—Buenas tardes, señores —saludó el famoso enmascarado, haciendo girar por el guardamonte y en torno del dedo índice el revólver que empuñaba con la mano derecha.
Este alarde de indiferencia ante una masa hostil no provocó ninguna reacción entre los presentes.
—Lamento haberles venido a privar de una diversión —siguió al cabo de unos segundos, durante los cuales pareció afirmarse el dominio de aquel hombre sobre su numeroso auditorio—. ¿De qué acusan a ese muchacho?
—¡Cortó la cuerda de un balazo! —exclamó alguien, señalando la rama y el punto donde una bala había penetrado en ella.
Un murmullo de asombro y de comprensión a la vez coreó al que pronunció estas palabras.
—Dígame usted, sheriff, de qué acusa a ese pobre hombre.
—¡Yo se lo diré! —rugió Hammond, abriéndose paso hacia El Coyote—. Yo se lo diré con…
Mientras hablaba llevó la mano a la culata de su revólver; pero en el mismo instante el del enmascarado vomitó una llamarada y a la vez que Hammond sentía un golpe en la cadera su mano se cerraba en el vacío, mientras el arma, arrancada de la funda, iba a caer al suelo, varios metros más allá.
—¿Cómo me lo iba a decir? —preguntó, El Coyote, mientras el banquero, como atontado, buscaba el revólver.
—Asesinó a mi hijo y… —empezó.
—¿Vio usted cómo lo asesinaba? —preguntó el enmascarado.
—Otro lo vio —jadeó Hammond—. Otro lo vio, y ¡por Dios que he de vengar a mi hijo!
—Bien, ya lo vengará; pero no en Ricardo Yesares. A ver, que alguno de ustedes ayude a ese pobre inocente a levantarse y le desate. Es vergonzoso lo que han intentado hacer con él.
—¡No es inocente! —rugió Hammond.
—¿Quién afirma que es culpable? —preguntó El Coyote.
—Rubin le vio asesinar a mi hijo —declaró Hammond.
—Supongo que Rubin es ése que está a la puerta de la agencia de transportes, tratando de aprovechar la menor de mis distracciones para meterme una bala en el cuerpo. ¿No es cierto?
Rubín apretó los puños e irguió el cuerpo; pero su mirada quedó fija en el famoso enmascarado.
—Dígale lo que vio —pidió Bryce—. El Coyote es un hombre justo y no impedirá que se cumpla la verdadera justicia.
—Aunque la verdadera justicia no es linchar a un hombre, no me opondré a que ejecutéis esa sentencia con el verdadero culpable —declaró El Coyote.
Mientras hablaba había obligado a su caballo a colocarse de espaldas a un grueso árbol que le protegería de cualquier ataque a traición. Al mismo tiempo su mirada parecía escrutar todos los cerebros, quitando, con su terrible firmeza, todo valor a los que estaban ante él.
—Tendré que hacer de juez —siguió—. Y mi sentencia será implacable. ¿Qué ha ocurrido? Hable usted, sheriff, a pesar de que tolera estas cosas me parece en el fondo un hombre decente. ¿De qué acusan a ese infeliz?
El sheriff de Palmdale hizo un breve pero completo relato de lo que había declarado Rubin y, también, de las palabras de Yesares. El Coyote le escuchó como pensativo y, por fin, contestó:
—Veo que sólo existe la declaración de un hombre en contra de la palabra de otro hombre. Queréis ahorcar a Ricardo Yesares fiando en lo que dice el señor Rubin. Eso es una ligereza.
—¡Usted quiere apoyar a este asesino porque es de su propia raza! —gritó Hammond.
El Coyote le contuvo con un ademán.
—No, señor Hammond, no pretendo defenderle porque sea de mi misma raza, sino porque es inocente. —Sonriendo astutamente, agregó—: Si alguna duda me quedaba me la ha disipado el relato del sheriff Bryce.
—¿Quiere decir que he mentido? —preguntó Rubin.
El Coyote le dirigió una indiferente mirada.
—Podría decir que involuntariamente se equivocó usted —replicó—. Pero de momento me limitaré a pedir al señor Yesares que repita su declaración. Háganle adelantarse.
Ricardo Yesares, libre ya de sus ligaduras, se colocó ante El Coyote. En sus ojos volvía a brillar la esperanza.
—Bien —dijo el enmascarado—. He oído lo que ha dicho el sheriff Bryce. Usted también lo ha oído. ¿Se atiene a la verdad en todo cuanto a usted se refiere? Quiero decir si se atiene a la verdad en la repetición de su declaración.
—Sí, ha repetido casi al pie de la letra mis palabras —contestó Yesares.
—Perfectamente. Me alegro de que el sheriff sea honrado… Desde luego, su declaración, en contra de la del señor Rubin, parece tener poca solidez. Por lo tanto, iremos comprobando su veracidad. Explíqueme qué ocurrió después de la muerte del hijo del señor Hammond. Procure atenerse exactamente a los hechos.
Ricardo Yesares tragó saliva y, procurando serenarse, explicó:
—El joven aquel iba a bajar de la diligencia y, de pronto, sonó un disparo que le derribó al suelo. Entonces dos hombres salieron de un lado de la carretera. Llevaban la cara oculta por unos pañuelos. Fueron hacia la diligencia y de un puntapié se aseguró uno de ellos de si el otro bandido estaba muerto. Le oí decir que un bandido menos significaba mayor parte para los demás a la hora del reparto del botín. Luego sacaron de dentro de la diligencia una pesada caja de madera y la dejaron caer al suelo. Uno de los dos bandidos dijo que estaba cerrada y el otro le pegó un puntapié, después de lo cual disparó su revólver contra el candado y lo destrozó. A con…
—Basta por ahora —interrumpió El Coyote—. ¿Dónde está el arca que contenía el oro?
—En la diligencia —contestó el sheriff.
—Que alguien la saque. Ustedes pueden hacerlo —agregó, dirigiéndose a dos hombres que iban desarmados—. Déjenla en la acera.
Los interpelados se apresuraron a obedecer y en cuanto hubieron dejado el arca en la acera se apartaron para volver al grupo de donde habían salido.
—Ahora me interesa hacerle algunas preguntas, señor Rubín —siguió El Coyote, encarándose con el factor de la «Wells y Fargo»—. Supongo que usted negará todo cuanto ha dicho el señor Yesares.
—Claro —replicó Rubín—. ¡Es una solemne mentira! Una descarada falsedad.
—Perfectamente. Cuéntenos lo que hizo usted al poner en fuga a los bandidos.
—Até a ése —y Rubín señaló a Yesares— y luego ayudé a Collier, el conductor. Le vendé la cabeza y después emprendimos la marcha…
—Un momento. No se precipite. ¿Subió usted solo a la diligencia los cadáveres?
—No, me ayudó Collier.
—¿Es verdad eso, Collier? —preguntó El Coyote.
—Sí, es verdad —gruñó el conductor—. Primero le ayudé a subir los muertos; luego al pájaro ése —y Collier señaló a Yesares— y, por último, cargamos la caja vacía…
—¿Entre los dos? —preguntó El Coyote.
—No, la cargué yo solo.
—¿Usted no la tocó, Rubin?
—No —replicó el factor—. En seguida vi que estaba vacía.
—¿Cómo es posible que viera que estaba vacía? —insistió el enmascarado.
—Vi cómo la vaciaban —replicó Rubin.
—Supongo que la dejaron cerrada, ¿no?
—La cerró el propio Collier —dijo Rubin.
—¿Es cierto?
—Claro que lo es —refunfuñó el conductor—. La caja estaba abierta y vacía como un nido de golondrinas en invierno.
—Eso quiere decir que usted no tocó la caja del oro, ¿verdad, Rubin?
—No, no la toqué.
—¿Era ése el cofre que solía utilizarse para el transporte del oro?
—Sí —contestó Rubin.
—¿Cuántos viajes había hecho? Me parece muy nuevo.
—No sé…
—¿Y usted lo sabe, señor Hammond?
—No necesito contestar —gruñó el banquero.
—No; pero le ruego que lo haga. ¿Cuántas veces se utilizó ese cofre?
Hammond, casi contra su voluntad, acercóse al cofre y lo examinó atentamente.
—Ésta era la primera vez que se utilizaba —dijo, al fin.
—Bien. ¿Y puede decirme dónde lo construyeron?
—En Freeman. De allí lo enviaron a Mojave.
—¿Y de Mojave vino a Palmdale cargado de oro? Bueno, debía venir cargado de oro; pero alguien lo impidió. ¿Qué día se recibió el cofre en Mojave?
—Hace unos cuatro o cinco días —contestó Hammond—. Pagué la factura de su construcción…
—Está bien —interrumpió El Coyote—. No necesito más.
Enfrentándose de nuevo con Rubin, preguntó:
—¿Cuándo estuvo usted por última vez en Mojave o en Freeman?
Rubin vaciló un momento y, al fin, contestó:
—Hace casi un mes. Quizá unos veinte días.
—Bien. ¿Cuándo se encargó el cofre, señor Hammond?
—Hace dos semanas.
—¿Seguro?
—Sí.
El Coyote sonrió burlón y, dirigiéndose al sheriff, le dijo:
—Está bien claro que el señor Rubín no se ha acercado en todo el tiempo a la caja que contenía el oro. Tenemos la declaración propia, la de Collier y la del señor Hammond. Pero existe un detalle muy raro y que sospecho va a resultar muy acusador. Si examina usted la tapa del cofre verá una profunda raspadura en ella, y allí donde termina encontrará un trozo de rodela de espuela, o sea uno de los dientes… —Y dando mayor énfasis a su voz, El Coyote terminó—: ¡El mismo diente que le falta a la espuela derecha de Rubin, el hombre que SÓLO VIO EL ARCA ABIERTA Y VACÍA!
A estas palabras del Coyote siguió una imprecación de Rubin, que trató de desenfundar su revólver, a pesar de que El Coyote le tenía encañonado. Al mismo tiempo oyóse otro juramento seguido de un disparo, y Hammond, empuñando un humeante revólver que había arrancado de la funda de uno de los hombres que estaban junto a él, avanzó hacia Rubin, que, con la mano izquierda, se apretaba el brazo derecho, destrozado por el disparo del banquero.
—¡Suelte ese revólver, Hammond! —ordenó El Coyote—. Si vuelve a disparar se expone a librar de la horca a un canalla que la merece más que nadie.
Hammond se detuvo en seco y volvió la mirada hacia el enmascarado.
—¿La horca? —murmuró—. Sí…, es verdad.
Lanzando un salvaje juramento, Rubin exclamó:
—¡No, no me ahorcaréis!
Quiso recoger el revólver que había caído al suelo, pero seis hombres se lanzaron sobre él y se lo impidieron; luego, dominando sus esfuerzos por soltarse, lo arrastraron hacia el árbol por cuya rama más sólida se había pasado otra cuerda, cuyo lazo se cerró en torno de la garganta del factor, que un minuto después pendía de la horca que había preparado para un inocente. Cuando al fin su cuerpo quedó inmóvil, aunque girando lentamente al extremo de la cuerda, todos vieron la espuela derecha a cuya rodela le faltaba uno de sus dientes, acusadoramente clavado en la recia madera del cofre del oro.
Cuando todo hubo terminado, Hammond fue lentamente hacia Yesares y, tendiéndole la mano, pidió:
—Perdone a un hombre que, cegado por el dolor, ha estado a punto de cometer una injusticia.
—Comprendo que no lo hizo usted por odio particular contra mí —dijo Yesares, a quien se le acababa de devolver su revólver—. ¡Ojalá pudiera solucionarse de igual modo la tragedia de su hijo!
—Eso no tiene remedio; pero al menos me consuela saber que su matador ha pagado su delito con la vida. También debo darle a usted las gracias, señor —agregó Hammond, dirigiéndose al Coyote.
Éste seguía a caballo, con los revólveres enfundados y el rostro impasible.
—Me interesaba salvar a un inocente y vengar un crimen —dijo—. Las dos cosas están logradas… Si quieren recobrar el oro, lo hallarán en una cueva que se encuentra en Paso Gabriel, a unos cien metros de la entrada. El que lo llevó hasta allí ha muerto. Buena suerte a todos… Y usted, sheriff, tenga un poco más de energía cuando se trate de defender la vida de un detenido. La ley de Lynch está muy bien con los criminales que no merecen ninguna piedad; pero está muy mal con los que son inocentes o sobre los cuales sólo pesan pruebas circunstanciales. Hasta otro día.
El Coyote picó espuelas, hizo que su caballo girase sobre las patas traseras y partió al galope, sin que nadie en Palmdale hiciera nada por ganar el premio de diez mil dólares que se ofrecía a quien le entregase vivo o muerto.
Ricardo Yesares vio marchar a su salvador y luego miro el cadáver de Rubin. Un escalofrío recorrió su cuerpo e instintivamente se llevó la mano a la garganta.
—Sí; se ha librado usted de milagro —comentó junto a él el sheriff—. Parecía usted terriblemente culpable, Yesares.
—Sí…, reconozco que lo parecía. Y lo peor es que durante todo el tiempo tuve la seguridad de que a ese Rubin lo había visto en otro sitio. Si llego a recordarlo…
—No le habríamos creído —murmuró Bryce—. Rubin era uno de los hombres que gozaban de mejor fama en Palmdale. Nunca se le vio borracho y a nadie se le ocurrió asociarle con los asaltos a la diligencia. Sin embargo, nadie resultaba un sospechoso más lógico que él, pues era el único, aparte del banquero, que podía estar enterado de los envíos de oro. ¿Piensa usted quedarse aquí?
—No —replicó Yesares—; quiero marchar a Los Ángeles. Denme mi caballo y el dinero que llevaba encima.
El sheriff entró en la agencia de transporte y regresó con lo que se encontró en poder del californiano. Éste repitió no guardar rencor alguno contra los que habían estado a punto de lincharlo y montándola caballo emprendió el viaje hacia Los Ángeles. Varias veces se palpó el cuerpo y el cuello para asegurarse de que estaba vivo y de que no era su espíritu el que cabalgaba camino de las montañas de Beverly, que hacia el Oeste marcaban el emplazamiento de la pequeña ciudad de Los Ángeles.