Shepard y Turner se convencieron pronto de que era inútil aporrear la puerta que les cerraba el camino hacia la libertad. Sus golpes contra ella eran blandos e inofensivos y sólo servían para destrozarles las manos, en tanto que la madera continuaba tan sólida como antes.
Al fin, los dos hombres desistieron de su esfuerzo y conformáronse con su suerte, sin imaginar, ni remotamente, cuál podía ser.
La habitación en que se encontraban carecía de comunicación exterior y sólo por sus relojes podían saber la hora en que vivían y si era de día o de noche. A las seis de la mañana, Turner acercóse de nuevo a la puerta y quiso probar fortuna. Apenas lo intentó la puerta abrióse sin ningún ruido. Fue tal el sobresalto del abogado ante aquel hecho inesperado que, lleno de miedo, retrocedió como temiendo que por la abierta puerta surgiese una amenaza tangible.
Al cabo de un momento, tanto Shepard como él se serenaron y decidiéronse a terminar de abrir la puerta. No vieron a nadie. Saliendo del cuarto que les había servido de cárcel, cruzaron un corto pasillo y llegaron a una habitación más amplia, en cuyo centro vieron una mesa sobre la cual estaba su dinero, las llaves que les habían sido quitadas y la pistola de Turner.
Apresuradamente, los dos hombres recogieron todo aquello y por la otra puerta salieron a otro corredor que desembocaba en la salida principal de la casa. Al encontrarse en la calle y acariciados por la luz de la madrugada, Shepard y Turner sintieron un profundo alivio. Sin aguardar más, corrieron hacia sus casas, a las que llegaron después de varios y fracasados intentos de dar con las calles más conocidas.
Tanto a Shepard como a Turner les aguardaba una desagradable aventura, personificada por varios agentes de policía instalados en sus casas y que les dieron el alto, anunciándoles que quedaban detenidos. Media hora después de haberse separado, los dos volvían a encontrarse en el edificio donde estaba la Jefatura de Policía de Los Ángeles, frente al nada agradable Teodomiro Mateos, jefe de la policía, a quien los dos abogados conocían demasiado bien.
—¿Qué significa esto? —preguntó furiosamente el notario.
Mateos le miró burlonamente. Howell Shepard, siempre le había sido antipático, y Turner, mucho más. Los dos le trataron siempre con mucho desprecio. La situación había cambiado, y ahora el californiano, a quien las leyes yanquis habían colocado en el importante puesto de jefe de policía, iba a demostrar que también sabía ser desagradable.
—¿Conoce usted esta pistola, señor Shepard? —preguntó, empujando hacia el notario una Remington que tenía sobre la mesa, ante él.
Shepard la miró un momento y dijo en seguida:
—Sí, es mía.
—¿Es suya? ¿Y cómo explica que siendo suya no esté en su poder?
—Es que me la quitaron.
—¿Quién fue tan audaz que le arrebató su pistola, señor Shepard? —preguntó Mateos.
—El Coyote. Nos asaltó en plena calle, cuando íbamos a la inauguración de la nueva posada. Nos llevó a una casa solitaria y nos tuvo en ella hasta la madrugada.
Teodomiro Mateos sonrió burlonamente.
—Deben de haber pasado una noche terrible —se condolió.
Y dirigiéndose a uno de sus hombres, le ordenó:
—Registre a estos caballeros; pero hágalo con todos los respetos.
El policía obedeció, sin hacer caso de las protestas del abogado y del notario, que aseguraban que se estaban violando todos sus derechos de ciudadanos de California.
—No se preocupen —sonrió el jefe—. Si los violados son los derechos, dejen que sean también ellos los que reclamen.
Contemplando luego los objetos que se habían sacado de los bolsillos de los dos hombres, comentó, dirigiéndose a Turnen.
—Por lo visto, a usted, señor Turner, El Coyote no le quitó la pistola. Y, a pesar de su fama de ladrón, no ha tocado un centavo del contenido de sus carteras.
Turner y Shepard comprendieron al mismo tiempo que durante todo el rato habían notado, sin darse cuenta exacta de ello, que el comportamiento del Coyote al dejar sus carteras, la pistola de Turner y hasta sus ricos relojes, era anormal e inexplicable.
—Eso lo hizo para…
—¿Para qué, señor Turner? —preguntó severamente Mateos. Y volviéndose hacia Shepard, agregó—: Tal vez usted, mi querido notario, pueda explicarme lo que su compañero de fechorías no parece saber. ¿Dónde perdió esta pistola?
—Ya le he dicho… —empezó Shepard.
—Me ha dicho una tontería —interrumpió Mateos—. Pero, ya que insiste en ello, le explicaré un cuento. Esta noche se ha cometido un robo muy audaz en casa de Sun Chih. Además de dinero le fueron robadas perlas y diamantes por un valor total de unos sesenta mil dólares. No es corriente que se cometan robos tan importantes.
—¿Qué quiere decir con eso? —gruñó Shepard.
—Sencillamente, que en casa de Sun Chih se encontró una hermosa pistola Remington, en cuyas cachas se veían las iniciales «H. Sh.» Y como ya ha reconocido usted que la pistola es suya, que la ha perdido o se la ha robado El Coyote, aunque no le tocó ni uno de sus hermosos billetes de banco, debemos creer que el autor del robo es usted. Además, el pobre Sun Chih oyó cómo usted hablaba con el señor Turner…
—¡Esto es una conspiración canallesca! —rugió Shepard—. No toleraré que se pisoteen nuestros derechos legales…
—Puede pedir que venga un abogado a representarle o ayudarle a salir del mal paso en que anda metido, Shepard —dijo Mateos—. Hasta ahora, a pesar de que todos sabíamos que era usted un asqueroso sinvergüenza jamás pudimos probarlo; pero ha llegado ya la oportunidad que necesitábamos y sospecho que va a pasar muchos años en la cárcel antes de poder contemplar de nuevo las calles de Los Ángeles.
A continuación, Mateos ordenó que se buscara a un abogado, a vanos testigos y que se trasladaran todos a casa de Shepard. Se cumplieron estos trámites y una vez allí se procedió a un concienzudo registro de la casa. El primer hallazgo importante tuvo lugar en un cuartito excusado, donde, bajo unos montones de ropas, se encontraron dos revólveres del 44, bien engrasados, y varias cajas de cartuchos.
—Veo que no siempre usa su hermosa pistola —comentó Mateos.
—¡Esos revólveres no son míos! —gritó Shepard.
—¿Por qué dice eso? —preguntó el jefe de policía—. No es pecado guardar en casa armas… ¡Eh! ¡Un momento! —Toda la burlona cortesía de que hasta entonces había hecho gala el policía desapareció como por ensalmo. Su mirada estaba fija en la culata del Colt que tenía entre las manos. En seguida cogió el otro y lo examinó con igual atención. Por último, volvióse hacia Shepard y dijo duramente:
—Señor Shepard, esto solo puede enviarle a la horca. De ahora en adelante le prevengo que todo cuanto diga podrá ser tenido en cuenta contra usted y utilizado en su prejuicio.
—¿Qué quieres decir eso? —preguntó el abogado que representaba a Shepard.
—Estas armas son Colts calibre 44 y modelo Pilbey.
—¿Y qué?
—Pues que las fabricó el coronel Colt y las reformó muy eficazmente el comandante Pilbey, incluyéndoles un extractor de nuevo sistema y una culata especial a base de un rayado de metal que permite su mejor ajustamiento a la mano. Pilbey nos envió una primera remesa de cien revólveres de ésos, y apenas hubieron llegado fueron robados por los bandidos que han convertido esta población en un feudo. Estos dos revólveres corresponden a esa remesa.
Shepard vaciló, como si hubiera recibido un terrible golpe en el pecho. Haciendo un esfuerzo logró replicar:
—¡Es una canallesca conspiración!… —Pero se daba cuenta de que a sus palabras les faltaba verosimilitud.
Terminó el registro sin encontrar nada más. Al llegar de nuevo al despacho, Mateos señaló la caja de caudales y pidió a Shepard:
—Ábrala.
El notario sacó el llavero donde guardaba las llaves de su casa y buscó entre ellas. Al fin anunció:
—No está. Me la han quitado.
—Está bien —refunfuñó Mateos—. Veo que no quiere ayudarnos en nada; pero le advierto que su actitud no le favorece lo más mínimo. Registraremos de nuevo.
No hizo falta un registro muy concienzudo, pues uno de los policías recordaba haber visto una llave dentro de una caja de tabaco picado. Se buscó la caja y entre el tabaco se encontró la llave.
—Buen sitio para guardar la llave —gruñó el jefe de policía—. Debe de haberlo hecho para que no se le apolille.
Sin preguntar a Shepard si aquélla era la llave de la caja fuerte, el propio Mateos la metió en la cerradura y la hizo girar. En seguida abrióse la puerta y apareció el interior de la caja, lleno de papeles y documentos. Por un momento Mateos pareció defraudado; pero no tardó en hacer retirar los papeles. Debajo de todos ellos apareció un saquito de gamuza lleno de redondas y purísimas perlas.
—Bien, Shepard, creo que ya tenemos bastante —anunció el jefe de policía, en tanto que el notario se dejaba caer, sin fuerzas, en un sillón—. Ahora veremos si su compañero está tan bien surtido de armas robadas y de perlas o diamantes.
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Aquel mediodía circuló por todo Los Ángeles la noticia de que el notario Shepard y el abogado Turner habían sido detenidos bajo la probada acusación de formar parte de la banda que venía asolando la ciudad y, más concretamente, de haber robado una fortuna en dinero, perlas y brillantes al chino Sun Chih.
Como complementos que probaban la culpabilidad de ambos personajes, estaba la declaración de Gutiérrez, el famoso cochero que fue careado con los acusados, quienes afirmaban que él los había llevado en dirección a la posada del Rey Don Carlos. A esto replicó negativamente Gutiérrez, probando con abundancia de testigos que en el momento a que se referían aquellos señores él estaba bebiendo en la taberna de Jacinto, y su coche estaba a la puerta.
Jacinto confirmó las palabras de Gutiérrez, agregando:
—No puedo olvidarlo, porque me pagó con una hermosa moneda de veinte dólares. Veo demasiado pocas para olvidar la llegada de una de ellas a mi casa.
—¡Esa moneda se la dimos nosotros! —gritó Shepard.
—Le pidieron permiso al Coyote para que antes de llevárselos les permitiera pagar la carrera, ¿no? —rió Mateos, que se sentía muy satisfecho de haber podido al fin, cazar a dos de la banda.
—Fue él quien nos obligó a pagar —dijo Turner.
—Todo eso es mentira y está bien claro que lo es —dijo el policía—. Adiós, Gutiérrez; gracias por su ayuda.
Aquella noche, Charles Turner y Howell Shepard durmieron en dos celdas inmediatas a la que ocupaba José Morales.