Ezequiel Esley nunca supo cómo se salvó de aquella inundación de cuerpos, testuces y pezuñas que hacían temblar la tierra y lo arrasaban todo a su alrededor. Durante casi una hora permaneció envuelto en polvo que olía a res bovina y sintióse salpicado por las piedrecillas y arena que arrancaban al suelo las pezuñas de los animales aquellos. Un fragor de cataclismo ensordeció sus oídos y durante cada uno de los segundos que transcurrieron hasta que pasó el peligro Ezequiel Esley vivió mil agonías.
Al fin, a través del polvo que volvía a ponerse en la tierra, vio avanzar hacia él a tres sombras que se materializaron en El Coyote vestido con traje casi idéntico al que él llevaba antes de ser desnudado por el bandido aquél; en Ralph Bolton, que empuñaba un largo revólver, y en Dolores Ortiz, que le dirigió una mirada de piedad y de repugnancia a su vez.
Sin decir nada, Bolton y El Coyote le obligaron a levantarse y a ir hasta el interior del rancho. Una vez allí lo sentaron ante una mesa y El Coyote empujó hacia él un pliego, pluma y tinta.
—Juez Esley, creo que ya ha comprendido que se encuentra colocado en una situación muy difícil —dijo El Coyote—. Cuando se sepa lo ocurrido no tendrá usted salvación. Por lo tanto, acepte la tabla que le ofrezco. Ha robado usted un millón de pesos que no podrá restituir jamás. Ha sido cómplice de la banda de la Calavera, con lo cual se ha colocado fuera de la ley, y por lo tanto debería perder su derecho a ejercer su cargo. Ha cometido varías estafas contra la señorita Ortiz; por lo tanto, si no acepta mis condiciones pasará el resto de sus días en la cárcel.
—¿Cuáles son sus condiciones? —musitó Esley.
—Firme su consentimiento para que Dolores Ortiz se pueda casar con Ralph Bolton. Firme también su renuncia a la tutoría de Dolores.
—Señor… —empezó Bolton—. Se precipita usted…
—No digas nada —susurró Dolores. Y señalando al Coyote agregó—: Ese hombre es terrible. Podría matarnos si protestásemos.
El Coyote dirigió una sonrisa a Dolores, en tanto que Esley con bastante trabajo, a causa de sus heridas, extendía su permiso y renuncia. Cuando hubo terminado, El Coyote le ordenó:
—Ahora escriba lo que voy a decirle. Se trata de una declaración firmada de todos sus delitos. Si algún día intentara algo contra esta feliz pareja, recibiría su merecido.
Esley quiso protestar; pero la sola presencia del Coyote bastaba para llenarle de pavor y ahogar todas sus resistencias. Escribió todo cuanto quiso El Coyote, y cuando hubo terminado, quedó, jadeante, en espera de lo que quisiera seguir mandando aquel temido enemigo.
—Quédese en Los Ángeles —ordenó El Coyote—. Y en cuanto Dolores y Bolton se hayan casado podrá usted volver a San Juan y terminar en Tejas su odiosa carrera.
—Un momento, señor —interrumpió Bolton—. Yo le estoy muy agradecido por todo cuanto ha hecho por mí; pero tal vez exagera al obligar a la señorita a casarse conmigo.
El Coyote lanzó un suspiro y lentamente salió de la estancia, seguido por los dos jóvenes. Esley quedó tumbado en un sillón, sin fuerzas ni para levantarse.
—¿De veras cree lo que dice, señor Bolton? —preguntó El Coyote cuando estuvieron junto a la puerta de la casa.
—Pues… sí, claro que lo creo.
El enmascarado inclinó la cabeza y se sacudió un poco del mucho polvo que ensuciaba su levita.
—Jamás lo hubiera creído —declaró al fin, con solemne tristeza.
—¿Qué es lo que jamás hubiera creído? —preguntó alarmado Bolton.
—Que fuese usted tan poco caballero.
Por los ojos de Dolores, cuya mirada estaba fija en El Coyote, pasó un destello de risa, que el enmascarado captó e interpretó.
—¿Por qué dice eso? —inquirió, casi duramente, Bolton.
—Porque ha sido usted hecho prisionero al mismo tiempo que la señorita, ha vivido encerrado con ella durante varios días, han estado juntos en una peligrosa y sospechosa intimidad, y ahora, cuando se presenta la ocasión de que usted cumpla como un caballero, se niega a ello y obliga a la señorita Ortiz a que, obedeciendo nuestro código de honor, ingrese en un convento para esconder en él su vergüenza.
—Pero… si no tiene nada que ocultar —tartamudeó Bolton.
—La gente es muy dada a suponer cosas malas y nadie supone cosas peores que un californiano. Si usted no se casa con la señorita Ortiz, la verá en un convento. ¿No es cierto, señorita?
—Sí, es cierto —declaró Dolores, escondiendo el rostro entre las manos—; pero si el señor Bolton me encuentra tan repulsiva que no puede decidirse a hacer ese sacrificio, prefiero mil veces morir en un convento…
—¡No, no! —protestó Bolton, sin darse cuenta de que era la risa y no el llanto lo que hacía temblar la voz de Dolores—. Le juro, señorita Ortiz, que me enamoré de usted…, de ti, el día en que nos vimos por primera vez. Al creer que eras una criada sólo pensé en establecerme cerca de ti y arrancarte de tu humildad; pero siendo la heredera del rancho Ortiz, propietaria de millones, la más hermosa de toda California… No, no me atrevo a valerme de una situación falsa para imponerte mi compañía durante toda la vida.
—Entonces, si me desprecias, entraré en el convento…
—¡No, por Dios! —gritó Bolton—. ¡Todo menos eso!
—Además, ya no soy muy rica… —murmuró Dolores—. He perdido un millón y si el yacimiento de Sierra de Pecadores es tan rico como dicen, serás tú quien tenga millones. Pero quizás ya no te conformes con menos de una riquísima heredera.
—¡Ojalá fuese realmente pobre, vida mía! —exclamó Bolton, cogiendo entre sus brazos a Dolores.
Ésta le rechazó suavemente, susurrando:
—No estamos solos.
Pero en aquel momento se oyó el galope de un caballo y los dos comprendieron que El Coyote, después de salvarlos, se alejaba de sus vidas. Pero ya no les importaba nada. Nadie en el mundo tenía importancia ya. Sólo contaban ellos dos. Uno y otra.
****
Pero El Coyote no se había alejado para siempre de sus vidas. Al volver a Los Ángeles visitaron a don César, quien les anunció que había sido visitado por El Coyote, que le había entregado los documentos firmados por el juez Esley.
—Me dio un susto de muerte… —suspiró el famoso estanciero—. Espero no recibir jamás otra visita suya.
—¿Y qué le dijo? —preguntó Dolores, apoyada en el brazo de Bolton.
—Que debían ustedes casarse en seguida, y que yo debía renunciar a ver de nuevo en mis manos los doscientos mil dólares que presté a Esley. ¡Jamás hubiese creído que un hombre tan recto resultara tan torcido!
—En cuanto se ponga en explotación la mina le pagaré lo que usted dio, don César —prometió Bolton.
—No vale la pena —sonrió el californiano—. No es dinero lo que me falta. Además, lo que yo pierdo carece de importancia en comparación con lo que has perdido tú, Lolita.
—Gano mucho más de lo perdido —sonrió la joven, volviendo sus bellos ojos hacia Bolton.
—No opino yo igual —rió César—. No hay hombre que valga lo suficiente para ti, aunque tenga una mina de oro. ¿Cuándo será la boda?
—Dentro de dos meses —contestó Bolton—. No creo que pueda celebrarse antes.
—No, desde luego, no. La gente murmuraría mucho.
****
Todo Los Ángeles habló durante mucho tiempo de la boda de la hija de Ortiz con el tejano Bolton. Nunca se habían visto tanto lujo, tanta elegancia, tanta riqueza. Fue una boda como sólo podía celebrarse en California. El novio tuvo la galantería de casarse vestido a la moda del país y su traje se dijo que había costado diez mil pesos, pues en él entraba más oro y bordados que telas. Claro que teniendo una mina como la de Pecadores, Ralph Bolton podía permitirse hacer gastos mucho mayores.
Hubo un sinfín de regalos; pero el último fue el más notable y el que dio más que hablar. Llegó después de la boda, cuando se estaba en pleno banquete. Venía en una gran caja y todos quisieron ver cuál era su contenido.
Un grito de asombro se escapó de todos los labios al ver que dentro de la caja llegaba una fortuna en billetes de banco. Con voz ligeramente temblorosa Bolton leyó la nota que acompañaba aquel regalo. Decía así:
Lo que los bandidos se llevaron no fue un millón de dólares, sino unos cuantos dólares de papel impreso sin valor alguno. Eran billetes falsos que sustituyeron a los legítimos, o sea los que hoy remito como regalo de bodas a la más deliciosa de las parejas de California, a la que deseo mil felicidades y un número algo menor de hijas que prolonguen la belleza de la madre y de hijos que lleven hasta nuestros nietos la valentía de su padre. Hasta nunca.
La característica firma fue identificada en seguida por todos, y por toda la sala donde se celebraba el banquete corrió un nombre:
—¡El Coyote!
Durante casi media hora el nombre del famoso proscrito resonó insistentemente en la sala. Se relataron numerosas hazañas, se explicó su intervención en el caso de Dolores Ortiz y su marido; se recordaron sus primeras actuaciones, se hicieron cábalas acerca de su verdadera identidad.
—A lo mejor está entre nosotros en este mismo instante —suspiró doña Consuelo de Villagrande, inclinándose hacia don César, que era su vecino en la mesa.
—¡Por Dios, no me ponga nervioso! —exclamó el hacendado—. No me gusta esa idea. Me parece que me va a destrozar la digestión. —Y dirigiendo una mirada de reproche a su compañera, refunfuñó—: ¡Qué ideas tienen algunas mujeres!
Doña Consuelo sonrió y volviéndose hacia don Teodomiro Mateos, el jefe de policía de Los Ángeles, murmuró a su oído:
—Ese pobre don César es un completo botarate. Yo conocí a su padre y nunca me imaginé que pudiera tener un hijo así.
—El viejo don César era todo un hombre —admitió Mateos. Y siempre en voz baja agregó—: Y creo que su nieto, el pequeño César, también será una cosa muy seria. Claro que su madre valía mucho. Nunca he comprendido por qué se casó con un hombre como César.
—Las mujeres somos muy extrañas —suspiró doña Consuelo—. Tampoco yo he llegado a comprender jamás por qué me casé con mi marido.
—Ni él tampoco —pensó Mateos—. Creo que de los dos él es quien más lamenta tu decisión.
Y en voz alta y cortés siguió:
—Verdaderamente, merecía usted algo mucho mejor, doña Consuelo.
En aquel instante Bolton se había puesto en pie y, levantando una copa llena de vino español, anunció:
—Queridos amigos: Os agradezco a todos vuestra presencia, que honra mi boda con mi muy amada mujer. Es vuestra asistencia la que valora este acontecimiento y para vosotros es mi primer brindis.
Haciendo un ligero movimiento con la copa, Bolton se la llevó a los labios y la vació en su mitad.
—Ahora —continuó luego— quiero pediros a todos un favor el de que brindéis, por un gran amigo mío y de Dolores, que temo no se halle presente aquí, aunque tenía méritos sobrados para ocupar el puesto que se ha dejado vacante junto a mi esposa.
En medio de la general expectación Bolton terminó:
—Os pido que brindéis por El Coyote.
Un grito de asombro brotó de todas las gargantas ante el extraño brindis, y Teodomiro Mateos quiso protestar, pero en aquel momento ocurrió algo completamente inesperado. En el umbral de la puerta del comedor de la posada del Rey Don Carlos, donde se celebraba el banquete, ya que los novios no tenían casa en Los Ángeles, donde se celebró la ceremonia, acababa de aparecer un enmascarado en quien todos reconocieron al hombre de quien se estaba hablando. De su cintura pendían dos largos revólveres, pero no demostraba intención de empuñarlos.
Avanzando hacia la mesa, tomó una copa llena y, levantándola en alto, dijo:
—Muchas gracias por su brindis, señor Bolton; pero permítame que lo rectifique: Brindemos, señoras y caballeros, por la más bella pareja de recién casados que ha conocido Los Ángeles.
Como hipnotizado, Teodomiro Mateos vació su copa, y cuando al fin la dejó sobre la mesa buscó en vano al Coyote. Éste había desaparecido tan misteriosamente como llegó, y aunque varios de los invitados salieron en su busca, no hallaron el menor rastro de él.
—Como si se lo hubiese tragado la tierra —dijo uno de ellos.
Y en aquel instante Ricardo Yesares, que había acudido al saber lo que acababa de ocurrir, anunció:
—Don César se ha desmayado.
Todos volvieron la vista hacia el hacendado y pudieron comprobar que si no estaba completamente desmayado, al menos lo parecía, y como era conocida su falta de valor, se dio como cierto que la visión del Coyote había sido demasiado fuerte para él.
—Lo que le decía, don Teodomiro —dijo doña Consuelo, sin molestarse ya en bajar la voz—: Ese hombre es una damisela nerviosa. ¡Yo nunca me he desmayado! Y supongo que usted tampoco, ¿verdad?
—Pues la verdad, señora, ha faltado poquísimo para que también me desmayara.
Doña Consuelo le dirigió una fría mirada y, volviéndole la espalda, declaró:
—Todos los hombres son iguales, excepto los que son peores. Me parece que me he equivocado mucho. Al fin y al cabo, mi marido es todo un hombre.
Pero a pesar de que todos la ayudaron a buscar a su marido, doña Consuelo no pudo dar con él hasta que llegó a su casa, donde lo encontró acostado y temblando convulsivamente.
También para él había sido demasiado fuerte la emoción pasada.
FIN