Capítulo VII:
La mentira

César de Echagüe miró fijamente a la joven. Ginevra, inquieta por el silencio que reinaba entre los dos desde que llegaron a la cabaña del Cañón del Rocío, no pudo contenerse más y preguntó:

—¿Ocurre algo malo?

—Tal vez —murmuró César—. ¿Te dolería mucho que te hubiese engañado?

—¿Engañarme? ¿Tú a mí?

—Sí. ¿Te extraña?

—Sí… Me extraña…

—Te extrañaría menos que fueses tú quien me hubiera engañado.

Una gran inquietud se apoderó de Ginevra.

—¿Por qué dices eso? Es una locura…

—Sí, es una locura… porque nunca me has engañado.

—Claro que no. Nunca te he engañado; pero no comprendo por qué hablas así. Eres tan distinto de ayer.

—He reflexionado mucho. Hasta ayer te creí una clase de mujer. Desde ayer sospecho que me equivoqué en mi juicio. Si no hubiera sido porque creía estar seguro acerca de quién eres, lo de ayer no habría sucedido.

—¿Te arrepientes? —preguntó, con súbita amargura, Ginevra—. No debes preocuparte. Si estorbo en tu vida me alejaré de ella. No debes tener miedo.

—No tengo miedo. Antes he dicho que no me has engañado nunca; pero no quise decir que no lo intentases.

—¿Qué quieres decir, César?

—Creo que ya lo sabes perfectamente, Ginevra Saint Clair.

Ginevra sintió como si le hubieran descargado un mazazo contra el pecho. Aferróse al brazo del sillón en que se sentaba y miró, lívida de angustia, a César.

—¿Por qué has pronunciado ese nombre? —tartamudeó.

¡Qué distinta era aquella situación, incluso, de su entrevista con el general!

—Es tu nombre —replicó César.

Dominada por la mirada del hombre, Ginevra inclinó la cabeza.

—Sí, es mi nombre —musitó, al fin.

—Un nombre de espía.

—Que sirvió al Sur y que luego le traicionó para salvar su vida. Tal vez eso también lo sepas.

—No lo sabía. ¿Es cierto?

—Sí. Me detuvieron los del Norte y me amenazaron con la horca si me negaba a ayudarles.

—Al fin y al cabo, eres mujer.

—¿Me desprecias?

—No. En seguida comprendí quién eras y lo que buscabas. Quise seguir tu juego y quizá lo llevé a un límite demasiado lejano; porque hasta ayer te creí una mujer sin honor de ninguna clase. Ayer me di cuenta de que no eras tan mala como te creía. A menos que hubieses descubierto la verdad que nadie conoce.

—¿Qué verdad? —preguntó Ginevra.

—La de que yo soy El Coyote.

Por un instante, los ojos de Ginevra expresaron infinito asombro; luego, dominada por una gran hilaridad, rompió en violentas carcajadas, que terminaron en un entrecortado sollozo.

—¡No, eso, no! El Coyote es otro. Es Ricardo Yesares.

—Veo que lo descubriste —musitó César—. Pero estás equivocada. Yesares es mi ayudante, se disfraza como yo, me sustituye en los trabajos de poca importancia, como son los de registrar ciertos equipajes. Le descubriste por el olor a incienso, ¿no?

—Sí… Pero… ¿de veras eres tú El Coyote?

—De veras. Ya ves que no te oculto nada.

—¿Y por qué no me lo ocultas?

—Porque creo que me amas.

—Sí…, pero si tú eres El Coyote corres peligro, César. Ese hombre podrá denunciarte…

—¿Quién?

—Yesares. A estas horas deben de haberle cazado ya los de la banda…

—¿Qué banda?

—La Calavera. Me obligaron a ayudarles… —Ginevra explicó concisamente todo lo ocurrido—. Ahora ya saben quién es El Coyote y le llevarán a la mina del Misionero. Harán estallar junto a él una carga de dinamita y toda la mina se hundirá… Pero si él se asusta y te descubre… ¿Adónde vas?

—¡A salvarle! —rugió César, yendo a un armario secreto y sacando de él el disfraz del Coyote que guardaba allí—. ¿Por qué le has descubierto?

—Creí que era el verdadero Coyote. Encontré su traje, todo le acusaba.

César se cambió rapidísimamente de ropa, y en cuanto estuvo enmascarado se volvió hacia Ginevra.

—Adiós —dijo—. No te muevas de aquí. Luego volveremos a hablar.

La joven quedó, como atontada, en el centro de la estancia. Había acudido allí con la ilusión de repetir la felicidad de la noche anterior y, de súbito, todo se había hundido. El hombre a quien amaba más que a su vida debía de despreciarla, porque, sin sospecharlo, había arruinado todos sus proyectos y su obra.

Al comprender que César de Echagüe corría a enfrentarse contra un enjambre de peligrosos enemigos, Ginevra reaccionó violentamente. Corriendo al armario de donde César había sacado su disfraz, lo abrió y buscó en él. Un momento después empuñaba dos revólveres cargados y, sujetándolos a la cintura con una faja de seda, salió de la cabaña y, montando en el caballo en que había venido, emprendió el galope hacia la salida del Cañón del Rocío. Conocía vagamente el emplazamiento de la vieja mina, una de las primeras en ser explotadas, y en cuyos túneles tenía seguro cobijo toda la banda de la Calavera.

Mientras galopaba por los difíciles caminos trataba de descubrir a César de Echagüe; pero el californiano debía de galopar mucho más de prisa o por otros caminos más directos.

—¡Dios mío, protégele! —pidió, fervorosamente, Ginevra—. ¡Salva su vida!

Al fin, al cabo de casi una hora de galopar, llegó a la vista de la mina y, desmontando de un salto, prosiguió a pie su camino, cobijándose detrás de todas las matas y árboles que encontraba a su paso, con la mano en la culata de uno de los revólveres.

De pronto, la sangre se heló en sus venas al ver, entre un grupo de caballos, el de César de Echagüe.

Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol, y durante varios segundos el corazón se negó a latirle acompasadamente. Por fin, haciendo un supremo esfuerzo, devolvió la flexibilidad a sus piernas y comenzó a arrastrarse lentamente hacia el centinela que guardaba los caballos. Cuando estuvo a dos metros de él, incorporóse de un salto y dejó caer el revólver contra la cabeza del hombre, que se desplomó de bruces, quedando sin sentido.

Aunque temía estar perdiendo unos minutos preciosos, Ginevra ató al hombre y le arrebató su revólver, luego siguió su camino hacia la entrada de la mina. No encontró ningún centinela más y, con infinitas precauciones, entró en el túnel, avanzando hacia el interior. Durante más de un centenar de metros, el túnel era recto, luego torcía a la izquierda. En aquel punto se veía un reflejo de luz y se oían voces de hombre. Al oír una de aquellas voces, Ginevra sintióse desfallecer.

¡Era la de César de Echagüe, El Coyote!