Capítulo X:
Dos Coyotes

Afortunadamente para quienes deseaban pasar inadvertidos, la iluminación pública de Los Ángeles dejaba macho que desear en aquellos tiempos, y si de día los habitantes de la población eran sumamente curiosos, de noche volvíanse increíblemente discretos. A ello contribuía la experiencia de que a los paseantes nocturnos no les gustaba nada que les observaran. Por tanto, cualquiera que marchase por las calles evitando a los demás transeúntes estaba seguro de que los otros le evitarían tanto como él a ellos.

Así les ocurrió a los dos enmascarados que, por distintos caminos, convergieron en la hermosa puerta del templo de Nuestra Señora cuando los relojes daban las diez de la noche.

—Vamos —dijo uno de los enmascarados, que parecía el doble exacto del otro.

Guió a su compañero por las oscuras calles. Al fin, llegaron a la parte trasera de un viejo edificio colonial que en el dintel de su puerta delantera tenía escrito en español este letrero: «Juzgado Municipal» aunque Los Ángeles llevaba ya muchos años en poder de los yanquis, aún debían transcurrir muchos más antes de que la mayoría de los documentos públicos dejaran de escribirse en español, y estuviesen escritos también en español la absoluta mayoría de los letreros de la ciudad.

Antes de que el enmascarado que había tomado la dirección de la empresa llamara a la puerta, ésta se abrió hacia dentro y una india apareció un segundo después. En cuanto los dos hombres hubieron entrado, la india entregó al primero una linterna sorda y se apartó. Sus impasibles ojos siguieron el alejarse del círculo de amarillenta luz que marcaba la marcha de los dos hombres que a tan intempestivas horas visitaban el juzgado de Los Ángeles.

Pero el motivo de la visita no era el admirar las posibles bellezas del edificio, polvoriento como un desierto, lleno de telarañas y desmintiendo a gritos la fama de pulcros y organizadores que tienen los norteamericanos. Cruzaron varios pasillos de abovedado techo, y con unas llaves maestras abrieron dos puertas. Al fin, llegaron a una habitación ocupada por altos estantes ordenados alfabéticamente. Al llegar ante el que correspondía a la «M», el que llevaba la linterna buscó un momento y tomó un legajo que llevó hasta encima de una mesa. Un rápido examen le permitió encontrar lo que buscaba. Dentro del círculo de luz de la linterna quedó un viejo pergamino sellado con agrietado lacre rojo.

—Éste es, Yesares —dijo El Coyote—. ¿Qué le parece?

—No sé. Yo diría que es legítimo.

—Y yo también —replicó César—. Pero tai vez se trate de una magnífica falsificación. Vamos.

César dejó el legajo en el sitio de donde lo había retirado y regresó por el camino seguido hasta allí. La misma india cerró la puerta tras ellos, después de guardar la linterna.

—Todo se aclara —dijo César cuando estuvieron en la calle.

—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó Yesares.

—Castigar a los culpables, pero castigarles ejemplarmente. Quiero que se arrepientan de veras de lo que han intentado hacer.

Durante el resto del camino, César de Echagüe expuso su plan a Yesares. Éste asintió repetidamente, hizo algunas preguntas y, por último, el plan quedó redondeado.

El pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles había conocido hasta entonces la actuación de un Coyote. Dentro de poco sabría la de dos de ellos, a cuál más implacable.

****

El señor Yesares se había superado a sí mismo en un supremo esfuerzo por acelerar la apertura de su establecimiento. Por toda la ciudad se repartieron impresos anunciando la inauguración de la posada del Rey Don Carlos, que se amenizaría con un escogido repertorio de danzas típicas, orquestas populares, cantadores mejicanos y comida propia del país y de Méjico. Desde dos días antes estaban solicitadas ya todas las mesas y hacía falta casi influencia para obtener una.

Ricardo Yesares se vio y se deseó para dar a sus negativas la mayor cortesía.

—Todas las noches se repetirá el programa hasta que los señores se cansen de él —aseguró—. Comprendo que les hubiera gustado asistir a la inauguración; pero ya saben ustedes lo que ocurre en estos casos. Además, seguramente habrá fallos involuntarios que en los siguientes días se corregirán.

La gente, al fin, tuvo que conformarse, y los que no pudieron conseguir puesto para la noche inaugural, los hicieron reservar para las siguientes.

Charles Turner y Howell Shepard fueron increíblemente afortunados. Llegaron a la posada del Rey Don Carlos a un momento oportuno, y ya dice el refrán que vale más llegar a tiempo que rondar un año. Iban convencidos de no encontrar nada y quedaron agradablemente sorprendidos por la noticia de que dos caballeros que tenían reservada una mesa habían anunciado que no podrían asistir. Si, don Diego Hurtado y don Joaquín Rózpide, que tenían que marchar a Santa Cruz.

Míster Turner y míster Shepard recibieron los boletos que justificaban el derecho a asistir a la inauguración de la posada y marcharon a sus quehaceres seguros de que pasarían una buena noche. Además, tenían muchas cosas de que hablar.

Aquella noche reuniéronse en casa del notario y partieron juntos, en un coche descubierto, hacia la plaza.

—Conviene mucho que Morales firme —dijo, de pronto, Shepard.

—Firmará —aseguró Turner—. La cárcel está acabando con él. Tal vez si aumentásemos la oferta…

—No; le haría sospechar. El precio ha de ser el que dijimos.

—¿Y si el negocio se pierde?

—No puede perderse.

—Te sobra seguridad y…

—Calla —interrumpió Shepard—. ¿Qué quiere ese…?

Lo que deseaba el jinete que acababa de surgir de las sombras para penetrar en el escaso circulo luminoso que proyectaba el farol del coche, no podía ser nada bueno, puesto que una mano estremecedoramente firme empuñaba un revólver de seis tiros, manteniéndose frente a los dos paseantes.

—Buenas noches, caballeros —saludo el desconocido.

En aquel momento la luz del farol le dio de lleno en el rostro y dejó ver un negro antifaz. El cochero, al advertirlo, levantó las manos con una rapidez prodigiosa, a la vez que exclamaba:

—¡Virgen Santísima! ¡El Coyote!

—Hola, Gutiérrez —replicó El Coyote—. Puedes bajar las manos. Me interesa más que cierres los ojos y los oídos y olvides que me has visto y que has llevado en tu coche a estos caballeros. Vete y vuelve cuando la campana dé las nueve y cuarto.

Sin esperar a que se le repitiese la orden, el cochero, tipo clásico del californio de clase humilde, saltó del pescante de su vehículo y escapó como alma llevada por el diablo.

—Tengan la bondad de apearse, señores —siguió El Coyote, dirigiéndose a los dos hombres—. Depositen veinte dólares en oro en el asiento del conductor. No estaría bien que se marchasen sin pagar la carrera.

Shepard se llevó la mano a uno de los bolsillos del chaleco y por un instante vaciló.

—Yo no lo haría —le dijo El Coyote—. Antes de que pueda sacar el juguete que lleva bajo el sobaco, le mataré. Y no me importará hacerlo.

Shepard se estremeció visiblemente, y por fin sacó una moneda de oro de veinte dólares y la depositó en el asiento del conductor, luego reunióse con Turner.

—Sigan adelante —les dijo El Coyote—. Ya les indicaré dónde pueden detenerse.

Durante unos veinte minutos, los dos hombres caminaron por un jeroglífico de calles hasta perder por completo el sentido de la orientación. Al fin, el enmascarado les ordenó que se detuvieran ante una casa de mísero aspecto, en la cual les hizo entrar hasta una habitación alumbrada por una lámpara de petróleo.

—Depositen sobre la mesa sus armas —ordenó El Coyote.

Shepard y Turner obedecieron, dejando sus pistolas sobre la sucia mesa.

—Ahora vuélvanse de cara a la pared y permanezcan así hasta que yo les diga que ya se pueden volver.

Los dos se apresuraron a seguir obedeciendo.

El Coyote examinó las dos armas. La pistola de Shepard, una excelente Remington de cinco tiros, tenía en las cachas las iniciales H. Sh. El Coyote se la guardó en un bolsillo, y enfundando su revólver acercóse al notarios y le registró los bolsillos. En uno encontró lo que buscaba: unas llaves. Las guardó también, y luego hizo lo mismo con otras llaves que sacó de uno de los bolsillos de Turner. Después de esto, retiróse y salió de la habitación, cerrando con llave la sólida puerta.

****

El enmascarado miró fríamente a los cuatro hombres que estaban ante él con las manos en alto.

—Podéis dar gracias a Dios de que hay otro asunto que me interesa más que el vuestro —dijo—. De lo contrario no saldríais tan bien librados, canallas.

Los cuatro bandidos se estremecieron. Llenos de pánico miraron al hombre que los tenía encañonados con un revólver de cañón interminablemente largo y amenazador.

Tres minutos antes, alegremente, celebraban con grandes carcajadas, lo fácil que les había resultado apoderarse de las perlas y de los brillantes de Sun Chih, a quien tenían amarrado en su cuarto, sin que el famoso chino traficante en piedras preciosas hubiera tenido tiempo de enterarse de lo que iba a ocurrirle.

Abrieron su caja de caudales, de una sencillez arrobadora; sacaron la fortuna que tan mal guardada estaba en ella, y se disponían a marcharse cuando la aparición de un enmascarado y de dos revólveres de seis tiros puso el terror en sus corazones, la inmovilidad en sus piernas y en sus labios las palabras:

—¡El Coyote!

Ahora El Coyote tenía en los bolsillos las perlas y los brillantes que debían ser de ellos.

—Es una lástima que alguno de vosotros no quiera hacer una hombrada y trate de empuñar su revólver —siguió, despectivo, El Coyote—. Pero ya que no queréis luchar como hombres, al menos dadme vuestras armas.

Los cuatro hombres desenfundaron con las yemas de los dedos sus armas y las dejaron caer al suelo.

—Ahora volveos de cara a la pared y no os mováis hasta que yo os lo ordene.

Los bandidos obedecieron con cómica rapidez, y El Coyote, acercándose a la habitación donde estaba encerrado Sun Chih, dijo en voz alta:

—Buen trabajo, Turner. Si supiesen la verdad…

Oyó gemir una cama y comprendió que Sun Chih había oído lo suficiente. Entonces dejó caer sobre un montón de ropa la pistola de Shepard, y dirigiéndose a los cuatro bandidos, ordenó:

—En marcha. Volved a vuestro jefe y decirle que cuando termine el trabajo que tengo entre manos le atacaré para acabar con él y con su banda. Estoy deseando exterminarle. Decirle que aproveche la oportunidad y huya de aquí antes de que El Coyote le expulse.

Los bandidos salieron presurosos a la calle y escaparon sin perder un segundo. Tras ellos, El Coyote entornó la puerta de la tienda. Dejando la luz encendida y llevándose los cuatro revólveres que había arrebatado a los bandidos, montó a caballo y, con la sonrisa en los labios, marchó en opuesta dirección.

Un reloj marcó las diez de la noche.

A las diez y cuarto, don César de Echagüe aparecía en el patio de la posada del Rey don Carlos, acompañado por Ricardo Yesares, el propietario, a quien todos los que estaban allí le oyeron preguntar:

—¿Le ha gustado la casa, don César?

—Ha hecho usted un trabajo maravilloso, Yesares, pero me ha rendido haciéndome visitar tantas habitaciones. Con una sola me hubiera hecho perfecto cargo. Haga que me sirvan pronto la cena.

Al pasar junto a una de las mesas, saludó:

—Buenas noches, don Diego. Buenas noches, mi querido Rózpide. Les hacía en Santa Cruz.

Los dos hacendados rieron alegremente.

—Estamos en Santa Cruz —dijo Diego Hurtado—. Estamos en Santa Cruz. Y si no, se lo pregunta a nuestras queridas esposas. Cuando la mujer no se sabe divertir, el marido tiene que hacerlo solo. Esto es un hecho ciertísimo.

El rasgueo de las guitarras y el cálido castañear de los palillos atrajo todas las miradas hacia el amplio tablado, sobre el cual una pareja iba a bordear, en torno al ancho y picudo sombrero del hombre, una deliciosa danza llena de picardía.

César de Echagüe regresó a su mesa y sentóse ante ella, bostezó como si se sintiera muy aburrido y retrepándose en la silla, se dedicó a examinar a todos los que habían acudido a la inauguración del local.