Capítulo III:
Los proyectos del juez Esley

Ezequiel Esley pasó lentamente la mano, como si lo acariciase, por encima de la copia del testamento de Eduardo Ortiz. De buen grado habría expresado a gritos su entusiasmo. Además de la satisfacción material, estaba la moral. No sólo iba a ser, prácticamente, el dueño de una inmensa fortuna, sino que, además, sería una figura principalísima en la rica California.

Muy poco se había imaginado Esley al tener que huir de Tejas empujado por la guerra civil que su emigración forzada iba a dar tan buenos frutos. Tampoco se imaginó al refugiarse en el rico rancho Ortiz que antes de dos años la hacienda pasaría a sus manos por obra del estrafalario don Eduardo, de quien tantas latas había soportado.

—Creo que si vivo dos meses más con él hubiera acabado llamándole imbécil —sonrió—. Por fortuna la guerra se acabó antes que mi paciencia.

Abriendo el testamento comenzó a repasar diversas cláusulas. De cuando en cuando murmuraba algunas palabras como éstas:

—Mil pesos oro mensuales por mi trabajo durante cinco años y, además, todos los gastos de manutención y vestido cubiertos.

O bien:

—Libertad para vender las tierras que yo crea convenientes, siempre y cuando adquiera otras mejores que compensen las pérdidas o las superen.

Indudablemente Ortiz estaba loco.

Lentamente un audaz plan de acción se formó en su cerebro.

—Ante todo, debo ir a hacerme cargo de la herencia y comprobar exactamente a cuánto asciende.

Soltando una carcajada, exclamó de pronto:

—Esto va a ser como manejar salvado con las manos untadas de manteca. Aunque quisiese no podría evitar llenarme las manos de oro.

Como lo principal era disponer el viaje, el juez se puso en pie y, guardando en un cajón el testamento, marchó a ordenar los preparativos para el largo viaje.

Al llegar a la agencia de la diligencia, vio a Ralph Bolton que avanzaba por la calle empujando ante él unos quince bueyes cornilargos viejos, sólo aprovechables por sus cueros. Eran animales salvajes, de mirada centelleante, dispuestos, a la menor provocación, a cargar sobre hombres, bestias o cosas. A todos se les podían contar los huesos y hubieran necesitado muchos cientos de kilos de alfalfa para estar pasablemente gordos.

Ezequiel Esley conocía ya la actual ocupación de Bolton, que, al fin y al cabo, era la de todos los tejanos que habían regresado del ejército confederado después de la victoria del Norte. Al volver a sus hogares se encontraron con que todo estaba destruido. No por la acción de la guerra, que sólo tuvo en aquellos lugares ligeras repercusiones, sino por la falta de hombres capaces de trabajar la tierra y cuidar de los ganados que, vagando por los pastos, retornaron, poco a poco, a su estado natural de selvatiquez.

Menos de mil ranchos se hubieran encontrado en la inmensa extensión de Tejas conservando sus reses en orden. Y aun ese resultado se obtuvo gracias al trabajo incansable de las mujeres. El resto de la que fue república independiente presentaba un aspecto desolador. Los corrales de los ranchos aparecían con las cercas derrumbadas, las casas en ruinas, los sembrados de alfalfa y maíz invadidos por las plantas parasitarias; los pozos artesianos en completo descuido, los heniles abatidos por las tormentas, muchas haciendas fueron destruidas por los incendios naturales o los provocados por los pieles rojas. Sólo una raza como la tejana, que tanta sangre española llevaba en las venas, hubiera sido capaz de emprender la reconstrucción con el brío con que la emprendieron aquellos hombres que regresaban a sus pueblos con la amargura de la injusta derrota en los labios. Todos habían luchado heroicamente y si sólo hubiese contado el valor, los tejanos hubiesen ganado la guerra; pero durante más de cuatro años se enfrentaron con un imposible y al fin resultaron derrotados por la potencia industrial del Norte.

Una de las primerísimas tareas a que se lanzaron los tejanos fue la de rescatar los animales en estado salvaje. Aquellos cornilargos que galopaban, como caballos, por las praderas, de duro pellejo, sobrados de huesos y de cuernos y faltos de grasa, eran casi un peligro, y aunque no hubiese sido más que para terminar con él, se hubiera tenido que capturarlos.

En algunos puntos del golfo de Méjico se compraban ya a bajo precio aquellos animales para utilizar su piel y sus huesos. Y como ya nadie sabía a quién pertenecían, pues las marcas estaban medio borradas y, además, en aquellos años habían nacido muchos, se declararon de propiedad pública, y todo tejano que tuviese un caballo y una cuerda podía lanzarse a cazarlos y a marcarlos con sus hierros.

Ralph Bolton fue de los primeros en entregarse a aquel trabajo. De un pariente lejano heredó un mal rancho y después de reparar como pudo y supo el pozo artesiano, cultivó alfalfa, y cuando la primera cosecha estaba a punto tenía ya medio centenar de bueyes de cuernos musgosos, o sea, animales viejos en la base de cuyos anchos cuernos crecía un a modo de verdoso musgo que acusaba la extremada vejez de los animales, sólo utilizables como piel y huesos. De entre ellos separó Bolton los más jóvenes y los instaló en un corral aparte.

—¿Cómo va la caza, Bolton? —preguntó Esley al joven.

Bolton no podía dominar la profunda repulsión que sentía por el juez Esley; sin embargo, su situación, como la de los demás tejanos, no era tan buena como para enemistarse con un personaje que entonces era todopoderoso en San Juan.

—Regular, señor juez —replicó el joven—. Tengo ya casi cien bichos de éstos. Y he descubierto un lugar donde podré cazar diariamente tantos como llevo hoy. Si no se asustan y escapan, pronto tendré suficientes animales para emprender un viaje al golfo.

Esley se acarició la barbilla y por sus ojos pasó un destello de astucia.

—Quisiera hablar contigo sobre esos animales —dijo—. Quizá pudiéramos hacer algún negocio.

Bolton guardó silencio, esperando que Esley se explicase mejor. El juez montó en su caballo y se colocó a la altura de Bolton, marchando los dos detrás de los animales.

—¿Cuánto te pagan en el golfo por tus cornilargos? —preguntó Esley al cabo de unos minutos.

—No he llevado aún ninguna manada; pero sé que pagan hasta quince dólares por cada uno. Claro que el precio ese es el más alto, y el más corriente no pasa de los diez.

—El ganado de California se cotiza a precios más elevados, ¿no?

—Desde luego. Hasta se pagan sesenta dólares por un buey. Pero son otros bueyes.

—Claro. ¿Te considerarías capaz de llevar una manada de cornilargos hasta California si te prometiera pagártelos a treinta dólares cada uno?

Bolton miró suspicazmente a Esley.

—Treinta dólares son muchos dólares por semejantes animales —dijo.

—Ya lo sé; pero el viaje hasta California no tiene nada de fácil, Bolton. Son muchas las dificultades y los obstáculos a vencer.

—¿Y de qué pueden servir en California unos animales como éstos?

—En este mundo todo se puede aprovechar. A veces las cosas que en un sitio se tiran en otro se aprovechan ventajosamente. Te estoy muy agradecido por lo bien que te portaste conmigo en cierta ocasión. Tengo la oportunidad de ofrecerte un buen negocio y prefiero que seas tú quien lo realice. Yo debo marchar a California para un importante asunto. Antes de partir te entregaré dos mil quinientos dólares. Con ellos podrás vivir unos meses, que emplearás en ir reuniendo animales de ésos. No me importa la cantidad que reúnas. Todos te los compraré, a condición de que me los entregues en California. No creo que puedas formar una manada de más de cinco mil; pero si llegases a ese número, ganarías ciento cincuenta mil dólares, de los cuales más de la mitad sería beneficio neto.

Bolton reflexionó unos instantes sobre las palabras de Esley. Si conseguía reunir una suma como aquélla podría realizar su sueño dorado: comprar por poco precio tierras abandonadas y transformarlas con su trabajo en ranchos magníficos, en los cuales criaría excelentes bueyes Hereford, de cara blanca, de fácil engorde y que, si su instinto no le engañaba, serían, con el tiempo, la base de la futura gran riqueza de Tejas.

—Creo que aceptaré —dijo al fin.

—Y harás muy bien, Bolton —declaró el juez—. Ahora te dejo, pues debo preparar mi viaje. Esta noche ve a verme y te entregaré el dinero. En mi pequeño rancho tengo almacenadas mil balas de alfalfa seca. Te las cedo a cinco dólares cada una. No las encontrarás más baratas en todo Tejas. Con ese pasto podrás alimentar al ganado que vayas reuniendo y así no perderás el tiempo que necesitas para cazar bueyes. Luego, cuando liquidemos, me pagarás la alfalfa.

Animándose ante la perspectiva del gran negocio a realizar, Esley agregó con alegre sonrisa:

—Tú y yo haremos grandes negocios. Quién lo hubiese dicho hace ocho años, ¿verdad?

Viendo la sombra que pasaba por el rostro de Bolton, Esley se apresuró a agregar:

—Olvida el pasado. Te aseguro que nada de cuanto hice lo realicé por animadversión particular contra ti. Fue mi especial manera de entender mi deber, Bolton. Hasta la noche.

Los dos hombres cambiaron un apretón de manos, que por parte del juez fue, por vez primera, enérgico como el de un vaquero. Si acaso faltó en uno de los dos algún entusiasmo fue en Ralph Bolton, que no podía olvidar los años pasados en el correccional.

Al día siguiente, al emprender el viaje a California, vía Méjico, Esley iba haciendo deliciosos planes. Por fin, la suerte le favorecía.

Si en algún momento pensó en Dolores Ortiz no fue para sentir ningún remordimiento. ¿Por qué? Era lo bastante rica para que la pérdida de una buena parte de su fortuna no la afectase en lo más mínimo. Y, además, si él conseguía buscarle un marido y hacérselo aceptar, de aquel hombre podría obtener nuevos beneficios. Tal vez el mismo Bolton sería un elemento ideal para sus planes.