Capítulo VII:
La visita del Coyote

Al oír las palabras de César de Echagüe, Serena irguió la cabeza.

—Siempre lo ha sido, don César; pero alguien le engañó, le hizo creer que podía cometer una falsificación sin correr riesgo alguno y…

—Empieza por el principio —pidió César—. Cuéntame todo lo ocurrido.

Serena inclinó la cabeza, y con voz lenta empezó:

—Cuando se revisaron los títulos de propiedad de las fincas californianas, mi padre obtuvo una sentencia suspendida en espera de que consiguiese los documentos que debían probar su legítimo derecho al rancho. El señor Greene intervino en su favor y prometió realizar en La Habana o en Sevilla las gestiones necesarias para lograr los títulos de propiedad otorgados por el rey Carlos III a nuestra familia. Antes de marcharse de Los Ángeles, el señor Greene aseguró a mi padre que ya no se volvería a remover el asunto de las propiedades.

—¿Y no le envió los títulos de propiedad? —preguntó César.

—No, don César. Sin duda no lo creyó necesario.

—Continúa. ¿Qué más ocurrió?

—Pasaron unos años y alguien advirtió a mi padre que se estaba a punto de desenterrar lo de las propiedades y que se revisarían las causas pendientes de sentencia definitiva.

—¿Quién se lo dijo?

—No sé. No me lo ha querido decir. Aquella noche fueron unos hombres al rancho y estuvieron hablando varias horas con mi padre. No quiso decirme de qué se había tratado en la reunión; pero unos días después me dijo, muy contento, que todo estaba solucionado y que ya nadie nos podría quitar el rancho.

—¿Cómo fue eso?

—Demasiado pronto lo supe. Una semana más tarde, la policía detuvo a mi padre y se incautó del rancho. Entonces supe, por la acusación y por lo que me confesó mi padre, que lo de la revisión de sentencias era falso, y que a él le habían asustado con aquella amenaza, instándole a que se valiera de cierto falsificador muy diestro para extender en pergamino antiguo y con todas las apariencias de realidad, un documento de donación de bienes. Le dijeron que con aquel documento nadie podría discutirle el derecho a sus tierras, pues para todo el mundo parecería un documento legal. Mi padre pagó dos mil dólares por aquel documento y lo presentó en el Registro de Propiedades para confirmar sus derechos. Allí lo aceptaron, pero al inscribirlo se dieron cuenta de que la cesión no sólo incluía las tierras del rancho Morales, sino una buena parte de las lindantes a ambos lados. Si se hubiese tratado sólo de confirmar los derechos que ya nadie le discutía a mi padre, todo habría ido bien; pero al hacer la inscripción se dieron cuenta de que a mi padre le correspondían unas tierras cuya legal pertenencia a nuestros vecinos jamás se había discutido. Alarmados, los del registro examinaron más atentamente el documento, y al fin, se dieron cuenta de que estaba falsificado. Entonces se dictó contra mi padre orden de detención, acusándole de haber pretendido apoderarse de unas tierras que no eran suyas. Todas las pruebas estaban contra él. No se ha podido hacer de ninguna manera nada en su favor. Dicen que la ley habla muy claro sobre esos puntos.

—¿No has acudido a ningún abogado? —preguntó César.

—Sí. Charles Turner.

—No le conozco.

—Llegó hace poco. Es un hombre muy inteligente; pero no confía mucho en poder salvar a mi padre. Lo mismo dice el señor Shepard.

—¿Howell Shepard? —preguntó César.

—Sí. El notario. Es muy amigo de papá; pero opina que se ha metido en un lío muy grave.

—Lo mismo creo yo —declaró César, disimulando un bostezo—. Hay leyes que no se pueden infringir. Tu padre hizo muy mal y no sé si podremos ayudarle.

Serena se puso en pie, muy pálida.

—¿Qué insinúa usted, don César?

—No he insinuado nada.

—Lo leo en sus ojos. ¿Cree que mi padre hizo extender el documento para apoderarse de unas tierras que no eran suyas?

—No digo que crea eso; pero sería una cosa muy lógica el creerlo, ¿no?

—Veo que no puedo esperar nada de usted, don César —dijo Serena, altivamente.

—Serena —replicó César—. Te prometo que haré lo posible por ayudar a tu padre a salir del mal paso en que está metido; pero antes me gustaría saber si se metió inocentemente o si lo hizo pensando en ganar más de lo que le correspondía. El hecho real es que cometió una falsificación y que, por tanto, merece parte de lo que le está sucediendo.

—Comprendo que no debí haber venido a molestarle, don César.

César se puso en pie y declaró:

—Eso, no, pequeña; has hecho bien. Escribiré a mi cuñado y algo hará por ti.

—¿Y por mi padre? —inquirió Serena levantándose.

—A tu padre, Serena, le irá muy bien pasar una temporada en la cárcel. Así aprenderá a no faltar estúpidamente a la ley.

Dirigiéndose cariñosamente a su hijo, César agregó:

—Vamos, pequeño. Esta noche celebramos una fiesta en honor de nuestros; amigos y tenemos que prepararnos.

El pequeño César miró fijamente a su, padre y preguntó:

—¿Por qué le has dicho tantas cosas feas a Serena?

—Porque lo peor que puede ser un hombre es tonto. Recuérdalo bien. No importa que sea un poco canalla si se sabe serlo con listeza; pero cuando se es canalla torpe, entonces el peso de la ley sobre él es poco para castigarle como se merece.

Serena, pálida y temblorosa, tuyo que volver a sentarse. Junto a ella, Ricardo Yesares trató de consolarla.

—Quizá don César pueda hacer algo —dijo.

—¡Don César! —Los ojos de Serena centellearon—. ¡No quiero saber nada más de él! Es el mayor canalla que he conocido.

—Debo decir que los he visto peores que él, señorita. Sin embargo, admito que en su caso no ha sido muy piadoso. Tengo confianza en Dios.

—Sólo en él confío ya —murmuró Serena.

Y saludando con un movimiento de cabeza a Yesares, salió del salón. Un momento después lo hacía de la casa.

****

Ricardo Yesares quedó sin saber qué hacer ni qué decir ni qué partido tomar. Le habían dejado solo en aquella estancia y estaba ya pensando en hacer sonar la campanilla de plata de encima de una de las mesitas, cuando César de Echagüe entró de nuevo en el salón. Su aspecto había variado por completo, desapareciendo todo rastro de languidez e indiferencia.

—¡Pronto! —dijo, dirigiéndose a Yesares—. Tenemos que entrar en acción. Quiero averiguar la verdad de ese misterio. Acompáñeme.

Arrastró a Yesares hasta un extremo de la sala y tanteó la pared hasta encontrar un oculto resorte, que apretó fuertemente. Todo un lienzo del muro giró hacia dentro, dejando al descubierto la amplia abertura de una puerta secreta. La luz de las velas que ardían en los candelabros iluminaba los primeros escalones de una escalera que se hundía en un oscuro pasadizo. Tomando un pequeño candelabro de plata, César hizo pasar ante él a Yesares, siguiéndole en seguida, mientras la puerta secreta volvía a cerrarse.

****

—¿Hay esperanzas? —preguntó Serena.

El abogado se encogió de hombros, y al hacerlo pareció realizar un agotador esfuerzo.

—El asunto es muy feo, señorita Morales —dijo en mal español—. Su padre ha cometido un delito muy grave. Cuando se hicieron las revisiones de los títulos de propiedad de las fincas, hubo muchos que dijeron ser dueños de más tierra de la que les correspondía. Entonces aquello estaba algo justificado; pero luego se reorganizó la justicia, se corrigieran defectos y todos quedaron satisfechos. Que ahora, al cabo de tantos años, se falsifique un documento y se pretenda obtener mayores bienes, es tan inconcebible, que la justicia ha de ser forzosamente severa. Los jueces están predispuestos en contra de su padre y creo que nos costará mucho ganarlos para nuestra causa. Haría falta mucho dinero.

—Yo apenas tengo —murmuró Serena—. Se ha decretado la incautación de nuestros bienes.

—Ya lo sé, señorita —dijo Turner, con indiferente lentitud—. Y no crea que digo esto para recordarle ningún detalle molesto para usted… No tengo ninguna prisa y, además, el señor Shepard me la recomendó, encargándome que la atendiera en todo. Debo muchos favores al señor Shepard. ¿No ha pensado en dirigirse a él en demanda de mayor auxilio?

—Sí, pero antes quise probar otra solución. Iré a verle mañana.

—Esta noche me parece la más indicada. Esta tarde hablé con él y cambiamos algunas impresiones. Conoce todo lo que ocurre y quizá pueda aconsejarla.

—Gracias, señor Turner —dijo Serena, levantándose.

El abogado se incorporó levemente y saludó con una inclinación de cabeza; luego, tornó a sentarse y estuvo jugueteando con una regla de ébano. Al cabo de un rato volvió a dejarla sobre la mesa y, alcanzando un libro de leyes, lo abrió por la página ya señalada y comenzó a leer.

Se había olvidado por completo de Serena Morales y de sus problemas.

****

—Buenas noches, señorita Morales; buenas noches. Entre usted, por favor. No esperaba su visita.

Serena Morales entró en la casa, y Howell Shepard cerró suavemente la puerta. Frotándose las manos en un movimiento maquinal, se ajustó luego la levita y preguntó a la joven:

—¿Viene usted en visita de amiga o… simplemente a consultar a un viejo notario?

Howell Shepard exageraba al calificarse de viejo. A los cuarenta y ocho años recién cumplidos, Howell era un hombre aún bien conservado, que sabía vestir con elegancia y cuyos modales podían calificarse de exquisitos. Había llegado a Los Ángeles el año 49, a la zaga de los buscadores de oro, presintiendo que pronto habría trabajo de sobra para un notario, y no se equivocó. Pleitear fue para él una especie de pasatiempo en el que todos intervenían para ganar y en el que, como decía Shepard, todos, menos él, perdían.

—Vengo a las dos cosas, señor Howell —replicó la joven.

—Entonces nada mejor que sentarse y hablar como viejos amigos. Ya sabe, señorita Morales, que le profeso una gran amistad, una amistad sincera, como (y no lo digo por vanagloriarme) existen muy pocas en el mundo.

—Ya lo sé, señor Shepard —murmuró Serena—. En estos momentos de terrible soledad, sólo su mano me ha sido ofrecida en ayuda.

—Mi mano y mi corazón, señorita Morales —replicó Shepard, por cuyos ojos pasó una fugaz, pero intensísima llamarada.

Serena, cuya vista estaba fija en la estera que cubría el suelo de adobes, no advirtió la pasión de la mirada de Shepard. Con acento cansado explicó:

—He visitado al señor Echagüe.

Una viva contrariedad pintóse en el rostro de Shepard.

—No debía haberlo hecho… —empezó.

—Tiene usted razón —replicó Serena—, no debí haberlo hecho. Pero el señor Echagüe fue compañero de juegos infantiles; entre su familia y la mía mediaba una gran amistad. Lógicamente hubiese tenido que ayudarme.

Shepard palmeó suavemente la mana de Serena.

—En la vida, señorita Morales, no ocurre nunca lo que nosotros consideramos lógico, sino lo que es realmente lógico —declaró—. Ya sé que, al hablar como voy a hacerlo, critico también a mis compatriotas; pero lo cierto es que si algún californiano ha conservado sus tierras y su hacienda, lo ha debido a que fue lo bastante listo para sortear hábilmente los obstáculos que los norteamericanos le pusieron. Aquellos que sólo se dejaron llevar del corazón y de su confianza en la pureza humana, perdieron dinero y perdieron hacienda, y, además, perdieron la confianza en la justicia. Y sin querer ofenderle, debo decir que el señor Echagüe supo sortear muy bien todos los obstáculos. La sentencia que recayó sobre su rancho y el de su esposa, no fue sólo de reconocimiento de su legal pertenencia, sino que, además, reparó ciertas antiguas ilegalidades, y sus tierras se vieron aumentadas en una proporción bastante grande.

—Nunca podré comprender el comportamiento de César —insistió Serena—. Se ha mostrado tan frío… Sólo prometió pedir a su cuñado que se interesase por nosotros.

—Que es no prometer nada, porque una carta a Washington tarda, entre ir y volver, un mes al menos. Los jinetes del correo son veloces; pero no tanto como sería conveniente.

—Ya lo sé, señor Shepard; pero usted es hombre de mucha influencia. ¿No podría conseguir que mi padre fuese puesto en libertad?

—Es muy difícil lograr lo que usted pide. Se podría tratar de obtener la libertad condicional; pero sólo alargaríamos la situación; y lo que interesa es resolverla definitivamente. ¿Se le ocurre alguna solución, señorita Morales?

Serena negó con la cabeza.

—No —dijo.

Shepard tableteó sobre la mesa y de pronto dijo:

—Resumamos la situación de su padre. Está acusado de un delito, probado, de falsificación. Ese delito se complica con el hecho de que la falsificación tendía a conseguir un beneficio ilegal: o sea, a la demostración de que las tierras del rancho Morales eran legalmente el doble de las reconocidas hasta ahora. Aunque de momento su padre no hubiese reclamado nada, o sea, que al presentar el documento español no hiciese reclamación de las tierras que en él se demostraban suyas, nadie puede asegurar que no pensara hacerlo en plazo más o menos breve. Por tanto, la acusación contra él se basa en un hecho cierto. La justicia en Los Ángeles se ha consolidado bastante, y ahora ya no se permiten cosas que antes se toleraban sin descaro; pero la confirmación de una justicia más recta exige una mayor severidad contra los delincuentes. Los jueces quieren ser severos, y aunque tai vez se dejaran comprar…

—El señor Turner habló de eso —dijo Serena.

Howell Shepard negó con la cabeza.

—No; no se conseguiría nada. Un soborno sólo es eficaz cuando puede ser muy grande. En este caso no podría ser superior al valor del rancho, y aun así no valdría la pena hacerlo. Yo he intercedido cerca de los jueces; pero insisten en que no merece la pena el asunto.

—¿Que no merece la pena? —preguntó, asombrada, Serena.

—Sí. Tal vez usted no lo comprenda: la explicación es muy clara. Para ellos, su padre es un hombre sin importancia, a quien pueden hundir sin que suceda nada grave. Pueden ser implacables y continuar viviendo tranquilos.

—Pero… si usted intercede y demuestra que se interesa por él…

—En nuestra vida, Serena, nosotros intercedemos muchas veces por nuestros amigos y por nuestros clientes. Los jueces están acostumbrados a eso, porque también ellos han pasado por lo mismo. Saben que en infinidad de ocasiones sólo queremos que se nos responda negativamente y se nos permita, así, presentar a los que han acudido a nosotros una firme respuesta negativa.

—No entiendo…

—Sí; es muy sencillo. Suponga usted que su padre fuese mi hermano. Yo acudiría a los jueces, y ellos comprenderían la importancia que para el notario Shepard tiene la libertad de su hermano. Al momento buscarían una justificación legal cualquiera y lo sacarían de la cárcel, seguros de que yo, llegado el momento oportuno, sabría corresponder a su favor con otro, ya que ese favor me sería muy fácil de conseguir.

—Más fácil había de ser el conseguir un favor de poca importancia —replicó Serena.

Shepard movió negativamente la cabeza.

—No lo crea —dijo—. Yo me presento ahora a los jueces encargados del caso de su padre y les digo: «Me interesa mucho que suelten a ese hombre. Es un buen amigo mío y deseo ayudarle». Ellos piensan en seguida que la amistad entre el señor Morales y yo no ha sido nunca extraordinaria ni superior a la que tenga a otros cientos de personas. Piensan también que los familiares del señor Morales habrán acudido a mí pidiéndome que interceda por el detenido. Yo me habré visto obligado, para no enemistarme con mis clientes, a prometer mi intercesión, aun sin importarme maldita la cosa lo que piensen hacer con el señor Morales. Para que no se pueda decir que no me he interesado por el detenido, voy a hablar con los jueces y les pido que lo dejen en libertad, de la misma forma que me he interesado cientos de veces por otros detenidos a los que no profesaba ningún afecto especial. Los jueces piensan: «Cumple un simple trámite y le tiene sin cuidado que a Morales lo tengamos en la cárcel o lo ahorquemos». Por tanto, mueven negativamente la cabeza y aseguran que no pueden hacer nada. Y como ya han dicho eso, y me han dado la respuesta para los parientes, y, además, creen haberme dado la excusa que yo necesito para no interceder más, se encierran en su negativa y por más que yo haga no consigo arrancarles la sentencia que nos conviene.

—No es posible que eso sea verdad.

—Lo es, Serena —aseguró Shepard—. Si en nuestra profesión nos concediéramos todos los favores que nos solicitamos, sería imposible nuestra actuación profesional.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Sencillamente, llegar al juicio, y esperar que la sentencia nos sea favorable.

—¿Lo será?

Shepard se encogió levemente de hombros.

—No sé —contestó—. En realidad no tengo ninguna esperanza de que lo sea.

—¿Y no hay otra solución posible?

Howell Shepard vaciló un momento. Serena comprendió que existía una posibilidad de salvación y rogó:

—¡Por favor, dígame lo que se puede hacer!

—No me atrevo, porque tal vez interpretase mal mis sentimientos. Tal vez dentro de algunas semanas…

—¡No, no, hable ahora! —rogó Serena.

Shepard acentuó sus vacilaciones. Al fin, respirando hondo y como tomando una heroica decisión, dijo:

—Serena, usted ya sabe que la aprecio; pero mis sentimientos hacia usted van más allá de un simple afecto. Por eso me decido a hablarle como voy a hacerlo. Serena —Shepard había prescindido ya del «señorita Morales»—, yo la amo como un hombre ama a una mujer. La he amado siempre, y con muchas dificultades he contenido, hasta ahora, mis sentimientos. Luego, el saberla en una situación dolorosa ha sellado mis labios. Y hoy todavía los habría sellado más el temor de que interpretase mis palabras de una manera equivocada. Serena, le pido que sea mi esposa.

—¡Señor Shepard! —exclamó, incrédulamente, la joven—. ¿Cómo…?

—¿Cómo me atrevo a pedirle eso? Ni yo mismo lo sé. Hasta ahora no había tenido valor para expresar mis sentimientos. Hoy lo he encontrado porque, además de mi corazón, puedo ofrecerte algo más.

—¿Qué?

—La libertad de su padre, que no me podría ser negada.

—Pero si usted ha dicho…

—He dicho que un favor pequeño se me negaría; pero, en cambio, no me sería negado un gran favor. Y la libertad de mi suegro sería un gran favor. Entonces no necesitaría ni pedirlo. Se echaría tierra al asunto, se destruiría el documento acusador, y por falta de pruebas concretas se decretaría la libertad del señor Morales.

—Es increíble…

—¿El qué? ¿Cree que su amor es el precio que yo pongo a mi favor? No, no lo crea. Yo seguiré laborando por la libertad de su padre aunque usted me rechace. Y de todas formas la seguiré amando. Si lo que le pido es un sacrificio excesivo, dígamelo sin reparos y olvide mi atrevimiento.

Serena vaciló.

—Es tan inesperado, eso… —murmuró.

—Eso me hace ver que no se había dado cuenta de lo que yo sentía por usted. Yo creí que mis sentimientos eran diáfanos. Pero a veces los ojos más claros pueden ser ciegos a lo evidente. Perdone mi audacia.

—No; eso no, señor Shepard —suplicó Serena—. Le ruego que me permita reflexionar. Me siento como si… como si hubiera tropezado inesperadamente con un obstáculo de cuya existencia no tenía la menor idea.

—Desde luego. Tómese todo el tiempo que quiera, Serena —replicó el notario—, y, si al fin decide que mi audacia ha sido excesiva, no le pido otra cosa que el olvido de mis palabras y que siga considerando a Howell Shepard como un amigo de verdad.

Levantándose, el notario acompañó a Serena hasta la puerta y la siguió con la mirada hasta que la vio perderse por la oscura calle. Entonces volvió a su despacho y, sentándose de nuevo a su mesa, sonrió.

Howell Shepard sentíase muy satisfecho.

****

En cambio, Serena Morales no estaba satisfecha. Al contrario, su alma se agitaba en un mar de confusiones y de dudas. Era exacta la imagen que había hecho de sus sentimientos. Las palabras de Shepard habían sido para ella un inesperado golpe. Sin embargo, en un esfuerzo por ver las cosas objetivamente, trató de comprender a Shepard.

—El me ama y quiere ayudarme —murmuró.

Y quiso justificar las palabras del notario y su asombrosa proposición. Pero no podía. Lo cierto era, para ella, que Shepard trataba de poner un precio a su ayuda. Un precio vergonzoso. Pero ¿era realmente así? ¿Por qué no creer en una hermosa pureza de sentimientos? ¿Por qué no podía ser verdad que su oferta era simplemente un propósito de ayuda en el que intervenía un amor desinteresado?

Marchaba lentamente hacia la casa que tenía en las afueras de la ciudad, dejando que su caballo siguiera a su antojo el camino que juzgase mejor. Por detrás de las montañas asomaba una luna roja y grande. Continuamente oíanse voces y griterío que brotaba de las tabernas. Serena no abrigaba ninguno de los temores que hubieran sido lógicos en una mujer de su edad. No temía a los hombres que deambulaban por las fangosas calles. En la silla de su caballo tenía, enfundado, un revólver de seis tiros, que sabía utilizar perfectamente.

De pronto oyó tras ella un violento galopar de numerosos caballos y, en seguida, varios disparos.

Sin esperar a averiguar la causa del alboroto, Serena hizo entrar a su caballo bajo el porche de una vieja casa y un momento después unos diez o doce jinetes pasaron velozmente ante ella. Los últimos disparaban continuamente hacia atrás, como si cubriesen la retirada. Pronto torcieron por una bocacalle y desaparecieron, dejando atrás una nube de irritante humo de pólvora.

Cuando se ahogaron los ecos de las detonaciones y de la cabalgada, empezaron a oírse voces que, sin duda, comentaban el ataque de los bandidos y sus trágicas consecuencias. Serena, hondamente preocupada por sus propios problemas para prestar demasiada atención a lo que iba resultando ya un acontecimiento habitual y hasta normal, salió de debajo del porche y reanudó la marcha hacia su casa.

La justicia, en Los Ángeles, se cebaba en un pobre hombre que sólo había tratado de defender su hacienda en peligro; pero, en cambio, se cruzaba pasivamente de brazos ante la actuación audaz e implacable de una banda de facinerosos que parecían considerar las calles de la población como carreteras abiertas a sus ataques. Algunos oponían en favor de la justicia, que los bandidos estaban mejor armados, no ya que las fuerzas de policía, sino que los mismos soldados del Ejército Federal, ya que utilizaban armas de excelente clase cuyo elevado coste las ponía fuera del alcance de las manos militares. Serena pensó, por un momento, que para aquellos bandidos sería tarea fácil sacar a su padre de prisión. ¿No lo habían hecho con más de uno de los suyos que por azar, más que por excesivo celo en la actuación de la policía, cayeron en manos de esta?

Serena fue dejando atrás las casas y campos de la ciudad de Los Ángeles. La luna paseaba por el cielo su disco completo y bañaba con su luz la campiña, imponiendo un silencio y una calma impresionantes. Pero en el corazón de la joven reinaba el dolor y el abatimiento.

Llegó al fin ante la casa que había sido de su madre y en la cual, desde la incautación del rancho, vivía ella en compañía de una criada. No se veía ninguna luz. Serena condujo por sí misma el caballo a la cuadra y después de desensillarlo y comprobar si había suficiente comida en el pesebre, salió y cerró con llave, entrando luego en la casa.

Apenas dio unos pasos por el amplio vestíbulo, lleno de ecos y de densas sombras, Serena tuvo la impresión de que se hallaba ante algo anormal. Haciendo un esfuerzo avanzó hacia la escalera que conducía a sus habitaciones Harta aquel momento nunca había advertido los quejidos y chasquidos que emitían los escalones cada vez que pisaba uno de ellos. Le hacía el efecto de que a su lado subía paso a paso, como ella una sombra tangible, y que un rostro hecho de negruras la miraba con sus ojos que eran dos pequeños e insondables pozos en los que se concentraba una maligna amenaza.

Cuando llegó al piso superior y vio la luz de la luna que penetraba por el ventanal que se abría al final del pasillo, frente a otro que se encontraba en el extremo opuesto, Serena sintió un gran alivio. El fantasmal compañero que había subido con ella fundiríase con la luz como la nieve se funde con las lluvias primaverales.

—¡Qué tontería! —musitó Serena.

Cruzó el pasillo y se detuvo ante la puerta de su cuarto. La luz de la luna parecía vibrar intensamente. Serena empujó la puerta y entró en su habitación. También estaba allí la luz de la luna, bañando el lecho de columnas y dosel. Serena pensó, con alivio, que no necesitaría buscar velas, eslabón ni yesca, y que podría desnudarse sin verse precisada a hacerlo a tientas.

Acercóse al tocador, sobre cuya banqueta se veía el camisón de dormir, y en el momento en que su mano se inclinaba a recogerlo, una voz que brotó de la oscuridad, susurró:

—Buenas noches, señorita Morales.

Serena lanzó un grito de espanto y a su memoria acudieron los recuerdos de los terrores vividos mientras subía la escalera.

—No se asuste; soy un amigo, Serena —siguió la voz.

—¿Quién es…? —tartamudeó la joven, tratando de penetrar con sus pupilas las densas tinieblas, acentuadas por la plateada luz de la luna.

—Un amigo que ha venido de muy lejos a ayudarla en su apuro.

—¿Quién es usted? —insistió Serena, alargando la mano hacia el eslabón y el pedernal que tenía encima del tocador.

—No, señorita, no lo haga —ordenó la voz.

—Pues dígame quién es y qué hace en mi cuarto.

—He venido a verla y soy El Coyote.