Faltaban veinte minutos para que el juez Esley bajara a cenar y sus ánimos no estaban, ciertamente, muy elevados. Una discreta llamada a la puerta le hizo dar un respingo y su temor confírmese al ver entrar a un hombre embozado con una larga capa. Al bajar el embozo el recién llegado dejó al descubierto la característica máscara de la banda de la Calavera.
—¿Qué quiere? —tartamudeó Esley—. Tengo el dinero y se lo hubiera llevado esta noche…
—Ya lo sabemos —replicó el visitante—. Lo que vengo a anunciarle es que, además de entregar el dinero, esta noche ha de asistir a una reunión general de la banda para obligar a Bolton a que nos ceda las tierras que compró.
—¿Y qué he de hacer yo? —tartamudeó Esley.
—Estar presente en la reunión y sacar a relucir el pasado de Bolton. Es preciso asustarle. Cuando entregue el rescate quédese allí y vaya con el rostro cubierto por esta máscara —y el bandido tiró sobre la mesita una máscara igual a la que le cubría el rostro. En seguida, embozándose, se despidió—: Hasta la noche, en la hacienda Rocío.
El juez Esley dirigió una mirada de repugnancia a la máscara y se apresuró a esconderla en un cajón; luego, saliendo del cuarto, bajó al comedor, encargó una comida a base de pescado y, al terminar, subió a su cuarto, cogió la maleta donde guardaba el millón de dólares y se dirigió al punto donde le esperaba un carricoche tirado por dos caballos.
La noche era tormentosa y las copas de los árboles eran azotadas por las intermitentes ráfagas de viento húmedo y salino. Los dos faroles del cochecillo apenas iluminaban los lomos de los caballos. De cuando en cuando caían algunas gotas de lluvia, como si el cielo, viento y noche librasen una enconada lucha que hasta entonces no se había resuelto a favor de nadie.
Hacía rato que las últimas casas de Los Ángeles habían quedado atrás, cuando, de pronto, al borde de la carretera apareció un hombre que empuñaba un largo y pesado revólver. La luz de los faroles reflejóse en su rostro, dejando ver el negro antifaz que lo cubría.
—¿Qué… qué quiere? —tartamudeó Esley, sin atreverse a alcanzar la pistola que tenía junto a los pies.
—Buenas noches, juez Esley —saludó el enmascarado—. Recibió usted mi aviso y ha hecho muy poco caso de él. Cometió un error, pues los avisos del Coyote no son nunca amenazas vanas. Continúe adelante y no trate de huir ni de utilizar ningún arma. Sería el último error que cometería en esta vida.
Sintiendo en la espalda como un pinchazo de hielo, Esley hizo seguir adelante a su caballo hasta llegar junto a una casita de ladrillo.
—Deténgase —ordenó El Coyote—. Baje del coche y entre en la casa.
Esley obedeció entrando en la casa seguido por El Coyote.
Cuando llegaron a una estancia situada al final del estrecho pasillo, El Coyote ordenó:
—Desnúdese y entrégueme la ropa que lleva.
Tuvo que repetir la orden antes que Esley se decidiera a obedecerla. Cuando quedó con sólo la ropa interior, El Coyote recogió las prendas que Esley se había quitado y salió de la habitación. Poco después Esley oyó el galope de unos caballos y el ludir de unas ruedas.
Sentándose en la única silla que había en la estancia el juez Esley ofrecía un aspecto lamentable. El viento entraba por la enrejada ventana y envolvía al medio desnudo juez con sus helados brazos. A fin, Esley se puso en pie y comenzó a pasear de un lado a otro del cuarto. Un leve golpear de la puerta fue la primera indicación que tuvo de que no estaba encerrado en aquel lugar. Yendo hacia la puerta la abrió de par en par y corrió hacia la salida. Al abrir la puerta que daba al exterior encontróse en medio de una violenta corriente de aire. Cerró en seguida y comenzó a buscar por la casa con la vaga esperanza de encontrar alguna prenda de vestir. En un viejo armario encontró, al fin, un viejo traje mejicano, un sombrero y una apolillada capa. A falta de cosa mejor se puso aquellas prendas y salió de la casa. En la pequeña cuadra adjunta halló un caballo ensillado y, montando en él, partió hacia la vieja hacienda Rocío, que se encontraba unas dos leguas de aquel punto. Como si los elementos se hubieran confabulado contra él, arreció el viento y comenzó llover. Esley calóse más el sombrero y se envolvió más fuertemente en la capa.