Las blancas flores desbordaban el muro de rojos ladrillos y embalsamaban el aire con su penetrante aroma. Serena, sentada en la terraza donde florecía la madreselva, tenía la mirada fija en el camino.
De pronto, un jinete apareció en un recodo y avanzó hacia el rancho. La luna ponía de manifiesto casi todos los detalles de su traje. Serena comprendió quién era el que llegaba.
—¡El Coyote! —murmuró.
El jinete no desmontó. Desde su caballo quedaba su cabeza al nivel de la balaustrada.
—¡Ricardo! —musitó Serena.
El Coyote levantó la cabeza. La luz de la luna reflejóse en la triangular peca de su oreja derecha.
—Debo hablarte, Serena —dijo con voz ronca.
—No es necesario que digas nada —susurró la joven.
—Tengo que decirte algo muy importante. No debiera haber venido. Corre peligro mi vida y la de otro; pero no puedo callarte la verdad…
—¿Existe otra mujer? —preguntó Serena, sintiendo hielo en su corazón.
—¡No! Sólo existes y existirás tú, vida mía. Y te juro que cuando esté lejos de aquí, junto a los lagos en que mira el monte Shasta, recordaré tus pupilas.
—¿Por qué? —casi gritó Serena—. ¿Por qué te marchas? ¿Por qué hablas de recuerdos y de sueños cuando podemos vivir una hermosa realidad?
—No podemos —aseguró El Coyote.
—¿Por qué? ¿Porque temes que quiera retenerte aquí e impedir que sigas tu vida heroica? No; ya comprendo que debes seguir tu vida de aventuras. Pero yo no seré un estorbo. Si me quieres a tu lado lucharé junto a ti como lucharon junto a sus esposos las mujeres de los vikingos y las de España. Tengo sangre de dos razas heroicas y seré capaz de estar siempre a tu lado y de soportar todas las privaciones que te agobien.
—No se trata de eso, Serena. Es algo más grave. Ya sé que no debiera hablar; pero no me queda otro remedio que hacerlo. Yo no soy El Coyote.
—¡Eh! Pero… si tú has dicho…
—Déjame contarte. Yo sirvo a las órdenes del Coyote. Soy quien le representa en ciertos momentos en que él no puede actuar, so pena de descubrir su verdadera personalidad. Soy el sustituto del Coyote. Nada más. Su mano derecha pero él es el cerebro.
—¿Es posible que…, que me hayas engañado?
—No tuve otro remedio que hacerlo, Serena. Debo la vida a ese hombre incomparable, y destrozaría mi vida y mis esperanzas antes que faltar a lo que prometí. Si quieres, puedes denunciarme.
—No…, no; eso no. Pero… ¿era necesario mentir?
—Lo era. Tú no comprendes la grandeza de nuestra misión. Admiras los efectos y no te das cuenta de que para lograr un triunfo hay que trabajar unidos mucho tiempo, sacrificarnos, laborar en la oscuridad.
Serena inclinó aún más la cabeza.
—Perdóname —murmuró—. Estoy aturdida.
—Creías que te amaba un príncipe y de pronto has descubierto que sólo se trataba de un escudero. Lo comprendo, Serena. Adiós. Mañana partiré a una misión y no volverás a verme. Mejor que sea así. No por mí, sino por el jefe a quien sirvo, te ruego que calles todo esto. Que nadie sepa la existencia de dos Coyotes. Al hacerlo ayudarás al hombre de quien realmente estás enamorada. Adiós. Mañana, cuando la luna se asome al cielo, pasaré por aquí camino de mi nueva misión.
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Ricardo Yesares marchaba hacia el valle de San Gabriel. Una inesperada orden de su jefe le impedía de nuevo realizar sus deseos. Pero su deber era cumplir lo que le mandase el hombre a quien debía la vida.
—Puedes detenerte un momento junto a la tapia donde crecen las madreselvas del rancho Morales —le había dicho César—. Si hay alguien asomado a la terraza, acércate y abre esta carta y léela a la luz de la luna. Está escrita con letra muy grande a fin de que no tengas ninguna dificultad.
Yesares estaba ya muy cerca del rancho y en su corazón batallaban dos fuerzas contrarias. ¿Debía acercarse o no a la mujer que estaba enamorada de El Coyote?
Una masa de madreselvas separóse de la desbordante cascada de flores blancas y perfumadas. Casi al momento Yesares comprendió que se trataba de una figura vestida de blanco. Acercóse más y captó el brillo de unos ojos azules como el cielo, como las aguas de los lagos…
—Ricardo.
Era la voz de ella.
Yesares acercóse más y con nerviosa mano abrió la carta que le había entregado El Coyote. La leyó rápidamente, enterándose, con admiración y agradecimiento, de lo que César había hecho por él la noche anterior. Tras guardar la nota en un bolsillo saltó al suelo, y utilizando como escalones las grietas del muro, llegó a la balaustrada.
Serena, con la cabeza y el busto cubiertos por blanca mantilla de blonda, sonrió feliz.
—Perdóname —musitó.
—¿De qué, amor mío?
—Ya lo sabes. He pasado un día terrible, temiendo siempre que te marchases sin pasar por aquí… Y sobre todo, temiendo que creyeses que amaba a un símbolo y no a un hombre.
—Es que… —empezó Yesares.
—Por favor, déjame hablar. Ayer noche tú hablaste más que yo. Hoy me corresponde a mí. No me importa que no seas el verdadero Coyote. Si tú quieres, seré incluso una fiel servidora del Coyote.
Ricardo Yesares se puso en pie y cobijó entre sus brazos a Serena Morales. El aire embalsamóse aún más con el aroma de las madreselvas, agitadas un momento.
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César de Echagüe se contempló en el espejo. Tras él, Guadalupe Martínez aguardaba a que su amo le diera la orden para la cual la había llamado.
—¿Qué te parece mi cara, Lupita? —preguntó César.
—No comprendo —murmuró Guadalupe.
—¿No ves nada distinto en ella?
—No.
—Está en la oreja derecha.
Guadalupe se fijó con más atención.
—Esa peca… —murmuró.
—Sí. Es nueva.
—¿Por qué?
—Porque nos va a ser muy útil. Tendremos que cultivarla con mucho cuidado. Es la marca del Coyote. Muy curioso, ¿verdad? El Coyote marca a sus enemigos con un balazo en el lóbulo de la oreja, y él, a su vez, tiene una peca que le denuncia.
—¿Es algo nuevo? —preguntó Guadalupe.
—Sí. Ayer noche la utilicé por primera vez para…
El espejo reflejó la extraña expresión del dueño del rancho de San Antonio. Guadalupe sintió un súbito temor. Aquella mirada… la había visto ella años antes, cuando Leonor de Acevedo estaba aún en el mundo y todavía no era la esposa de César de Echagüe.
—La utilicé para hablar de amor a una mujer —siguió César, borrando con una toalla la falsa peca.
—¿De amor a una mujer?
—Sí. Hacía años que mis labios no pronunciaban semejantes palabras. Me sentí más joven.
Y sin darse cuenta de la ansiedad de Guadalupe, agregó:
—Eran palabras de amor, dichas en nombre de otro.
César contempló la toalla manchada por la pintura de la peca.
—Sólo así pude pronunciarlas —dije—. Ahora, otro hombre marcha a recoger lo que yo sembré. Si es que supe hablar bien.
—Estoy segura de que ella amará a ese hombre.
César soltó una carcajada; luego, sus ojos se nublaron y Guadalupe adivinó lo que estaban recordando. La mirada de la muchacha se posó en la miniatura de Leonor de Acevedo, que descansaba en la mesa.
—Contra ella no puedo nada —pensó—. Todavía no puedo nada. —Y en voz alta preguntó—: ¿Es necesario que siga exponiendo su vida?
—¿Por qué no? ¿Para quién tiene interés la vida?
Guadalupe no contestó. Era la dueña real del rancho; su palabra era ley por todos acatada. Y para ella…, para ella sí que tenía importancia la vida de César de Echagüe. Sin embargo, con voz serena, replicó:
—¿Debo prepararle algo, mi amo y señor?
—No; hoy, no; pero mañana, sí. Ya te avisaré. Quiero acabar con esa banda que impera en Los Ángeles: con la banda de la Calavera.
FIN