César de Echagüe galopaba ciego a todo lo que no fuese la idea del peligro en que se encontraba su ayudante. Había creído que Ginevra Saint Clair, de cuya identidad no le había costado nada enterarse, trabajaba para el Gobierno y que, de momento, no intentaría nada. Ni por un instante se le ocurrió que pudiese estar relacionada con la banda de la Calavera. ¡Aquel error iba a pagarlo quizá trágicamente el hombre que tanto le había ayudado!
Salvando cuantos obstáculos se interponían en su camino, galopó como un loco hacia la mina del Misionero, y cuando el lazo silbó sobre su cabeza era ya demasiado tarde. No pudo hacer nada, y cuando se encontró en tierra y quiso levantarse, tres hombres cayeron sobre él y le dominaron antes de que le fuese posible empuñar sus armas.
—Tenemos otro Coyote —rió uno de los que le habían capturado.
John North miró asombrado, al hombre que le traían sus bandidos.
—Le cazamos cuando venía hacía aquí —dijo uno de ellos.
Estaban en el interior de la mina, en un espacio algo más amplio, en el que había algunas mesas y sillas. En un rincón se veían las cajas de dinamita y ante ellas se encontraban la mayoría de los bandidos. Otros estaban sentados en los camastros que se alineaban a lo largo del túnel que descendía hacia el fondo de la mina. Atado a un pesado sillón se veía a Ricardo Yesares, y frente a él había estado John North desde el momento en que sus hombres trajeron al otro Coyote
—Veamos su cara —sonrió North. Empiezo a sospechar que hay demasiados Coyotes.
Uno de los bandidos arrancó el antifaz que cubría el rostro de César de Echagüe.
—¡Ah! ¿Usted también es aficionado a disfrazarse de coco, don César? —preguntó burlón, North.
—Sí —replicó César—. ¿Y usted es el jefe supremo de esta cuadrilla?
—Sí. Y ésta es mi cuadrilla. La totalidad. Casi un centenar de hombres.
—¿Tiene miedo de enfrentarse con nosotros solos?
—No. Pero sí me gustaría saber quién de ustedes es el verdadero Coyote.
—Yo soy —dijo César. Y dirigiéndose a Yesares, que iba a protestar, ordenó—: Cállate. Ya sabes que tú no eres más que un simple ayudante.
—¿Por el que usted se dispone a perder la vida, don César?
—Tal vez. Pero si es usted inteligente podemos llegar a un acuerdo. Le ofrezco cien mil pesos por la vida de ese hombre. Póngalo en libertad y le firmaré una orden de pago de cien mil pesos.
—No —replicó North, moviendo negativamente la cabeza—. No me atrae su oferta. Podría ser usted el verdadero Coyote; pero también podría ser un loco dispuesto a sacrificar su vida por salvar la de un amigo. En ese caso, por cien mil pesos dejaríamos en libertad al verdadero Coyote, y hemos pagado muchísimos dólares por descubrirlo para que nos tiente una oferta así.
—¿Qué piensa hacer, pues?
—Su pregunta es muy curiosa, don César. Sin embargo, le contestaré la verdad: Pienso matarles a los dos y de esa forma sé que El Coyote, ya sea usted o bien su amigo, ha dejado de existir. Si en vez de ser dos fuesen doscientos, los mataría de la misma forma. Nos ha hecho demasiado daño el señor Coyote para detenernos por un asesinato más o menos.
—Le ofrezco doscientos mil pesos por la vida de ese hombre —dijo fríamente César de Echagüe—. Él no es El Coyote. Cuando yo empecé a actuar él era casi un niño. ¿Cómo quiere que haya sido El Coyote si hace poquísimo tiempo que llegó a Los Ángeles?
—A pesar de todo, podría serlo, don César —replicó North—. Y aunque no lo fuese, es un testigo que sabe demasiado. Morirá de todas formas igual que usted.
—Te equivocas, North, no morirá —dijo en aquel momento una voz.
Todos se volvieron hacia el túnel y vieron aparecer a Ginevra Saint Clair con un revólver en cada mano y otro en la cintura. Por la firmeza con que empuñaba las dos armas, comprendieron que no vacilaría en disparar y que su tiro sería certero.
—¿Qué quieres?… —preguntó North.
—Que sueltes a esos hombres —ordenó Ginevra.
—No lo haré.
—Ya no representas nada, John North… Aunque tú no quieras, tus hombres me obedecerán. Vosotros —agregó, dirigiéndose a los que tenían sujeto a César—. Soltadle.
Uno de los hombres soltó el brazo del Coyote. El otro, el que estaba a su derecha, quiso empuñar el revólver.
Sin apuntar, casi sin mirarle, Ginevra disparó, y el bandido cayó de rodillas lanzando chillidos de dolor y sujetándose con la mano izquierda el brazo destrozado por la pesada bala.
—John North, si te mueves haré lo mismo contigo, y lo repetiré a quien intente algo contra esos dos hombres.
Entretanto, César de Echagüe había desatado a Yesares, que recogió dos revólveres, en tanto que El Coyote empuñaba un rifle Winchester que uno de los bandidos había dejado caer.
En el fondo de la mina se agolpaban los demás bandidos, y César de Echagüe cambió una inquieta mirada con Yesares. ¿Cómo iban a contener a aquellos hombres si de pronto se lanzaban todos al ataque? Y lo harían en cuanto les vieran retroceder; porque era prácticamente imposible desarmarlos a todos. Quitando un revólver a otro de los bandidos, César se colocó junto a Ginevra.
—Vámonos —le dijo.
—Sal tú —murmuró la joven, cuyos labios estaban mortalmente blancos.
—Vamos —insistió César.
—¡Vete! —casi chilló Ginevra—. Déjame con ellos…
Cogiéndola bruscamente de un brazo, César tiró de ella. Aquel momento lo aprovechó North para empuñar sus dos revólveres y disparar.
Sólo pudo hacerlo con una de sus armas, porque el disparo con que El Coyote replicó al suyo fue simultáneo.
César de Echagüe sintió que Ginevra chocaba contra él y buscaba apoyo en su brazo izquierdo. También notó que dejaba caer al suelo los dos revólveres.
—Vamos —insistió César.
Ginevra ya no hizo resistencia y se dejó apartar del cadáver de John North, entre cuyas cejas se veía el negro orificio de entrada abierto por la bala del Coyote.
Yesares cubrió la retirada y César y Ginevra escaparon a todo correr; pero al salir de la mina, la joven cayó de rodillas y, con voz apenas perceptible, pidió:
—Vete… Huye tú… Yo ya… he terminado…
La mano con que se apretaba el pecho estaba ya teñida por la sangre. La bala de North había encontrado destino trágico.
Yesares llegó junto a ellos.
—Nos atacarán en seguida —advirtió—. No podremos huir… —Al ver a Ginevra, preguntó—: ¿Qué ocurre?
—Está gravemente herida —explicó César—, no podría resistir la cabalgada.
—Pues… déjela —gruñó Yesares—. Al fin y al cabo, nos ha hecho traición…
César negó con la cabeza.
—No, Ricardo, no puedo —dijo. Y notando la ansiosa mirada de la joven, agregó—: La amo demasiado.
—Gracias —musitó Ginevra.
César tuvo que dejarla en el suelo porque en aquel momento el túnel se inundaba de bandidos. Empuñando su revólver, El Coyote disparó los cinco tiros que quedaban en el cilindro. Yesares le imitó y el plomo de las armas puso un freno al ataque. En el túnel quedaron siete cuerpos sin vida.
—Sólo podemos hacer una cosa —susurró César al oído de Yesares—. Y es tan imposible… que sólo un milagro… Pero voy a intentarlo.
Levantando el rifle comenzó a disparar hacia el fondo del túnel, a pesar de que estaba vacío de atacantes.
—¿Qué quiere lograr? —preguntó Yesares, extrañado del cuidado que ponía El Coyote en cada disparo.
Cuando la última de las doce balas que contenía el depósito del rifle entró en la recámara, César murmuró:
—Ahí va nuestra última esperanza.
—Pero ¿qué es lo que pretende?
—Alcanzar de rebote las cajas de dinamita. He observado las cajas y están manchadas de nitroglicerina. La dinamita se ha descompuesto y bastará un fuerte golpe para que vuele toda la mina…
En aquel momento apretó el gatillo, y la bala, rebotando contra la rocosa pared del fondo del primer tramo del túnel, alcanzó a uno de los bandidos que se encontraba a pocos pasos de las cajas de la dinamita. Aunque no mortalmente herido, el hombre dio un salto hacia atrás y desplomóse contra las cajas, derribando una de ellas.
Una explosión indescriptible conmovió toda la montaña, en cuya ladera se abrió la mina. Por la boca de ésta surgió un chorro de fuego y polvo y un momento después todo el túnel se hundía y, con él, la mina entera, enterrando entre sus escombros a la banda de la Calavera, que había reñido su última lucha.
Cuando el polvo se hubo disipado, César se inclinó sobre Ginevra. Los ojos que le miraron ya no tenían más que un destello de vida, que se apagó en aquel momento. Durante casi cinco minutos, César de Echagüe conservó el cuerpo de Ginevra Saint Clair entre sus brazos.
—Tenemos que marcharnos —dijo Yesares—. Pues aquí corremos peligro.
César se puso en pie. Con toda facilidad levantó entre sus brazos el cuerpo que la noche antes estrechó lleno de vida, y sin montar a caballo, marchó lentamente hacia el Cañón del Rocío.