pero se interesa por la suerte de los condenados. Cuando le dije que serían ejecutados entre el quince y el veinte se inmutó mucho.
—No dejes de observarle, Ricardo. ¿Piensa instalarse en tu posada?
—Sí.
—Cuida, de que el cuarto que se le dé pueda ser vigilado desde cerca.
—Ya lo he hecho. Ahora debo volver allí, pues le he dejado solo, dándole una excusa cualquiera.
César hizo restallar el látigo sobre las cabezas de los dos caballos y un momento después dejaba a Yesares ante la puerta trasera de la posada del Rey Don Carlos.