Capítulo V:
Heriberto Artigas pide auxilio

Transcurrieron cinco días sin que ocurriera nada. Por dos veces El Coyote acudió a casa de Adelia, sin que se le llamase, sólo con el fin de averiguar si la india cumplía sus órdenes. Adelia le pudo informar así de dos detalles muy importantes. El primero era el de que, poco a poco, el sheriff iba reuniendo los hombres necesarios para llevar a cabo el embargo. Los californianos se negaron a alistarse a sus órdenes; pero de diversos lugares fueron llegando norteamericanos dispuestos a todo a cambio de los cien dólares que prometían a cada uno. Ya tenía unos quince y esperaba para antes del domingo tener los que le faltaban. El segundo detalle fue el de que Artigas tenía también un espía en el Juzgado. Adelia, tras cuyo inexpresivo rostro se ocultaba una aguda inteligencia, lo había descubierto casi en seguida, ya que el hombre no sospechaba que la encargada de la limpieza pudiera sentir algún interés por lo que él estaba haciendo.

—Eso quiere decir que no le cogerán desprevenido —se dijo El Coyote.

Por Leocadio y sus hermanos averiguó, también, que los demás hacendados no se atrevieron a apoyar a Artigas y sólo le prometieron su apoyo moral. Don Justo Hidalgo era el único, además de don Goyo y don César de Echagüe, que le ofreció alguna gente; pero en vez de ofrecérsela de la que estaba a su servicio, le propuso darle el dinero necesario para contratar a un par de indios o mejicanos de los que rondaban, sin oficio ni beneficio, por la plaza. Artigas rechazó la oferta. A él le interesaba agrupar a su alrededor los intereses completos del mayor número posible de hacendados, a fin de que éstos, para defenderse, le defendieran.

Artigas era, como había dicho César de Echagüe, un hombre inteligente. Carecía del lastre de los escrúpulos de conciencia y estaba dispuesto a traicionar a todos si con semejante traición podía obtener un beneficio material, por pequeño que fuese.

Su principal interés al acudir a don César no fue sólo, como creyera el joven Echagüe, obtener una ayuda material en hombres. Estaba enterado de la gran influencia política de Edmonds Greene, el yerno del viejo hacendado, y confiaba en que si las cosas se complicaban, Greene, para salvar al padre de su mujer, se vería obligado a salvarle también a él. No ignoraba que sus títulos de propiedad carecían de valor, de acuerdo con las estipulaciones del tratado de Guadalupe Hidalgo entre mejicanos y norteamericanos que puso fin a la guerra entre ambas naciones. En dicho tratado se garantizaba a los habitantes de los territorios cedidos a la Unión el libre usufructo de los bienes que legalmente poseyeran. El despojo de las misiones franciscanas se hizo con amplias violaciones a la Ley, especialmente por lo que hacía referencia a los títulos de propiedad concedidos por España a los que se instalaron en California. Así se había hecho en el caso de Suttler, que, por cesión del Gobierno mejicano, era dueño de la mayor parte de California. No se podía admitir que un solo hombre poseyese tantísima tierra. Y lo mismo ocurría en su propio caso, ya que los propietarios legales de las tierras que él había usurpado eran los franciscanos, únicos que podían presentar títulos de cesión otorgados por el Gobierno español. Washington y luego Monterrey no podían aceptar como legítimo el saqueo de las misiones, aunque también es cierto que no hicieron nada por devolver a los misioneros sus tierras. Seguían la táctica de dividir para vencer, y Artigas era uno de los que debían ser divididos. Pero ante el peligro en que se hallaría su suegro, comprometido tontamente en la empresa de Artigas, seguramente Greene influiría para que se echara tierra al asunto y, todo lo más, se despojase al hacendado de una parte de sus tierras.

—Vale la pena perder cinco si conservo veinte —decidió Artigas.

Entretanto había escondido en sitio seguro todo cuanto de valor poseía, especialmente en dinero, joyas y objetos de oro y plata. Había contratado a un grupo bastante numeroso de mejicanos e, incluso, yanquis fugitivos de otros Estados, y contaba con unos cuarenta hombres a quienes creía decididos a todo.

Luciano Praderas, uno de sus más seguros ayudantes, estaba en el pueblo, atento a lo que ocurría allí y con un plan bien meditado para poderle avisar a tiempo.

El sábado por la tarde, cuando ya el sol desaparecía, tras una masa de enrojecidas nubes, Heriberto Artigas supo que al fin le iban a atacar. Una paloma llegó volando desde Los Ángeles y metióse en su palomar. La simple llegada de dicha paloma mensajera debía indicar al hacendado que, por fin, reunidos los hombres necesarios, Koster se disponía a tomar posesión del principal de sus ranchos. No obstante, Artigas subió al palomar y de una de las patas de la paloma recién llegada sacó un fino papel en el que leyó:

Están a punto de salir hacia ahí. Treinta y cinco (35) hombres. También va el juez Salters.

Artigas hizo pedazos el papel y dejó que el viento se los llevara; después bajó al corral, donde esperaban dos de sus peones, y les ordenó:

—¡Ya podéis marchar a hacer lo que os dije!

Mientras uno de los jinetes se dirigía al rancho de San Antonio y el otro al de don Goyo, Artigas golpeó con un martillo el gran aro de hierro que servía para llamar a los peones para la comida.

A la convenida señal acudieron de todas partes los hombres elegidos para la defensa del rancho. Artigas abrió su armero y comenzó a distribuir los rifles que había acumulado. A cada hombre le dio cien cartuchos de papel y una bolsa con ciento veinte balas, así como otra cajita con fulminantes. Por muy bien armados que fueran los ayudantes del sheriff, Artigas estaba seguro de que los suyos los superaban.

En cuanto hubo recibido su rifle, cada uno de los hombres de Artigas dirigióse al puesto que le había sido asignado de antemano. El muro que limitaba el rancho había sido abundantemente aspillerado en la parte que daba al camino. En unos instantes quince rifles asomaron por aquellas aspilleras, dominando el principal acceso al rancho. En otros lugares, por los que también era fácil penetrar en la hacienda, se situaron tiradores en grupos de dos o tres.

Cuando aún los mensajeros de Artigas no habían llegado a sus respectivos destinos y los hombres de Koster todavía estaban organizándose en Los Ángeles, esperando que llegase la noche para actuar con más facilidad y ofrecer menos blanco si, como se temía, Artigas hacía resistencia, éste tenía ya perfectamente organizada la resistencia.

El mensajero que iba a casa de don Goyo llegó a la hacienda del caballero y enseguida se vio rodeado por tres de los Lugones.

—Iremos inmediatamente —dijo Timoteo al enviado—. Puedes volver. Te alcanzaremos antes de que hayas galopado media legua.

El mensajero se hubiese quedado allí de muy buena gana; pero había recibido orden de regresar cuanto antes al rancho Artigas. Hizo volver grupas a su caballo y emprendió el camino, sin apresurarse mucho con el fin, como se dio por excusa, de que los Lugones le alcanzaran.

El no ir de prisa le salvó, de momento, de las graves consecuencias que le esperaban a un cuarto de legua del rancho de don Goyo. Seguía el mismo camino, aunque al revés, que siguiera para ir a llevar su mensaje; pero algo había cambiado. Este algo era una fina pero fuerte cuerda tendida de un lado a otro del camino y sujeta a dos recios robles. Contra aquella cuerda, invisible en la penumbra del anochecer, dio con su pecho el jinete, saltando despedido hacia atrás. De haber galopado más velozmente su caída hubiera sido mucho peor, mas a cambio de ello se hubiese librado de lo que entonces le ocurrió.

El correo quedó sentado en el suelo, moviendo la cabeza para despojar a sus ojos de las masas de telarañas que los llenaban. Alguien que le observaba desde detrás de otro roble hizo un gesto de disgusto al ver que el hombre no había perdido el conocimiento y sacando de la faja que llevaba ceñida a la cintura una pistola de dos cañones, la cogió por éstos y en cuatro zancadas estuvo junto al caído, a quien golpeó con seco y recio golpe en la cabeza.

El infeliz sintió que los ojos le saltaban fuera de las órbitas, vio mil luces y luego se derrumbó como si lo hubiesen desinflado.

Un momento después llegaron tres jinetes y uno de ellos preguntó al de la pistola:

—¿Has tenido que convencerle, Leocadio?

—Sí. Iba tan despacio que por poco no cae. He tenido que darle en la cabeza. A lo mejor lo he matado.

—No te apures —dijo Evelio Lugones—. Cuando se marchó parecía ir rezando y encomendando su alma a Dios.

—Eso me tranquiliza —replicó Leocadio, guardando la pistola.

Después, con el propio lazo del correo, ayudado por sus hermanos, ató al enviado de Artigas a un roble algo apartado del camino. Le amordazó para que no pudiese gritar al despertarse, si se despertaba, y, por último, dio un latigazo al caballo, haciéndole escapar de allí después de soltar al aire un par de enérgicas coces.

Juan Lugones había desatado la cuerda que cruzaba el camino y los cuatro hermanos partieron al galope tendido, atravesando el bosque de robles en dirección al punto fijado por El Coyote.

Mientras tanto, el otro mensajero de Artigas llegaba al Rancho de San Antonio y fue conducido a la presencia de don César.

—Me envía don Heriberto, señor —anunció—. Le han dado aviso de que el sheriff va hacia allí con mucha gente.

—Está bien —replicó el anciano—. Aguarda un momento y marcharás con mis hombres.

Don César agitó una campanilla, a cuyo sonido debía acudir Julián; pero Julián no estaba en casa. Le habían visto marchar bastante antes hacia los maizales, pues aquella noche debían ser regados. Fue necesario enviar a un peón en busca del mayordomo. En todo esto se perdieron unos quince o veinte minutos, que por parte del señor de Echagüe fueron invertidos en animar un violento malhumor.

—¿Qué has estado haciendo? —gritó a Julián—. ¿No te dije que tuvieses preparados a los hombres que han de ir al rancho de don Heriberto?

—Ya los tenía, señor —se excusó el mayordomo, con un miedo que no era fingido—. Ya los tenía; pero como hay que regar el maíz…

—¡Déjate de maíces y llama a la gente! Que vayan al rancho en seguida con este hombre. Y, mientras se preparan, ordena que le den un vaso de vino o de aguardiente.

—En seguida, señor, pero creo que ya se han acostado. Como no creí que los necesitara de noche, les dije que se podían marchar.

—¡Date prisa y no pierdas el tiempo en explicaciones que no resuelven nada! Si no terminas pronto, iré yo en persona a buscarlos. Que se lleven los fusiles.

—Sí, señor. Vamos, muchacho.

Lo primero que hizo Julián fue llevar al mensajero de Artigas a la cocina y dejar a su discreción el uso de una botella de aguardiente catalán. Esto era una imprudencia que normalmente jamás hubiese cometido Julián; pero aquellas circunstancias no eran normales para nadie.

Después de dejar al hombre frente a la mayor cantidad de licor gratuito con que se había visto en su vida, Julián marchó, sin ninguna prisa, a despertar a los seis hombres que había elegido para aquella faena.

Los encontró jugando al monte y tuvo la condescendencia de aguardar a que terminasen la partida; entonces les anunció:

—Vamos, muchachos. Ya ha llegado el momento de irse a jugar la cabeza en el rancho de don Heriberto. Recoged lo que necesitéis. Los fusiles, los cartuchos y, sobre todo, vendas y ungüentos por si os hieren. Si alguno quiere dejar escrita una carta para la familia, que se dé prisa.

Las caras de los seis escogidos se habían alargado extraordinariamente. Ninguno tenía prisa, y si Artigas no contaba con gente más brava para defenderse, no cabía esperar que su rancho fuera ninguna Numancia.

Media hora tardaron en llegar los seis con sus caballos ante la casa. El señor de Echagüe les esperaba impaciente.

—¿Es que los has tenido que ir a buscar a la Luna? —gritó a Julián.

Éste no respondió, sobre todo porque no estaba muy seguro de las consecuencias que para él podría tener todo aquello.

—¿Dónde está el peón de don Heriberto? —siguió preguntando el anciano.

—Quedó en la cocina, bebiendo el aguardiente que el señor me ordenó que le sirviera —dijo Julián.

—Ve a buscarlo… —empezó el señor de Echagüe—. O, si no, ya iré yo.

Entró en la casa, seguido por Julián, y por el corredor que conducía a la cocina llegó a ésta. Apenas abrió la puerta le dio en el rostro una densa vaharada aguardentosa. El mensajero de Artigas había dado fin a las tres cuartas partes del contenido de la botella y en aquellos momentos estaba sentado en el suelo, hipando y tratando de agarrar alguno de los fantásticos objetos que pasaban ante él.

—¿Qué significa esto? —rugió el mayor de los Echagüe, zarandeando al enviado dé ranchero.

El pobre hombre, perdido su inestable equilibrio, cayó de lado y se abrazó al suelo de la cocina, que a él se le antojaba, por lo menos, el puente de un barco sacudido por un furioso temporal.

—Se ha emborrachado —suspiró Julián.

—No necesito que me lo digas —bufó su amo—. ¿En qué pensabas al dejarlo solo con tanto aguardiente? Milagro será si no revienta.

—¿Quiere que le eche un jarro de agua? —preguntó el mayordomo.

—Ni aunque le echases todo el océano Pacífico lo despertarías. Dile a la gente que vaya al rancho de don Heriberto. Supongo que encontraran el camino.

—Supongo que sí. Han nacido aquí y conocen todos los caminos.

Julián corrió a dar la orden, agregando, para tranquilidad de los nerviosos peones:

—Mucho cuidado, no os crucéis con la gente del sheriff. Van con mala intención.

Los seis hombres salieron del rancho con tan poca prisa como entusiasmo, maldiciendo en voz baja a Julián mientras este pudo oírles, y en voz más alta cuando estuvieron lo bastante lejos.

—¡Condenada suerte la nuestra! —comentó uno de ellos—. Si el sheriff nos coge por el camino es capaz de ahorcarnos. —Y se pasó una temblorosa mano por el cuello, como si ya sintiese el roce de la última soga.

—Pudo haber ido él —replicó otro de aquellos valientes.

—Yo no me contraté para hacer de soldado —refunfuñó el tercero.

Y los otros tres no dijeron nada porque sus gargantas estaban tan atascadas como si se hubiesen tragado un kilo de serrín.

El camino aparecía solitario, pero lleno de ruidos a cual más erizante. Muy lejos aullaba un coyote. En los árboles aleteaban las aves nocturnas. Un búho lanzaba bastante cerca su fúnebre grito y un jaguar cruzó el sendero, asustando un poco a los caballos y un mucho a sus jinetes. Mas lo peor fue cuando varias voces (a ellos les parecieron cien o más) les ordenaron, en un español que sin duda salía de gargantas norteamericanas:

—¡Quietos todos y levantad bien altas las manos!

Los seis peones eran gente obediente y en aquel momento lo demostraron. Doce manos se levantaron a la vez, mientras seis temblorosas voces proclamaban que ellos eran gente de paz.

Dos hombres a caballo salieron de entre los árboles y desarmaron con pasmosa rapidez a los peones del Rancho de San Antonio; luego les obligaron a desmontar y, ayudados por otros dos diablos (por lo menos eran diablos, si es que no eran algo peor), los ataron y, por fin, los amarraron a un par de árboles que estaban allí desde mucho antes de la conquista de California por los soldados de Carlos III.

—Os deberíamos ahorcar —dijo uno de los asaltantes.

Los seis peones habían observado ya que sus enemigos llevaban el rostro tapado con grandes pañuelos, lo cual no contribuyó a levantar sus decaídos ánimos. Todos a la vez comenzaron a suplicar por sus vidas, inventando, incluso, un número considerable de hijos que morirían de hambre si ellos faltaban.

—Dejadlos ahí —ordenó un quinto jinete, de quien sólo percibieron la voz—. Artigas los esperará en vano.

Los cuatro asaltantes se reunieron con su jefe, y cuando los peones les oyeron alejarse pensaron que volvían a nacer.

Cuando estuvieron a cierta distancia los cinco jinetes se echaron a reír.

—Ha sido fácil, patrón —dijo Leocadio.

—Ahora faltáis vosotros —replicó El Coyote—. Os va a tocar pasar una mala noche; pero no conviene que se sospeche.

Una hora después, El Coyote terminaba de amarrar a los cuatro hermanos a unos árboles, no muy lejos de donde estaba el hombre que Artigas enviara al rancho de don Goyo.

—Así está bien —dijo—. No olvidéis que fuisteis derribados por unas cuerdas cruzadas en el camino y que unos hombres enmascarados cayeron sobre vosotros antes de que pudieseis defenderos. Preferiría no tener que amordazaros; pero si no lo hiciera, lo lógico sería que os pasaseis la noche gritando y pidiendo socorro. Eso os cansaría más que la mordaza.

Con unas tiras de tela, El Coyote amordazó a sus cuatro ayudantes y después de despedirse de ellos con unas amistosas palmadas, les prometió enviarles al día siguiente el dinero prometido; luego alejóse al galope hacia el Rancho de San Antonio.

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Cuando el señor de Echagüe se retiró a su dormitorio detúvose un momento junto a la puerta del cuarto de su hijo. Oyó la acompasada respiración de un durmiente y un ligero e intermitente ronquido.

El heredero del rancho no tenía remedio. Mientras don Heriberto Artigas defendía el honor de California en su rancho, aquel hombre joven y fuerte dormía como un tronco.

Pero si la puerta, en vez de ser de espeso roble, hubiera sido de cristal, el señor de Echagüe se hubiera sorprendido mucho viendo que su hijo estaba sentado en un sillón, con un libro entre las manos y lanzando los suspiros y lo demás que él estaba oyendo, pero con los ojos tan abiertos como pudiera tenerlos el hombre más despierto del mundo.