Heriberto Artigas marchaba con tranquilo paso por la calle Kearny. Ni él mismo recordaba casi nunca su vida anterior. Heriberto Artigas era un hombre muerto. Él se llamaba desde hacía muchísimo tiempo Philip Kellner. Tenía algunos negocios, poseía bastante dinero en el Banco. Era un hombre afortunado que había olvidado su vida anterior. ¿Para qué recordar cosas tristes? Sobre todo viniendo del Petit Paris, donde el señor Kellner era tan popular y tan conocido por todos los empleados del establecimiento. Ya ni siquiera llevaba revólver, como al principio, cuando temía que de un momento a otro alguien le descubriera, azuzado por la cuantiosa suma que ofrecían por su cabeza.
Tenía un hermoso piso en la calle Arenas, con mullidos sillones y otras comodidades en el San Francisco de entonces. Incluso una bañera de mármol.
Abrió la puerta del piso y la cerró con gran cuidado. Temía a los ladrones como suelen temerlos todos aquellos que han robado mucho. Para animarse tarareó la canción que cantaba aquella francesa del Petit Paris.
Súbitamente, cuando acababa de encender la luz, la canción murió en la garganta del señor Kellner.
—¿Quién es usted? —preguntó.
El enmascarado que se hallaba en el sillón preguntó a su vez:
—¿No me conoce? Haga un poco de memoria, señor Artigas.
—Se equivoca… No me llamo…
—Usted es quien se equivoca si cree que ha cambiado tanto como para que El Coyote le olvide.
—¿Es usted El… Coyote?
—Sí.
—Nunca hemos sido enemigos.
—Se equivoca. Lo fuimos mucho, aunque nunca nos vimos frente a frente. Yo fui quien liberó al hoy general Crisp. Yo fui quien disparó contra usted y sus amigos cuando huían del rancho de don César de Echagüe. Y yo fui, por fin, quien prometió a mi padre matarle aunque tuviese que irle a buscar al otro extremo del mundo. Debo cumplir mi promesa.
—¿Bromea?
—No.
El Coyote desenfundó un revólver.
—¿No me dará la oportunidad de defenderme? —pidió, temblorosamente, Artigas.
—¿Dio usted esa oportunidad a fray Eusebio? ¿Y a los prisioneros de San Gabriel?
—Le daré el dinero que me pida; pero déjeme vivir. ¡No quiero morir!
—Lo tendré en cuenta. Sus admiradores le han convertido en una figura heroica que ensucia las páginas de nuestra Historia. Esa burla no se la perdonaré jamás. California no puede perdonarle.
—Le daré diez mil dólares.
El Coyote sonrió.
—Quiero doscientos mil —dijo.
—¿Y no me matará?
—Si usted no quiere, no. Firme un cheque por doscientos mil.
—Si entonces yo hubiera sabido que usted vivía no me habría metido en aquella aventura.
—Estaba usted predestinado a morir a mis manos. Lo dicen las estrellas. Firme el cheque, y así, cuanto antes terminemos este enojoso asunto, mejor para los dos.
Artigas llenó con pesada mano un cheque, y luego, por orden del Coyote, escribió una carta certificando el cheque.
El Coyote cogió con una mano la carta y con la otra el talonario, dejando sobre la mesa el revólver. Y allí lo fue a buscar la ansiosa mano de Heriberto Artigas, cuyo rostro expresaba de nuevo la alegría que había mostrado al matar a Mark y Harries. Sentíase orgulloso de su listeza.
—Devuélvame ese cheque —ordenó.
El Coyote pareció inmutarse.
—Ha sido listo —dijo.
—Y usted muy torpe. Deme el cheque y la carta.
El Coyote dobló cuidadosamente ambos documentos y los guardó en un bolsillo.
—¡Démelos! —ordenó Artigas.
Al mismo tiempo que decía esto apretó el gatillo del revólver. Oyóse el chasquido del percutor al caer en vacío.
—Está descargado —explicó El Coyote—. Una simple medida de precaución cuando se quiere leer una carta. Y, además, asegurarse de si un cheque es bueno o malo. He venido a matarle, Artigas. Lo juré a mi padre, que murió por culpa de usted.
—¿Quién era su padre? —preguntó Artigas con el inútil revólver colgándole de la mano.
—Se llamaba como yo. César de Echagüe.
Al decir esto El Coyote se quitó el antifaz.
—Es una broma —musitó Artigas.
—¿Por qué ha de ser una broma?
—Si usted fuese El Coyote no se hubiera quitado el antifaz.
—¿Y por qué no, si le voy a matar? ¿A quién podrá contar lo que ha descubierto?
—¡Le daré más dinero!
—Cuando yo muestro mi cara a un enemigo es que le he condenado irremisiblemente a muerte.
Artigas comprendió que estaba perdido. Con brusca energía tiró el revólver hacia la cara del Coyote, que lo esquivó fácilmente. En seguida, Artigas se precipitó hacia el cajón donde guardaba su arma. Lo abrió, llegó a empuñar un revólver y, al volverse, recibió el primer disparo del Coyote en el brazo derecho, luego otro en la oreja izquierda y, el tercero en el corazón. Los tres casi simultáneos.
El Coyote esperó a que la vida huyese por completo del cuerpo de Artigas.
—Ya estamos en paz —dijo—. ¡Tantos años buscándote y tan de prisa que te he matado! Cualquier piel roja hubiese sacado más partido de ti que yo. A veces creo que soy un infeliz.
Pegó un puntapié al cuerpo de Artigas para asegurarse de que no quedaba vida en él y, enfundando su revólver, recogió el otro, apagó la luz, y con su llave maestra salió de la casa.
Pero no regresó al hotel, donde le esperaba Guadalupe. Dirigióse hacia Alameda, a una dirección que había anotado en el Petit París al informarse de la dirección de Artigas y de su nombre actual. Aunque era algo tarde, no desconfiaba de hallar despierto al dueño de aquella casa.
Al llegar ante ella vio luz en el balcón central del primer piso. Haciendo escala de unas recias plantas trepadoras, El Coyote subió hasta el balcón terraza y desde la barandilla examinó al hombre que estaba sentado ante unos mapas, tomando notas ayudado por una serie de libros que iba cogiendo de un estante.
Terminó de cruzar la barandilla y avanzó hacia el hombre.
—Buenas noches, general Crisp —saludó.
El interpelado se volvió sorprendido. Luego sonrió.
—Buenas noches, señor Coyote. Entre usted. ¡Cuántos años sin vernos!
—Muchos. Los que median entre teniente y general, aunque en su caso el ascenso fue meteórico.
—La guerra fue, para mí, una suerte. Cometí unos cuantos errores tremendos que resultaron aciertos increíbles y por los cuales me premiaron. Siéntese, señor Coyote. En estos últimos tiempos he leído mucho acerca de usted.
—Aún trabajo. Precisamente vengo de matar a un viejo amigo nuestro.
—¿Amigo?
—Sí. Heriberto Artigas.
—¿Vivía?
—Sí, puesto que le maté.
—¿En San Francisco?
—Sí, era su sistema de siempre. Estar allí donde nadie podía imaginar que estuviera. Era un sitio ilógico. Sin embargo, ha permanecido aquí muchos años, cerca de personas que le conocían y le buscaban, y hasta esta noche el azar no me cruzó en su camino.
—¿Le ha dado la oportunidad de defenderse?
—La doy a casi todos mis enemigos. A él también, aunque en pequeña dosis. Si hubiese sido prudente no le habría podido matar.
—Por fin se resuelve un viejo enigma la víspera de la solución de otro —dijo Crisp.
—Cumplió usted la palabra que le pedí —siguió El Coyote.
—Pero no muy bien. Luis Martos sale mañana del penal, después de haber cumplido un poco menos de la condena que se le impuso al serle conmutada la pena de muerte.
—Y Esther, ¿le sigue esperando?
—Sí. Es una mujer maravillosa —suspiró Crisp—. Un día perdí la cabeza y le pedí que se casara conmigo. Me miró con esos ojos suyos tan grandes, que parecen asombrarse de todo lo malo que hay en el mundo. Le dije que había sido una broma, ya que todos saben que ella está locamente enamorada de Luis.
—¿Y él?
—Creo que la quiere, aunque no ha podido darse cuenta de la gran mujer que se esconde en su menudo cuerpo.
—¿Tienen dinero para establecer un hogar?
—No. Todo cuanto ella ha ganado lo utilizó para ayudarle a él.
El Coyote tendió al general Crisp el cheque y la carta de Artigas.
—Cobre mañana este cheque y entregue el dinero a Esther. No le diga quién se lo envía. Si acaso, explíquele que es de alguien que la considera con derecho a la felicidad.
—Vale la pena matar a un hombre para hacer feliz a una pareja como ésa —sonrió el general—. Sobre todo ella. ¡Tan insignificante! ¡Tan delgada! Tan frágil. Y ahí la tiene, desarrollando una energía y una fuerza de voluntad que para sí quisieran muchos grandes hombres.
—Muchas gracias por todo, general; pero sobre todo por haber conseguido aquel primer indulto y este segundo.
—Esta vez lo he hecho por ella. Si hubiéramos esperado a que Luis Martos cumpliera su condena habría salido de la cárcel a los cincuenta y cuatro años.
—¿Temió que se cansara de esperar?
—Ése es el único temor que no me ha asaltado —sonrió Crisp—. Esther es capaz de esperar durante cien años, llena de ilusión, un sólo minuto de felicidad. ¿Quiere beber algo?
—No —replicó El Coyote—. Adiós, general. Hasta que volvamos a encontrarnos, como amigos o enemigos.
—Aprecio demasiado mi prestigio para arriesgarlo contra usted, señor Coyote. Prefiero ser su amigo.
Los dos hombres se estrecharon las manos y El Coyote descendió por donde había subido. Crisp le vio perderse por la larga y oscura calle. Lo último que percibió de él fueron sus rítmicas y recias pisadas.
El general Crisp intentó nuevamente seguir con su estudio de las batallas de la guerra civil; pero al fin tuvo que dejarlo, furioso consigo mismo ante la súbita añoranza que le había entrado de una época tan imbécil como la de su actuación en Los Ángeles, que hasta unos días antes le había parecido odiosa. Decidió, de pronto, volver allí. Entre los que se iban a sorprender al verle convertido en general figuraba, sin duda alguna, el botarate de don César de Echagüe.