Los Ángeles era un pueblo de pocas noticias. Se comprende, así, que el cúmulo de acontecimientos ocurridos en la noche anterior fuesen devorados ávidamente por los lectores del Clamor Público, que en aquella ocasión llegó a tirar dos mil ejemplares, batiendo los records, como decían los norteamericanos, pues hasta entonces difícilmente había llegado a los mil.
Cuando el señor de Echagüe bajó a desayunar, encontró a su hijo abstraído en la lectura del diario de Los Ángeles.
—Me acabo de enterar de que ayer noche hubo un gran combate en el rancho de Artigas —dijo el joven.
—Si no tuvieras el sueño tan fuerte te hubieses enterado sin necesidad de leer el periódico —replicó el anciano—. Tuvieron la avilantez de emplear cañones.
—Sólo hicieron dos disparos —explicó César—. No fueron necesarios más. Artigas y sus valientes levantaron el vuelo. Aunque no aguardaba gran cosa de él, había alimentado una leve esperanza de que se hiciera matar entre las ruinas de su hacienda.
—¿No ha sido así?
—No. Escapó hacia el monte con toda su gente. Así lo explica el periódico. Enviaron a un periodista al lugar del suceso para que nos explicara lo sucedido.
—Serán mentiras y más mentiras.
—Eso es lo que yo creo. El Clamor dice que Artigas y su gente ofrecieron una encarnizada resistencia que los hombres de Koster no pudieron vencer. Dice que lanzaron unos veinte ataques a pecho descubierto y que en cada uno de ellos fueron rechazados con cuantiosas bajas que el sheriff trata de ocultar, pero que todo el mundo conoce. Un centenar de muertos es lo menos que El Clamor calcula, pues Artigas estaba prevenido y había ocupado ventajosas posiciones. La situación para Koster se hizo tan grave que, al fin, tuvo que enviar a por los soldados del Fuerte y dos baterías. Todo esto lo explica El Clamor Público, porque, en cambio, el muchacho que ha traído el periódico dice que sólo marchó al rancho una batería. Y Julián ha averiguado de fuente fidedigna que sólo se dispararon dos cañonazos. Uno por cada cañón. O sea que los ocho se reducen a dos.
—Dos cañones no hubieran bastado para rendir a Artigas.
—El diario añade que Artigas y su gente lucharon entre las incendiadas ruinas de su casa hasta que la resistencia se hizo imposible. Entonces rompieron el cerco a que los tenían sometidos los soldados y escaparon triunfalmente hacia Peñas Rojas.
—Lo creo.
—Pues yo no creo en las fugas triunfales —opuso César—. Estoy seguro de que Artigas escapó antes de que dispararan los cañones. Koster no tenía hombres suficientes para rodear eficazmente el rancho, y en el Fuerte tampoco hay bastantes soldados para eso.
—Pero el diario lo dice, ¿no?
—Lo dice porque le interesa vender dos mil ejemplares y sabe que halagando a los californianos los venderá. ¿De dónde iba a sacar Koster cien hombres que perder en un ataque y por lo menos otros cien para perderlos luego en torno al incendiado rancho?
—La hacienda de Artigas vale lo suficiente para pagar a tantos mercenarios como se quiera emplear.
—Tal vez sea así. Ha sido una suerte que no enviaras a ninguno de nuestros hombres a ayudar a Artigas. Si lo hubieses hecho, ahora, a pesar de lo que diga El Clamor Público, tendrías aquí al sheriff a pedirte explicaciones sobre tu conducta.
—Envié a seis de nuestros peones y ahora lamento no haber ido yo también.
César de Echagüe dirigió a su padre una fingida mirada de asombro.
—¿De veras lo hiciste? —preguntó, con un horror que parecía legítimo.
—Sí.
—Julián no me ha dicho nada.
—Habrá supuesto que a mi hijo no le interesan las acciones heroicas —contestó el señor de Echagüe, sentándose frente a su desayuno; pero rechazándolo casi en seguida.
—Entonces… hemos perdido a seis peones, ¿no?
—Es posible. Quizá no hayan muerto.
—Si no han muerto estarán por Peñas Rojas, con Artigas.
—No te inquietes por ellos.
—No me inquieto. Si fueron lo bastante locos para comprometerse en esa descabellada empresa, merecen andar fugitivos hasta que les alcance una bala. Dice el periódico que se han enviado soldados hacia las montañas para que capturen a los de Artigas. Pero ¿no desayunas?
—Mientras mis compatriotas luchan contra los invasores, ya no puedo comer tranquilamente como… como tú.
—Inténtalo. Alguien me contó que casi todos los hombres que Artigas reunió para su locura eran bandidos norteamericanos perseguidos por la Justicia.
—Quieren mancillar el nombre de un héroe.
—¡Bah! Así se escribe la Historia. Quizás algún día alcance a ver a Artigas en lo alto de un monumento; pero ni aun entonces creeré que fue un héroe el hombre que robó a los indios, a los misioneros y a sus compatriotas, y que, además, comprometió tontamente a los verdaderos patriotas.
—¡Cállate! —ordenó el anciano, cuyo rostro estaba más blanco que sus cabellos—. ¡Cállate! ¡Te lo mando!
—Como quieras, papá. Y si prefieres que me marche, aprovecharé la oportunidad para ir a San Juan de Capistrano. Deseo ver unas tierras que allí se venden.
—Harás muy bien en marcharte. Yo te lo agradeceré más que nadie.
En este momento entró Julián y dirigiéndose al señor de Echagüe le anunció:
—Han vuelto los peones, señor. Están fuera. ¿Quiere verles?
—¡Hombre! —exclamó César—. No me pierdo por nada del mundo la vuelta de los héroes. Seguramente nos contarán cosas estupendas, hazañas increíbles, actos de valor inauditos…
—Hazles entrar —ordenó el señor de Echagüe—. Y en cuanto a ti, César, quizá sea mejor que te marches. La emoción podría perjudicarte.
—No, no. Quiero oírles. Aunque no sea más que para envidiarles.
Julián dirigió al joven una implorante mirada que pasó inadvertida para el mayor de los Echagüe. Luego salió del comedor y a los pocos momentos hizo entrar a los seis peones, retirándose en seguida.
—No parecen muy satisfechos de su heroísmo —observó César, conteniendo difícilmente la risa ante el abatido aspecto de los seis hombres.
—Sentaos —invitó el anciano—. Debéis de estar agotados. Y no estéis tan tristes. Hicisteis lo posible por vencer. Contarme cómo ocurrió todo.
—Ellos eran muchos, patrón —dijo el más audaz de los seis.
—Ya lo sé. Sólo así pudieron venceros. Contádmelo todo.
—No hay mucho que contar, patrón.
—No cabe duda de que son modestos, como los verdaderos héroes —observo César.
—Déjales hablar a ellos —ordenó su padre. Y agregó, dirigiéndose a los peones—: Fue la artillería la que decidió el encuentro, ¿verdad?
—No sé si llevaban de eso, patrón.
—¡Caramba! Ni se dieron cuenta de que los atacaban con cañones —sonrió el joven.
—Puede que sí llevaran cañones —siguió el peón más hablador—. Cayeron sobre nosotros por sorpresa y no nos dieron tiempo para nada.
—Seguramente sólo les dieron tiempo para matar a cincuenta o sesenta yanquis —murmuró César.
—¡Te he dicho que te calles y les dejes contar a ellos! —ordenó, una vez más el anciano—. ¿Estuvisteis en el incendio del rancho?
—No, patrón. No…
César fue a emitir un burlón comentario, pero le contuvo la furiosa mirada de su padre. Encogiéndose de hombros, esperó a que el peón explicara la verdad.
—A cosa de una legua escasa de aquí nos atacaron, patrón. Nosotros resistimos todo lo que nos fue posible; pero ellos eran tantos y nosotros tan pocos que… Al fin nos cogieron y nos ataron a unos árboles.
—¿Qué estáis diciendo? Pero ¿es que no llegasteis al rancho?
—No, patrón. Nos rodearon antes de que llegásemos, y aunque hicimos lo posible, todo resultó inútil.
El señor de Echagüe tuvo que sentarse porque sentía que las piernas se le doblaban.
—Entonces…, ¿no intervinisteis en la lucha?
—Pues… no. Luchamos contra ellos, pero eran muchos y nos hicieron prisioneros.
—Pero mataríais a unos cuantos, ¿verdad? —preguntó César, evitando que su mirada se cruzase con la de su padre.
—Tal… tal vez. Creo que sí. Yo vi caer a dos o tres…
—¿Dos o tres qué? —inquirió el joven—. No serán dos o trescientos soldados, ¿verdad?
—No, patroncito. Eran… eran… No sé.
—¡Cuenta de una vez, sin más rodeos, lo que os sucedió! —pidió el anciano—. Y tú, César, déjales hablar.
—Llegamos al bosque y ellos nos rodearon. Nos quitaron las armas, nos ataron a unos árboles y querían ahorcarnos. Por fin nos dejaron allí hasta que, hace un rato, Esther García, que venía a traer leche al Rancho, nos liberó.
—¡Qué prosaica es la realidad! —suspiró César—. Resulta más ameno El Clamor.
—¿No pudisteis llegar al rancho? —preguntó al señor de Echagüe.
—No, patrón. No pudimos, aunque lo intentamos.
—¿Os dejasteis detener y atar a los árboles sin defenderos?
—No pudimos. Cuando nos dimos cuenta nos rodeaban más de cien soldados, ¿verdad? —y el que hablaba volvióse hacia sus compañeros, que asintieron con la cabeza.
—¿Los contasteis? —preguntó César—. ¡Cuánta serenidad!
—En resumidas cuentas: no hicisteis nada de lo que se os ordenó, ¿verdad? —preguntó el padre de César.
—No pudimos…
—¡Salid de aquí y procurad que no os vuelva a ver! —les apostrofó su amo—. ¡Salid!
Los seis peones no se hicieron repetir la orden y escaparon atropelladamente del comedor. Detrás de ellos salió César, deseoso de evitar a su padre la violencia de su presencia.
En el jardín encontró a Julián, a quien ordenó:
—Envía a esos infelices a cualquiera de las haciendas donde mi padre no pueda verlos. Y a Bartolomé dale cinco pesos. Si no se los ha ganado por valiente, al menos los merece por ingenioso. Ha contado una historia maravillosa.
—Su padre se llevará un gran disgusto.
—Peor se lo hubiera llevado si no intervenimos a tiempo. Entra a contarle lo de los Lugones. Eso le calmará un poco. El mal de otros lo consolará. Luego prepárame el equipaje. Esta noche saldré hacia Capistrano.
—¿A qué va a ir?
—A comprar unas tierras que no nos hacen ninguna falta. Pero sobre todo…
—¿Es que piensa seguir usando el traje?
—Eso mismo. Y estoy temiendo que vuelva Leonor y no me deje seguir con el juego.
—Es muy peligroso.
—Me lo vienes diciendo desde que te enteraste de la verdad. Y hasta ahora no me ha ocurrido nada…
—La herida…
—Aquello fue cosa de poca importancia. Lo que más me interesa ahora es poder moverme con libertad. Aquí no puedo hacerlo, y si regresa Leonor, aún podré menos. Me vería obligado a dejar a medio terminar un trabajo que va a ser largo. Desde Capistrano fingiré pasar a Méjico.
—Pero ¿qué trata de resolver ahora, señorito César?
—Lee El Clamor Público, Julián. En él verás cómo a un canalla, a un hombre que no tiene escrúpulos de ninguna clase, esos imbéciles le están transformando en un héroe californiano sólo para dar gusto a su clientela; para vender unos cientos de ejemplares más. Las nuevas leyes permiten decirlo todo. No importa que sea mentira. Es la libertad. En este caso, a pesar de que la persona alabada y ensalzada es compatriota mío, me indigna, como me indignaría si a un bandido norteamericano lo quisiesen presentar como héroe; aunque eso me indignaría menos, porque los peligros para nosotros serían menores. Ya sé qué no me entiendes. Artigas anda suelto por los montes, seguido de una cuadrilla de bandidos. La gente leerá el diario de Los Ángeles, que describe una fantástica batalla y unos heroísmos que no existieron, y todo el mundo llamará héroe sublime a Artigas. Algunos jóvenes ansiosos de aventuras y fama se unirán a él, creyendo una cosa y descubriendo otra muy distinta. Q sea que por una vez tendré que ayudar a nuestros enemigos. He de terminar con Artigas.
—¡Pero si lleva con él a más de treinta hombres! Y eso es verdad, porque me lo tu dicho quien lo sabe.
—Aunque llevase tres mil. Es una labor ingrata, pero no siempre podemos hacer lo que más nos gusta. Ve a contarle a mi padre que a los Lugones también los ataron a unos árboles y luego arregla mi equipaje. No te olvides de lo principal.
Aquel mediodía, Julián contó a Lupe que César iba a marchar hacia el Sur fingidamente y en realidad en pos de Heriberto Artigas.
—Está haciendo lo posible para que lo maten —dijo al fin—. ¡Y será capaz de conseguirlo y arruinar así esta casa que tanto espera de él!
Julián interrumpióse un momento al advertir que dos silenciosas lágrimas resbalaban por las mejillas de su hija.
—¡No seas así, mujer! —la reprendió—. A veces yo exagero un poco. No le ocurrirá nada, pues ha nacido con suerte y hasta ahora nunca le ha faltado. Pero aunque le ocurriese algo malo, no tienes por qué llorar por él. Eres demasiado impresionable.
—Perdona, papá; soy una tonta. Ya lo sé.
Julián palmeó suavemente la espalda de su hija.
—Claro que eres una tonta; pero a todos nos gusta que seas así. Cuando se lo diga a él se echará a reír.
—¡No! —gritó Lupe, con súbita e inesperada energía—. ¡No quiero que se lo cuentes! ¡No quiero!
Julián no entendió nada. No podía imaginar la verdad. No podía imaginar que en su corazón Lupe alimentase un amor sin esperanza. Un amor que ni ella misma se quería confesar, porque la horrorizaba. Fray Anselmo era el único que conocía una parte de aquel secreto de confesión. El franciscano confiaba en que el tiempo acabaría borrando aquel cariño que si era pecado llevaba en sí mismo la más terrible de las penitencias, porque Lupe tenía que vivir al lado del hombre a quien amaba y también al lado de la mujer que era dueña legitima del amor de César de Echagüe.