El pequeño César de Echagüe era, a los ocho años de edad, un chiquillo lleno de vida y de encanto. En masculino era el vivo retrato de su madre, y a sus perfecciones físicas agregaba una simpatía arrebatadora. En cuanto entró en la sala corrió a los brazos de su padre, que lo levantó en alto y lo besó amorosamente; luego, dejándolo de nuevo en tierra, le dijo:
—Saluda a estos caballeros.
—Buenas noches, caballeros —saludó, muy serio, el niño—. Tengo un gran placer en verles aquí. ¿Han pasado una tarde agradable?
Todos le aseguraron, sonriendo, que la tarde había sido agradabilísima. El niño les dio las gracias y, mirando a Yesares, preguntó:
—Oye, papá, ¿quién es este señor? No le conozco.
—Es un viejo amigo nuestro. Su papá y tu abuelito eran íntimos amigos.
El pequeño César tendió la mano a Ricardo y aseguró:
—Los amigos de mi familia son mis amigos. Si alguna vez puedo ayudarle en algo…
—No vacilaré en acudir a ti —rió Ricardo—. Por cierto que unos terribles bandidos me asaltaron y robaron. Quizá tú puedas detenerlos.
—¡Ya lo creo! —aseguró el chiquillo—. Tengo un revólver de seis tiros y disparo muy bien con él… ¿Dónde están?
—Muy lejos —replicó Ricardo—. Cuando vaya a matarlos te avisaré.
—No deje de hacerlo —dijo, con delicioso desparpajo, el chiquillo—. Si se va usted solo me disgustaré mucho.
—¿De dónde vienes, pequeño? —preguntó César a su hijo—. Hoy, al preguntar por ti, me han dicho que estabas de paseo. ¿Con quién has salido?
—Tenía que salir con tita Lupe; pero me dijo que por tu culpa no podría acompañarme.
—¿Por mi culpa? —preguntó, extrañado, César—. ¿Y qué he hecho yo para que Lupita no te acompañara?
—Tener invitados —replicó el niño—. Lupe ha tenido que trabajar mucho y no ha podido salir conmigo.
—¿De veras, Julián? —preguntó el hacendado.
—Sí, don César, pero la culpa no fue de usted. Ya sabe que mi hija no se fía nunca de las sirvientas, y siempre teme que algo salga mal. Ha querido revisarlo todo a fin de que no fallase nada.
—Y lo ha conseguido —afirmó César—. Nunca creí que la recepción se pudiera celebrar tan perfectamente. Tienes una hija que vale un tesoro. No comprendo como no te la han robado ya. ¿Es que en Los Ángeles no hay hombres con sentido común?
Guadalupe Martínez, que había entrado en el salón a tiempo de oír las palabras de su amo, vaciló un momento y la sangre se agolpó en sus mejillas. En seguida se dominó. Preguntándose cómo era posible que un hombre fuese tan ciego que no comprendiera por qué no podía ella aceptar a ninguno de los muchos que acudían atraídos por su belleza, acercóse al grupo y declaró, con la máscara de una sonrisa.
—Se me ha contagiado el orgullo de esta casa, don César. Muchas gracias por sus inmerecidos elogios a mi pobre actuación.
—Guadalupe, eres demasiado modesta. Sin ti, esta casa iría de cabeza, aunque tu padre opine lo contrario.
Inclinándose hacia su hijo, César agregó:
—Aún no me has dicho quién te ha acompañado en tu paseo.
—Serena, papá. Me enseña a portarme como un caballero. Dice que no debo hurgarme las narices ni limpiarme las orejas con el pañuelo…
—No sé quien es esa Serena; pero lo que dice está muy bien dicho… ¿Qué más te enseña?
—A montar bien a caballo —explicó Guadalupe—. Papá le enseña a montar como un vaquero; pero Serena dice que el heredero de los Echagüe debe montar como un caballero y no como un peón.
—Veo que esa Serena es una maravilla; pero ¿quién es? ¿No tiene apellidos?
—Sí —respondió Julián—. Es Serena Morales.
—¡Ah! ¿Los del rancho Morales?
César advirtió en aquel momento que los que estaban a su alrededor cambiaban nerviosas miradas. Un instante después, con distintos pretextos, todos se marcharon. Sólo Ricardo Yesares quedó junto a César, Julián y Guadalupe.
—¿Qué les ha ocurrido? —preguntó César—. ¿Por qué se van tan deprisa?
Guadalupe fue a decir algo, pero se contuvo, aunque no antes de que César advirtiera su vacilación.
—¿Qué ibas a decir, Lupita? —preguntó—. ¿Es que sucede algo malo?
—La gente ha sido muy mala con Serena —dijo el pequeño César—; pero ella no tiene la culpa de nada, ¿verdad, Lupe?
—No, hijito; ella no tiene ninguna culpa.
—¿Se puede saber de una vez qué le sucede a esa Serena? —insistió César.
—Ella deseaba hablar con usted, don César —dijo Guadalupe—. Sin embargo, no se atreve a entrar.
—Julián, dile que yo lo mando —dijo César—. Quiero saber qué misterio se esconde detrás de todo esto.
Julián marchó a cumplir el encargo de su amo, y como entre tanto se habían retirado ya todos los invitados, el salón estaba casi vacío.
El pequeño César corrió con Julián y regresó tirando de la mano de una muchacha de unos veintidós años, vestida con sencillez, pero también con distinción. César la examinó mientras avanzaba hacia él y se dijo que Serena Morales había confirmado, al hacerse mujer, los pronósticos que respecto a su futura belleza hacían todos cuantos la conocieron de niña. De estatura mediana, perfectamente proporcionada, tenía el cabello negrísimo, como lo tuvieron todos sus parientes por parte paterna. En cambio, los ojos eran de un azul celeste, herencia de su madre, hija de un capitán noruego, que había embarrancado con su barco y su vida frente a Punta Fermín. Su belleza era una mezcla de serenidad y apasionamiento, combinación perfecta de las dos sangres que corrían por sus venas.
—Buenas noches, don César —saludó tímidamente.
César le besó la mano y pidió que se sentara cerca de él.
—Creo que todos nos conocemos —dijo luego. Y recordando a Yesares, rectificó—. Todos, no. Serena, te presento a don Ricardo Yesares. Señor Yesares, le presento a Serena Morales. De niña era la más linda de California. Y de mayor conserva todo cuanto le dio fama de niña.
Serena agradeció con una triste sonrisa las palabras de César y dejóse caer luego en uno de los sillones que habían quedado vacantes. Julián se retiró, pero Guadalupe quedó junto a Serena, sentándose a su lado y tomando una de sus manos, como si quisiera animarla.
—¿Qué ocurre, Serena? —preguntó César—. Veo que a tus ojos les falta aquella risa que tenían cuando eras una chiquilla y me buscabas para que jugase contigo.
La joven vaciló unos segundos, y por último, con el dolor reflejado en los claros espejos de sus pupilas, contestó sencillamente.
—Papá está en la cárcel.
César de Echagüe no acusó ninguna emoción. Inclinándose hacia Serena, le pidió:
—Cuéntame lo ocurrido. Tu padre estaba considerado por todos como un hombre decente.