Capítulo IV:
Los crisantemos de don César de Echagüe

A primera hora de la tercera mañana que Ginevra Saint Clair, bajo su falso papel de Isabel Perkins, pasaba en Los Ángeles, fue despertada por una insistente llamada a la puerta de su habitación.

—¿Qué ocurre? —preguntó, algo asustada.

—Un recado para usted, señora Perkins —replicó una voz al otro lado de la puerta.

—¿Qué recado es?

—¿Quiere que lo haga pasar por debajo de la puerta? —preguntó la voz.

—Sí, es mejor.

Oyóse el roce de un papel contra el suelo, e Isabel Perkins recogió un pliego doblado y sellado.

—¿Ya lo tiene? —preguntó de nuevo la voz.

—Sí —contestó Isabel, rompiendo el sello de lacre.

—Aguardo respuesta, señora Perkins —advirtió el mensajero.

Abriendo la hoja de papel, la joven leyó:

Distinguida señora Perkins: He consultado a doce hechiceros indios y los doce han coincidido en asegurar que el día de hoy será el más hermoso del año. ¿Querría usted concederme el honor de permitir que la acompañase a recorrer en semejante día los lugares más pintorescos de las cercanías de Los Ángeles? He encargado ya a mis cocineras que nos preparen la más apetitosa comida, y los aromas que llegan hasta mí, desde la cocina, me hacen suponer que han cumplido al pie de la letra mis instrucciones y que, en efecto, se está condimentando la comida más apetitosa del mundo. Podré amenizar la excursión con el relato de algunas leyendas indígenas y varias historias de los tiempos de la conquista. ¿Serán suficientes atractivos los del día mejor del año, los del maravilloso paisaje, los de la más apetitosa de las comidas y la promesa de una charla amena e instructiva para decidirla a acompañar a este su más ferviente servidor, que besa sus pies?

CÉSAR DE ECHAGÜE

Durante unos minutos, Isabel quedó con la mirada fija en el papel que tenía entre las manos. Se daba cuenta entonces de que durante todo el día anterior estuvo anhelando que don César acudiese a Los Ángeles. ¿Para qué? La respuesta que se daba Isabel era la de que don César, aparte de ser un agradable caballero californiano, era, también, la única persona divertida de Los Ángeles. Desde luego, infinitivamente más divertido que el plúmbeo Teodomiro Mateos, que parecía haberse propuesto la conquista de la viuda del teniente Perkins.

La llegada de la carta abría ante Ginevra Saint Clair la posibilidad de un día agradabilísimo.

—Bien, dígale a don César que acepto su invitación —anunció a través de la puerta.

—Muchas gracias, señora —replicó el enviado del ranchero—. Don César estará aquí dentro de veinte minutos, con dos caballos para que usted elija el que más le pueda gustar.

Isabel Perkins dio su conformidad y apresuróse a arreglarse para la excursión. Eligió un traje de terciopelo verde botella, coronado por un sombrerito a modo de birrete, adornado con una larga pluma. Calzóse unas suaves botas altas y, adornando su mano con una ligera fusta, media hora después bajó al encuentro de don César de Echagüe, que esperaba en el vestíbulo, conversando con Yesares.

Al ver a la joven, inclinóse profundamente, siendo imitado por Yesares.

—¿He tardado mucho? —preguntó Isabel tendiendo la mano a Echagüe.

Este, después de besarla, replicó:

—Una mujer hermosa siempre llega antes de lo que se merece el hombre que tiene el honor de aguardarla.

—Es usted muy galante, don César —rió Isabel—; pero no ha contestado a mi pregunta.

—Entonces le diré que, teniendo en cuenta mis méritos, ha llegado usted muy pronto y, en cambio, si tenemos en cuenta el ansia con que yo la esperaba, ha tardado usted cien horas.

—Me abruma usted con su galantería, don César —sonrió Isabel—. Le prometo que he bajado tan pronto como me ha sido posible y que, voluntariamente, no le he hecho esperar ni un minuto más de lo imprescindible.

—Ahora soy yo el halagado, señora. ¿Quiere elegir el caballo que deba llevarla?

Isabel salió de la posada y examinó un momento los dos caballos que indicaba César de Echagüe.

—El blanco me parece el más seguro. Siempre he creído que los caballos blancos son los más mansos.

—Puedo presentarle un par de caballos endiablados y que, no obstante, son blancos como la nieve. No es tan importante el color de la piel como el de la sangre.

—Entonces, ¿cree que es más seguro el bayo?

—No, el blanco es el mejor. ¿Me permite ayudarla a montar?

Accedió Isabel Perkins, y un momento después, los dos, seguidos por el otro caballo, en el que se llevaba la comida, salían de la plaza en dirección Este, hacia las montañas de Beverly.

—Es curioso —comentó Isabel, rompiendo un largo silencio, y después de haber abarcado con la mirada el maravilloso paisaje.

—¿Qué es lo curioso? —preguntó César.

—Que los españoles, al conquistar América, eligieran los lugares más hermosos… Parece como si sólo les atrajera la belleza.

—Mis antepasados han sido todos un poco poetas, además de guerreros y religiosos. Somos una raza mal comprendida por los hombres anglosajones.

—¿Sólo los hombres? —preguntó, maliciosamente, Isabel Perkins.

—Sólo —sonrió César—. Las mujeres parecen comprendernos mejor. Ellas saben ver nuestras cualidades.

—He oído a muchos hombres discutir la fama de caballerosidad de los hispanoamericanos. ¿Qué opina usted?

—Una mujer puede hallar en cualquier hombre que no lleve sangre española en las venas mucha más cortesía de la que encontrará entre nosotros. La caballerosidad no quiere decir educación. Se puede aprender cortesía y educación o urbanidad, si quiere emplear el nombre infantil; pero, en cambio, no se puede aprender el arte de conseguir que la mujer se sienta reina del hombre que la adora. Esa cualidad la reservamos para nosotros. No la enseñamos.

—¿Ni a mí? —preguntó Isabel.

—Ni a usted; pero si quiere que le explique un poco de la base de la fama de los españoles en sus relaciones con las mujeres, lo haré. No es ningún secreto y, por eso mismo, no se puede enseñar. No se puede aprender a ser conquistador de corazones femeninos, de la misma manera que no se puede aprender a ser valiente.

—Nunca creí que su conversación pudiera ser tan amena, don César. ¿Es usted valiente?

—Hace usted unas preguntas terribles, señora. No, no soy valiente en el sentido que se suele dar a la palabra. Al contrarío, creo que soy bastante cobarde o, por lo menos, muy apegado a la tranquilidad. No me gustan las violencias. Considero estúpido que un hombre ande por el mundo haciendo gala de su valor y buscando a otro hombre que se demuestre más valiente que él. Al fin lo encontrará y, entonces, todos se olvidarán de que fue valiente y sólo pensarán que el otro fue más valiente que él.

—Por ejemplo: El Coyote, ¿no?

—¿Por qué habla usted de él?

—Porque encaja en el tipo que usted ha descrito. Va por el mundo haciendo alarde de valentía, y algún día hallará a otro más valiente que él. ¿No opina eso mismo?

—Sí, opino eso. El Coyote es un tipo que me repugna. Siempre tratando de demostrar que es valiente. ¿Para qué? El alarde de valentía molesta a los demás. Yo sería valiente si tuviera que defender un amor. Por otra cosa no lo sería.

—Explíqueme cómo se conquista un corazón de mujer. Parece usted muy práctico en eso… Creo que El Coyote es adorado por todas las mujeres de California.

—El caso del Coyote es especial. Es el caso del bandido generoso por quien se vuelven locas las mujeres. El final es siempre el mismo: una mujer defraudada en sus esperanzas lo matará o lo denunciará.

—Supongamos que quiere usted conquistar mi corazón, don César, ¿cómo lo haría?

—En primer lugar le pediría que nos detuviésemos, pues quiero explicarle una vieja historia de amor.

—¿Real?

—Si no lo es, merecería serlo. Es una historia de los tiempos de la Conquista. Uno de los oficiales que servían a las órdenes de Portolá dejó un gran amor en Méjico. Un día, a la capital de Nueva España llegó la vaga noticia de que el oficial había muerto en una emboscada tendida por un destacamento ruso que trataba de reclamar para su emperador toda la costa de California. La mujer, en cuanto supo la noticia, se puso en camino hacia estas tierras. Vino caminando desde Méjico, y esto se dice más pronto que se hace. Nada la detuvo. Cruzó sierras heladas y desiertos ardientes. Pasó hambre, sed, frío, calor. Pero cada vez su energía era mayor. Como el acero, los golpes la endurecían. Por fin llegó a California, preguntó a unos, preguntó a otros y, por fin, encontró a su amado.

—¿No había muerto? —preguntó Isabel.

—No; le había ocurrido algo peor. Unos brazos cobrizos lo retenían en California. Desde hacía dos años vivía en compañía de una india, cada vez más rebajado, más hundido en el deshonor. Le habían expulsado del Ejército, vivía como los indios, bebiendo un endiablado alcohol destilado de unas bayas azucaradas. Cuando vio ante él a su antigua novia, casi no la reconoció. Ella tuvo menos suerte y horrorizóse al ver en lo que se había convertido el hombre a quien tanto amó.

—¿Regresó a Méjico?

—No. No podía volver. Se sentía manchada por aquel amor que en ella había sido tan grande y en él tan pequeño. Huyó de la tienda en que vivía aquel español y subió a estas montañas… Llegó hasta aquí y, arrodillándose en esta roca, pidió a Dios perdón por lo que iba a hacer. Luego, porque el hombre a quien amaba había muerto, en realidad, precipitóse desde aquí, y su cuerpo, rebotando de roca en roca, quedó tendido en el fondo del abismo.

—Un final muy triste. No invita al amor.

—Es que aún no he llegado al final. Queda algo más. Aquel hombre aún no había llegado al fondo de la total relajación moral. Aún quedaba en él una sombra de honor, y al darse cuenta de que la mujer a quien él había prometido tomar por esposa había estado allí, hizo un esfuerzo y partió tras ella. No llegó a tiempo de poder contenerla y la vio caer desde lo alto de esta roca. El cuerpo de su amada quedó tendido casi a sus pies.

—¿Y qué hizo? —preguntó Isabel, notando que César no continuaba.

—Se arrodilló junto a ella y quiso volverla a la vida. La pobre aún no había muerto, y sus ojos se abrieron un momento y miraron suplicantes a su amado. Éste comprendió y, desenfundando su daga de anchos gavilanes, apoyó la empuñadura en el suelo y el pecho sobre la punta, y lentamente se fue inclinando hacia los labios que murmuraban un último perdón y…, cuando llegó a ellos, dos últimos suspiros se unieron en uno solo.

—¿Se mató?

—Murió con ella. Y juntos los enterraron, y sobre sus tumbas plantaron dos pinos. Son esos que se ven en el fondo y cuyas copas, desde hace cien años, se besan cada vez que sopla un poco de viento… Como ahora…

Ginevra Saint Clair no se dio cuenta, hasta pasados varios segundos, de que estaba en los brazos de César de Echagüe, y que devolvía los besos que el californiano le daba.

—¡Oh! —exclamó, haciendo un esfuerzo por arrancarse a los brazos que, suavemente, la envolvían en un círculo de hierro que no podía romper—. ¡Suéltame! —pidió, en un susurro. Y sus oídos oyeron, incrédulos, estas palabras que salían de sus labios—: ¡Vida mía!… ¡Te amo!…

Su sangre parecía lanzada a una diabólica danza; era como un oleaje que se entrechocaba, era un flujo y reflujo de pasión que la dejaba incapaz de todo movimiento. Quería arrancarse a aquellos brazos y, al mismo tiempo, deseaba que la ciñeran con más fuerza. Quería huir de aquellos labios y, al mismo tiempo, deseaba que siguieran besándola. Y no quería abrir los ojos porque temía que en los de César de Echagüe hubiese burla o desprecio.

—¡Qué hermosa eres! —murmuró César.

—No me digas nada —susurró Isabel, como regresando de una arrolladora embriaguez—. Por favor, no te burles. Me debes despreciar, ¿verdad?

—¿Por qué? —preguntó César.

—¡Ha sido todo tan sencillo!… ¡Tan fácil!… Acaso creas que siempre…

Los dedos de César cerraron los labios de la joven.

—Calla —dijo—. No digas nada más.

—No sé que me ha ocurrido —dijo Isabel, tratando de hallar una explicación, no para el hombre que la había vencido tan fácilmente, sino para ella, para explicarse aquella fácil derrota—. Estaba segura de mí misma. Creí que me eras simpático y, de pronto… ¿Es así como conquistas a todas las mujeres?

—No… Sólo te he conquistado a ti… o, por lo menos, lo he intentado.

El nombre de la primera esposa de César de Echagüe estuvo a punto de brotar de los labios de Isabel, acompañado de la pregunta de si a ella no le amó tan apasionadamente; pero fue contenido a tiempo. Era mejor no mezclar a la muerta. El poder de los que se fueron es a veces más intenso que el de los que se quedan.

—¿Es verdad la historia que me has contado?

—Lo es —mintió César.

—He temido que fuera una demostración de cómo se conquista a una mujer.

—La demostración está en mi rancho. ¿Quieres verla?

—¿Qué es?

—Los crisantemos amarillos que me pediste. Ya están aquí.

—¿Han llegado del Japón? —preguntó, asombrada, Isabel.

—Los trajeron unos genios alados a quienes pedí ayuda.

—¡Mentira! —rió Isabel, sintiéndose extrañamente dichosa—. ¿Dónde los has obtenido… si es que los tienes?

—Es un secreto. Acompáñame y te los enseñaré.

Abandonando el lugar donde había ocurrido la imaginaría tragedia de amor, emprendieron la marcha hacia el rancho de San Antonio.

La bella Guadalupe les vio llegar y sus ojos se llenaron de rencor al fijarse en la mujer que acompañaba al dueño del rancho. Su instinto femenino le hacía interpretar exactamente la expresión que iluminaba el rostro de la forastera, a la vez que una voz interior le decía:

—Ella ha logrado lo que tú no has podido conseguir.

Al pensar que el rancho de San Antonio podía tener una nueva propietaria, Guadalupe apretó los puños. Y, segura de no poder soportar la visión de aquella intrusa, retiróse al interior de la casa, huyendo de todo encuentro.

Además, había adivinado para quién iban a ser aquellos crisantemos…

—¡Qué hacienda tan hermosa! —exclamó Ginevra Saint Clair, contemplando, llena de admiración, todo cuanto la rodeaba.

César se había retrasado un poco y la observaba algo preocupado.

—Es la obra de mis antepasados —explicó, acercándose a la mujer—. Yo he procurado seguir sus pasos y aumentar la importancia del rancho.

Desmontaron frente a la puerta principal y Ginevra se apoyó en un pilar de mármol. Estaba aún embriagada de emociones. Volvía a sentirse joven. Mucho más joven que en los tiempos en que diera sus primeros pasos en la adolescencia. Ni por un momento pensó que al entrar en aquella casa pudiese caer en un lazo tendido por don César. Sabía que lo de los crisantemos era una mentira; tal vez una excusa para llevarla allí pero no le importaba… ¡Oh, sí, sí que le importaba!… Por eso había aceptado la mentira y había ido a aquella casa; porque ocurriera lo que ocurriese, ella se sentiría feliz. En su existencia, vivida entre tantos hombres, no había habido jamás ninguno. Ninguno podía vanagloriarse de haber sido dueño de aquel cuerpo ni de aquel corazón.

Mientras entraban en la casa, Ginevra empezó a sentir un leve temor a que el pasado pudiese surgir algún día e interponerse entre ella y aquel amor nacido al conjuro de una historia romántica. ¿Y si César de Echagüe llegaba a enterarse de que ella había sido una espía del Sur que, a última hora, traicionó a su causa para conservar la vida? Mas, ¿por qué debía saberlo? ¿Y si se enteraba de que la próxima destrucción del Coyote era también obra suya?

No, no ocurriría nada. Don César había demostrado claramente su poco interés por el famoso enmascarado. No lamentaría su desaparición y no era probable que hiciese ninguna investigación para dar con el verdadero autor del golpe que habría terminado con él.

—Voy a enseñarte los crisantemos.

Las palabras de César arrancaron a Ginevra de su sueño.

—¿Qué? Pero… ¿es verdad?

—¿Lo de que te he hecho traer dos crisantemos? —sonrió César—. Ahí los tienes. Estaba demasiado impaciente para proporcionártelos… Si hubiera esperado unos días más, el ramo hubiera sido mayor, pero dentro de diez días tendré otros diez crisantemos iguales para ti.

Ginevra acercóse lentamente al jarrón donde estaban los dos crisantemos amarillos. La sospecha que abrigó al dirigirles la primera mirada se fue confirmando. Los innumerables pétalos y el tallo de las dos flores eran de oro puro. Aquellos dos crisantemos eran un prodigio de orfebrería, y por esto sólo valían una fortuna, aparte de la enorme cantidad de metal que entraba en aquella labor.

—¡Oh, César! —murmuró la joven, volviéndose hacia el dueño del rancho y mirándolo con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué has hecho esto?

—Porque deseaba cumplir mi promesa.

Volviéndose de nuevo hacia las metálicas flores, Ginevra acarició los duros pétalos y murmuró:

—No es el valor material lo que importa en ellas… ¿Por qué no? —Preguntó César, y en su voz Ginevra temió adivinar una nota irónica.

—Es demasiado rico —musitó la joven.

—Entonces aún es demasiado pobre. ¿Te lo llevarás?

—Prefiero aguardar a que estén todos los crisantemos hechos —contestó Ginevra—. Entonces te diré lo que puede hacerse con ellos.

César de Echagüe contempló un momento a la mujer que estaba ante él. ¿Cuál era su verdadero secreto? No era una esfinge, sino un ser real, de carne y hueso, de alma y de corazón y, sin embargo, había algo falso en toda aquella apariencia.

—¿Qué hay en aquellas montañas que se ven allí? —preguntó, de súbito, Ginevra, señalando unas montañas que se levantaban a un par de leguas del rancho.

—Son unos hermosos aunque pequeños cañones —explicó César—. ¿Te gustaría visitarlos?

La respuesta de Ginevra fue inmediata; pero no impremeditada. Desde hacía varios minutos estaba deseando alejarse de aquella casa, donde notaba demasiado latente el recuerdo de la primera esposa de César de Echagüe. Aquel fantasma se interpondría siempre entre ellos; pero, como todos los fantasmas, sólo tenían fuerza entre los muros que le vieron vivir en la realidad. En el que fue su hogar, la primera mujer de César de Echagüe hallaría las energías necesarias para manifestarse y ser fuerte. Lejos del rancho de San Antonio, Leonor de Acevedo no podría nada contra la mujer que deseaba sustituirla en el corazón de César de Echagüe.