Capítulo IX:
La marcha de César de Echagüe

Esther encontró a César de Echagüe en el patio del rancho, conversando con Julián. Luis le había encargado que diera la noticia al «señor», y aunque para ella el «señor» era el mayor de los Echagüe, quizá Luis había querido indicar al hijo, es decir, al que le había regalado el rifle y el revólver que tan feliz le hicieron. Además todos sabían que, desde su boda, el menor de los Echagüe era quien gobernaba la hacienda, con bastante más destreza que su padre. La joven decidió darle a él la noticia, segura de que César se la comunicaría también al señor de Echagüe. En cambio, si se la daba al anciano, quizás éste, que a veces tenía un carácter bastante atrabiliario, no informaría a su hijo, no cumpliéndose así la voluntad de Luis.

—¿Otra vez aquí, Esther? —preguntó Julián al ver a la hija del capataz.

—Traigo un recado para el señor —explicó la muchacha, mirando a César.

—¿Qué sucede? —preguntó éste, advirtiendo el nerviosismo de Esther. Y por si la joven prefería hablarle a solas, ordenó a Julián—: Ve a mi cuarto y acaba de arreglar mi equipaje.

Cuando el mayordomo estuvo lejos, acercóse a la muchacha y repitió:

—¿Qué sucede?

—Me envía Luis —contestó Esther—. Luis Martos. El pastor…

—Ya sé, ya. ¿Para qué te envía?

—Es que… Pues… Que subió don Heriberto a los pastos y le habló de lo que había hecho. Luis se ha ido con él para…

Aunque Esther sentía un gran respeto por los «señores», César siempre había sido bueno con ella y cariñoso. Además, Lupita le hablaba muy encomiosamente de él. Tal vez por eso no disimuló su emoción y de nuevo aparecieron las lágrimas en sus ojos.

—¿Le quieres mucho? —preguntó César.

—Nos… nos conocemos desde hace tanto tiempo…

—¿Él no se ha dado cuenta de que tú le amas? —preguntó suavemente César.

—No, señor. Él piensa en otras muchas cosas.

—Explícame todo lo ocurrido.

Esther se lo explicó detalladamente. Al terminar inquirió:

—¿Verdad que no se enfadará con él por lo que ha hecho? Luis estaba seguro de que usted se alegraría.

César pensó en lo poco que le conocía Luis Martos. También pensó en otras cosas; pero se abstuvo de decirlas.

—No, no me enfado con él —sonrió el joven—. Tiene la sangre impetuosa. Ya esperaba yo algo así. Puedes marcharte. Hazlo en seguida, no te sorprenda la noche por el camino.

—Lo conozco bien y no hay peligro, señor.

—Hay muchos lobos sueltos ahora, Esther. Dile a tu padre que te vigile. Y si no… Quédate esta noche aquí. Vuelve a los pastos mañana por la mañana. Julián enviara a alguien a avisar a tu padre. Vamos a ver a Lupita. Quiero encargarle algo. ¿Por dónde dices que llegó don Heriberto?

—Por el camino de Peñas Rojas. Por allí debía de tener a su gente.

—Gracias. ¿Te gustaría vestir un poco mejor?

—Tengo todo cuanto necesito.

—Pero a tu padre le faltará una manta. ¿No crees que se disgustará cuando sepa que se la has regalado a Luis?

—Creo que sí…

—Pero no te importa, ¿verdad?

Esther secóse las lágrimas y sonrió.

—No, no me importa —dijo—. Papá no me castigará mucho.

—Debemos evitar que te castigue, aunque sólo sea un poco.

Habían llegado a la casa del mayordomo. Lupe salió al encuentro de César, expresando también su asombro al ver allí a Esther. César le explicó brevemente lo ocurrido, terminando:

—El muchacho se unió a las huestes del bravo don Heriberto, el héroe de California. —Por el bien de Esther lo dijo como si lo sintiese de verdad—. Como los caminos no están muy seguros —agregó—, Esther pasará la noche aquí. Toma estos cincuenta pesos y llévala al pueblo. Cómprale un traje, botas y una buena manta para Pedro. Si hace falta más, di que lo vengan a cobrar aquí. Adiós.

—Buen viaje, señorito —deseó Lupe.

—Gracias. Te traeré algo de Méjico. Adiós, Esther. Y no te apures. Ya verás cómo Luis al fin se da cuenta de que te quiere.

Cuando César se reunió con Julián había perdido su sonrisa.

—Ya está sucediendo lo que temía —dijo—. Artigas ha empezado a reclutar gente y no le va a costar mucho formar un ejército para que los norteamericanos lo destruyan.

—Puede que sus intenciones sean buenas —opuso Julián.

—Eres un ingenuo, Julián. Y eres demasiado viejo para que el ser un ingenuo resulte lógico.

Había hablado con cierta acritud. Al darse cuenta de que el mayordomo le miraba con dolida expresión, sonrió, pidiendo:

—Dispénsame, Julián. Estoy con los nervios alterados. Ese Artigas ha venido a turbar mi paz. ¿Está todo arreglado?

El mayordomo asintió. El equipaje estaba listo en sus menores detalles. Ya sólo faltaba cargarlo sobre el caballo.

—Me marcharé ahora —siguió César—. Si saliese más tarde se extrañarían todos de que no aguardara a mañana en vez de salir de noche.

El equipaje de César fue cargado en un caballo. Luego Julián comenzó a preparar el otro caballo que debía utilizar el joven. Éste, entretanto, fue a despedirse de su padre. Le halló en el salón, hundido en una butaca, con un cigarro entre los dedos.

—Me marcho a Capistrano —dijo.

—Adiós. Que tengas un buen viaje —deseó con fría voz el anciano.

—Gracias, papá. No te inquietes si tardo un poco. Si vuelve Leonor, cuéntale que he ido a comprar esas tierras.

—Está bien.

—Quería decirte que Luis Martos se unió a la gente de Artigas.

—No me extraña en él.

—Es muy impetuoso.

—Sí, tiene ese defecto —replicó, mordazmente, el viejo.

—No he dicho que sea un defecto, papá. En él me parece lógico.

—Mucho honor para Martos. Si no tienes nada más que decirme…

—No, nada más. Espero que mi ausencia te siente bien.

—Puedes ahorrarte tus impertinencias. Adiós.

—Adiós.

Cuando cruzaba la casa en dirección a la cuadra, César pensó que tal vez llevaba demasiado lejos su aparente escepticismo. ¿Le beneficiaba el que su padre tuviera tan mala opinión de él? Sin embargo no podía hacer otra cosa. No podía contarle la verdad a su padre, porque en éste aquella verdad sólo redundaría en perjuicios. No comprendería que El Coyote en vez de ayudar a Artigas estuviera dispuesto a perseguirle implacablemente. Y como no era hombre que atendiese a razones, a los pocos días sentiríase tan en contra del Coyote como lo estaba de su hijo.

—¿Lo arreglaste todo? —preguntó a Julián, cuando llegó a la cuadra.

—Aquí están los dos caballos. ¿No se extrañarán de que viaje sin ningún criado?

—Procuraré no cruzarme con nadie.

—¿No sería mejor que le acompañase yo?

—Tú no estás para estas aventuras, Julián. Además eres muy conocido y si te viesen con El Coyote en seguida adivinarían mi identidad. Por otra parte me interesa mucho que te quedes aquí. Yo andaré por estas tierras y muchas noches vendré a pasarlas en la bodega. Y más que las noches pasaré los días. Arregla una cama abajo y dispón víveres abundantes. Y no digas nada a nadie de lo que sabes. Me refiero a lo de Artigas. Para todo el mundo debe seguir siendo un héroe. Incluso para tu hija. Seguid la corriente popular. Si se alaba a Artigas, alabadle vosotros. Y, sobre todo, alábalo delante de mi padre; pero sin dejar de comunicarle todo lo malo que haga.

—¿Qué va a hacer de malo?

—Ya lo verás. Mi padre es amigo de llevar la contraria y enemigo de que se la lleven a él. Yo no sé lo que hará en realidad Artigas; pero imagino lo que piensa hacer y sé lo que puede realizar. Si asalta un rancho y roba caballos para su gente, cometerá un robo. Si tú le dices a mi padre que Artigas ha robado unos caballos, él te replicará que se ha incautado de ellos para la causa. En cambio, si le dices lo de la incautación, al no recibir una explicación contraria a sus ideas, podrá meditar serenamente y, poco a poco, verá la verdad. Aunque a veces lo disimule, tiene buen juicio y sabe razonar; pero generalmente le ciega la pasión y, sobre todo, su gran corazón. Éste le juega las peores pasadas.

Julián prometió cumplir las instrucciones del hijo de don César de Echagüe y el joven, que vestía traje típico del país, montó a caballo y sin ninguna prisa, porque no la tenía por alejarse de aquellos lugares, partió hacia la carretera, con tan mala oportunidad que en el momento en que él cruzaba la puerta exterior del rancho pasaba ante ella el teniente George Crisp, seguido por veinticinco soldados de caballería.