—¿Cómo ha podido acumular tantas y tan falsas pruebas contra esos dos hombres?
Yesares sonrió ante la pregunta de Serena.
—Usted no entiende todavía —dijo—; pero mañana lo sabrá todo. Su padre saldrá de la prisión y entonces comprenderá que si Shepard y Turner son inocentes de un delito, en cambio son culpables de otro, quizá menos grave a los ojos de la ley. Pero creo que vale más que pasen una larga temporada en la cárcel e incluso opino que sería un bien que los ahorcasen.
—¡Qué horror! No comprendo cómo puede usted hablar así. Claro —agregó Serena más dulcemente—, que usted ha vivido una existencia terrible, teniendo que luchar contra tantos enemigos…
—Sí; no ha sido una existencia fácil —suspiró Yesares—. He tenido que matar a muchos hombres. Y ahora sólo bajo una falsa apariencia puedo vivir en paz. Si llegasen a saber quién soy en realidad, terminarían conmigo al momento.
—Por mí nunca lo sabrán —aseguró de nuevo la joven. Luego, mirando a los ojos a su compañero, murmuró—: Y, sin embargo, no parece usted un hombre terrible. Quizá con la máscara y los revólveres…
—La realidad siempre desilusiona. Usted me imagina muy distinto, ¿no?
—Tal vez; pero quizás más que distinto lo imaginaba menos natural. Quiero decir que El Coyote fue siempre para mí una especie de caballero andante, un Amadís de Gaula, o un Artús. Un ser que no podía ser real.
Ricardo Yesares inclinó la cabeza.
—Tendré que pedirle perdón por haberla defraudado.
—¡Oh, no! —exclamó impetuosamente Serena—. Al contrario. Usted ha sido un sueño irreal convertido de pronto, para felicidad mía, en una realidad tangible.
—¿Para felicidad suya? —preguntó, con voz ronca, Yesares.
—Sí —musitó—; pero quizás exista otra mujer que tenga más derecho que yo a esa felicidad.
Estaban solos, rodeados por la maravillosa hermosura de la tierra de California, la Reina de las Flores. La tierra subía en ligeras oleadas hasta las lejanas montañas. Nadie estaba lo bastante cerca para verles ni oírles. Ricardo Yesares, vencido por la expresión de las acuosas pupilas que eran azules como los lagos que, formados por el derretir de los montes Shasta, pagan a su inmenso padre ofreciéndole nítidos espejos para que contemple en ellos su pétrea majestad coronada de eternas nieves, tomó entre sus brazos a Serena y, cerrando los ojos, se hundió en aquellas aguas que en vez de frías eran cálidas como si bajo su superficie ardiese un volcán. Los labios de los dos jóvenes se unieron, y durante unos segundos el amor fue dueño absoluto de ellos.
—Perdón, Serena —pidió Yesares cuando al fin encontró fuerzas para apartarse de la muchacha.
Las nórdicas pupilas de Serena se iluminaron de felicidad. No contestó nada; pero apoyó su hermosa cabeza sobre el pecho de Yesares, quien besó suavemente sus negros cabellos, que olían a heno florido.
****
—O sea, que estás enamorado como un chiquillo de Serena Morales —sonrió César de Echagüe, cuando Yesares le hubo relatado parte de lo ocurrido.
—Sí, estoy loco por ella.
—Sin embargo, no pareces muy alegre —advirtió César.
—Es que… no estoy seguro de que ella me quiera.
—¿No estás seguro de su amor? No obstante, por lo que me has contado y por lo que adivino, creo que tienes pruebas más que sobradas de que Serena te ama.
—No, César. A quien ella ama de verdad es a ti.
—¡Eh!
—Quiero decir que está enamorada del Coyote. Si supiese que yo no soy más que un agente tuyo su amor se marchitaría.
—Es posible que tengas razón —admitió César—. No se me había ocurrido que pudiera suceder eso. Claro que las mujeres siempre son extrañas y a lo mejor se alegraría si supiera que no eres lo que ella ha creído.
—No me atrevo a hacer la prueba. Prefiero alejarme…
—No, eso no —interrumpió César—. Me has sido demasiado útil para que yo piense, ni por un instante, en separarme de ti.
—Pero si no le digo la verdad y luego ella la descubre… puede vengarse…
—No lo creo. Pero, de todas formas, no hagas nada hasta que yo te lo diga. Ahora lo que corre prisa es hacer salir de la prisión a Morales. Un abogado ha sido encargado ya de ese trabajo. Dentro de unas horas, Serena y su padre te visitarán. Tú explícales lo siguiente.
Durante veinte minutos César de Echagüe estuvo dando detalladas instrucciones a Yesares. Cuando hubo terminado se levantó, y saliendo de la posada del Rey Don Carlos, marchó a su rancho en un cómodo carricoche. Al verle cualquiera hubiese creído que todo su trabajo estaba ya terminado. Sin embargo, aún faltaba mucho que hacer.
****
—No comprendo nada, señor Yesares —dijo el padre de Serena—. Ha conseguido usted desconcertarme. O quizá más que usted la noticia de que no hay tal falsificación.
Yesares sonrió ante el desconcierto de Morales.
—La explicación es muy sencilla —dijo el joven—. Hace muchos años usted recurrió al señor Greene para que le proporcionase el título de propiedad de sus tierras. ¿No es cierto?
—Sí, y el señor Greene se olvidó…
—No, no se olvidó. El señor Greene consiguió el título original de la propiedad del rancho Morales, que estaba en Sevilla, sin haber llegado nunca a California. En cuanto lo tuvo en su poder se lo envió a usted; pero la diligencia en que venia fue asaltada por los bandidos, quienes, entre otras cosas, se llevaron su titulo de propiedad. Como usted no insistió, el señor Greene supuso que había recibido el documento y que, como ocurre tantas veces, se había olvidado de darle las gracias.
—¿Es posible que el, señor Greene haya pensado eso? —preguntó Morales.
—Sí, lo pensó; pero no le dio excesiva importancia. Lo consideró muy natural y no tardó, también él, en olvidarse de todo lo referente al documento en cuestión.
—¿Y qué fue de ese documento?
—No lo sabemos —contestó Yesares—; pero cabe suponer que rodando de mano en mano llegase a las de Shepard. Él era lo bastante listo para comprender en seguida la importancia que para sus intereses podía tener el documento. Inmediatamente le anunció que se iba a revisar la sentencia acerca de la propiedad de su rancho y le previno de los supuestos peligros que le amenazaban si no legalizaba usted su situación. Le habló de un hábil falsificador de documentos y le hizo entrar en relaciones con él. Por un elevado precio usted obtuvo un documento de apariencia legal que justificaba sus derechos a la tierra que le fue otorgada a su abuelo por el rey Carlos III de España.
—Así es.
—Pero usted, poco práctico en las medidas antiguas a que hace referencia el documento, no vio que no sólo trataba de demostrar que las actuales tierras eran suyas, sino que, además, reclamaba una superficie cinco veces mayor que la actual. Eso fue lo que llamó la atención de los encargados del registro, quienes, al examinar con más cuidado el documento, vieron los detalles que demostraban su falsedad y se apresuraron a denunciarle.
—Pero ¿no se ha demostrado…?
—Un momento —interrumpió Yesares—. Déjeme seguir con mi historia. El documento era falso y usted fue legalmente encarcelado. No dijo nada contra Shepard porque suponía que él era amigo suyo y que si hizo algo fue sólo buscando, aunque equivocadamente, su beneficio.
—En efecto. Mi honor me impedía complicar a Shepard.
—Él tuvo menos escrúpulos. En primer lugar, le envió a Turner, que es un compinche suyo, e hizo que procurase desanimarle lo más posible. Después, y porque estaba loco por su hija, trató de convencerla de que debía casarse con él a fin de que él pudiese interponer en su favor toda su influencia. Eso era mentira, ya que la justicia actual es bastante más decente de lo que supone la mayoría. El plan de Shepard era otro. Quería que usted le cediese todos los derechos y responsabilidades sobre el rancho. Una vez dueño de todo, mostraría el documento real, que ya había hecho meter entre los demás documentos relativos al caso, y en sustitución del falso, cosa que no le costó mucho, ya que, como abogado y notario, tiene libre acceso a los archivos del juzgado. El documento real debía probar que el rancho Morales no sólo le pertenecía en su totalidad, sino que numerosísimas tierras que estaban en poder de otro eran también suyas. El valor del rancho se quintuplicaría…
—Pero si ya se había demostrado que el documento era falso…
—Se volvería a demostrar que era legítimo, y se echaría sobre los que hicieron las revisiones la acusación de que obraron precipitadamente al emitir su juicio. El documento era legítimo y nadie podría probar que no lo fuese. Usted habría perdido su rancho y su hija. Y Shepard habría ganado una mujer hermosa y un rancho magnífico.
—Pero en cambio, ha ganado la cárcel —dijo Serena, con voz firme.
Y mirando a Yesares, agregó:
—Ahora comprendo sus palabras, señor Yesares. Shepard es inocente de un delito, pero culpable de otro que, a mi entender, es mil veces peor.
—Me cuesta trabajo creer que todo esto haya podido ocurrir —murmuró Morales—. Casi tengo que estar agradecido a Shepard por haber aumentado el rancho.
—En cierto modo, sí —sonrió Yesares.
—Nunca llegaré a conocer la verdadera naturaleza humana —suspiró el viejo—. Siempre creí a Shepard un hombre recto y honrado. Y no sólo resulta que me quería estafar, sino que, además, es jefe de una banda de canallas. ¡Qué mundo!
—Un mundo lamentable —dijo Yesares, poniéndose en pie—. No le entretengo más, porque supongo que usted debe de querer regresar a su rancho.
—Y usted tendrá que revisar los guisos y preparar alimentos para la cena, ¿no?
—También hay algo de eso —admitió Ricardo Yesares.
—Muchísimas gracias por todo —dijo Morales, tendiendo la mano al joven—. No sé cómo agradecerle el interés que se ha tomado por mí.
—No tiene mayor importancia que la de un favor a un amigo. Somos de la misma raza. Además, el señor Echagüe fue quien obtuvo de su cuñado las noticias que nos pusieron sobre la pista verdadera. De todas formas, les agradeceré que alguna noche vengan a cenar a esta posada.
—Se lo prometo —dijo Morales—. Y no olvidaré la promesa.
Yesares los acompañó hasta la puerta. Mientras el padre de Serena partía en busca del conductor del coche en que habían llegado, la joven se volvió a Yesares y murmuró:
—Esta noche habrá luna llena otra vez.
—Sí —murmuró Ricardo.
—Yo no podré resistir la tentación de bajar al jardín. La madreselva huele mejor de noche. Estaré junto a ella.
Yesares no pudo replicar porque en aquel momento regresó el señor Morales arrastrando a un cochero, a quien apostrofaba:
—¡Eres tan gandul como siempre, Gutiérrez! ¡Eres terrible!
Lo hizo subir al pescante y de nuevo estrechó la mano del dueño de la posada del Rey Don Carlos. A continuación ayudó a Serena a subir al coche y luego se sentó junto a ella.
Desde la puerta de su establecimiento, Ricardo Yesares vio alejarse el coche y varias veces fue premiado con la clara mirada de aquellas pupilas, que eran como las aguas en que se refleja el monte Shasta.
En voz baja y casi sin darse cuenta de lo que decía, murmuró:
—La madreselva huele mejor de noche.
—Ésa es una gran verdad, Yesares —una voz tras él.
Yesares volvióse, sobresaltado.
—¡Oh, César! —exclamó—. ¿Estabas aquí?
—Llegué hace un rato y estuve escuchando —sonrió el estanciero—. La madreselva huele mejor de noche. Sí, es muy cierto. Debe de tener una explicación científica; pero es más bonito creer que huele así porque trata de embriagar a los enamorados. Lo malo es que esta noche no podrás aspirar el olor de la madreselva del rancho Morales.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que has oído?
—Lo suficiente para asombrarme de las citas que da cierta joven y de las cosas que prometen ciertos ojos claros como las aguas… Bueno, no quiero ruborizarte. Esta noche necesito que la pases entera en la posada. Alguien sospecha algo. Y si se confirmaran esas sospechas, mi falso Coyote y el verdadero pagarían las consecuencias de una cita amorosa. Mañana también habrá luna llena.
Y sonriendo de una manera muy extraña, César se alejó lentamente, dejando a Yesares sumido en un mar de encontradas emociones.