Hacía apenas una hora que Yesares cabalgaba hacia su destino, cuando de pronto, al torcer un recodo de la mala carretera, vio surgir ante él un jinete.
Sólo por un brevísimo instante sintióse el joven alarmado por aquella súbita aparición. Al momento reconoció al jinete, a quien dirigió una agradecida sonrisa.
—Me alegro de encontrarle, señor Coyote. ¿A qué casualidad debo…?
—Le estaba esperando, Yesares —replicó El Coyote—. Quiero hablar con usted…, a menos que usted se niegue.
—Por favor, no diga eso —pidió el californiano—. Usted es mi dueño. Le debo la vida y reconozco que llegó muy providencialmente a salvarla.
—Es verdad. Le salvé casi de milagro; pero no trato de hacer valer la oportunidad de mi presencia. ¿Quiere desmontar y acompañarme hasta un sitio donde podamos hablar tranquilamente?
Yesares saltó de su caballo y siguió al Coyote hasta debajo de un frondoso roble. Allí desmontó también El Coyote y, sentándose en una de tas gruesas raíces que sobresalían del suelo, invitó a Yesares a que hiciese lo mismo.
El californiano sentía una gran emoción al hallarse a solas con una figura que era casi legendaria en aquellas tierras. ¡El Coyote! Un prestigio infinito rodeaba a aquel hombre, a quien si los yanquis llamaban bandido, en cambio los hijos de California consideraban un héroe supremo que sabía ser implacable con los malos y justiciero con los que se encontraban sin el apoyo de ninguna ley.
—¿Quiere contarme algo de su vida? —pidió, de pronto, El Coyote.
Yesares se apresuró a obedecer. Explicó su vida, la ruina de su familia —que no pudo demostrar con documentos la legitimidad de sus derechos sobre las tierras que habían poseído desde los tiempos de la conquista— y que por falta de escrituras se vio despojado de todo, sin que se le reconociese ningún derecho. Él, último varón de los Yesares, había tenido que ganarse el pan trabajando en otros ranchos y, cansado al fin de una existencia tan opuesta a la que debiera haberle correspondido, dirigíase a Los Ángeles para marchar de allí a Méjico.
—En Ciudad de Méjico tengo familia y espero poder rehacer mi vida —terminó—. Aunque por poco me quedo para siempre aquí.
—¿Deserta de su tierra y de sus compatriotas? —preguntó El Coyote.
—No es deserción —replicó Ricardo—. Es que no puedo hacer nada más. Eso o convertirme en un mísero peón, renunciando a ser jamás un hombre como mi padre hubiera querido verme. Los yanquis no conceden buenos puestos a los que tenemos sangre española. Prefieren a los empleados de su raza.
—¿Cree que vivirá feliz lejos de California?
—No; sé que añoraré esta tierra hasta que muera; pero no me queda otro remedio.
—¿Y si yo le ofreciese una oportunidad de rehacer aquí su vida?
—¿Habla en serio? —preguntó, anhelante, Yesares.
—Sí. Yo necesito hombres dispuestos a luchar a mis órdenes, que no vacilen en jugarse la piel cuando yo se lo mande, que desprecien la traición y a los traidores, que posean un ideal, que amen la ley y odien la injusticia. Con ellos formare un pequeño ejército que ayude a todos los californianos en su resistencia contra los yanquis que llegaron aquí dispuestos a entrar a saco en nuestras riquezas.
—¿Y quiere que yo sea uno de esos hombres? —preguntó Yesares.
—Sí; pero antes de que me responda quiero que medite bien a lo que se expone.
Yesares levantó la cabeza y su mirada pasó más allá del Coyote, clavándose, inconscientemente, en un punto indefinido. De súbita lanzóse sobre El Coyote y lo derribó de espaldas, en el preciso momento en que sonaba una detonación.
El Coyote tardó una décima de segundo en comprender los motivos que habían impulsado al joven a obrar de aquella manera. Su reacción fue instantánea. Mientras Yesares se desplomaba a su lado, El Coyote se irguió de un inverosímil salto y desenfundando uno de sus revólveres disparó tres veces contra la nube de humo que se elevaba detrás de unos matorrales, a unos cuarenta metros de distancia.
Oyóse un grito de agonía y los arbustos se agitaron un momento. El Coyote, desenfundando el otro revólver, avanzó, sin más precauciones, hacia el punto de donde había partido la agresión. Detrás de los matorrales vio a un hombre caído de bruces sobre un pesado rifle Sharps. Con el pie volvió boca arriba el cuerpo. Los ojos sin luz de Evoy, el compañero de Rubin y Murdoch, se clavaron en el cielo. El rostro del bandido conservaba una expresión de incredulidad y asombro que la muerte instantánea no fue capaz de borrar. Sobre el corazón su oscura camisa mostraba una triple mancha de sangre que se acababa de fundir en una sola. Las tres balas disparadas por El Coyote habían llegado fatalmente a su destino y ofrecían una muestra innegable de la maravillosa puntería a la que el enmascarado debía el conservar aún su vida.
Dejando allí el cadáver del asesino, El Coyote regresó junto a Ricardo Yesares, que se estaba incorporando y cuya camisa aparecía empapada en sangre. Sin decirle nada, El Coyote le abrió la camisa y examinó la herida. Ésta se hallaba localizada en el hombro, casi junto al cuello, y por fortuna, no afectaba a ninguno de los músculos. Con agua y alcohol la lavó y desinfectó, vendándola luego cuidadosamente.
—Por segunda vez se libra hoy de la muerte, Yesares —comentó, al terminar—; Y creo que yo también me he salvado de milagro.
—Vi moverse unas ramas y asomar un rifle —explicó Yesares—. Creí que iban a disparar contra usted; pero quizá trataban de matarme a mí.
—No —sonrió tristemente El Coyote—. Por su cabeza aún no dan nada. Por la mía hay ofrecidos diez mil dólares. Creo que el autor del disparo ya había empezado a hacer planes para gastar el dinero.
—¿Quién era? —preguntó Ricardo.
—Un viejo amigo de usted. Fue el que le dejó sin sentido cuando usted dio el alto a los autores del asalto a la diligencia. Debió de seguirle para vengar a sus compañeros y quiso aprovechar mejor la oportunidad que se le presentaba de terminar con dos pájaros de un solo tiro.
—Pues casi lo consiguió —dijo Yesares, muy pálido por la emoción sufrida y también por la pérdida de sangre.
—Ya tiene un ejemplo de los riesgos a que se expone si acepta servir a mis órdenes —dijo El Coyote, lavándose las manos manchadas de sangre.
—A pesar de todo, no me importa aceptar —replicó Yesares.
—Tenga en cuenta que ha pagado ya la deuda que tal vez cree tener contraída conmigo. Ha expuesto su vida por salvar la mía.
—Le ruego que me deje ser uno de los suyos —pidió Yesares—. Así mi vida podría tener una finalidad.
El Coyote se sentó de nuevo en la raíz del roble.
—Gracias —dijo—. Le confieso que me alegra su decisión, porque de todos los hombres que he encontrado, ninguno podría serme tan útil como usted. Si necesita hacerse un porvenir y quiere llegar a ser rico, sirviendo a mis órdenes lo conseguirá…, a menos que antes le maten.
—Ya le he dicho que no me asusta el peligro.
—Es que ahora correrá riesgos mucho mayores, Yesares. ¿Sabe por qué me he fijado especialmente en usted?
El joven movió negativamente la cabeza.
—No sé —replicó.
—Porque es usted el hombre que más se parece a mí. Por lo tanto, en muchas ocasiones usted tendrá que ser El Coyote. Hasta ahora yo he tropezado para mi actuación con la dificultad de que no podía estar en dos sitios a la vez y, por lo tanto, mi actividad se veía muy restringida. Si en algunas ocasiones hubiera acudido en ayuda de los que me necesitaban, al hacerlo habría descubierto mi personalidad y entonces se hubiera arruinado toda mi obra. Por ello, he tenido que abandonar algunas veces a los que tanto me necesitaban, dejándoles que fueran vencidos. Aquello no fue muy agradable para mí; pero si hubiese tratado de salvarlos me habría perdido yo.
—Usted quiere que yo sea su doble, ¿no es eso?
—Eso es. Últimamente sólo en contadas ocasiones he podido operar. En cambio, ahora, teniéndole a usted y pudiendo, cuando me convenga, hacerle actuar en mi puesto, El Coyote conseguirá recobrar la libertad de acción de que antes disfrutaba.
—Acepto ese peligro como un gran honor.
—Gracias. Mi principal campo de acción es, precisamente, la ciudad de Los Ángeles. Allí está mi hogar y de él he permanecido ausente durante muchos años. He regresado hace poco tiempo y todos creen que he vuelto de un largo viaje a España. Mi regreso marcará también la reaparición allí del Coyote. Hasta el más tonto advertirá en seguida esa coincidencia; pero si en los momentos en que El Coyote actúe en un extremo de la población, se ve a don César de Echagüe en el otro, las sospechas morirán y la reaparición de César de Echagüe y del Coyote se tendrán sólo por una casualidad.
—¿Cesar de Echagüe? ¿De los Echagüe cuya divisa es la famosa: «De valor siempre hizo alarde, la casa de los Echagüe»?
—Sí. Yo soy César de Echagüe —replicó El Coyote, quitándose el antifaz—. Ya conoce mi identidad y tiene sobre mí un gran poder. Una denuncia le valdría diez mil o más dólares. Con ellos podría comprarse un rancho, abrir un negocio, emprender una nueva vida…
—Hasta que cualquier verdadero californiano me hundiese un puñal en el pecho y me hiciese pagar, como es debido, mi traición. No, don César, no seré yo quien le traicione. También mi familia tiene un lema: el de «Jamás han sido traidores, Yesares de Paso Robles». En Paso Robles, al sur de Monterrey, en la carretera que por Atascadero y Santa Margarita conduce a San Luis Obispo, están las ruinas de nuestra casa solariega. Carlos III nos otorgó esa divisa cuando luchamos contra los rusos que trataban de establecerse en las playas de California. La única fuerza allí organizada era la constituida por los peones de mi abuelo. Los rusos le ofrecieron una gran suma de oro y aumentar sus propiedades. Mi abuelo prefirió luchar.
—Desde el primer momento pensé que era usted uno de los famosos Yesares —replicó El Coyote—. Por eso me afirmé en mi decisión de conseguir sus servicios. Cuando lleguemos a Los Ángeles se encontrará usted con que don César de Echagüe goza fama de todo menos de hombre heroico. Le ruego que no trate de desmentir mi cobardía. Es una de mis mejores defensas.
—Pero si le insultan delante de mí…
—Si me insultan, únase a los que lo hagan e insúlteme más que nadie. En Los Ángeles abrirá usted una taberna, o fonda, o parador…
—¿Eh?
—Si. Llegará con dinero más que abundante y elegirá un buen local. Tendrá una cuadra con muchos caballos y tomará a sus órdenes a todos los hombres que lleguen enviados por mí. No les dirá quién es; ni, mucho menos, quién soy yo. Procurará ser un buen posadero y hacerse con la clientela más selecta. Si es posible, tendrá usted diez o veinte o treinta camareros, peones, cocineros y demás servidumbre. Alquilará habitaciones, tendrá una magnífica bodega y, en resumen, su casa será mi cuartel general, sus criados mis soldados, sus caballos los de mi gente, sus bodegas el escondite donde se refugiarán los perseguidos.
—Ya sé que no es de mi incumbencia nada de lo que usted decida; pero ¿podría decirme, al menos, con qué fin hace eso?
—En Los Ángeles están ocurriendo sucesos muy graves. Existe una banda perfectamente organizada por alguien que trata de aparecer como amigo de los del país y contrario a los yanquis. Así logra desconcertar a la población indígena y, al propio tiempo, provocar el odio de los norteamericanos. Contra esa banda quiero luchar y quiero exterminarla; pero sospecho que su jefe es un hombre listo y audaz y no será fácil vencerle. Recuerde todo lo que le he dicho. Y ahora separémonos. Yo llegaré antes que usted. Vaya a verme y, delante de testigos, le diré lo que me interesa que sepan todos. Más tarde recibirá mis instrucciones.
—¿Y con qué excusa podré visitarle? —preguntó Yesares.
—Me reclamará una deuda que mi padre contrajo con el suyo. Hace veinte años mi padre necesitó cincuenta mil pesos para comprar unas tierras en Monterrey. Para no tener que regresar a Los Ángeles fue a Paso Robles y pidió el préstamo. Su padre le dio al mío el dinero y, como se trataba de una transacción entre caballeros, su padre no exigió ningún recibo. Mi padre olvidó haber pedido la suma y como poco después ocurrieron graves trastornos en el país, nunca más recordó el préstamo. Su padre comprendió que se trataba de un olvido, y esperó a que mi padre recordara. Mi padre murió y el suyo no pensó ni por un momento en reclamarme la deuda.
—Comprendo —sonrió Yesares—. Estoy seguro de que cumpliré perfectamente mi cometido. ¿Dónde quiere que le aborde?
—En cualquier sitio público, y siempre que me acompañe Julián Martínez, mi mayordomo.
—No lo olvidaré. Hasta la vista, don César.
—Adiós.
El Coyote montó a caballo y alejóse al galope. Yesares quedó bajo el roble y después de quitarse la camisa, que sustituyó por otra limpia, fue al sitio donde yacía Evoy. Aunque no estaba muy seguro de que el bandido lo mereciese, cubrió su cuerpo con piedras y tierra e improvisó una sepultura en las mejores condiciones posibles, para que al menos el cadáver quedara defendido de las bestias salvajes. Una cruz de palos coronó la tumba. Cuando ya empezaba a anochecer, el joven emprendió la marcha. Aquella noche, durmió bajo unos árboles y dos días después, tras un viaje sin prisas, entraba en el pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles.