Capítulo III:
Las inquietudes de don César de Echagüe

El más joven de los de Echagüe intentó seguir fumando como si lo ocurrido no le afectara; pero a los pocos minutos envió el cigarro a reunirse con el anterior y, levantándose, comenzó a pasear por el salón.

Su padre era terco. Lo había sido siempre, unas veces para bien; muchas más para mal. Cuando el anciano cerraba su comprensión, era inútil intentar disuadirle. Se podía llegar a hacerle ver la realidad; pero nunca se conseguía que lo admitiera. César estaba seguro de que su padre había salido del salón convencido de que al prometer su ayuda material a Artigas había cometido una insensatez; pero, al fin y al cabo, pertenecía a una raza que ha llevado adelante muchas insensateces convirtiéndolas en hechos gloriosos.

—¡Pero de esto no puede resultar nada bueno! —gritó César, encarándose con el retrato de su abuelo, el primer César de Echagüe californiano, uno de los fundadores del pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles, compañero de Rivera y Moneada, amigo de fray Junípero Serra, que desde la pared miraba, impasible, cuanto sucedía ante él—. En tu tiempo, abuelo, era distinto. El ser impulsivamente heroico tenía un sentido; pero ahora… ¡Bah! ¡Si no quisiera tanto a tu hijo, le daría una tanda de azotes! No es un hombre; es un niño.

Quien hubiera visto y oído en aquellos momentos a César no hubiese reconocido en él al atildado y lánguido jovenzuelo que era la indignación de los viejos y, desde su matrimonio con Leonor de Acevedo, también de las jóvenes casaderas y, sobre todo, de sus madres.

Una débil tosecilla indicó a César que no estaba solo. En seguida comprendió quién la había lanzado.

—Hola, pequeña —dijo volviéndose hacia la hija del mayordomo—. No te he oído entrar.

—Estaba usted tan distraído… Vine a arreglar un poco el salón. Si molesto, volveré luego.

—No. Quédate. Al menos, contigo se puede hablar. Luego llamarás a tu padre. Le necesito. Lupita, he de ayudar a mi padre. Lo malo es que él no se deja ayudar por nadie. ¿Sientes simpatía por las personas que, sin beneficiarse por ello, comprometen a los que llaman sus amigos?

—No, señorito —la muchachita se preguntaba adonde iría a parar su interlocutor.

—Lo suponía —rió César, sintiendo que se iba calmando su enfado.

Lupe guardó silencio, aunque sus ojos siguieron preguntando claramente al joven cuáles eran sus pensamientos.

—Voy a hacer una locura, chiquilla. Y critico a los locos. Con ello demuestro que soy más loco que ellos ¿no?

—Usted no puede pensar locuras, señorito. Usted siempre ha sido inteligente, bueno y sensato.

—Eso es lo que digo cuando no soy más que César de Echagüe, el heredero de este rancho y de otras muchas tierras; pero a veces me canso de ser lo que parezco y me porto como quien no parezco.

Reflejóse la inquietud en las brillantes pupilas de Guadalupe Martínez.

—¡No, eso no, por Dios! —pidió—. Déjelo como está. Aquello ya pasó. Todos creen que ha muerto. Nadie merece que lo resucite.

—¿Cómo has adivinado mi propósito?

—No sé. Quizá no haya adivinado nada.

—Sí. Por eso quiero ver a tu padre. Y no intentes disuadirme. Soy tan terco como el criticado autor de mis días.

—Si la señorita estuviese aquí, se asustaría mucho.

—Pero no está aquí, sino en Monterrey —sonrió César—. Seguramente no me dejaría obrar y tendría razón. Será como una escapada.

—Pero le verán y se sabrá que el… —Lupe se contuvo. No se atrevía a pronunciar el nombre del Coyote—. Sabrán que no ha muerto y volverán a buscarle y a perseguirle.

—Procuraré tener cuidado y ser muy prudente. Además, sólo saldré esta noche para dar unas órdenes a unos amigos. Ellos saben que no he muerto. Son de toda confianza. Primero, porque son honrados; segundo, porque les pago bien, y tercero, porque no saben quién es, en realidad, El Coyote y, por lo tanto, temen que, si hablan, los castigue.

—¿No podría hacerlo yo? —preguntó la muchacha—. En mí nadie se fijará.

—No puedes hacerlo. Llama a tu padre y quédate en el vestíbulo para avisarnos a tiempo si viene alguien.

La muchacha salió a cumplir el encargo de César. Cuando, al cabo de unos minutos, entró en el salón Julián Martínez, el mayordomo, su rostro expresaba una inquietud que indicó a César que Lupe le había dicho algo.

—¿Qué desea, señorito? —preguntó el mayordomo.

Lupe había cerrado la puerta, dejando solos a los dos hombres.

—En parte ya lo sabes, según creo.

—La niña me ha dicho algo. No debe hacerlo, señorito. Déjeles que se arreglen sin usted.

—Sólo quiero ayudar a mi padre, Julián. Se ha comprometido con Artigas. Ya sabes cómo es él cuando se cree en la obligación de cumplir una palabra.

—¿Por qué no le dijo usted la verdad? Si él supiese que usted es…

—No. No. Demasiada gente lo sabe ya. No me refiero a ti, ni a tu hija; pero mi cuñado y…, sobre todo, mi mujer…

—La señorita nunca le descubrirá.

—A veces se habla mal de mí. Se dice que esto o aquello, y veo que Leonor está a punto de gritar. Mi padre sería peor que ella. Tiene el genio demasiado vivo. Sin embargo es muy bueno. Y cuando comprendo que, a pesar de los defectos que me supone, me quiere, yo le quiero más. Hoy ha prometido a Artigas que le proporcionará hombres armados para defender su rancho cuando el sheriff vaya a embargarlo.

—¡Dios mío!

—¿Te das cuenta de lo que eso significa? Comprometerse él y arruinar su hacienda. No creas que ese peligro me importa a mí. Tengo aparte mucho dinero más; y aunque no lo tuviese, no me importaría. Lo que temo es la reacción de mi padre si se viera despojado de estas tierras. Él no las ama sólo por lo que valen materialmente, sino por lo que significan.

—¿Qué se puede hacer?

—Mi padre te encargará de elegir los peones que han de apoyar a Artiga. Quiero saber a quiénes elegirás.

—¿Ahora?

—No es necesario que sea ahora mismo. Pero esta noche, a las diez, necesitaré sus nombres. Cuando mi padre te ordene que prepares a los peones, dile que sólo puedes disponer de seis.

—¿Y si pide más?

—Insiste en que seis ya son demasiados, pues la cosecha próxima no deja disponibles a más. Verás cómo se conforma. Y puede que se conformase también si le dijeses que sólo puedes disponer de uno; pero entonces quizá sospechara mi intervención. En realidad está convencido de que ha cometido una ligereza; pero es incapaz de admitirlo.

—¿Y usted no va a cometer una ligereza al resucitar al…?

—Sí; pero yo, al menos, lo reconozco.

—¿Y eso no cree que es peor que lo de su padre?

César dio unas cariñosas palmadas en la espalda del mayordomo.

—Eres inapreciable, Julián; pero si quieres seguir siendo mi amigo predilecto, fíjate en lo que bien digo y no en lo que hago mal. Es un refrán muy antiguo. Lo leí en un viejo libro titulado… pero tú no lo leerías, ¿verdad?

—No, señorito.

—Entonces será preferible que no te lo diga. A los hombres que elijas los irás preparando de manera que, cuando les llegue el momento de entrar en acción, estén muertos de miedo. No se te ocurra escoger gente brava, ¿eh?

—No tema. ¿De modo que está decidido a salir esta noche?

—Sí.

—¿Y qué dirá la señorita cuando lo sepa?

—Si lo sabe, dirá muchas cosas, Julián; pero tú no las oirás.

—¿Qué quiere decir?

—Que si tu hija y tú no habláis, nadie se enterará de mi resurrección. Y si habláis, no estaréis aquí para oír lo que diga Leonor.

—Me ofende que dude usted de mi lealtad.

—Sólo te aviso. Soy terco, lo sé; pero lo soy con motivo.

Julián salió del salón moviendo, preocupado, la cabeza. Durante un año había vivido tranquilo, sin temer por la suerte del joven. Y ahora volvía a renacer El Coyote y, con él, los riesgos y las inquietudes.

****

La comida, en el amplio comedor que utilizaba siempre don César, transcurrió en silencio, roto en breves ocasiones para rechazar tal o cual plato o pedir un vino u otro.

Padre e hijo, muy separados por la larga mesa, se miraron varias veces con intención de decirse algo; pero terminaron de comer sin que ese algo llegara a ser pronunciado.

Lupe sirvió el café en el salón. Los dos Echagüe coincidieron en hacer uso del azucarero.

—No, no. Sírvete tú —pidió César al ver que su padre retiraba la cucharilla.

—Gracias —replicó el anciano.

Azucaróse el café y mirando a su hijo anunció, con voz temblorosa:

—Luego acompáñame al pueblo. Aunque es domingo, podremos arreglar lo tuyo.

—No es necesario, papá. Si hablé como lo hice fue para disuadirte.

—Como quieras —replicó el anciano—. Iré yo solo. Ya te advertí que no tengo más que una palabra. Tú debieras imitarme. Si pediste lo que te corresponde fue porque temías perderlo. Yo necesito muy poco para vivir. Sólo esta casa y lo que hay en ella. Será lo único que quedará mío. Todo lo demás te lo traspasaré esta tarde.

—Mientras tú vivas serás el dueño de todo.

—No opino lo mismo. A menos que reconozcas que hoy te has portado mal.

—¿Quieres que te pida perdón por haberte dicho unas cuantas verdades?

—Sólo quiero que reconozcas que te equivocaste.

—Lo lamento. Lo lamento más de lo que puedes imaginar; pero soy yo quien tiene razón. El ayudar a Artigas es una barbaridad.

Don César bebió su café, secóse los labios con una pequeña servilleta y, levantándose, salió del salón sin volver a dirigir la palabra a su hijo. Éste tabaleó nerviosamente con las uñas sobre la mesa. A poco también se levantó.

Un cuarto de hora después estaba en el sótano de la casa, que había utilizado años antes su tío para ocultar armas y dinero, así como caballos.

Encendió una lámpara de petróleo y yendo hacia un arcón de roble levantó la tapa. Dentro estaba el traje que había vestido el día en que MacAdams le hirió en casa de Leonor. Ésta había lavado la sangre y zurcido el agujero abierto por la bala. Sin embargo, desde entonces aquel traje había permanecido allí. Tanto Leonor como él imaginaron que no volvería a ser necesario; pero si Heriberto Artigas no entraba en razón, lo cual no era probable, habría que usar, no sólo aquel traje, sino también los dos revólveres que en sus fundas, y pendientes de un ancho cinturón, se hallaban debajo de las prendas de vestir.

César había bajado especialmente por aquellos revólveres. Los sacó de sus fundas. Eran dos Colts de Caballería, de largo cañón y calibre 44. Estaban descargados. Antes nunca lo estuvieron. Maquinalmente, mientras su pensamiento estaba muy lejos de lo que hacía, el joven cogió un frasco de pólvora y unos tacos y balas de plomo. Con lenta meticulosidad fue cargando los departamentos de los cilindros. Después aplicó los fulminantes de cobre y con los pulgares levantó y bajo suavemente los percutores. Las dos armas no habían envejecido. Seguían tan eficaces como el día en que disparó una de ellas contra la espalda de Charlie MacAdams[1].

Enfundando de nuevo los revólveres, César cerró el arcón y regresó al vestíbulo. Luego, sin hacer caso del café que había tomado, se acostó, durmiéndose en seguida. Sabía administrar sus energías y aquella noche podían hacerle falta.