Capítulo I:
Las justicias del juez Esley

En el 1859 el juez Ezequiel Esley vivía en San Juan, Tejas. Antes había nacido y vivido en Boston y el Destino o la desgracia de Ralph Bolton le condujeron a San Juan.

A no ser por el juez Esley, la vida de Ralph Bolton habría sido otra. Años más tarde, Ralph afirmaría:

—De todas mis desgracias y de todos mis defectos, tiene la culpa un hombre: Ezequiel Esley.

En aquella mañana de junio de 1859, Ralph Bolton no decía nada. Estaba demasiado asustado. La mirada de sus jóvenes ojos estaba fija en el hombre que iba a decidir su suerte.

El sol de Tejas entraba en polvorientos raudales por la amplísima ventana que daba detrás del juez; pero su intenso calor era incapaz de fundir el bloque de hielo que hacía las veces de corazón en el pecho de Esley.

En aquellos tiempos y en aquellos lugares, la gente apenas leía. Todos tenían demasiado trabajo; pero ochenta años después, al escribir Walter Gimbert su Historia de Tejas y de los Tejanos, al referirse a Ezequiel Esley diría:

«… era un ejemplo viviente de cómo el sadismo puede anidar en un ser humano, si ser humano se puede llamar a uno de los hombres más crueles que han vivido en Tejas. A Ezequiel Esley todos le temieron y odiaron, pues bajo la capa de un afán moralizador, dedicóse a satisfacer sus más bajos instintos. Para hallar a otro tipo como él tendríamos que trasladarnos a las estepas asiáticas. Sin embargo, durante mucho tiempo se le ha considerado modelo ejemplar de los jueces tejanos y se ha querido ver en él al único hombre capaz de domar a sus salvajes paisanos. Un simple estudio de sus sentencias nos demuestra que el ochenta y dos por ciento de los hombres a quienes él condenó a prisión, al salir de ella se convirtieron en peligrosos bandidos. Y el juez M. Nightgall, que ha repasado todos sus fallos, afirma que sólo en diecisiete casos la sentencia fue justa. En los demás las penas fueron siempre excesivas y, por lo tanto, contraproducentes».

Si en el 1859 los habitantes de San Juan hubiesen sido aficionados a la lectura, alguno de ellos habría dicho que el juez Esley era un sádico. Como nadie conocía el significado de esta palabra, se limitaban a llamarle salvaje.

A Esley no le importaba que se le considerase salvaje. Por el contrarío, le agradaba. ¿Los motivos? Eran claros, aunque nadie sabía verlos. Una parálisis infantil retuvo a Esley durante muchos años en su casa, sin poder salir de ella a gozar del benéfico contagio de la alegría de los otros niños. Desde la ventana de su hogar de Boston vio cómo otros jugaban; y porque él no les podía imitar, los odió. Más tarde, cuando los peores efectos de la enfermedad pasaron y quedó para siempre la invalidez de una pronunciada cojera, Ezequiel Esley acudió a las aulas de Harvard. Allí siguió odiando a sus compañeros que eran dueños de un cuerpo ágil y sano, que podían correr, saltar, ejercitar sus músculos, aproximarse, sin miedo a ser rechazados, a las mujeres, en los bailes familiares que se celebraban en los aristocráticos salones de la ciudad. Así, con el curso de los años, se fue desarrollando en él un acusado complejo de inferioridad. Se graduó en Leyes y obtuvo uno de los primeros puestos; pero sus profesores comprendieron lo peligroso que podía resultar aquel hombre en quien no se advertía ninguna cualidad buena. Esley odió a sus profesores y persistió en sus esfuerzos hasta conseguir el título de juez. Y comprendiendo que en el Este no podría vencer la antipatía que todos le profesaban, obtuvo, sin dificultad, la plaza de juez de paz del condado de San Juan Nepomuceno, en Tejas. En el 1857 ocupó su puesto en San Juan, la capital del condado.

Soltero, porque ninguna de las mujeres a quien él deseó quiso aceptarle, y él no aceptó a las que estuvieron dispuestas a cerrar los ojos y unirse a él, a los cuarenta y dos años, Ezequiel Esley representaba cincuenta y cinco o sesenta. Calvo, de facciones descarnadas y manos sarmentosas y siempre frías, el juez vestía de negro, y si caminando podía parecer un ser desvalido e infeliz, cuando se sentaba ante su mesa del tribunal parecía un buitre regocijándose, de antemano, con la presa que se le ofrecía en el banquillo de los acusados.

Quien no había conocido las alegrías de la juventud, no podía perdonar los efectos que ellas producían en otros hombres. Y a quien menos podía perdonar era a Ralph Bolton, que, por fin, estaba ante él para responder de un delito.

—Levántate, Bolton —ordenó al fin—. Vas a oír tu sentencia.

Haciendo un esfuerzo el acusado se puso en pie. A los dieciocho años, Ralph Bolton era un muchacho lleno de vida, un poco alocado, un mucho impetuoso e inconsciente; pero todos le apreciaban y aceptaban, sonriendo, sus locuras. Hasta Frank Collet, que ahora se agitaba, inquieto, en su asiento, dirigiendo compungidas miradas al juez.

Éste se restregó lentamente las frías manos. Por sus ojos de pez muerto pasó un destello de alegría, y con voz pausada y profunda, comenzó:

—Ralph Bolton: Has sido acusado de un grave delito. Ayer noche entraste en la cuadra de Frank Collet y te llevaste uno de sus caballos. Un buen caballo que a Frank Collet le costó sesenta dólares; pero aunque sólo hubiese costado diez, tu delito sería el mismo. Robaste un caballo. Cuando se roba un caballo se expone uno a morir ahorcado. Es el castigo que se aplica a los cuatreros, y debo decirte que si en vez de dieciocho años tuvieses veintiuno, mi sentencia sería la que te mereces. Pero la ley, con equivocada blandura, fija que ningún hombre de menos de veintiún años puede colgar de la horca. Es un error, Bolton, porque si hoy te ahorcásemos, nos evitaríamos la molestia de ahorcarte dentro de tres o cuatro años. Quien a los dieciocho roba un caballo, a los veintiuno comete un crimen, y a los veintidós o veintitrés ha cometido varios más.

Esley carraspeó y, sacándose del bolsillo un blanco pañuelo que parecía de hielo, se secó los labios. Aprovechando la pausa, Frank Collet declaró:

—Un momento, señor juez: Yo no deseo que castiguen demasiado a ese muchacho. De verdad que si hubiera sabido que fue él quien se llevó el caballo no habría dicho nada, pues hubiese tenido la seguridad de que me lo habría devuelto.

Esley dirigió una despectiva mirada a Collet, que terminó entre tartamudeos su declaración.

—Estás estorbando la acción de la justicia, Frank —dijo el juez—. Cumpliste con tu deber al denunciar el robo del caballo; pero ahora tratas de faltar a él. Por fortuna, y para beneficio de todos, yo velo para que la justicia impere en Tejas. Tenemos un hecho cierto: un caballo fue robado de tu cuadra. Tú denunciaste el robo. Era lo único que la justicia necesitaba. Ahora, ¿puedes negar que ayer no desapareció un caballo de tu cuadra?

Tragando saliva, Frank Collet replicó:

—Yo no digo…

—Contesta sí o no —interrumpió Esley.

—Sí, desapareció; pero…

—Basta ya. Afirmas que desapareció, y como estaba bien atado, y sin silla, y esta mañana fue encontrado en poder de Ralph Bolton, debidamente ensillado, no podemos creer que el caballo se soltara y, después de ponerse la silla, marchara en busca de Ralph Bolton y le pidiera que le devolviese a su cuadra. Si el caballo estaba en poder de Bolton, es porque Bolton lo robó. Y, por otra parte, él mismo lo ha reconocido así. Cállate, pues, Frank, y no interrumpas con equivocada compasión la buena marcha de la justicia.

Temblando, Frank Collet se dejó caer en su sillón y con un gran pañuelo de hierbas secóse el sudor que perlaba su frente. ¡En mala hora se le había ocurrido denunciar tan de prisa la desaparición de su caballo! Al fin y al cabo, no lo había hecho con la intención de que se lo devolvieran, ya que desde el primer momento dio por perdido al animal. No se le ocurrió que Ralph Bolton se lo hubiese llevado, como había hecho otras veces con los caballos de otros, para acudir a una fiesta que se daba en un rancho cercano. Y ahora el pobre muchacho iba a pagar las consecuencias de su precipitación, pues el endiablado juez Esley no tenía consideraciones con nadie y, además, todos le habían oído decir en varias ocasiones que deseaba dar una buena lección a Bolton.

Entretanto, el juez había seguido:

—Quedamos, Bolton, en que no puedo hacerte ahorcar porque la ley lo prohíbe, y, además, para ello el caso tendría que verse ante jurado. Por la bondad de Collet, que ya he dicho que considero equivocada, este robo se juzga como una ofensa menor, y, por lo tanto, sólo te aplicaré la pena máxima a que me da derecho el tipo de falta que has cometido.

Todo el público aguardó en suspenso el fallo del terrible juez, que, después de carraspear y restregarse con más fuerza las manos, declaró:

—Ralph Bolton, este tribunal del Estado de Tejas te condena a que durante dos años permanezcas encerrado en el reformatorio de Houston. Deseo, aunque no me hago ninguna ilusión de ello, que sepan reformarte y hacer de ti otro hombre.

Ralph se tambaleó como si la sentencia del juez fuese un proyectil disparado contra su pecho. Abrió de par en par los ojos y movió la cabeza, como si le costase trabajo aceptar como real lo que sus oídos acababan de escuchar.

¡Dos años en un reformatorio! ¡Encerrado! ¡Él, que tanto amaba la libertad!

—No —tartamudeó—. No es posible, señor juez. Usted se equivoca…

Iba a seguir, iba a suplicar, iba a rogar al juez Esley que por lo que más quisiera no le condenara a una pena tan terrible; pero en los opacos ojos de Esley vio una alegría cruel, comprendió lo mucho que complacía a aquel hombre el verle suplicante, humillado. El comprender esto fue para Bolton como una inyección de vigor. ¡Le querían ver humillado! ¡Pues no! ¡No le verían humillado! Al contrario, le verían muy fuerte. Él les demostraría a todos que un Bolton no se dejaba abatir por la desgracia. La sentencia estaba dictada; ya no podía rectificarse. En tal caso era preferible levantar la cabeza y aguantar el golpe.

—Está bien —dijo Bolton, con una dura sonrisa—. Me ha condenado a una pena inmerecida, Esley; pero le juro que sus palabras van a resultar proféticas y que cuando salga de la cárcel o del reformatorio lo primero que haré será cortarle las orejas y clavarlas en la puerta de este tribunal.

Esley escuchó sonriente aquellas palabras.

—Confirmas mi creencia de que la piedad que contigo se tiene es malgastada; pero yo no he escrito la ley. Me limito a aplicarla.

De esta forma, y cuando sólo tenía dieciocho años, Ralph Bolton fue arrancado de su hogar y encerrado en el reformatorio de Houston. Allí pasó dos años, añorando el aire, el sol, el paisaje de su tierra natal y, sobre todo, la libertad. Allí perdió su alegría juvenil y en dos años envejeció quince. A cambio de todo esto aprendió lo que sólo allí podía aprender: a odiar a la sociedad que le había encerrado en aquel lugar donde se seguía la equivocada táctica de que para reformar las almas no existía método mejor que el de castigar y humillar los cuerpos. La dureza era lo que predominaba. La alimentación era escasa. El trabajo, agotador.

—Mientras trabajan no piensan cosas malas —decía el director del reformatorio.

Cuando al fin las puertas del establecimiento se abrieron para Ralph Bolton, dieron paso a un hombre dispuesto a seguir el torcido camino hacia el cual se sentía empujado.

Si entonces se salvó fue gracias al desastre que debía hundir tantas fortunas y destruir tantos orgullos.

La libertad de Bolton coincidió con los primeros cañonazos de la Guerra de Secesión. El Sur se alzaba contra el Norte. Bolton se vio arrastrado por el torrente guerrero y antes de darse cuenta se encontró vistiendo el gris uniforme y arrastrando el pesado sable de los soldados de caballería. Formó en la brigada de Picket y cargó, siguiendo a su jefe, en la batalla de Gettysburgh. Fue uno de los pocos que volvieron con vida y fue citado por su valor.

Mientras se reorganizaba su escuadrón, Ralph Bolton regresó a San Juan. Y regresó oportunamente, porque si hasta entonces se había tolerado en la población la presencia de Esley, a quien todos sabían simpatizante con el Norte, una desgraciada sonrisa del juez cuando se hizo pública la derrota de la Confederación en Gettysburgh colmó la ira del pueblo y se decidió celebrar la triste noticia con un alegre linchamiento.

En aquel instante Bolton, con los galones de sargento, entraba en San Juan.

—Van a linchar a Esley —le dijo alguien al reconocerlo.

El joven estuvo a punto de encogerse de hombros. ¿Qué le importaba una muerte más, si regresaba de una batalla en la que había visto caer para siempre a dos mil de sus más íntimos compañeros, que ya nunca más cabalgarían a su lado ni lanzarían el erizante grito de guerra del Sur? Realmente no le importaba la ejecución de un hombre en quien todas las noches, mientras estuvo en la cárcel, pensó para no olvidarse de que debía cortarle las orejas. Pero ¡qué pequeño le parecía su odio al compararlo con la inmensa tragedia que asolaba a la nación entera!

—Dejadle —ordenó secamente a los que arrastraban a Esley hacia el árbol del que colgaba la cuerda que debía acabar con su miserable vida.

El que ordenaba esto era un veterano de la guerra, un hombre de reconocido valor, que había sido felicitado por el propio generalísimo Lee.

No fue necesario más para que Esley viera perdonada su vida. Lo único que hizo Bolton fue ordenarle que abandonase el pueblo, pues allí peligraba su seguridad.

Unciendo a un destartalado carricoche un caballejo tan malo que había escapado a las repetidas requisas ordenadas por el Gobierno, Esley abandonó San Juan y fue a pasar el tiempo que faltaba para la terminación de la guerra en California, adonde llegó milagrosamente indemne.

También Ralph marchó a recorrer el calvario de todos los seguidores de la perdida causa de la Confederación. Terminó la guerra y el Ejército del Sur fue desmovilizado o se desmovilizó por su propia iniciativa. Bolton quitóse la corta chaquetilla y la guardó, porque en ella estaban cosidos los galones que representaban sus méritos guerreros. Como no le veía ninguna utilidad, regaló el sable a un soldado del Norte que había roto el suyo y que a cambio le entregó un Colt del 45, último modelo salido de la fábrica del famoso armero. Con el poco oro que le quedaba compró una camisa de franela y vestido con ella y con los pantalones del uniforme, y armado con el revólver que le proporcionara su antiguo enemigo y el que había utilizado durante toda la guerra, emprendió la vuelta a Tejas.

¡Qué distinta la tierra que encontró!

¡No parecía ni sombra de lo que había sido antes de la conflagración! El ganado que antes se guardaba en los enormes ranchos había revertido al estado salvaje y estaba prácticamente perdido. Era preciso cazar a los cornilargos bueyes como si fuesen búfalos; pero todo Tejas se entregó animosamente a la tarea de la reconstrucción del Estado.

Un día, el juez Ezequiel Esley regresó a San Juan. Volvía lleno de honores y de poderes. Al cruzarse con Ralph Bolton sonrió torcidamente y declaró:

—Me alegro mucho de verte, Ralph. Veo que has mejorado bastante. No he olvidado lo que hiciste por mí. No, no lo he olvidado.

Y por sus crueles y repulsivos ojos pasó un destello de extraña e inmensa alegría.

Ralph Bolton se encogió de hombros y se apartó. Aquel hombre le parecía una repulsiva alimaña a la que de buen grado hubiera aplastado bajo su pie.