Don Francisco de Abizanda pertenecía a la pequeña nobleza española. Había llegado a California desde Méjico, adonde emigrara en busca de fortuna, y las tierras recién conquistadas por España, en California, le permitieron conseguir la deseada riqueza. Toda su juventud fue invertida en consolidar su fortuna y a los cuarenta años decidió, al fin, formar un hogar y tener un heredero.
Adolfo de Abizanda fue el primero y único hijo de su matrimonio. Su nacimiento coincidió con el nacimiento de Méjico como nación independiente.
Adolfo de Abizanda debía ser la mano firme que sostuviera el rancho y las tierras de su padre; pero el muchacho demostró en seguida poca afición a las cosas del campo y una simpatía excesiva hacia los colonos norteamericanos que iban llegando a las tierras de California. A pesar de las protestas de su padre, Adolfo decidió estudiar en Norteamérica y, ayudado por su madre, que deseaba verle convertido en un «señor licenciado», marchó a Boston, de donde sólo volvió cuando le fue comunicada la grave enfermedad de su madre.
No llegó a tiempo de verla morir y de comunicarle que sus deseos estaban ya realizados. Durante unos años, Adolfo vivió con su padre, y aunque entre ambos no había la menor compenetración, el joven estuvo allí retenido, especialmente, por unos lazos amorosos.
Pero en los planes de Adolfo no entraba el casarse con Juana Ortiz que, al fin y al cabo, no era más que una muchacha sin fortuna, hija de un sencillo ranchero. Cuando sus amores con la californiana amenazaron dar un fruto que imponía el matrimonio, Adolfo se negó a cumplir con su deber. Ni las amenazas de su padre ni las del padre de Juana Ortiz causaron ningún efecto en el joven.
—No me caso con ella, papá —dijo a su padre—. Me condenaría a encerrarme para siempre en este sitio, y no me atrae nada la vida campesina. Yo no he nacido para esto.
Las violentas escenas entre don Francisco y su hijo no dieron más fruto que el de decidir al joven a abandonar su hogar en dirección a San Francisco, primero, y luego a Los Ángeles, donde se estableció como notario.
Juana Ortiz quedó abandonada; pero antes de que su vergüenza se hiciera pública, don Francisco acudió en su socorro. Su hijo era el culpable y él estaba dispuesto a pagar su culpa.
En la mayor intimidad se celebró la boda del anciano y de la joven. Dos meses después, se inscribía en la misión el nacimiento de Juana de Abizanda, legítima hija de Francisco de Abizanda y de Juana Ortiz.
Don Francisco de Abizanda sufrió una gran decepción cuando supo que la recién nacida criatura era una niña. Durante todo el tiempo abrigó la esperanza de que fuese un niño, y con su característica terquedad se negó a aceptar la realidad. Para él Juana era un chico y como a tal lo educó y lo vistió, sin hacer el menor caso de las blandas protestas de la madre, a quien tenía como una criada importante, pero no como la dueña del rancho, ni siquiera de su hija, ya que nunca se la consultó en nada, ni ella se atrevió a hacer valer sus derechos. Quizá por eso, al cabo de ocho años, optó por morirse, aprovechando una ausencia de don Francisco y su hija, a quienes no quiso molestar con el espectáculo de su agonía.
Juana intentó llorar la muerte de la pobre mujer a quien había visto siempre ir de un lado a otro, como asustada de su importante dueño. Don Francisco prohibió a su nieta que derramase lágrimas, cosa impropia de un hombre, y para compensarla de aquella pérdida le regaló un caballo, un rifle y dos revólveres. Juana no se atrevió a confesar que se consideraba perdedora en el cambio. Siguió viviendo como un muchacho y don Francisco no dejó de llamarla ni una vez por el nombre de Juan. Para él era un hombre y le tenía sin cuidado que en realidad no lo fuese.
Juana de Abizanda logró convencer a su abuelo de que, en realidad, tenía carácter de hombre, y el anciano acabó por sentirse satisfecho del cambio, ya que si su nieta era para todos un hombre, con él sabía tener las ternuras de una mujer que alegraba y prolongaba su vejez.
Tal vez don Francisco hubiese vivido hasta los cien años si de cuando en cuando no le hubieran amargado la vida las noticias que recibía de su verdadero hijo. El hecho de que Adolfo de Abizanda hubiese adoptado el nombre de Howell Shepard fue el primer y más rudo golpe, después de la marcha de su heredero; pero cuando llegó hasta la hacienda la noticia de que Howell Shepard iba a ser juzgado como un delincuente vulgar, el anciano no pudo resistir aquel golpe, y a la mañana siguiente fue hallado muerto.
Juana no tenía motivos para querer a su padre y, quizá por eso mismo, le adoraba. Tan pronto como se vio libre de la dominación de su abuelo marchó a Los Ángeles para ayudar a su verdadero padre, de quien, legalmente, sólo era hermana.
Howell Shepard casi se había olvidado de su hija. Acostumbrado a vivir sin ella nunca sintió la necesidad de preocuparse por ella ni deseó tenerla a su lado. Sin embargo, el día que recibió su visita en la cárcel de Los Ángeles, Howell Shepard se dio cuenta de que en su corazón, su hija ocupaba de pronto un lugar preeminente. Por ella hubiera querido poder borrar todo lo pasado, pero este deseo llegaba demasiado tarde.
En el cambio verificado en Howell influyó mucho el descubrir el cariño que su hija le había conservado a pesar de que era la primera vez que le veía. Cuando le propuso la huida para marchar juntos a establecerse en otro lugar del Oeste, Shepard aceptó jubiloso y dio a su hija las instrucciones necesarias. De pronto, todas sus esperanzas se vieron abajo al descubrir que los hombres que le sacaban de la prisión no hacían más que llevarle de una cárcel a otra, acaso peor.
Durante una semana viajó entre los bandidos, sin comprender cuáles podrían ser sus intenciones respecto a él. Sólo cuando fue encerrado en la cabaña con su compañero y con Juana, empezó a temer que se le pensara utilizar para algún fin que sólo significaría un empeoramiento de su suerte.
Las palabras del centinela que les ofrecía la salvación le hicieron comprender que sus temores no habían sido infundados. Por ello aceptó la única tabla de salvación y decidió aferrarse a ella hasta el último momento.
—¿No te decides a seguirnos? —preguntó a Turner.
El abogado negó con la cabeza.
—No… no… —tartamudeó.
—Vamos, pues —dijo, volviéndose hacia el centinela.
Y, tomando de la mano a su hija, salió de la cabaña.
Charles Turner no se había quedado sólo por miedo. Se sentía capaz de seguir a Shepard y al que él creía un muchacho; pero una astuta idea había germinado en su cerebro. Aguardó, pues, unos minutos, y cuando supuso a los Shepard y al centinela lo bastante lejos para que no pudiesen impedirle lo que pensaba hacer, se levantó y saliendo de la cabaña dirigióse hacia la tienda del jefe de los bandidos. Contra lo que pudiera haberse esperado, no tropezó con ningún obstáculo y nadie le impidió la entrada en la tienda. Sin embargo, Turner prefirió llamar desde fuera, temiendo que la presencia de un extraño provocara en el jefe de los bandidos una reacción violenta.
—¡Jefe! ¡Jefe! —llamó varias veces.
Al cabo de un minuto se oyó dentro de la cabaña un rumor y el jefe de los bandidos, siempre con el rostro cubierto por la máscara, salió de la tienda, armado con un revólver.
Al ver a Turner no pudo contener un grito de asombro.
—¿Qué haces aquí? —gritó, agarrándole del cuello.
Dominando su terror, Turner consiguió replicar:
—Vengo a ayudarle.
—¿Quién te ha soltado? —gritó el jefe, a cuya voz empezaron a despertar los bandidos.
—Un traidor —agregó Turner—. Si me ayuda le diré toda la verdad.
—Claro que te ayudaré —respondió el jefe—. Habla.
Turner explicó todo lo ocurrido y la fuga de los Shepard y del centinela. Al oír el nombre del Coyote, el jefe de los bandidos apretó rabiosamente el brazo de Turner.
—¡Ya me pagará lo que han hecho!
Dejándole allí, volvióse a sus hombres y ordenó que diez de ellos partieran detrás de los fugitivos y no regresaran sin haberlos capturado vivos o muertos.
En un abrir y cerrar de ojos se organizó el grupo perseguidor y cuando aún la noche invadía la tierra, diez jinetes abandonaron el campamento en persecución de los fugitivos.
El camino seguido por éstos sólo podía ser el del sur, y, por lo tanto, los bandidos no tuvieron demasiadas dificultades en dar con el rastro dejado por los tres caballos. A pesar de esto, su avance no podía ser muy rápido, pues lo quebrado del terreno los exponía a pasar, sin darse cuenta, junto a los que perseguían.
Con las primeras livideces de la aurora, descubrieron a un kilómetro y medio a los tres jinetes a quienes buscaban. Desapareció el riesgo de perder la pista y los diez bandidos espolearon salvajemente a sus caballos.
La polvareda que levantaban y el violento batir de los cascos de sus animales llevaron hasta los fugitivos la primera noticia de que su huida había sido descubierta.
La noticia llegó demasiado tarde, cuando ya la oscuridad no podía ofrecerles amparo. Howell Shepard miró interrogadoramente al auxiliar del Coyote. El hombre replicó señalando, significativamente, hacia delante. Había que seguir huyendo. No existía más solución.
En cambio, los perseguidores tenían otras soluciones, y una de ellas comenzaron a ponerla en seguida en práctica.
De haber descubierto los fugitivos cinco minutos antes la persecución de que eran objeto, aún se habrían podido salvar, pues en vez de seguir el alto camino que discurría por la cresta de las montañas, y que fue elegido por ser el más difícil, el más rocoso, y, por lo tanto, aquel en que menos huellas quedarían, y el más largo, detalles que debían hacerlo el menos lógico, hubieran podido descender al llano por cualquiera de los otros dos senderos que se bifurcaban al comienzo del camino alto.
Dejando dos hombres en aquel punto, los bandidos se dividieron en dos grupos de a cuatro y como un alud descendieron por ambos caminos en dirección al punto donde el sendero de la cresta descendía hacia un espeso bosque de gigantescos pinos rojos.
Si lograban interponerse entre el bosque y los fugitivos la suerte de éstos quedaba sellada, ya que sólo entre los árboles podrían escapar de sus perseguidores.
Mientras marchaban todo lo aprisa que el terreno les permitía, los fugitivos podían ver, abajo, a ambos lados de la cumbre de la montaña, los dos grupos de jinetes que eran como los dientes de una tenaza, dispuesta a cerrarse sobre elfos.
—Sólo nos queda una solución —dijo, de pronto, el agente del Coyote—. Yo me quedaré entre las rocas, al final de este sendero, y procuraré entretener lo mejor posible a ésos. Así ustedes tendrán tiempo de alcanzar el bosque.
—¿Y usted? —preguntó Shepard.
El hombre se encogió de hombros.
—Los tres no podemos ya salvarnos —dijo—. Alguno se ha de quedar.
—Puedo quedarme yo —dijo Shepard.
—Mi jefe me ordenó que le salvase. Si se queda…
No terminó la frase; pero su final era bien claro. El que se quedara moriría.
Mientras, proseguían el avance, seguidos a mil metros escasos por los otros dos bandidos.
Howell Shepard revivió durante aquellos momentos toda su vida pasada. Sus culpas, sus delitos, el incumplimiento de sus promesas.
—No, no puedo sentirme orgulloso —murmuró—. He vivido lo peor que he sabido.
De pronto, al mirar a su hija, escuchó en sus oídos o en su alma una vieja frase que habían leído muchas veces sin comprenderla: «Una bella muerte honra toda una vida».
—¿Qué probabilidades tenemos de salvarnos? —preguntó al agente del Coyote.
—Depende de la resistencia que yo pueda ofrecer —replicó el otro—. Si los retengo veinte minutos podrán ustedes adentrarse mucho en el bosque. Si no puedo aguantarlos tanto tiempo y consiguen meterse en el bosque a poca distancia de ustedes… pues tendrán que defenderse como les sea posible. Tal vez el muchacho pueda ayudarle…
—Es una mujer —dijo Shepard—. Es mi hija.
El otro jinete le miró con asombro.
—¿Su hija? —preguntó—. ¿Y cómo es que va vestida de hombre?
—Adoptó el traje para estar más segura.
—Mal lo pasará si vuelve a caer en manos de mis antiguos compañeros. Si descubrieran su verdadero sexo… En fin, creo que tendré que superarme en el esfuerzo por salvar a su hija.
—Yo también le ayudaré —dijo Shepard—. Si son dos los caminos que deben defenderse, usted solo no podría resistir mucho.
El hombre no replicó. Aceptaba la ayuda de Shepard porque la consideraba plenamente lógica.
Shepard avanzó hasta su hija y colocándose a su nivel, le dijo:
—En el bosque hacia el cual nos dirigimos hay varios hombres del Coyote. Debes procurar llegar hasta ellos y explicarles lo que ocurre. Nosotros nos quedaremos atrás, parapetados entre las rocas, hasta que tú vuelvas. Debes darte prisa.
Juana de Abizanda dirigió una temerosa mirada a su padre.
—¿Qué piensas hacer? ¿Por qué no me acompañas?
—Porque nos alcanzarían y entonces nada ni nadie podría salvarnos. Tú eres la más ligera de los tres, tu caballo está descansado; no te será difícil llegar hasta los hombres del Coyote.
—Pero…
—Date prisa —insistió Shepard—. Adelántate ya. Aprovecha todos los segundos. Piensa que de ti depende que nos salvemos.
Al decir esto, Howell Shepard sabía que mentía; pero se daba cuenta de que sólo por salvarle a él aceptaría su hija marchar de su lado.
Durante un minuto, Juana tuvo apretada con gran fuerza la mano derecha de su padre; luego, picando espuelas se adelantó y, a pesar de lo dificultoso del terreno, en pocos minutos cobró una gran ventaja sobre sus compañeros.
Howell Shepard comprendió que nunca más volvería a ver a su hija. Dos lágrimas parecieron hincharse en sus ojos, hasta reventar y desbordarse por las mejillas.
—¡Y para eso he sido durante toda mi vida un canalla! —pensó.
Su compañero le observaba en silencio. Parecía ajeno a la situación, como si la muerte no se cerniera también sobre él.
Cuando llegaron al final de la cresta y comenzó el descenso hacia el bosque, Shepard y su compañero empuñaron los rifles que iban en la funda que pendía de la silla. Al mismo tiempo buscaron con la mirada a los ocho jinetes que formaban la peligrosa tenaza. ¡Estaban demasiado cerca para que se pudiera intentar la huida hasta el bosque! Expondríanse a tener que hacerles frente en terreno descubierto y con todas las ventajas para ellos.
Dejando sueltos a sus caballos, los dos hombres corrieron a parapetarse detrás de unas altas rocas, desde las cuales se dominaban los senderos que ascendían desde el llano. Un momento antes, Shepard buscó con la mirada a su hija y la vio a punto de entrar en el bosque. En seguida volvió su atención hacia los jinetes que llegaban por su lado y apuntando cuidadosamente apretó el gatillo.
En el momento en que sonó el disparo otra lágrima le nubló la vista. Cuando borró la lágrima con el dorso de la mano, Shepard vio que su disparo había sido certero, y que un caballo alejábase espantado del jinete que dejaba en tierra.
En el mismo instante sonó un disparo que procedía de su compañero y luego, tres balas rebotaron en la roca, cerca de su cabeza. La lucha había empezado. Sólo un milagro podía alterar el lógico final.
Generalizóse el tiroteo y Shepard procuró dirigir sus balas contra las nubecillas de humo que acusaban la posición de sus adversarios; pero el tiro era difícil y sólo por verdadero milagro logró alcanzar a otro de los bandidos.
Su compañero, en cambio, más diestro en el manejo del fusil disparaba sólo de tarde en tarde; pero al cabo de unos cuatro minutos, deslizóse hacia Shepard y le anunció, al oído:
—Ya concluí con los míos'. Ahora vamos por los…
No terminó la frase. La vida que una décima de segundo antes animaba aún su rostro se borró violentamente, y como empujado por una mano invisible cayó de bruces junto a Shepard, mostrando en la espalda el orificio de entrada de la bala que había terminado con él.
Todo ocurrió tan velozmente, que Shepard sólo se dio cuenta de su reacción al notar que estaba disparando contra la desembocadura del sendero de la cresta. El disparo que puso fin a la existencia del agente del Coyote había llegado de allí, procedente de uno de los dos jinetes que les habían seguido y a los cuales habían olvidado casi por completo.
Dos veces disparó Shepard contra sus nuevos enemigos, y su segundo disparo fue seguido por el rodar de un cuerpo humano que pareció saltar fuera de su escondite.
En el mismo instante, Shepard sintió un golpe en el pecho y hasta sus oídos llegó, muy lejano, el eco de un disparo. Todas las fuerzas le abandonaron. El fusil escapóse de sus manos y ante sus ojos todo se nubló. Una paz infinita inundó su alma. ¡Al fin podía descansar!
¡Era el dieciséis de septiembre, el día que se había fijado para la ejecución, en Los Ángeles, de Charles Turner y Howell Shepard!
El último pensamiento de éste fue para su hija. Y para ella fue también su última inquietud. Luego, todo fue paz en el alma de Adolfo de Abizanda.
Cuando los tres jinetes que sobrevivieron a la rápida lucha reuniéronse en torno a los cadáveres, maquinalmente se quitaron los sombreros. Era un ademán de respeto hacia los hombres que tan bravamente habían luchado hasta el fin.
Pero en seguida pasó esta que podría llamarse debilidad y los tres volvieron a montar en sus caballos y partieron en pos del tercer fugitivo.
Juana de Abizanda esforzóse por seguir en línea recta por entre los árboles; pero toda su atención se fijaba en los disparos que se oían a lo lejos. En tanto que siguieran sonando quedaría la esperanza de que su padre aún estaba vivo; pero si llegaban a cesar… Entonces el silencio sería señal de muerte, y en aquella desigual contienda sólo unos podían ser los vencidos.
Varias veces en su fuga a través del bosque, creyó que los disparos habían cesado. Entonces detenía su caballo y escuchaba, y sólo cuando volvía a oír el eco de las armas, reanudaba la fuga.
Al fin, en una de aquellas detenciones, sus oídos sólo captaron silencio. Profundo silencio, que en su inexpresión era trágicamente expresivo.
Juana aguardó un minuto, dos o tres. Lo hacía sin darse cuenta de que estaba malogrando el esfuerzo realizado hasta entonces. Quizá hubiera permanecido allí durante una hora si, de pronto, no hubiese llegado a sus oídos el blando batir de los cascos de unos caballos sobre el suelo tapizado de panocha.
Fue un toque de alarma que la joven captó en todo su terrible significado. Después de matar a su padre y a su compañero, los bandidos la buscaban para terminar también con ella.
Fue el instinto de conservación el que la hizo hundir las espuelas en su caballo y reanudar la fuga; pero había perdido demasiado tiempo, y aunque su abuelo había hecho de ella una experta amazona, los hombres que la perseguían iban ganando rápidamente terreno y al cabo de diez minutos de persecución a través del bosque comenzaron a disparar.
No resultaban excesivamente peligrosos aquellos disparos, ya que el obstáculo que presentaban los árboles era suficiente para proteger a la joven que huía por entre ellos. Pero varias balas pasaron lo bastante cerca para convencer a Juana de Abizanda que sus perseguidores no tenían especial interés en cogerla viva.
Un terror loco se apoderó de ella y desde aquel momento ya no tuvo noción exacta del lugar adonde se dirigía. Entregóse al instinto de su caballo y sólo prestó atención al galope de los caballos que la perseguían y a las balas que se hundían en los árboles, lanzándole trozos de corteza.
De pronto, la joven sintió cómo su caballo se estremecía violentamente, y después de dar un par de traspiés, se detenía sacudido por un convulsivo temblor. Juana no esperó más. Saltó del caballo que, al momento, se desplomó junto a ella.
Los perseguidores comenzaron a lanzar gritos de alegría que fueron como un espoletazo para la joven, que, aterrada, buscó refugio detrás de un árbol, mientras empuñaba su revólver, aunque se daba cuenta de que sería incapaz de dispararlo.
Pero sus enemigos estaban ya cerca y, cerrando los ojos, Juana apretó dos veces el gatillo. En el mismo instante sonaron tras ella dos disparos más y, al abrir los ojos, la joven vio, tendidos en el suelo, a menos de sesenta metros de ella a dos de sus perseguidores, en tanto que el otro intentaba huir; pero su velocidad fue muy inferior a la de la bala que al fin le alcanzó.
Juana de Abizanda sintióse dominada por unas violentas náuseas. Todo el mundo giraba bajo sus pies y tuvo que apoyar la espalda en el tronco que la había protegido.
A través de las brumas que borraban su visión, vio avanzar a dos hombres que empuñaban largos rifles. En un momento sus ojos recobraron la vista y al reconocer a uno de ellos gritó:
—¡Señor Grigor!
Earl Grigor avanzó hacia ella y cuando la joven corrió a su encuentro le ofreció el refugio de sus brazos, murmurando:
—¡Pobrecita! ¡Pobrecita!
Cuando estas palabras, fueron comprendidas por Juana, ésta se apartó de Grigor y mirándole a través de sus lágrimas, preguntó en voz baja:
—¿Lo sabías?
—Sí; desde aquella noche. Cuéntanos lo ocurrido.
—Sí, cuéntenos todo cuanto ha ocurrido —pidió impaciente el compañero de Grigor.
Juana le miró. El desconocido se cubría el rostro con un antifaz y, por un momento, la joven no comprendió; luego, recordando, exclamó:
—¡El Coyote!
—Para servirla, señorita. ¿Dónde está su padre y los demás?
Dejándose caer sobre una roca, Juana de Abizanda explicó lentamente lo ocurrido. Media hora después, los tres llegaban al lugar de la lucha y se detenían junto a los cadáveres de Howell Shepard y de su compañero.
—Grigor —dijo El Coyote—. Usted cuide de enterrarlos. Yo iré a impedir que se cometa el robo.