Capítulo II:
El simpático don César

Don César de Echagüe estaba, en efecto, a mitad de camino entre su rancho y Los Ángeles.

—¿Adónde vas? —preguntó, deteniendo al mensajero de Yesares.

Cuando supo que tenía una carta para él, la tomó y leyó, aprovechando los últimos destellos del sol poniente:

Don César: Tengo la esperanza de que esta noche vendrá usted a probar los excelentes calamares que preparamos a un nuevo estilo. Le he hecho apartar una ración especial que espero será de su agrado. Le saluda su afectísimo,

RICARDO YESARES

—¿Calamares? —contestó en voz alta don César—. Hace tiempo que no sé lo que son unos buenos calamares. Sí, no me los perderé. Allí voy volando.

El criado de Yesares, que no era precisamente una centella, sonrió al oír la expresión de don César, que tenía fama de ser el hombre más lento del mundo.

—¿De qué te ríes, imbécil? —preguntó César, tratando de disimular la sonrisa.

—De nada, señor, no reía —afirmó el criado, temiendo que el poderoso estanciero descubriera a Yesares su descortés comportamiento.

—Mentira —replicó César—. Te estabas riendo. Y sé por qué. Te reías por lo que dije de ir volando. No, desde luego, no pienso ir volando, ni mucho menos, a visitar a don Ricardo. Ni los mejores calamares del mundo son capaces de poner alas a mis pies ni a los de mi caballo. ¿Tú crees que la prisa es importante y necesaria?

—No, desde luego, no —aseguró, muy convencido, el criado—. No es necesaria.

—Claro que no —declaró don César.

Y media hora después, en el vestíbulo de la posada, explicaba a Yesares y a Mateos, a quienes halló conversando:

—Como le decía a ese criado suyo, don Ricardo, la prisa es innecesaria. Hay tiempo para todo. Para llegar a Los Ángeles y para no llegar, para vivir y para morirse. Para lo que no hay siempre tiempo es para comer unos buenos calamares. ¿Cómo han sido preparados esos?

—Es una receta de una india mejicana del golfo de California. Está de paso en Los Ángeles, camino de San Francisco, donde su hombre ha montado un figón a estilo mejicano, y parece que prospera. He conseguido que se quede una semana y condimente algunos platos especiales. Ganará unos pesos y comerá gratis.

—Es usted un gran comerciante, don Ricardo —aseguró César—. Veremos qué tal guisa esa india; no vaya a resultar como aquel chino que nos estuvo sirviendo el mejor caldo que hemos probado en nuestra vida y que luego resultó que no era ni de gallina, ni de pato, ni de cerdo, ni de ternera, sino de rata.

Los tres hombres se echaron a reír y, en aquel momento, la señora Perkins apareció en el vestíbulo, de regreso de su habitación. Vestía un traje blanco y se cubría los desnudos hombros con una fina mantilla negra, a través de la cual se adivinaba la marfileña pureza de la epidermis. Habíase peinado con excelente gusto, y sus negros cabellos contrastaban exóticamente con las azuladas pupilas de la joven.

—Buenas noches, señores —saludó la joven—. Veo que reina un excelente humor. Aunque ya sé que no es prudente preguntar a tres caballeros de qué ríen, pues muchas veces ríen de cosas que una dama no puede oír sin verse obligada, quizá contra su voluntad, a ruborizarse, ¿pueden decirme a qué se debe ese buen humor?

—Se trata de un recuerdo muy divertido —dijo Mateos—; Pero antes quiero presentarle a don César de Echagüe, uno de nuestros principales hacendados, propietario de dos ranchos y poseedor de una profunda y sabia filosofía relativa a la no necesidad de ir de prisa. Don César, le presento a la señora Isabel Perkins, a quien nuestro enemigo El Coyote ha hecho víctima de un asalto a mano armada y a quien ha despojado de unas cuantas valiosas joyas y dinero.

Por los ojos de don César pasó una expresión de profundo aburrimiento.

—No comprendo por qué tolera usted tanto tiempo la existencia del Coyote, Mateos —dijo el hacendado—. Más que un peligro es ya una molestia. Por todas partes se le oye nombrar, admirar, insultar, defender. En cuanto se reúnen en casa cinco amigos, ya los tiene usted discutiendo si El Coyote es un bandido o si es un héroe, un diablo o un mártir, un bicho útil o un animal dañino.

—¿Y qué opina usted, don César? —preguntó Isabel, mirando, divertida, a aquel extraño hombre.

—Esa misma pregunta me la han estado repitiendo miles de veces en los últimos años. Mi opinión particular es la de que El Coyote es un ser molesto, una especie de mosquito zumbador, que no deja reposar.

Isabel soltó una carcajada.

—¡Es la primera vez que oigo comparar a un bandido terrible con un mosquito! El Coyote mató ante mis ojos a dos hombres. Los mosquitos zumbadores no suelen hacer esas cosas tan desagradables.

César de Echagüe se encogió cansadamente de hombros, sin que ni un músculo de su rostro acusara la sorpresa que le producía la afirmación de la joven.

—A pesar de todo, es un hombre molesto. Seguramente le dio un susto terrible.

—Me desmayé —explicó Isabel.

—¡Jamás lo hubiera creído! —aseguró, inesperadamente, César de Echagüe.

—¿Por qué dice esto? —preguntó, súbitamente seria, Isabel.

—Porque sus ojos no son los de una mujer que se desmaya. Las mujeres de ojos negros se desmayan más que las de ojos azules.

—Eso no lo puede afirmar quien ha vivido siempre entre mujeres de ojos negros —sonrió Isabel—. Las californianas no suelen tener las pupilas azules.

—Es cierto —admitió César—. Me olvidaba que sólo he visto siete u ocho mujeres de ojos azules. Pero ninguna de ellas se desmayó jamás. Quizá por eso he dicho una tontería. Lo cual viene a confirmar lo acertado de mi teoría contra la precipitación. No hay que darse nunca prisa. Si yo no me hubiese precipitado al afirmar que las mujeres de ojos negros se desmayan más que las de ojos azules, me habría evitado el decir una tontería.

—Es usted muy severo con sus errores, don César —dijo Isabel.

—No me gusta cometerlos. El error es el fruto de la precipitación. Los árabes, que son maestros en el arte de no ir deprisa, reflexionan mucho antes de hacer o de no hacer una cosa, y en la duda, no la hacen; por eso tienen fama de sabios.

—¿Cree usted que la lentitud es la madre de la sabiduría?

César de Echagüe miró unos instantes a Isabel Perkins y, por fin, sonriendo declaró:

—Esa pregunta debe ser contestada después de una madura reflexión. Y como no es correcto tenerla aquí aguardando, ¿quiere concederme el honor de acompañarme en la degustación de unos calamares preparados al estilo del golfo de California? Sin duda serán algo infernal, con mucho chile y tabasco; pero no nos precipitemos en juzgarlos por las referencias. Comprobemos sus defectos y virtudes y luego podremos emitir nuestro juicio con mayor seguridad de no equivocarnos, si es que alguna vez el hombre puede estar seguro de no equivocarse.

—Don César, le advierto que se ha precipitado usted al invitarme —rió Isabel, que no podía apartar la mirada del californiano—. Antes que usted me invitó el señor Mateos.

—Entonces él fue quien se precipitó y, como castigo, en vez de invitar, será invitado.

—¡Protesto enérgicamente, don César! —exclamó el jefe de policía—. Yo invité y…

—Se precipita, don Teodomiro —interrumpió César. Y volviéndose hacia el dueño de la posada le preguntó—: ¿A quién haría caso usted, don Ricardo, si nuestro incomparable jefe de policía y ya disputáramos el honor de invitar a la dama más hermosa que ha pisado estas tierras?

—Aunque lamentaría en el alma ponerme a mal con la primera autoridad de Los Ángeles, tendría que obedecer a don César. A él le debo haber podido levantar esta casa.

—Como ven, no tienen más remedio que aceptar mi invitación —dijo César—. Soy una especie de amo y señor de esta casa. Por lo tanto, hago uso de mis prerrogativas y les invito a cenar.

—Había oído hablar mucho de la cortesía de los californianos, pero nunca imaginé que la llevaran a estos extremos. Mi pobre esposo siempre me decía que en muy difícil rechazar una invitación en California.

—¿Es usted viuda? —preguntó César.

—Desde los primeros combates de la guerra —replicó Isabel—. En realidad, casi he olvidado a mi esposo.

—Dudo mucho de sus palabras, señora —dijo César—. Una mujer tan hermosa como usted no habrá dejado de recibir proposiciones de matrimonio. Si ha sido sorda a ellas es que el recuerdo del marido que murió no es tan vago como pretende.

—Me parece que eso ya no es cortesía —sonrió Isabel—. Por lo menos, ya no es sólo cortesía, sino una mezcla un poco extraña. Me ha llamado hermosa y mentirosa. ¿Cómo asocia ambas cosas?

—Perfectamente. La mentira, en labios de una mujer hermosa, es un atractivo más. Casi una perfección. Una mujer hermosa que dijese siempre la verdad resultaría muy desagradable.

—¿Por qué? —preguntó Isabel.

—Porque la verdad es desagradable. Una de las cosas más desagradables de nuestro mundo. Se tolera la mentira, incluso cuando se emplea como insulto. A un tonto nada le molestará tanto como el que le llamen tonto. Incluso preferirá que le llamen criminal o ladrón. Todo menos la verdad.

—Conoce usted mucho a las mujeres, don César. Empiezo a comprender por qué es español don Juan.

—Ésa es una hermosa mentira que halaga y, además, hace sentir vanidad. Yo, pobre de mí, he sido siempre un hombre sin complicaciones sentimentales. Nadie podrá decir que he complicado mi vida con amores pecaminosos; sin embargo, me halaga terriblemente el que usted me crea capaz de ser una representación moderna del don Juan clásico.

Isabel sonrió.

—Pocos hombres serían capaces de decir lo que usted acaba de afirmar —declaró—. A todo hombre le gusta que las mujeres le crean un terrible mujeriego.

—Con su permiso, don César, debo advertirle que está cometiendo una grave falta de cortesía —dijo Yesares—. Hacer estar en pie a esta señorita…

—Tiene razón, don Ricardo —le contestó César. Y volviéndose hacia Isabel, agregó—: Ahora le demostraré, señorita, cómo la verdad es desagradable. El amigo Yesares, propietario de esta posada y deudor mío de unos pocos miles de pesos que me va pagando religiosamente, acaba de hacer una demostración de cortesía. Usted ha podido imaginar que al decir lo que ha dicho sólo pensaba en evitarle una molestia. Pues no es así. Don Ricardo ha pensado que en vez de estarnos de pie en el vestíbulo de su casa, podríamos sentarnos a una de sus mesas, y en ella ir bebiendo y tomando unos entremeses; en resumen, haciendo gasto. ¿No es así, don Ricardo? ¿Lo ve, señorita? Hace un momento era todo sonrisas. Ahora, en cambio, es todo enfado. Le ha molestado la verdad; pero como también es cierto que de pie no hacemos más que cansarnos, pasemos al comedor y empecemos a probar las excelencias de la cocina de esta casa. Y eso me recuerda el motivo de nuestras risas de antes. Aún no se lo hemos dicho.

—Yo no se lo contaría antes de cenar —dijo Mateos, cuando se sentaron los tres a la mesa.

—Los efectos serían mucho peores después de la cena —dijo César de Echagüe.

—Por favor, explíqueme ese misterio —pidió Isabel.

—Fue un caso sumamente divertido —declaró César—. Hace poco, don Ricardo tenía un cocinero chino que preparaba el caldo más formidable que uno se pueda imaginar. ¿Cómo lo hacía? Era un misterio impenetrable. Gastaba lo mismo que los demás cocineros, empleaba la misma cantidad de carne de ternera, las mismas calidades, todo era igual. Todo menos algo que hacía distinto el caldo. Un día, por fin, don Ricardo lo descubrió. La diferencia de aquel caldo consistía en la carne de rata que el maldito chino le agregaba. Era carne de rata criada en granero, o sea gorda, llena de grasa y de carne, endiabladamente sustanciosa; pero, al fin y al cabo, rata vulgar.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Isabel, riendo a carcajadas.

—Dos de los clientes de Yesares, los más aficionados al caldo, salieron, al enterarse, en persecución del chino, armados con dos revólveres cada uno. Todavía no han vuelto, y mientras unos afirman que deben de haber terminado con el chino, otros aseguran que el tal chino ha puesto una tienda en San Diego, donde vende unos pastelillos de carne sospechosamente exquisitos.

—¿Cree que habrá matado a sus perseguidores y los habrá hecho pastelillos? —preguntó Isabel.

—Esto, o bien se habrán asociado los tres, y mientras el chino vende platos de caldo, los otros andarán utilizando los revólveres para cazar ratas.

—¿Y sobre lo de ir despacio o ir de prisa? —preguntó Isabel—. Aún no me ha contestado si cree que la lentitud es la madre de la sabiduría.

—Lo es. Aunque en ciertas ocasiones es más prudente enviar al diablo la prudencia que dejarse anular por ella. ¿Qué le parecen estos entremeses?

—Deliciosos… —aseguró Isabel Perkins—. Los californianos son muy originales. Por lo menos algunos de ellos; de otro no guardo muy buen recuerdo.

—¿De cuál? —preguntó don César de Echagüe.

—De ese a quien llaman El Coyote. ¿Es posible que no se sospeche su verdadera identidad?

—Sospechas tenemos muchas… —sonrió Mateos—; pero en el caso del Coyote hace falta algo más concreto que unas simples sospechas.

—¿De quién sospechan? —preguntó la joven.

—De mucha gente —replicó, evasivamente, el jefe de policía.

—Con lo cual quiere decir que no sospecha de nadie —bostezó Echagüe—. Pero la policía tiene siempre la posibilidad de adoptar la expresión de lechuza erudita y afirmar que tienen sospechas muy bien fundadas, o que anda sobre la pista segura y que la más elemental prudencia exige silencio absoluto. ¿No es así, mi buen Teodomiro?

—Es usted terrible, don César. Hay momentos en que de buena gana le retorcería el cuello; pero, en cambio, al momento se siente uno desarmado por su carácter. No se toma nada en serio y se burla de todo y de todos, empezando por usted mismo.

Volviéndose hacia Isabel, el jefe de Policía continuó:

—¿Cómo se puede uno enfadar de un hombre cuyas burlas más duras son las que hace de él? Sólo le he visto serio cuando, no hace mucho, El Coyote se nos presentó ante todos para brindar por unos recién casados. Entonces, don César no estaba para bromas, ¿verdad?

—Desde luego; pero es que en aquellos momentos yo llevaba encima casi medio millón de pesos en joyas y dinero. Las botonaduras de mis calzoneras eran de perlas y estaban valoradas en una fortuna.

—¿Vieron juntos al Coyote? —preguntó Isabel.

—Lo vio la mitad de Los Ángeles —replicó el jefe de policía—. Precisamente en uno de los comedores de esta casa.

—¿Y no lo detuvieron? —inquirió Isabel—. Siendo tantos…

—Pero a una boda no se va armado de revólver —contestó el señor Mateos—. Alguno llevaba espadín; pero la mayoría no teníamos otra arma que el cuchillo de postres.

—Y aunque la hubiéramos tenido no la hubiésemos utilizado —rió don César—. Estando El Coyote delante con la mano cerca de la culata del revólver, no hay en todo California quien sea capaz de protestar y, mucho menos, de empuñar un arma —sonrió César—. Claro que usted ya sabe algo de eso, ¿no? ¿Es cierto que se ha visto frente al Coyote?

—Claro que sí —dijo con indignada expresión Isabel—. ¿Cree que lo inventé para alabarme?

—Nunca he creído semejante cosa —replicó César de Echagüe—; pero es que en los últimos tiempos, nuestro querido amigo El Coyote parecía haberse regenerado un poco.

—Tal vez el asesinar a sangre fría sea una regeneración —dijo, irónicamente, Isabel.

—Precisamente El Coyote no solía matar a nadie a sangre fría —observó Teodomiro Mateos.

—Entonces quizá no fuese el verdadero Coyote… —admitió Isabel—. Me gustaría verme frente a frente del Coyote legítimo. Así podría observar si se parece o no al hombre que me robó. ¿No podría ponerme usted en relación con él, señor Mateos?

Riendo, el jefe de policía replicóle:

—No podré llevarle ante El Coyote; pero si usted quiere haré correr la voz de que usted desea verle para saber si fue él o no quien la robó, El Coyote es muy cortés y seguramente se apresurará a complacerla.

—Dudo mucho de esa famosa cortesía.

—Hace usted mal en dudar de ella, señora —intervino César de Echagüe—. Nadie mejor que usted puede certificar la cortesía del Coyote. Otro bandido seguramente la hubiese registrado a fondo para convencerse de si llevaba o no más dinero encima. He oído decir que las mujeres tienen la costumbre de esconderse las joyas y el dinero dentro del traje, lo más cerca posible de la carne, a fin de que si las asalta algún bandido no pueda robarles todo lo que llevan. Si yo, que soy un simple hacendado que jamás ha sentido tentaciones de robar a nadie, conozco ese detalle, mejor lo conocerá quien ha hecho oficio de asaltar diligencias. Por lo tanto, o bien el autor del asalto fue un novato que se conformó con lo que pudo encontrar a mano, confiando en que su disfraz de Coyote bastaría para asustar a sus víctimas, o, realmente, fue El Coyote quien, aun sospechando que su hermosa víctima guardaba dinero y joyas entre sus ropas, no quiso ofenderla y prefirió perder lo mejor del botín; pero en ese caso tenemos el asesinato a sangre fría, hecho incomprensible en El Coyote.

—Tal vez no quiso que se descubriera su identidad —sugirió Mateos.

—En ese caso no hubiera dejado viva a la señora —replicó Echagüe—. Si lo que deseaba era ocultar su intervención en el asalto, habría matado también a la señora Perkins.

—Creo que yo puedo darles la solución a ese misterio —sonrió Isabel—. Era El Coyote, en efecto, con todos sus defectos y virtudes. Mató, realmente, a dos hombres. Al primero lo mató para defenderse, y al segundo para evitar que pudiera repetir que había sido El Coyote el autor del asalto. Pero al hacer aquello ese bandido ignoraba que en la diligencia viajaba una dama, y al verme desmayada confió en que yo no podría descubrirle y, por lo tanto, no era imprescindible matarme.

—Tiene usted una gran inteligencia y un juicio muy certero —declaró Mateos—. Usted nos haría falta en la policía.

—Tal vez acuda a usted algún día, señor Mateos —dijo la joven—. Es posible que necesite su ayuda.

—¿Y la mía? —preguntó César—. Me complacería mucho poderla ayudar en lo posible, señora.

—¿Solo en lo posible? —sonrió, coquetamente, Isabel.

—Ofrecerla lo imposible me ha parecido excesivo, señora. Nuestra cortesía nos obliga a veces ofrecer flores en lugar de regalar brillantes o perlas.

—Don César, he oído hablar mucho de la cortesía de los hispanoamericanos. Me gustaría ponerla a prueba…

—Nada me placerá tanto como esa prueba —aseguró César de Echagüe, clavando una profunda mirada en los turbadores ojos de Isabel Perkins—. ¿Qué quiere?

—Ya que ha hablado de flores, me gustaría mucho un ramillete de crisantemos amarillos. Creo que sólo crecen en el Japón.

—¿El Japón? —murmuró César, pensativo—. Está un poco lejos. Creo que mi mensajero tardará por lo menos una semana en ir al Japón y volver. ¿Le parece suficiente ese tiempo?

—Bien, puedo esperar una semana —rió Isabel—. Pero si tarda más no admitiré excusas y creeré que los californianos no están a la altura de su fama.

Había terminado la cena, y Mateos, Echagüe e Isabel se pusieron en pie para retirarse. En aquel momento Yesares acudió, preguntando:

—¿Han quedado contentos de la cena?

Isabel miró con intensa fijeza al posadero, y las aletas de su nariz se dilataron levemente.

—Muy contentos —replicó Césa—. ¿No es cierto, señora Perkins?

—La cena ha sido maravillosa —aseguró la joven; pero en su voz había una nota quebrada.

—Como de costumbre —comentó Mateos—. Las cenas de la posada del Rey Don Carlos son siempre magníficas.

—Con su permiso, subiré a acostarme —dijo Isabel—. Estoy rendida por el viaje y las emociones.

Reunidos al pie de la escalera, Mateos, Echagüe y Yesares la vieron subir lentamente. Cuando desapareció, Mateos comentó:

—Una mujer deliciosa.

—Mucho —coreó don César.

—Extraordinaria —agregó Yesares.

—Les dejo, amigos míos, pues he de terminar un trabajo —anunció Mateos.

Yesares y Echagüe le vieron alejarse por la plaza. Después, don César volvióse hacia su amigo y comentó, con distraída expresión y acento indiferente:

—Estamos frente a una mujer excepcional, Ricardo. Nos va a dar mucho trabajo.

—Creo que exagera —sonrió Yesares—. En su equipaje no había nada sospechoso. Parece el de una mujer coqueta, casi me atrevería a decir que el de una profesional del amor.

—Ricardo, has de aguzar tu ingenio —dijo, seriamente, don César—. Llevas poco tiempo en el peligro y no te das cuenta de cuándo te encuentras en él. Te prevengo que desde este momento tu vida no vale ni dos centavos.

—¿Por qué? —preguntó, extrañado el dueño de la posada.

—Antes de presentarte en el comedor, después de registrar el equipaje de la señora Perkins, debiste tomar un baño caliente, cambiar de ropa y perfumarte con algo muy fuerte.

—¿Para qué?

—Para borrar el olor a incienso japonés. Estás impregnado. Como si durante media hora te hubieras movido en una habitación de mujer coqueta que ama el perfume y que, cual si esperase regresar acompañada a su cuarto, hubiese dejado encendidos en unos pebeteros unos carboncillos de incienso que llenaran la estancia de un aroma propicio al amor. Por eso has creído que Isabel Perkins era una profesional, ¿no?

Yesares miró asombrado a su jefe.

—¿Cómo sabe…?

—Sé que había incienso porque hueles a él. Y no sólo yo me he dado cuenta de que tus ropas están impregnadas de ese perfume. También la señora Perkins lo ha advertido. Lo noté en su mirada. Fue asombro y alegría a la vez.

—¿Cree que lo del incienso fue una trampa?

—Claro. Esa mujer ha venido con un fin determinado. Quiere saber quién es El Coyote. Para ello ha cargado sobre él las culpas del asalto a la diligencia, que tal vez fue llevado a cabo por otro bandido, pues no creo que sea ella la autora de los asesinatos. Al llegar a Los Ángeles ha repetido la historia del delito del Coyote. Lo ha hecho con la esperanza de atraer la atención del Coyote sobre ella y obligarle a entrar en acción y a que tratase de averiguar qué clase de mujer era la que le acusaba de haber asaltado una diligencia. Lo ha conseguido todo. Ya sabe quién ha registrado su equipaje. Hasta ahora casi nadie nos había cazado tan pronto.

Yesares estaba abrumado.

—¡He sido un estúpido! —exclamó.

—No —sonrió César—. Te falta experiencia. Pero aún no se ha perdido todo. Esa mujer puede creer que tú eres El Coyote; pero también puede creer que no eres más que un posadero celoso del buen nombre de su establecimiento. Procura estar prevenido y evitar otro nuevo lazo.

—¿No podría simultanear una aparición del Coyote estando yo presente?

—No, Ricardo. Eso serviría con otra persona; pero Isabel Perkins es muy astuta. Se dará cuenta en seguida del juego y sólo se conseguiría hacerle suponer que existen dos Coyotes, en cuyo caso quizá sus sospechas se dirigieran hacia el verdadero Coyote. ¿Por dónde entraste?

—Por el pasadizo secreto. Pero ella no puede saberlo.

—Esperemos que no lo sepa —murmuró César de Echagüe, preparándose para salir de la posada en dirección a su casa.