Serena retrocedió, espantada, y su mano derecha buscó un punto de apoyo. En el mismo instante, surgiendo de las sombras, un hombre avanzó hacia ella. La luz de la luna era lo bastante intensa para revelar sus facciones; pero un negro antifaz le cubría la parte superior del rostro.
—¡El Coyote! —exclamó Serena, y en su voz vibraba ya la alegría.
—Para servirla, señorita —replicó el enmascarado, inclinándose ante la joven.
—¿Y dice que viene a ayudarme? —tartamudeó Serena.
—Sí. Vengo de muy lejos y estaré aquí hasta que su padre quede en libertad y se haya hecho justicia.
Los temores de Serena habíanse esfumado ya. Como todos los habitantes de California, conocía la fama del Coyote y veía en él a un amigo dispuesto a ayudarla en aquellos momentos de apuro.
—Creí que estaba usted muy lejos —murmuró—. Hace tiempo que no sabemos nada de usted.
—He venido porque mi presencia es necesaria, señorita Morales. Pero no puedo entretenerme y he de volver en seguida a mi escondite. Viene usted de hablar con el abogado Turner y el notario Shepard. No haga nada de cuanto ellos le digan. No tome ninguna decisión. Déjeme a mí la oportunidad de obrar por usted.
—¿Sabe lo que me ha dicho Shepard? —preguntó Serena, muy sofocada.
—Ha pedido un precio muy alto por su ayuda.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó, asombrada, Serena.
El Coyote sonrió. No sabía nada; pero adivinaba muchas cosas.
—Yo lo sé todo —declaró.
—No puedo casarme con él —musitó Serena—. No puedo.
El Coyote se estremeció; una llamarada de ira cruzó por sus ojos. Conteniéndose, pidió:
—Cuénteme todo lo ocurrido.
Serena, subyugada por la presencia de aquel hombre tan famoso, explicó cuanto le había dicho Shepard.
—¡Canalla! —murmuró El Coyote—. Desde este momento yo me encargo de todo. Si Shepard insiste, dígale que necesita usted reflexionar. A su debido tiempo probaremos la inocencia de su padre.
—¿Cree que podrá demostrar que es inocente?
—Estoy seguro.
—Le estaré agradecida toda mi vida —prometió Serena, con la mirada fija en El Coyote.
La luz de la luna daba de lleno en su rostro. El enmascarado susurró:
—¡Qué hermosa! Sus ojos son como las aguas que reflejan el monte Shasta.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Serena.
—Porque es usted muy hermosa, señorita. Demasiado hermosa para que la manche un cerdo como Shepard. No tema. Su problema está en buenas manos.
Serena sentía aún vibrar en sus oídos las extrañas palabras del Coyote: «Sus ojos son como las aguas que reflejan el monte Shasta». Monte Shasta, la famosa montaña de California del Norte, que según los indios, había sido creada por Dios para modelo de todas las otras montañas. La muchacha, como todas las mujeres de California, había hecho del Coyote su ideal. Nuevo caballero andante que usaba el revólver de seis tiros en vez de la lanza, que marcaba a sus adversarios con un balazo en la oreja, que protegía a los débiles contra los fuertes, que era aclamado como el héroe máximo de California. Y ahora estaba ante ella. Y había halagado su vanidad con la más bella frase de amor…
—¿En qué piensa, señorita Morales? —preguntó El Coyote.
Serena se dio cuenta de que durante varios minutos habíase dejado arrastrar por unos sueños hermosos y fantásticos.
—Es que me cuesta trabajo creer que sea verdad lo que usted dice. ¡Me he sentido tan sola, tan abandonada por mis propios compatriotas…! He visto que todos huían de mí como si yo fuese una mujer impura, y se ha dado crédito a las acusaciones contra mi padre…
—Todo pasará y dentro de muy poco será un triste recuerdo ya lejano. Y los recuerdos tristes no tienen importancia cuando el presente es feliz. Adiós, señorita Morales. Haga cuanto le he dicho. No olvide nada y no diga, ni a sus mejores amigos, que yo he venido a verla.
En aquel momento, los ojos de Serena, que escrutaban ansiosamente el rostro del Coyote en busca de algún detalle que le permitiese reconocerlo si alguna vez lo encontraba en Los Ángeles, captaron una pequeña peca triangular en el lóbulo de la oreja derecha.
—Adiós —siguió El Coyote—. Desde ahora no estará sola. ¿Necesita dinero?
Serena movió negativamente la cabeza. Estaba demasiado emocionada para hablar. Sin embargo, consiguió decir:
—No…, tengo lo suficiente para mis necesidades.
—Entonces descanse tranquila. Su padre será salvado.
El Coyote cruzó la habitación, abrió la puerta y, por un instante, la luz de la luna que brillaba en el pasillo reflejóse en las culatas de sus dos revólveres y en la hebilla de plata de su cinturón; luego, se cerró la puerta y Serena quedó sola. Unos minutos después se oyó el galope de un caballo. El Coyote, cumplida su misión, se alejaba.
****
César de Echagüe escuchó, impasible, el relato de Ricardo Yesares. Éste vestía aún el traje de Coyote; pero se había quitado el antifaz, que estaba sobre la mesa.
—La bajeza humana no conoce límites —comentó César—. Sin embargo, hay cosas que repugnan al hombre honrado. Y más que repugnarle le resultan incomprensibles. Que por conseguir a una mujer se llegue a ciertos extremos es tan inadmisible que difícilmente se comprende.
—¿No podría ser también lo que dijo Shepard?
—Tal vez —admitió César—. Pero es más lógico lo otro. Ya sé que la lógica es muy relativa y que varía de acuerdo con el cerebro y el alma de la persona interesada; pero también he advertido qué a veces nos esforzamos en dar a las cosas una explicación mejor o más agradable, y la realidad confirma casi siempre la sospecha cruda y desagradable.
—¿Qué debemos hacer?
César dio unos pasos por la estancia.
—Debemos obrar sin pérdida de tiempo —dijo, de pronto.
Acercóse a la ventana y la abrió. Del jardín llegaba el rasgueo de las guitarras y las redondas y goteantes notas de los xilofones de la orquesta típica. Era noche de fiesta en el rancho San Antonio. Se celebraba el regreso del amo ausente durante varios años, y en el hermoso jardín los bailes clásicos y las orquestas típicas se unían en un artístico conjunto.
César cerró de nuevo la ventana y se volvió hacia Ricardo Yesares.
—Voy a escribir a mi cuñado. Él sabe la verdad. Y como ha intervenido en este asunto, pues prometió ocuparse de lo referente al rancho Morales, su deber es ayudarnos.
—Pero un mensaje a Washington tardará muchos días en llegar.
—Menos de los que se imagina. Aguarde.
César abrió un cajón de su mesa de trabajo y sacó dos tiras de papel muy fino. Llenó rápidamente ambas tiras y en cuanto la tinte se hubo secado César pidió a Yesares que aguardase y salió de la estancia. Al cabo de tres minutos regresó con dos jaulas, dentro de las cuales había dos palomas.
—¿Palomas mensajeras? —preguntó Yesares.
César de Echagüe, con un movimiento de cabeza, asintió.
—Sí —dijo—. Emplearán muchísimo menos tiempo que un jinete, por veloz que sea, y, por lo que pudiese ocurrir, enviaré dos. Mi cuñado tiene allí otras palomas que acudirán a este rancho y nos traerán su respuesta. Entretanto no podemos hacer nada. Confío en que tendremos pronto la contestación. Y, de momento no creo que suceda nada grave. Dedíquese a preparar su establecimiento. Mañana tomará posesión de él y comenzará a limpiar la casa. Busque albañiles y carpinteros y un arquitecto que dé al edificio un carácter de mesón típico.
Yesares asintió con la cabeza y mientras César arrollaba los mensajes y los colocaba en un tubito de metal sujeto a las patas de las palomas se cambió de ropa. Luego César abrió la ventana y soltó las palomas, que en seguida se elevaron para orientarse y no tardaron en desaparecer.
—Bajemos a disfrutar de la fiesta —dijo el dueño de la casa—. Por el momento podemos descansar. Además, conviene que nos vean juntos y aquí. Mañana podría saberse que El Coyote ha rondado por las calles de Los Ángeles y quiero que si piensan en mí o en usted, recuerden que nos vieron en esta casa.
Cuando llegaron al jardín la danza terminaba. Los aplausos de los dos hombres se unieron a los del resto de los invitados.
—Ha sido maravilloso —afirmó una dama, levantándose del sillón de mimbre que le habían colocado junto a un macizo de rosas.
—Muchas gracias, doña Eugenia —replicó César—. Halaga usted mi vanidad de anfitrión.
—¡Cuánto hemos echado de menos su presencia en Los Ángeles! —replicó la mujer.
—¡Y cómo he echado yo de menos a mis buenos amigos! —repitió César.
Un intenso rasgueo de guitarra indicó que la fiesta continuaba. Se volvió a hacer el silencio en el jardín y todos regresaron a sus puestos. César y Yesares se acodaron a un arco de ladrillos y, como los demás, contemplaron la alegre fiesta típica.