Junto a la cabaña, al pie de un sauce llorón, Ginevra fue depositada para que durmiera el sueño de paz eterna. Yesares ayudó a César en todas las operaciones, y cuando el cuerpo de Ginevra fue descendido al fondo de la sepultura, sobre él César depositó dos crisantemos de oro.
Meses más tarde llegarían del Japón semillas por varios miles de crisantemos amarillos que serian sembrados en la tumba, y que luego, con el curso de los años, invadirían todo el cañón.
Pero, de momento, sólo flores silvestres adornaron aquella tumba. César, cuando estuvo cubierta, alejóse lentamente.
—Era una mujer extraña —comentó Yesares.
—Era una pobre mujer —murmuró César—. El destino jugó con su vida, pero al menos le concedió, el placer de morir por algo digno.
—¿La amaba? —preguntó Yesares.
César no respondió. El sol había surgido ya sobre la tierra, llenándola de alegría. El californiano avanzaba lentamente, como sumido en tristes recuerdos. Cuando llegó al rancho, Guadalupe le aguardaba junto a la puerta.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, asustada.
—La Calavera ha sido exterminada.
—¿Y aquella mujer?
César miró a Guadalupe. En el hermoso rostro de la linda joven vio una inquietud que por primera vez supo interpretar. Guadalupe temía la rivalidad de la otra.
—Ha muerto —contestó, al fin—. Pero antes nos salvó la vida. No le guardes rencor. Ella casi no supo lo que ha sido felicidad.
Guadalupe estuvo a punto de replicar que, por lo menos, aquella mujer había sido dueña de unas horas de amor con él. ¿Qué importaba la muerte después de haber tenido aquella felicidad? Pero César de Echagüe no comprendería, porque estaba ciego…
—Lo comprendo todo, Lupita —murmuró César—; pero hoy no puedo hablar. Otro día… Tenemos tiempo… Además, me siento traidor a ella —y la mirada de César se posó en el gran retrato de Leonor de Acevedo, su primera mujer—. Y también me siento traidor a ti. Perdóname.
Y porque no quería que ni aun la mujer cuyo amor hacia él acababa de descubrir en aquel momento pudiera ver llorar al Coyote, César de Echagüe corrió a encerrarse en su despacho.
Luego, Guadalupe vio cerrarse la puerta y permaneció rígida, como convertida en hielo… Pero dentro de su pecho ardía un intenso fuego y una creciente alegría.
¡Al fin, César había comprendido! Y ante ella se abría el porvenir. Podía esperar porque ahora ya estaba segura de que en el corazón de César de Echagüe no había indiferencia hacia ella.
Al pensar en Ginevra Saint Clair, Guadalupe ya no sintió odio ni celos, y arrodillándose ante la imagen de la famosa virgen mejicana, Lupe juntó las manos y rogó por el alma de la mujer que había muerto por El Coyote.
FIN