Capítulo VIII:
El rapto

Ralph Bolton había registrado concienzudamente Sierra de Pecadores y no supo encontrar el cauce del río ni, mucho menos, la mina de oro. Indudablemente, su fuerte no era el buscar oro.

Montando de nuevo en su caballo, comenzó a descender hacia rancho Ortiz. A lo lejos vio llegar a un jinete que avanzaba sin ninguna prisa y al cual no reconoció hasta tenerlo casi delante.

—¡Señorita Dolores! Creí que era un hombre.

Dolores Ortiz vestía como un vaquero y sólo la cabellera denunciaba su verdadero sexo.

—Salí a pasear —explicó la joven—. Le vi descender de Sierra de Pecadores y quise ver quién era. ¿Busca caballos salvajes?

—No, señorita. Busco oro.

—¿En mis tierras? —preguntó Dolores, olvidando sus palabras de la primera entrevista.

—¿Sus tierras? —preguntó a su vez Bolton.

Dolores se echó a reír.

—La otra vez que nos vimos le engañé. Soy Dolores Ortiz, y este rancho es mío. ¿Puede decirme ahora por qué busca oro en mis tierras?

—Lo busco en las mías, señorita. Compré toda la sierra al juez Esley.

—¿Sierra de Pecadores?

—Creo que ése es su nombre. Sí, la compré toda en diez mil dólares, aunque creo que él le dirá que sólo pagué dos mil quinientos. Tiene usted un formidable tutor, señorita.

—No entiendo… ¿Es que el señor Esley me estafa?

—Sí. No sólo la estafa, sino que la está robando. Y tengo la desagradable sospecha de que involuntariamente yo le ayudé en sus robos. Por lo menos, en uno de ellos. Me refiero a aquella venta de ganado.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—El día en que nos conocimos…

Un súbito galopar de caballos interrumpió la conversación. Por dos puntos avanzaban hacia ellos unos quince jinetes, en cuyas manos brillaban ya las armas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dolores.

—No sé —replicó Bolton—; pero casi sospecho que vienen por nosotros. Seguramente por mí. Escape usted hacia el rancho y envíe ayuda en seguida si puede…

Antes de que Dolores pudiera hacer nada, los jinetes se extendieron en semicírculo, cerrando toda posible huida. Dolores dirigió una inquieta mirada a su compañero, que movió negativamente la cabeza, indicando que no comprendía nada de aquello.

Los jinetes, obedeciendo sin duda a un plan perfectamente estudiado, detuviéronse a unos cien metros de la pareja y empuñaron sus rifles. Bolton, comprendiendo las intenciones de los bandidos, maldijo su descuido al no llevar un rifle y conformarse con los revólveres, que de nada servían a tal distancia.

Uno de los recién llegados desmontó y avanzó hacia Bolton y Dolores. Cuando estuvo más cerca los dos jóvenes vieron que llevaba el rostro cubierto por una máscara de calavera.

—Suelte las armas, Bolton, y no haga resistencia —dijo el bandido cuando estuvo a unos cinco metros de la pareja—. Si intenta algo caerá acribillado a balazos y, además, pondrá en peligro la seguridad de esa joven.

Bolton vaciló un momento.

—Si quiere resistir no deje de hacerlo por mi culpa —dijo Dolores.

Bolton negó con un movimiento de cabeza, y desenfundando sus revólveres los tendió al bandido, recomendando:

—No los pierda, pues son recuerdo de la guerra.

Destacáronse del grupo principal cuatro bandidos más, que, colocándose a ambos lados de Bolton y Dolores, los llevaron, del brazo, hacia el que parecía el jefe de la banda.

—Buen trabajo —comentó el enmascarado—. No creí que pudiera coger tan buena presa de un solo golpe, ni que me costara tan poco. Vamos.

Ralph Bolton se dejó conducir. Era inútil ofrecer resistencia a un enemigo tan poderoso. Los jinetes emprendieron un rápido caminar hacia el norte, en dirección a Los Ángeles. Aún pasarían dos o tres horas antes de que en el rancho Ortiz se dieran cuenta de la desaparición de Dolores. Para entonces la banda de la Calavera estaría bien lejos del alcance de sus posibles perseguidores.

****

Tembloroso, pálido, dominado por un nerviosismo que no tenía nada de artificial, el juez Esley dejóse caer en un sillón, frente a don César de Echagüe. Habíase trasladado a Los Ángeles todo lo deprisa que pudo llevarle allí un veloz carruaje cuyos caballos se cambiaban en todas las casas de postas que se encontraban en el camino de San Alfonso a Los Ángeles.

—¿Qué le está ocurriendo, señor Esley? —preguntó César de Echagüe—. Le creía en San Alfonso.

Por toda respuesta, Esley tendió al propietario del rancho de San Antonio una carta, en la cual leyó César:

«Juez Esley: Tenemos a su pupila Dolores Ortiz en nuestro poder. Un millón de dólares es el precio que ponemos a su cabeza. Si acepta diríjase a Los Ángeles y consiga el dinero. En cuanto lo tenga acuda a la posada del Rey Don Carlos y encargue una cena a base de pescado. Entonces se le acercará un agente nuestro y le indicará el sitio donde debe entregarse el rescate».

La firma era una calavera.

—¿Y qué piensa hacer? —preguntó Echagüe al terminar la lectura.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó a su vez Esley.

—Usted es el tutor.

—Pero usted me debe ayudar. A usted también le encargaron que cuidase de la señorita Ortiz.

—No me encargaron que administrara sus bienes; de todas formas, creo que, aun en el caso de que la fortuna de la señorita Ortiz se reduzca a la mitad, siempre será mejor eso que conservarla entera y perder a la pobre muchacha.

—Entonces… Usted opina que debo conseguir el dinero y pagar el rescate, ¿no?

—Creo que de todos los males ése es el menor; aunque tal vez fuera conveniente acudir a Teodomiro Mateos, nuestro jefe de policía.

—Pero si la policía interviene nos exponemos a poner en peligro la vida de Dolores.

—Tal vez. En ese caso absténgase de acudir a ella y vea si alguien le anticipa el dinero, pues supongo que no podrá reunir en seguida todo el millón de dólares.

—Ochocientos mil dólares puedo conseguirlos en seguida. Si usted pudiera prestarme los doscientos mil restantes…

—Tal vez —bostezó César de Echagüe, inclinándose hacia un batintín de cobre y golpeándolo con una maza de corcho.

Antes de que el sonido se apagara Julián Martínez, el mayordomo de Echagüe, entró en el salón.

—Julián —pidió don César—. ¿Sabes si por algún sitio tenemos doscientos mil pesos?

—En casa hay doscientos sesenta mil. Es el producto de la cose…

—No me lo digas, Julián. Estoy seguro de que tienes razón. Trae doscientos mil.

Un momento después, Ezequiel Esley tenía en sus manos un pesado saquito lleno de billetes de banco de distintos valores.

—¿Quiere que le firme un recibo?

—No es necesario —dijo César, que parecía morirse de ganas de ir a dormir la siesta—. Tengo confianza en los jueces de los Estados Unidos.

Al salir del rancho de San Antonio, Esley preguntábase cómo era posible que César de Echagüe no hubiera advertido su acusador estado de nervios. Luego pensó que aun en el caso de que lo hubiera advertido, lo habría sin duda achacado al rapto de Dolores.

Por su parte, en cuanto quedó solo, César de Echagüe olvidó el aparente sueño y cobró una actividad vertiginosa.

—¿Estás seguro de no haberte equivocado al coger el dinero, Julián? —preguntó.

—Completamente seguro, mi amo.

—¿Preparaste también el resto?

—Está preparado.

—¿Ha enviado algún aviso Yesares?

—Aún no.

—Esta noche tendremos que trabajar de nuevo, Julián. ¿Te fijaste bien en el juez Esley?

—Sí.

—¿Y en la ropa que viste?

—Claro.

—Pues haz lo que te dije.

Un momento después don César quedaba solo, entornó los ojos y no tardó en quedar dormido.