Capítulo XI:
El asalto al tren

Coronado por su penacho de denso humo, el tren avanzaba con velocidad creciente hacia la llanura en cuyo final se encontraba la pequeña estación de Apartadero. Faltaban unos treinta kilómetros para llegar a aquel punto y las inquietudes de los maquinistas y centinelas empezaban ya a disiparse.

Pocas veces había cruzado por aquellos lugares un tren mejor guardado que aquél. Veinte soldados veteranos de la guerra se hallaban apostados dentro del vagón que iba enganchado a continuación de la máquina. Se trataba de un coche mayor que los otros, de sólidas paredes blindadas, capaz de resistir, incluso, el fuego de un cañón de pequeño calibre. Intentar abrirlo desde fuera era completamente inútil, y sin el consentimiento de los que iban en el interior del vagón sería imposible entrar en él.

Cada uno de los soldados se hallaba de pie junto a una de las numerosas aspilleras que se abrían en las paredes del vagón. Iban armados con mosquetones y mandados por un capitán y dos sargentos. El vagón iba ventilado indirectamente y el aire penetraba en él con bastante abundancia.

Aunque el vagón era grande y sus ocupantes no demasiados, quedaba muy poco espacio libre, ya que gran parte del interior del mismo estaba ocupado por tres grandes cajas de acero, dentro de las cuales se encerraban veinte millones de dólares en oro y billetes de banco. El resto del vagón estaba ocupado por quinientos saquitos, cada uno de los cuales contenía mil dólares en plata acuñada.

Aquella fortuna la enviaba el Gobierno a los bancos de la costa del Pacífico y sería distribuida desde San Francisco. Representaba el pago de las remesas de oro que desde allí se habían hecho a Washington.

Además de la escolta indicada, el tren llevaba otro sistema de defensa que se utilizaba por primera vez. En el último vagón iba instalada una estación emisora telegráfica provista de un gran tambor con cien kilómetros de cable telegráfico que a medida que el tren avanzaba iba siendo desenrollado. El extremo de aquel cable se conectaba con la estación telegráfica que se había cruzado poco antes. Al llegar a cada estación el tren paraba y mediante una pequeña máquina de vapor se recogía todo el cable tendido hasta la estación anterior. Una vez hecho esto se conectaba con aquella otra estación y el tren reanudaba la marcha. Si todo marchaba bien, el telegrafista del tren se limitaba a emitir las letras O.K. cada medio minuto. En el caso de que ocurriese algún accidente, el telegrafista debía dar la alarma, o simplemente, dejar de transmitir. Esto significaría que el tren había sufrido algún percance y al momento se enviaría una máquina de socorro.

Aparentemente, el tren era de mercancías, y en los vagones que seguían al que llevaba el tesoro, se amontonaban cajas de maquinaría de diversos géneros, aunque en cada uno de los vagones se encontraban un par de soldados, dispuestos a repeler la agresión de que pudieran ser objeto.

—No hacen falta tantas precauciones —refunfuñaba el maquinista, dirigiéndose al soldado que detrás de él estaba sentado en el cofre de las herramientas—. Estamos perdiendo el tiempo, en vez de emplearlo en ir más deprisa, y me gustaría saber cómo podrían los bandidos abrir las cajas de caudales que van en el vagón y, mucho menos, llevarse las quince toneladas de oro que arrastramos. Harían falta casi trescientos bandidos para llevarse semejante fortuna.

El soldado, que fumaba una corta y sucia pipa, lanzó un escupitinajo al carbón y explicó:

—No sé cómo lo harían ni los que serían necesarios para hacerlo; pero no me extrañaría nada que lo inten…

No pudo decir nada más porque en aquel instante una ensordecedora detonación sonó a unos cien metros delante de la locomotora, y la doble hilera de brillante vía se quebró en medio de un surtidor de fuego y tierra.

El maquinista saltó hacia la palanca de los frenos y consiguió detener el tren a menos de dos metros del profundo embudo que el explosivo había abierto en la tierra.

No pudo intentar la marcha atrás, porque en aquel instante una granizada de balas penetró en la locomotora, derribando a los dos maquinistas, al soldado y a los fogoneros, sin darles tiempo a defenderse.

En el resto del convoy la reacción fue inmediata. Desde cada uno de los vagones, los soldados abrieron fuego contra las rocas desde las cuales se hostilizaba al tren. Especialmente el vagón donde iba el oro parecía un volcán que en vez de lava vomitase plomo.

En cambio, los bandidos demostraban más interés en terminar con los soldados que iban en los vagones, y contra ellos centraban sus disparos, aprovechando la circunstancia de que dichos soldados eran los que iban menos protegidos.

Durante unos diez minutos el tiroteo se mantuvo en la misma forma, y al fin cesó la resistencia de los soldados apostados en los vagones, aunque prosiguió sin ningún desfallecimiento la de aquellos que estaban en el principal vagón, que en realidad no habían sufrido ni una sola baja.

De pronto, a unos veinte metros del vagón comenzó a elevarse una densa columna de negruzco humo producido por la inflamación de una gran masa de trapos empapados de aceite de máquinas. El humo, impelido por el viento, fue empujado contra el vagón del tesoro, penetrando en hilillos por las aspilleras y, sobre todo, por los tubos de ventilación y por cuantas junturas había, aunque estuvieran colocados indirectamente.

Fue inútil que los soldados cerrasen las aspilleras. El humo invadió en pocos minutos el vagón, ahogando a los soldados, que trataban en vano de hallar un poco de aire puro.

Desde su puesto de mando, los jefes de la banda de la Calavera observaban, complacidos, el resultado de su bien estudiado plan de batalla, en tanto que sus hombres avanzaban hasta las inmediaciones del codiciado vagón. Por fin, a los ocho minutos de haberse encendido la hoguera, abrióse la puerta del vagón y los soldados comenzaron a salir, restregándose los ojos, tosiendo como si estuvieran a punto de arrojar los pulmones y buscando, a ciegas, un lugar seguro.

Los bandidos los fueron apresando y conduciendo a un punto donde los concentraron, atándolos de pies y manos y tapándoles los ojos con tiras de tela.

Cuando el último soldado hubo salido, se apagó la apestosa hoguera y los bandoleros penetraron en el vagón. No se perdió ni un minuto. Unos bandidos trajeron las ya preparadas cargas de dinamita, se colocaron sobre los techos de las cajas, después de aplicarles las cápsulas detonantes, y luego se cubrieron con sacos de monedas de plata. Esta operación se realizó en poco más de tres minutos y en seguida se prendió fuego a las mechas y todos corrieron a guarecerse.

Sonó la detonación simultánea de las tres cargas de dinamita, y el techo del vagón saltó por los aires, acompañado de un diluvio de dólares de plata que quedaron sembrados en torno al inmovilizado tren.

Volvieron los bandidos al vagón, precipitándose sobre las desventradas cajas de caudales, en tanto que otros iban asegurándose de que no quedaba ningún soldado con vida que pudiera ser testigo del robo. Como sabían el número exacto de fuerzas, que debían defender el tren, no tardaron en comprobar que de los treinta soldados que en total iban en él, sólo quedaban con vida los veinte prisioneros. En el último vagón, junto al transmisor telegráfico, hallaron al operador, con la cabeza atravesada por un balazo.

—Todo marcha como lo proyectamos —dijo uno de los jefes de las bandas.

—¿Qué parte me corresponderá del botín? —preguntó Charles Turner, que estaba junto a los jefes, cubierto también por una máscara de calavera y con las manos apoyadas en las culatas de los dos revólveres que le habían entregado, como premio a su traición, y con los cuales había disparado repetidas veces contra el tren.

El jefe de la banda de Los Ángeles volvió la vista hacia un árbol situado a unos veinte metros detrás de ellos y junto al cual se encontraba uno de los bandidos, sosteniendo un rifle de corto cañón. Sonriendo duramente, el jefe hizo un movimiento con la cabeza y el bandido de junto al árbol echóse al hombro el rifle.

—Un buen pago, Turner —dijo—. Mire hacia allí.

Turner volvióse para ver lo que se le indicaba y, apenas hubo vuelto la cabeza, sonó un disparo y recibió un balazo entre las cejas, desplomándose fulminado.

—Éste es el pago que reservamos a los traidores, imbécil —dijo el jefe.

Y volviéndose a sus compañeros agregó:

—Aunque no encuentren aquí a los Shepard, este cadáver los despistará perfectamente.

—¿No temes que el plan falle? —preguntó otro de los jefes.

El de Los Ángeles negó con la cabeza.

—No, es completamente seguro. El más seguro que puede imaginarse. En su propia audacia reside su seguridad.

Entretanto, los bandidos habían empezado a sacar el oro que contenían las cajas de caudales.