La que había sido sala de recibo del rancho de Rocío estaba ocupada en aquellos momentos por un grupo de enmascarados. Unos cuantos se encontraban sentados ante una larga mesa, como si fuesen un tribunal dispuesto a ejercer sus legales funciones. Frente a la mesa se veían dos sillones. Todos los hombres iban armados y sobre la mesa se veían varios revólveres.
La entrada del juez Esley, a quien era fácil reconocer a pesar de la máscara que le cubría el rostro, ya que era el único que vestía levita, fue acogida con un intercambio de comentarios por los que se encontraban sentados a la mesa.
—Aquí tiene su sitio —dijo uno de ellos, indicando un asiento vacío.
Esley, frotándose nerviosamente las manos, se sentó en un sillón y pareció encogerse aún más. Si en alguien quedaba desplazada la máscara era en él, pues la calavera, que en los demás parecía ser sinónimo de implacable ferocidad, era en él equivalente de timidez y blandura.
—Ya estamos todos reunidos —anunció el que parecía el jefe de la banda—. Que entren Bolton y la muchacha.
Ralph Bolton, con las manos atadas a la espalda, entró entre dos fuertes bandidos. Detrás de él, igualmente custodiada, pero sin atar, entró Dolores Ortiz. Ambos fueron obligados a sentarse en los sillones de frente a la mesa.
Ralph Bolton dirigió una mirada de odio a los hombres que estaban ante él, luego volvió la vista a Dolores y pidió:
—No se asuste, señorita. Todo esto es puro carnaval.
—Un carnaval trágico para usted, Bolton —dijo el que llevaba la voz cantante—. Y es posible que también lo sea para usted, señorita, si su compañero de cautiverio no se aviene a razones.
El jefe inclinóse un momento hacia el enmascarado juez y preguntó en voz baja:
—¿Trajo el dinero?
—Está abajo —replicó con un susurro Esley—. Y, por favor, no me haga hablar, pues la muchacha podría reconocerme.
—No tema. ¿Ha dejado el dinero en el cochecillo en que ha venido?
—Sí.
—Perfectamente.
Volviéndose de nuevo hacia Bolton, el enmascarado anunció:
—Ralph Bolton, sabemos toda la verdad acerca de usted. Sabemos que trabaja para El Coyote, o sea para un gran enemigo nuestro; pero lo que nos importa ahora, sobre todo, es la posesión de Sierra de Pecadores. Ya sabemos que no está dispuesto a cederla a nadie, pues sabe que en sus entrañas se encuentra el más fabuloso yacimiento de oro de toda California. Si alguien no le hubiera aconsejado extender testamento a nombre de una persona a quien a su muerte debe ir a parar la sierra, le habríamos matado.
—Muchas gracias —sonrió Bolton.
—No crea que ha sido sumamente listo, Bolton. Es cierto que si le matamos no conseguimos nada; pero existe un remedio muy eficaz para los que se empeñan en no prestar voluntariamente su ayuda… Ese remedio se llama tormento. Existe una gran variedad de tormentos capaces de doblegar la voluntad del más fuerte. Este rancho está ocupado sólo por el ganado, pues los vaqueros están lejos y aunque oyeran chillar no podrían acudir.
—Mi voluntad no se doblega —replicó Bolton—. Y si lo que quieren es el tesoro de Sierra de Pecadores, les aseguro que no lo conseguirán… aunque me maten.
Se hizo un prolongado silencio, durante el cual el bandido que había hablado pareció estudiar atentamente a su prisionero.
—Creo que tiene razón, Bolton —dijo al fin—. Usted es hombre de carne fuerte. Es enérgico y capaz de resistir muchos martirios; pero hasta los hombres más enérgicos tienen sus debilidades. Veremos si usted es también humano.
Volviéndose hacia la chimenea donde ardía un alegre fuego, el bandido hizo una seña.
Dos de los hombres que se sentaban junto a las llamas se pusieron en pie y uno de ellos retiró del fuego un hierro cuya extremidad inferior aparecía casi al rojo blanco. Bolton sonrió despectivo; pero cuando cuatro bandidos agarraron a Dolores y la inmovilizaron con sus fuertes manos, el joven palideció intensamente. Luego, al ver que uno de los dos que se habían levantado de junto al fuego acercaba la mano de Dolores al hierro candente, Bolton no se pudo contener y gritó:
—¿Qué vais a hacer?
Los que le vigilaban tuvieron que recurrir a todas sus fuerzas para dominarle.
—Vamos a hacer una cosa muy sencilla —replicó el jefe—. Abrasar un poco esa linda mano. Tal vez así se le desate a usted la lengua.
El juez Esley recostóse en su asiento, dejó que su mano se perdiera en el interior de su levita hasta apoyarse sobre la culata de un revólver.
En aquel momento, Bolton anunció:
—Está bien, ustedes ganan. Les cedo mis tierras. Ya sé que con canallas semejantes no sirve de nada el valor.
Esley retiró la mano de la culata del revólver y pareció experimentar un gran alivio.
—Ha hecho usted perfectamente —dijo el jefe de la banda—. Ha obrado con prudencia. Aquí tiene un contrato de venta. Fírmelo.
—¿Y qué harán con nosotros? —preguntó Bolton.
—Serán puestos en libertad tan pronto como la cesión de los terrenos de Sierra de Pecadores haya sido totalmente legalizada.
Una sonrisa curvó algunos labios que sabían la suerte que estaba destinada a la joven y a Bolton; pero las máscaras ocultaban aquellos labios y Bolton no pudo adivinar lo que le aguardaba.
—Firme aquí —ordenó el jefe de la banda, en tanto que los dos bandidos que antes se sentaron junto al fuego regresaron a él, tirando el hierro a las llamas.
Ralph Bolton tomó la pluma y se inclinó sobre el documento para firmarlo; pero apenas había apoyado la pluma sobre el papel oyéronse varios disparos seguidos por una descarga cerrada de fusilería.
Irguióse Bolton y todas las miradas se volvieron hacia el punto de donde llegaban las detonaciones. Casi al momento se abrió una puerta y un miembro de la banda anunció con jubilosa voz:
—¡El Coyote ha muerto!
Y a continuación explicó la llegada del famoso jinete, que, descubierto a tiempo, fue cazado a tiros por los bandidos apostados en su espera.
—Yo sabía que vendría a intentar salvar a Bolton y a Dolores Ortiz; por eso le tendí la trampa que no podía haber dado mejores resultados. Vamos a ver quién era ese famoso Coyote.
Casi en tropel todos los bandidos abandonaron la estancia, quedando sólo los encargados de custodiar a Bolton y a Dolores y el juez Esley, a quien la noticia de la muerte del Coyote no parecía haberle impresionado lo más mínimo.
Durante unos segundos estuvo escuchando el clamor que armaban los bandidos al alejarse, y de pronto, con una agilidad que desconcertó a los cuatro bandidos y a los dos prisioneros, sacó las manos que había tenido ocultas bajo la levita y las mostró armadas con dos pesados revólveres de seis tiros, cuyos percusores, como por arte de magia, aparecieron montados y a punto de dispararse.
Fue tan grande e inesperada la sorpresa de todos, que durante unos segundos ninguno de los bandidos comprendió lo que se deseaba de ellos. Fue el juez Esley quien tuvo que ordenar:
—Levanten las manos y no me obliguen a estropearles el cuerpo. Usted, ayúdeme a atar a esos dos hombres.
Mientras hablaba, el hombre a quien se había tomado por Esley arrancóse la máscara y dejó al descubierto un rostro protegido por un negro antifaz.
—¿Quién es usted? —preguntó Bolton.
—Soy el hombre a quien en estos momentos creen muerto —replicó el enmascarado—. ¡El Coyote!
Este nombre quitó a los cuatro bandidos las pocas ansias de lucha que tenían y, sin ofrecer la menor resistencia, se dejaron atar por Bolton y Dolores, que estaban protegidos por las armas del Coyote.
En cuanto los bandidos fueron reducidos a la impotencia, El Coyote entró en rápida acción.
—Recojan las armas —indicó a Bolton y a la joven—. Entretanto yo cerraré la puerta del rancho, pues tendremos que sostener un pequeño sitio.
Rápidamente el famoso enmascarado salió de la estancia y Dolores y Bolton le oyeron cerrar varias puertas y correr algunos pesados muebles. Cuando regresó a la sala llevaba cinco rifles y un saquito lleno de cartuchos.
—No tardará en llegarnos ayuda —explicó—; pero antes tendremos que combatir contra esos bandidos.
Yendo hacia una de las ventanas, El Coyote dirigió la mirada hacia la entrada del rancho. Como había supuesto, los bandidos regresaban a la carrera contra el edificio principal, proclamando a voces su furia por el engaño de que habían sido víctimas.
Más lejos, apoyado contra el tronco de un árbol, el juez Esley, con su mejicana vestimenta que en la oscuridad de la noche le había valido que le confundieran con El Coyote, lanzaba plañideras lamentaciones a causa de las tres heridas de bala que si no mortales, eran, por lo menos, muy dolorosas.
Nadie hacía caso de él y todos pensaban sólo en la casi segura identidad del hombre a quien habían tomado por el juez Esley, admitiéndolo en la reunión.
El avance de los bandidos fue refrenado por un disparo que, partiendo de una de las ventanas del rancho, derribó al que iba delante de todos.
Otros dos disparos que derribaron a otros tantos bandidos detuvieron por completo el ímpetu de los bandidos, que se apresuraron a buscar refugio detrás de todos los parapetos que hallaron más cerca.
En el interior del rancho, El Coyote y Bolton, utilizando las armas cogidas a los bandidos, iban de ventana en ventana disparando sobre los que estaban fuera. Por dos veces los jefes de la banda de la Calavera ordenaron un ataque en masa; pero antes de recorrer diez metros los certeros disparos del Coyote y del tejano causaron tal carnicería en sus filas que el ataque se interrumpió apenas iniciado, y el combate limitóse a un intercambio de disparos de fusilería.
—Así no lograremos nada —gruñó el jefe de la banda—. Por mucho que disparemos no nos será posible atravesar esos muros.
—Recurramos al fuego —propuso otro de los jefes asociados—. Una carreta cargada de heno seco puede ser empujada contra la puerta, sin que los que la empujen corran ningún peligro. Cuando esté en el sitio dispuesto se prende fuego al heno y antes de veinte minutos todos habrán tenido que salir de la casa.
Aceptado como bueno el plan, se dieron las órdenes oportunas y no una sino tres carretas fueron sacadas de un cercano henil.
—¿Qué estarán haciendo? —preguntó Bolton al Coyote, señalando las carretas que eran sacadas del henil—. ¿Querrán usarlas como parapetos?
—Más creo que pretendan fumigarnos —replicó El Coyote—. O asarnos.
Bolton dirigió una inquieta mirada a Dolores, que, sentada en el suelo en el centro de la sala, se ocupaba en recargar las armas, tal como le fue pedido por El Coyote.
—Si intentan eso, ¿qué será de… la señorita? —preguntó con ahogada voz el tejano.
—Pues correrá la misma suerte que nosotros —sonrió El Coyote—; pero algo haremos para evitarnos ese desagradable final.
Desde hacía rato el ganado encerrado en los corrales llenaba el aire con sus asustados mugidos. El tiroteo, unido a la tormenta que desde hacía varias horas luchaba por descargar, había puesto fuera de sí a los animales que se apretujaban unos contra otros, agitándose como un embravecido mar de negras testuces y aguzados cuernos.
Guiado por el ruido que llegaba de los corrales, El Coyote comenzó a disparar sobre ellos. La distancia era bastante grande; pero al Coyote le interesaba más causar heridas ligeras que mortales…
—¿Contra quién dispararán? —preguntóse el jefe de la banda, observando que los continuos disparos no iban dirigidos contra ellos.
Estaba junto al carricoche en que había llegado el falso juez Esley y de pronto le asaltó una sospecha. Con el cuchillo de monte abrió la maleta que debía contener el dinero para el rescate de Dolores. Una sonrisa de satisfacción apareció en su rostro al comprobar que los billetes de banco estaban allí.
Cerrando la maleta dirigió de nuevo su atención hacia las carretas que avanzaban lentamente hacia la casa, sin que ninguno de los que estaban dentro del edificio ofreciese la menor resistencia. Tan sólo se oían los ininterrumpidos disparos, que para el jefe de la banda sólo podían tener ya un significado clarísimo: el de llamar la atención de algún cómplice y hacerle acudir en su ayuda.
Un eco de intensos bramidos fue el preludio de un ataque inesperado por todos los bandidos. Al mismo tiempo todos comprendieron la causa de los disparos hechos por El Coyote y Bolton.
Los bramidos y mugidos de las reses encerradas en los corrales se hicieron ensordecedores. Los disparos dirigidos contra ellas habían herido a varías, que, enfurecidas por el dolor, se lanzaron contra sus compañeras, a las cuales les bastó muy poco para transformar también su miedo en locura. Luego inicióse una especie de remolino de pesados bueyes y vacas y, de súbito, escuchóse un ensordecedor crujido: había sido derribada una de las recias cercas de troncos. Por encima de las ruinas de aquella barrera cruzó un negro mar de bestias ansiosas de huir de allí que se desparramaron por todo el terreno despejado frontero al rancho de Rocío.
Otros dos corrales se vinieron abajo y un total de más de tres mil reses cayó sobre los bandidos que sitiaban la casa. Fue inútil que los de la banda de la Calavera pretendiesen detener a tiros aquella riada. Más fácil hubiera sido ponerle un dique al Colorado, pues los disparos, los gritos, las maldiciones, los fogonazos, el olor de la pólvora y la electricidad que llenaba el ambiente se conjugaban eficacísimamente para elevar al máximo la furia de aquellos animales que duran más de cinco horas se habían ido preparando para aquel momento.
Cuando el alud se vio incontenible, los bandidos sólo pensaron en la huida; pero entre ellos y sus caballos se interponía una masa de bestias en estampida que ciegas a todo obstáculo se lanzaban sola ellos arrollando cuanto se oponía a su paso.
Los jefes de la banda fueron los primeros en darse cuenta de lo terriblemente eficaz que había resultado el plan del Coyote. También se dieron cuenta enseguida de que la huida ante las reses iba a ser imposible, y el principal de ellos, o sea el jefe supremo, fue el que halló enseguida la única solución posible. Indicando el carricoche en que había llegado el falso Esley y la maleta que contenía el rescate, subió al pescante, seguido por sus compañeros. Otros dos bandidos quisieron salvarse en aquella única lancha, pero dos disparos hechos por los propios jefes los detuvieron para siempre.
También los caballos estaban empavorecidos y no fue necesario que se les hostigara mucho para que emprendieran un violento galope delante de la masa de animales que los seguía tratando de devorar aquel frágil carricoche que escapaba dando violentos tumbos y ocupado por cuatro hombres que sólo pensaban en dos cosas: en escapar de los bueyes, vacas y terneros del rancho de Rocío y en salvar el dinero que llevaban en la maleta del juez Esley.
Al fin y al cabo, aunque hubieran perdido mucho, siempre les quedaba un millón neto y el resto de una banda que iba siendo exterminada por El Coyote, pero que aún era suficientemente poderosa.