Dolores Ortiz apretó con fuerza los puños y esforzóse por serenar su corazón, que latía desacompasadamente. Luego su mirada buscó la de don César de Echagüe, que le dirigió una tranquilizadora sonrisa y le palmeó cariñosamente la mano derecha. Don Jacinto de Piedrabuena, el viejo notario de San Alfonso del Río Cristales, apartó los gruesos pliegos de papel de barba que tenía delante y, quitándose los lentes de ovalados cristales y montura de acero, declaró:
—Querida Dolores: no creo que sea necesario que te lea todo el testamento de tu padre. Lo que a ti te interesa especialmente es su esencia, y en cuanto a los términos legales, se utilizan sólo para cumplir todos los requisitos de la ley, a fin de que nadie pueda atacar el testamento por ninguna parte. ¿No opina usted lo mismo, don César?
—Claro —suspiró Echagüe, adoptando su eterna actitud de hombre aburrido—. Me parece muy bien lo que dice, pues, con opinión seguramente equivocada, creo que los términos legales o técnicos, o como se llamen, sólo sirven para dar sueño a los herederos y hacerles pasar por alto algún truquito. Díganos lo que, antes de emprender su última cabalgada, decidió don Eduardo Ortiz que debía hacerse con su fortuna, que, si no me engaño, asciende a algo así como un millón y medio de pesos.
—Don Eduardo, gran católico, deja doscientos mil pesos para reparaciones en la misión de San Alfonso del Río Cristales, para obras de caridad, para nuevo edificio escolar y para misas anuales por su alma. Esos doscientos mil pesos representan el total que excede de la suma total del millón y medio de pesos. Don Eduardo supo aprovechar muy bien los tiempos en que un buey valía hasta quinientos dólares y, además, en unas tierras suyas encontró un pequeño yacimiento de oro, que explotó sin que nadie se enterase. Estas operaciones aumentaron su fortuna y le permitieron renovar todo su rancho y convertirlo en casi el mejor de California, mejorando lo presente —agregó el notario, saludando con una inclinación de cabeza a César—. Don Eduardo fue siempre un carácter muy previsor y debemos reconocer que no estuvo nunca seguro de que su heredera pudiese cargar sobre sus hombros la pesada tarea de dirigir el rancho Ortiz. Con este objeto (y no quiero criticar en absoluto la decisión del que fue mi amigo, a pesar de que la adoptó contra mi consejo) en su testamento nombró un tutor para ti, Dolores, y le concedió unos poderes, acaso excesivos, aunque siempre bien intencionados.
—Don Jacinto, sospecho que si continúa así tendremos que pedirle que nos lea el testamento, pues será más breve su lectura que ese prolongado resumen.
El notario sofocóse un momento y quiso replicar; luego, comprendiendo que el conocido hacendado no andaba exento de razón, replicó:
—Bien, me limitaré a los hechos. Don Eduardo lega a su hija un capital en efectivo de seiscientos mil pesos, más un rancho, tierras y ganados que valen exactamente novecientos mil pesos. Este capital ha de ser administrado por don Ezequiel Esley…
—¡Él! —exclamó Dolores—. ¿El juez Esley?
—El mismo, Dolores. El juez Ezequiel Esley, de San Juan, Tejas.
—¿Quién es ese juez? —preguntó César.
—Un refugiado del Sur, partidario del Norte —explicó el notario—. Fue expulsado de San Juan por sus reconocidas simpatías hacia los yanquis y, huyendo de los que pretendían lincharle, se refugió en California, dando con sus huesos en San Alfonso del Río Cristales y, más exactamente, en el rancho Ortiz, donde pasó unos meses hasta que la terminación de la guerra le permitió volver a San Juan. Don Eduardo intimó mucho con él, cobró gran admiración a su inteligencia y, por último, lo destinó a tutor de su hija. Antes de que el señor Esley se marchara, fueron los dos a mi casa y extendieron el testamento. Por lo tanto, Dolores permanecerá bajo la tutoría del señor Esley hasta cumplir los veintitrés años o hasta el momento en que se case; pero su matrimonio, si se celebra antes de que Dolores cumpla los veintitrés años, necesitará la aprobación del tutor, y si llegara a efectuarse sin ese consentimiento, el señor Esley queda facultado para limitar la herencia de Dolores a una simple renta anual de seis mil pesos.
—¿Es posible eso? —preguntó César de Echagüe, olvidando por un momento su expresión de hombre cansado de la vida y de sus placeres, distracciones y problemas.
—Así está escrito en el testamento y confirmado por los necesarios testigos. No pretendo que sea una medida muy afortunada; pero don Eduardo era un hombre muy firme en sus decisiones y cuando las tomaba lo hacía irrevocablemente. Además, desde el momento de su muerte, Dolores empezará a recibir esa renta de quinientos pesos mensuales para que pueda atender libremente a sus gastos y no se crea en ningún momento humillada por una falsa idea de que ha sido subordinada a las órdenes de un extraño. Debo añadir, Dolores, que don Eduardo decidió esto aceptando una sugerencia mía, que, en honor a la verdad, es preciso hacer constar que fue apoyada por el señor Esley.
—¿Y no puede usted decirnos qué clase de hombre es, en su opinión, el juez Esley? —preguntó César.
El notario se encogió de hombros.
—Parece un hombre honrado, porque de lo contrario no le habrían nombrado juez.
—Eso es tanto como afirmar que por el simple hecho de ser juez un hombre no puede ser un canalla.
—No, don César; lo único que yo puedo decir es que no sé nada malo ni nada bueno de Ezequiel Esley. Por lo tanto, no tengo por qué acusarle de defectos, ni suponerle excesivas perfecciones. No sé nada de él y, en cambio, debo creer que, al elegirle como tutor de su hija, don Eduardo debía de saber lo que hacía.
—¿No hay nada más en el testamento de mi padre? —preguntó Dolores.
—Hay un detalle más que estoy seguro que te complacerá, Lolita. Cualquier duda que se te presentara acerca de la buena administración de tu tutor, podrá facultarte para solicitar la intervención de don César de Echagüe, a quien tu padre nombra tutor adjunto o, mejor dicho, revisor de la administración de Esley. Una vez al año el señor Esley deberá llamarle y presentarle un estado de cuentas. Si ese estado de cuentas no satisface a don César, él podría solicitar una revisión total de la administración e imponer las reformas que creyera convenientes. Lo único que no puede hacer don César es invalidar a Esley, quien, en el suponer de que administrara equivocadamente la fortuna, siempre podrá presentar la excusa de que ha hecho lo que a su juicio ha sido lo mejor, con lo cual salvaría su honorabilidad.
—Es decir, que mi buen amigo don Eduardo Ortiz me ha nombrado gran rompesobres de su imperio —rió César—. Puedo exigir, puedo reclamar, puedo protestar, puedo llamarle tramposo y todo lo que me venga en gana; pero a cambio de todos esos honores no puedo hacer nada, ¿no es cierto?
Jacinto Piedrabuena sonrió ante las palabras del californiano.
—Aunque lo ha dicho usted un poco exageradamente, en realidad así es. Lo único que usted puede hacer eficazmente es (y para calificarlo emplearemos una frase tal vez demasiado vulgar, pero certera) meter las narices en la administración del rancho y de la fortuna.
—¿Y qué gano yo con eso? —preguntó César, ahogando un bostezo.
Jacinto Piedrabuena miró fijamente a César de Echagüe y replicó:
—Si usted no lo sabe, yo lo sé mucho menos.
—Entonces…
—Un momento, don César —pidió el notario—. Le explicaré lo que hablamos don Eduardo y yo unos meses antes de su fallecimiento. A mi pregunta de que por qué le concedía unos honores tan poco prácticos, don Eduardo me dijo, poco más o menos, esto: «Yo sé bien lo que hago, Jacinto. Tengo plena confianza en Esley y también la tengo en otra persona. Y si llegase a ocurrir lo que no espero, esa otra persona sabría arreglarlo sin necesidad de otra cosa que meter un poco las narices en la administración. No creas que he obrado a tontas y a locas; pero es que hay cosas que no se pueden hacer, so pena de causar disgustos y molestias a quien no los merece». No quiso decirme más. Creo que se refería a usted, don César, aunque por la sonrisa con que acompañaba sus palabras y el tono con que las pronunció casi me hizo pensar en que existía otra persona que podría obrar en la oscuridad o bien surgir en un momento dado con poderes especiales para resolver cuantas dificultades se presentaran.
—Tal vez —replicó César—; pero ignoro quién pueda ser esa persona.
—Confiemos en que saldrá a su debido tiempo o, mejor, confiemos en que su aparición no será precisa.
—Eso es mejor —replicó César, poniéndose en pie—. Si no nos necesita para nada más…
—No, no les necesito. Como ya saben lo que decidió don Eduardo, recibirán los dos copia del testamento. Otra copia será enviada al juez Esley y el original quedará en mi poder. Buenos días. Dolores, si en algo más puedo serte útil…
—Gracias, don Jacinto. De momento no creo que le necesite.
Acompañada de César de Echagüe, la joven salió de casa del notario y al llegar a la calle subió a un cochecillo de negra capota, tirado por dos viejos caballos blancos. César se acomodó a su lado y dejó que la muchacha le condujera hasta su rancho.
El rancho Ortiz se levantaba en lo alto de una suave colina en las tierras de San Alfonso y era cruzado por el río Cristales. Los primeros Ortiz plantaron en torno al amplio edificio de adobes unos cincuenta robles, a quienes el tiempo había dado majestad y reciedumbre y que parecían proteger con sus gruesos troncos la blanca casa de una sola planta.
Sentados en cómodos sillones de mimbres y separados por una mesita sobre la que se veía un gran jarro de agua con limón, refrescada con nieve que traían en invierno de la sierra, y que se guardaba en un hondo pozo, al estilo impuesto muchos siglos antes por los árabes en España, estaban Dolores y don César.
—¿Qué opina usted del testamento de mi padre? —preguntó Dolores, al cabo de varios minutos de silencio.
—Estoy seguro de que tu padre hizo lo que juzgó más conveniente para tus intereses, Lolita —replicó César.
—Pero ¿estuvo acertado?
—Ésa es una pregunta muy difícil y que en distintos aspectos se viene repitiendo desde hace muchos siglos. Generalmente, cuando un hombre hace una elección, se fía de lo aparente. Un monarca elige a un general que jamás se ha destacado en nada y lo coloca al frente de sus ejércitos. Ese general puede triunfar en la guerra y entonces todos afirmarán que el monarca anduvo acertado. Podrá ser vencido, y todos dirán que su derrota era lógica, porque jamás se había destacado como conductor de masas, y que las virtudes entrevistas en él fueron un espejismo engañoso. Tu padre debió de elegir a ese Esley por las virtudes que creyó ver en él. En cuanto a si esas virtudes son reales o no, eso el tiempo lo dirá. A ti no te es simpático Ezequiel Esley, ¿verdad?
—No, no me lo es.
—¿Porqué?
—Es un hombre frío que jamás se emociona por nada…
—Para ciertas cosas, un carácter así es el mejor.
—Además, es un hombre falso.
—¿En qué te fundas para decir eso?
—Pues en que al dar la mano lo hace como si tendiera un mal pingajo.
—Ése no es motivo para opinar mal de una persona. Seguramente Esley será un administrador perfecto. Ya verás cómo el tiempo demostrará que tus dudas son equivocadas.
—Pero eso de que yo tenga que depender de él en la elección de mi marido…
—Tu padre debió de querer librarte de un casamiento precipitado, Lolita. Eres riquísima y al olor de tu fortuna acudirán muchos roedores de oro. Tú, debido a lo joven que eres, podrías dejarte engañar por lo que se te ofrecería bajo el aspecto de amor y que en realidad sólo sería interés. Tu tutor verá más claro que tú y podrá guiarte. Luego, cuando dentro de cinco años hayas cumplido los veintitrés, estarás en mejores condiciones para elegir marido, y entonces serás tú quien podrá decidir tu futuro.
—Estoy ahora tan capacitada para elegir marido como pueda estarlo dentro de cinco años.
César sonrió.
—No, chiquilla; eso no. Desde los quince años la juventud se cree en posesión de toda la inteligencia del mundo y de toda la capacidad posible para la elección de marido o de mujer, en el caso de los hombres. Viene luego el curso de los años y todos vemos lo equivocados que estuvimos al creernos ya supersensatos.
—Yo soy distinta —afirmó Dolores, irguiendo la cabeza.
—Tal vez lo seas; pero, de todas formas, aún serás más distinta dentro de cinco años. Ten confianza en tu tutor y empieza a perderla cuando los hechos te demuestren que debes hacerlo. Entretanto, espera. ¿O es que existe algún hombre que…?
—No, no existe ningún hombre; pero le aseguro, don César, que si llega a existir no me importaría perder por él toda mi fortuna.
—En un caso así no bastaría sólo tu deseo; habría que consultar también el suyo.
—¿Cree que no puedo ser amada sólo por mí?
—Lolín, eres lo suficientemente hermosa para que seas amadas exclusivamente por tu hermosura; pero no debes olvidar que eres dueña de una gran fortuna y que los hombres que se acerquen a ti lo harán teniendo en cuenta esta fortuna. Un hombre pobre y honrado no se atreverá a declararte su amor por miedo a que le creas interesado en tu riqueza; de la misma forma que ningún simple mortal se atreverá a enamorarse de una princesa, porque, por muy bella que la crea, no podrá dejar de tener en cuenta la diferencia de clases. Es muy posible que se acerquen a ti aventureros que, fingiendo una posición elevada, soliciten tu mano. Tú podrás dejarte engañar y caer en sus lazos. Tu tutor, más frío y sereno, podrá ver la verdad.
—¡Habla usted como todos los viejos, don César! ¿Por qué se creen en posesión de la verdad?
—Por la sencilla razón de que continuamente vamos aprendiendo en nuestros errores, y aunque no haya nadie, si es inteligente, que se crea supremamente sabio, en cambio, sí puede darse cuenta de que son muchos los errores que ha ido dejando atrás. Si alguna vez te asaltan dudas o te enfrentas con problemas de difícil solución, acude a mí. Tal vez yo pueda ayudarte.
Dolores Ortiz dirigió una profunda mirada a César y, después, movió la cabeza, murmurando:
—Tal vez acuda a usted.
—Ahora no piensas acudir nunca; pero no olvides lo que voy a decirte: Yo nunca trataré de humillarte diciendo que tal o cual suceso fue ya previsto por mí. Si sufres un desengaño, te consolaré y te ayudaré a rehacerte del golpe que hayas podido recibir. Y si creo que debo ayudarte incluso contra los dictados de tu tutor, lo haré.
Dolores guardó silencio y, por último, preguntó:
—¿En qué otra persona pudo pensar mi padre?
—A eso no puedo contestarte; pero tal vez… tal vez algún día te pueda decir en quién pensaba.
—¿Por qué no ahora?
—Porque no me gusta ser profeta y equivocarme. Es más práctico aguardar el curso de los acontecimientos. Adiós, Lolita. Debo volver inmediatamente a Los Ángeles.
Cuando se alejaba del rancho Ortiz, César de Echagüe recostóse en el asiento del coche y dejó vagar por sus labios una extraña sonrisa; luego, a media voz, murmuró:
—Eduardo Ortiz, fuiste un gran sinvergüenza. Nunca creí que hubieras adivinado quién era El Coyote; sin embargo, tu hija tendrá, si la necesita, la ayuda del Coyote.
Después de esto hizo restallar el látigo sobre la cabeza de los dos caballos, que emprendieron un alegre trote en dirección a la cercana ciudad de Los Ángeles.