Capítulo II:
Donde empieza la vieja historia

El anciano don César volvióse hacia el criado.

—Dile que espere un momento —ordenó.

En cuanto el servidor hubo abandonado el salón, el anciano se encaró de nuevo con su hijo, que estaba tumbado en una butaca, fumando con displicencia un largo y estrecho cigarro.

—¡Viene oportunamente! —exclamó—. Con él me entenderé mejor que contigo.

El joven, sonriendo, dijo:

—No comprendo cómo, con ese genio tan endiablado, no te has hecho matar por algún yanqui.

—Ninguno de ellos tiene valor para hacerme frente.

—Si no tuvieras por yerno al importante señor Greene, de Washington, habrías ya cambiado de opinión acerca de los norteamericanos.

—¡Delante de mí no los defiendas! ¡Lo que están haciendo es odioso! ¡Pero en California aún quedan patriotas! Les demostraremos…

—Eso es lo que están deseando, papá. Les daréis una alegría enorme. Os sublevaréis. Os colocaréis fuera de la ley. Ellos se incautarán de las haciendas y os irán cazando por los montes como si fuerais osos grises.

—¡Calla! ¡Calla! Desde que has vuelto de Cuba parece como si te hubieras propuesto amargarme la poca vida que me queda.

—¡Pero si no soy yo! —protestó el joven César—. Eres tú y nadie más que tú. No hago nada que no te parezca odioso. Todo lo que digo es despreciable. Incluso a la pobre Leonor le haces la vida imposible. La querías más cuando me miraba por encima del hombro.

—Es que nunca me explicaré satisfactoriamente el que se haya casado contigo. Debió de volverse loca al ver morir al Coyote. Sólo así se comprende que aceptase. ¡Y que hable de ti como si fueses lo mejor del mundo! No comprendo de qué se enamoró.

—No intentes comprender a las mujeres, papá. Sería más fácil resolver la cuadratura del círculo o el problema del movimiento continuo. Las mujeres tienen una lógica desconcertante. No la encontrarás en Aristóteles ni en ningún otro de los genios griegos…

—¡Como no sea que se enamorase de ti al verte en peligro de muerte a causa del estúpido tiro que te metiste en el cuerpo!

—Piensa que pude haberme casado con otra muchacha más desagradable.

—Ya sé que le debo agradecimiento.

—Pues lo demuestras muy mal. De no haberse ido con su madre a recoger la herencia de su tía de Monterrey, habría estallado. Yo tengo paciencia, porque te conozco. Sé que tienes tu corazoncito. Ella, en cambio, sólo oye tus gruñidos…

—Si quieres que me excuse ante tu mujer, no lo haré.

—Eso sería una cosa sensata, y tú, papá, perdona que te lo diga, no eres sensato.

—Y tú lo eres demasiado. Te dan una bofetada y presentas la otra mejilla.

—Así lo ordena la ley de Dios.

—¡Qué ley de Dios ni que ocho…! Bueno. Me haces perder la cabeza.

—Lo creo. Te olvidas de que el todopoderoso señor Artigas está calentando el cuero de uno de nuestros sillones frailunos.

—¡Es verdad! —exclamó don, César. Agitó una campanilla de plata, y cuando se abrió la puerta del salón ordenó—: Lupita, haz entrar al señor Artigas.

La hija del mayordomo inclinó la cabeza y cerró la puerta. Un momento después la abrió de nuevo y, haciéndose a un lado, dejó pasar al visitante.

Heriberto Artigas era alto, recio tanto en lo físico como en lo moral. La más leve causa le hacía embestir como un toro a un trapo rojo. Iba siempre armado y aprovechaba la menor oportunidad para demostrar que sabía utilizar sus armas. Vestía un traje de gruesa tela, de hombre que está más atento a la solidez que a la elegancia, aunque ésta no faltaba en el corte de sus calzoneras, de su chaquetilla y de su limpia camisa.

—Buenos días, don César —saludó al dueño del rancho de San Antonio. Dirigiéndose al más joven de los Echagüe, agregó—: Hola, muchacho.

Éste, acariciando el cigarro que sostenía entre los dedos, replicó:

—Buenos días, don Heriberto. ¿Cómo está usted?

—Bien, gracias —replicó, secamente, el visitante.

Como a otros muchos, le irritaba aquel muchacho de exagerado atildamiento en el vestir. Usaba perfumes que a él le parecían femeninos, quizá porque, en su opinión, el hombre sólo debe oler a sudor y a caballo. Pero sobre todo le molestaba porque sabía decir las más insoportables impertinencias a la vez que se mostraba tan poco enérgico, tan calmoso, tan inofensivo, que uno no podía darle lo que se merecía.

—¿Qué le trae tan de mañana por nuestra casa? —siguió preguntando el joven.

—He venido a hablar con tu padre.

—Pues, por mí, adelante. Seguramente me dormiré en seguida. Lo único que se nos ha contagiado de los yanquis ha sido lo de levantarnos pronto. Me han dicho que usted ya no hace ni siquiera la siesta. ¿Es posible?

—Tengo asuntos muy graves en que ocuparme. No puedo perder el tiempo durmiendo.

—Dormir no es perder el tiempo, don Heriberto. Leí en el libro de un filósofo de Atenas que el sueño es lo único que nos acerca a Dios, pues libera el alma de…

De buena gana Artigas habría librado para siempre a César de su alma. El dueño del rancho intervino para calmar a su visitante.

—No haga caso de mi hijo —aconsejó—. Le gusta burlarse de todo.

—Podría emplear mejor su inteligencia —replicó Artigas.

—¿Mejor riéndome de los que en esta vida se afanan por obtener beneficios que durarán menos que ellos? —preguntó César.

—¿Es que te refieres acaso a mí? —preguntó Heriberto.

—¿Se da por aludido? —preguntó a su vez el hijo de don César.

—No soy de los que, si se me ofrece, rehuyen una lucha. Me doy por aludido siempre que pretenden ofenderme, con razón o sin ella. Opino que me ofende todo aquel que quiere ofenderme.

—O sea que para usted lo que vale no es la ofensa, sino el deseo de ofender.

—Eso es, muchacho. Ahora, tú tienes la palabra. Si has dicho algo con intención de que yo me disgustase, tanto si acertaste como si no, me daré por aludido y estaré a tu disposición.

—¿Y qué quiere que haga yo con usted, don Heriberto? —preguntó el joven—. No sabría en qué emplearlo.

—He querido decir que estoy dispuesto a partirte el corazón con las armas que tú desees.

—Prefiero conservar mi corazón entero, don Heriberto —sonrió César—. ¿No cree que esta mañana su mayordomo se confundió al servirle el vino del desayuno y le sirvió vinagre?

—¡Si no estuviese en tu casa y delante tu padre…! —gritó Artigas.

El señor Echagüe intervino con firmeza:

—Artigas: puede usted hacer de mi hijo lo que quiera, como si no estuviese en mi casa. Luego, cuando haya terminado, empezaré yo con usted. Me molestan las impertinencias de mi hijo; pero no olvido que soy su padre.

—Entonces, ¿apoya su actitud?

—No hago mías sus palabras; pero, con razón o sin ella, le apoyaré en todos los casos que se presenten. Es mi deber hacerlo así.

—Gracias, papá —sonrió César—. El señor Artigas no se atreverá a enfrentarse con dos Césares pertenecientes a la vieja dinastía de los Echagüe, en cuyo escudo se lee: «De valor siempre hizo alarde la casa de los Echagüe».

—No tengo nada contra usted, don César —dijo Artigas, volviéndose hacia el viejo—. He venido a buscar su amistad y por ello borraré de mi memoria las palabras de su hijo.

—No las borre del todo, don Heriberto —aconsejó César desde su sillón—. Algunas de las cosas que he dicho son dignas de Sócrates. ¿Sabe quién fue Sócrates?

—No me interesa.

—Pues fue un genio de la antigüedad. Platón, otro genio, ha escrito sus diálogos. Si quiere, le dejaré el librito. Es muy instructivo. Por más que a usted la instrucción le tiene sin cuidado, ¿verdad? Se advierte en seguida que prefiere la acción a la instrucción.

—¿No podríamos quedarnos solos, don César? —preguntó Artigas, dirigiéndose al mayor de los Echagüe.

El anciano cerró los puños y dirigió una fulminante mirada a su hijo. Éste había entornado los ojos y, con los pies encima de un escabel, parecía dispuesto a dormirse con toda placidez.

—Lo lamento —replicó el anciano—. Me quedan pocos años de vida, mi hijo se ha casado y debe conocer los asuntos concernientes a mi hacienda, así como mis decisiones en todos los problemas que se presenten.

Después de dirigir una mirada a César, Artigas observó:

—No parece que esté muy dispuesto a escuchar.

—Les escucho con el mayor interés —aseguró el joven, a través de un bostezo—. Vayan hablando y yo rumiaré lo que digan. Estoy seguro de que serán materias muy sustanciosas.

Llevóse el cigarro a los labios, chupó varias veces de él, en vano, pues estaba apagado, y acabó tirándolo a la chimenea. Bostezó con más fuerza, cruzó las manos sobre el vientre y lanzó un profundo suspiro, tras el cual pareció alejarse de este mundo.

—Le compadezco, don César —dijo Artigas—. Con un hijo así…

—Cuando necesite su compasión se la pediré, Heriberto —dijo, secamente, el hacendado.

César, que había entreabierto los ojos, guiñó uno a su padre, que no lo advirtió, y acentuando su sonrisa volvió a cerrarlos.

—No he querido ofenderle, don César —excusóse Heriberto Artigas—. Lamento que haya ocurrido este incidente. He venido en busca de su apoyo.

—¿Para qué lo necesita?

—Para el bien de California.

—Para eso siempre estaré dispuesto a dar mi fortuna y mi vida.

—Lo sé, don César —dijo, con profunda voz, Artigas—. Usted es de los nuestros, de los que no podemos tolerar las injusticias. He tenido conocimiento de que en breve, quizá hoy o mañana, se procederá a la incautación de mi hacienda.

—¡No es posible!

—Es la mejor de California. La más rica. La que contiene mayor número de ganado. Por eso la quieren.

—¿No ha recurrido al juez Salters?

—Él es quien ha firmado la orden para el sheriff. Koster la ejecutará tan pronto como reúna un grupo suficiente de hombres capaces de apoyarle. No puedo recurrir al juez.

—¿Qué piensa hacer?

—Defenderme. Resistir contra todos. Solo o acompañado.

—Cuente con mi apoyo material, Artigas. El moral ya lo tiene.

—Sabía que usted no me fallaría, don César. Espero que los demás hacendados hagan lo mismo. En la unión está la fuerza. Si todos permanecemos unidos, los yanquis tendrán que anular sus órdenes. No pueden despojar de sus bienes a la totalidad de los californianos.

—A veces me asalta el temor de que sean capaces de eso y de mucho más —expuso don César.

—No. No pueden ir contra todo el pueblo. Provocarían una rebelión.

—Eso es cierto. Nuestra raza no se deja avasallar sin defenderse.

—Yo le avisaré del momento en que vayan a incautarse de mi hacienda, don César. Tenga usted dispuestos los hombres que pueda prestarme. Así que reciba mi aviso envíelos a mi rancho. Confío en que algún día me sea posible pagarle este favor.

—Los favores no se hacen con usura —objetó don César—. Para que sean favores han de ser desinteresados.

—Gracias. Es usted un caballero.

—Permítame que le acompañe hasta la puerta.

—No es necesario, don César. No se moleste.

—Insisto, Heriberto.

—Entonces… —Artigas se volvió hacia el sillón donde se hallaba César de Echagüe y le dirigió un breve—: Adiós.

El joven respondió con un ronquido. Parecía dormir como un tronco. No obstante, cuando su padre regresó al salón le encontró fumando un nuevo cigarro.

—Creí que dormías —dijo don César.

—Me desperté hace un momento.

—Eres mi hijo y creo mi deber apoyarte, incluso cuando no tienes razón; pero te agradecería que, en adelante, evitaras las escenas como la que acaba de terminar. Si tienes sueño, en la cama dormirás mejor y no pecarás de ineducado.

En vez de responder, César preguntó:

—¿Piensas apoyar a Heriberto Artigas?

—Sí. He dado mi palabra.

—No oí que prometieras nada apoyándolo con tu palabra de honor.

—La palabra de un Echagüe ha sido siempre palabra de honor. No tenemos dos palabras. Por lo menos, no las tuvo mi padre ni las he tenido yo. Ruego a Dios que tú no seas la excepción.

—No lo seré, papá —respondió, con una seriedad que resultaba desconocida para el anciano—. Lo único que haré será tener más cautela que tú. Un caballero debe evitar comprometerse con un sinvergüenza.

—¡No toleraré que insultes a Heriberto!

César se echó a reír.

—Ya ves que, sin citar nombres, le has identificado sólo por el calificativo de sinvergüenza. Eso te demostrará que no estoy en un error.

Don César quedó un poco desconcertado ante la aguda réplica que le dio su hijo.

—He comprendido que te referías a él porque de él estábamos hablando —dijo, por fin.

—Si es así, disculpa mi respuesta, papá; pero, ya que hablamos del señor Artigas, analicemos su actuación. Lo primero que ha hecho ha sido afirmar que coloca el interés de California por encima de todo. Él le llama bien; para el caso es lo mismo.

—Y no miente. El interés de California exige que nos sacrifiquemos.

—Eso de que lo exige, papá, es muy relativo. ¿Lo exigen las montañas, los ríos, los bosques? ¿Lo exigen los infinitos pobres que habitan esta rica tierra? No. Ellos no exigen nada, y eso que son los más. Quien lo exige es el señor Artigas. ¿Recuerdas a Anselmo Salinas? Él se sublevó, buscó ayuda y la encontró en muchos sitios; pero no en casa de Heriberto Artigas, que, poseyendo numerosos peones y abundantes armas, se negó, con estúpidas excusas, a luchar por California. ¿Lo olvidaste ya? No quiso comprometer su hacienda ni su vida. Sus intereses estaban por encima de todo mientras los demás, tú, por ejemplo, lo olvidabais. El amor a la patria se le ha despertado muy tarde a ese señor. Le llega con seis o siete años de retraso; claro que, como todas las infecciones que tardan en declararse, parece que le ha estallado muy fuerte. ¡Cómo odia la injusticia!

—No he pedido tu opinión. Haré lo que se me antoje…

—Lo puedes hacer todo menos exponerme a la ruina, papá. No olvides que la mitad de lo que posees es mío. Lo administras en mi nombre, pero forma parte de la herencia de mi madre.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? —rugió el anciano.

—Estoy tratando de meter un poco de sentido en tu vieja cabeza. ¿Por qué te dejas manejar con tanta facilidad por un individuo como Artigas?

Don César temblaba de coraje y resistía difícilmente los deseos de precipitarse contra su hijo.

—Está bien —dijo al fin—. Desde hoy administrarás la herencia de tu madre. Haré extender los documentos necesarios y…

—No empieces, papá. A mí no me interesa administrar nada, aunque la verdad es que todo lo estoy administrando yo.seguir Sin embargo, me quieras o no, soy tu hijo. Tengo muchos derechos, y uno ellos es el de impedir que des un peligroso tropezón.

—No estoy ciego.

—Eres algo peor no quieres ver. Artigas es listo. El ser un pillo no impide ser inteligente. Te conoce y sabe que viniéndote a hablar mal de los yanquis, con tal de que exceptúe a tu yerno, te tiene ganado. Dice que ellos nos esquilman, roban lo que es nuestro, pisotean nuestras leyes y todo lo demás que se ha dicho ya tantas veces. Y tú, como un niño, le coreas con entusiastas aprobaciones. Lo cierto es que Artigas no gastó ni un peso en defender California. Pensó que los yanquis agradecerían su neutralidad. De raza viene al galgo ser rabilargo. El padre de don Heriberto hizo lo mismo cuando la guerra de la independencia contra España. Se mantuvo neutral, en tanto que tú y otros enviabais gente a Méjico a que defendieran la causa realista.

—Lo que hiciese el padre de Artigas no viene a cuento.

—¡Ya lo creo que viene a cuento! El padre de Artigas poseía un ranchito sin importancia donde cuidaba unos caballos, unas vacas y cultivaba un poco de trigo y maíz. La propiedad no valía ni diez mil pesos. ¿Qué ocurrió luego? Vino Méjico a California. Se secularizaron las misiones y… La hacienda de los Artigas creció como la espuma. Un puñado de tierras de San Luis Obispo, otro puñado de la Purísima, otro de Santa Bárbara. Un buen trozo de San Buenaventura, San Fernando, San Bernardino y San Gabriel. Con todas esas tierras misionales hicieron una hacienda única. Tú, y otros como tú, sentisteis repugnancia cuando se os ofrecieron dichas tierras. Eran santas y no queríais arriesgar vuestras almas. A los Artigas les tuvo sin cuidado el infierno si en la tierra ganaban un paraíso.

—Exageras —dijo, vacilante, el viejo hidalgo.

—No. Digo la verdad. Y tú lo sabes, aunque te niegues a reconocerlo. ¿Por qué a ti se te han reconocido tus títulos de propiedad? En primer lugar, porque los tenías. En segundo, porque te apoyó Edmonds; pero el marido de Beatriz hubiese podido hacer muy poco en nuestro favor si no hubieran existido títulos antiguos. Artigas no tiene ningún titulo de propiedad. Las tierras que posee se las quitó a los franciscanos. Eso lo sabe todo el mundo.

—Yo no aseguraría tanto y, en cambio, sé que los yanquis se las quieren robar. ¿O acaso te imaginas que lo hacen para devolvérselas a sus legítimos dueños?

—Desde luego, no lo hacen por eso. Admito que el juez Salters y unos cuantos más, tan canallas como él, quieren quedarse con la rica hacienda de Artigas. Pero ¿debes tú defender a un ladrón contra los ataques de otro ladrón? Deja que los lobos se muerdan entre sí. Deja que Artigas plante cara al sheriff. Lo único que te ruego es que no te comprometas tú.

—He prometido…

—No has prometido nada, papá. Artigas se ahoga, y en vez de ahogarse solo, como haría un caballero, quiere que todos os ahoguéis con él. ¿Crees que a Salters no le alegraría hundir sus manos en nuestra hacienda? Lo hará tan pronto como le des la oportunidad de hacerlo justificadamente. Dijiste bien al expresar el temor de que los yanquis sean capaces de quitarles sus patrimonios a todos los californianos. ¿Cuántos somos nosotros? Unos miles muy escasos. ¿Cuántos son ellos? Millones. Y cada día serán más. Hasta que los californianos seamos, en California, los menos. Casi extranjeros. Sólo con prudencia conseguiremos mantenernos dueños de lo nuestro. A la más pequeña torpeza nos despojarán. Se apoyarán en la Ley. Imitémosles. Es nuestra mejor arma. La Ley. La nuestra y no la suya. ¿No le pagas los estudios a Covarrubias para que se convierta en un buen abogado? Llámale en cuanto termine y sigue sus consejos. Serán mejores y más desinteresados que los de Artigas.

—He dado mi palabra —replicó, con testarudez, don César—. Si querías evitar que la diese, debiste intervenir a tiempo.

—¡Pero si cuando te pidió ayuda se la ofreciste de toda clase! ¿Por qué no le prometiste ayuda moral? Es la más cómoda. Es la que el propio Artigas prestó a Salinas, a don Goyo Paz y a cuantos acudieron a él en busca de dinero, de hombres y de armas. Echándose la mano al pecho, les contestó lo mismo: «Mi corazón y mis simpatías están con ustedes. Yo les apoyaré. La razón está de su parte». Y a no ser porque El Coyote intervino, los ahorcan a todos con la razón anudada al cuello.

—A veces hay que unirse incluso con los enemigos, César. Si por egoísmo dejo que arruinen a Artigas, mañana me puedo ver en su caso. En cambio, si todos nos colocamos junto a él y le defendemos con las armas en la mano, asustaremos a los yanquis…

—¡Por Dios, papá, no digas esas cosas! A los yanquis los pudisteis asustar cuando teníais el apoyo de Méjico. Pero ahora… ¿Qué representan unos centenares de peones californianos frente a los muchos miles de soldados que llegarán de todos los rincones de Estados Unidos?

—Nuestra raza nunca ha vacilado en luchar contra enemigos superiores. Y cuando no hemos podido vencer, hemos sabido morir con tanto honor que nuestra derrota se ha convertido en victoria…

—En victoria moral. Nada más. Y en el caso que nos ocupa ni existe patria por la cual luchar, ni el honor se halla al lado de Artigas. ¿Sabes cómo se nos consideraría en América si nos pusiéramos al lado del hombre que se ha enriquecido con los despojos de las misiones, que compró con botellas de tequila las vacas y los campitos que se dieron a los indios, y que incluso asesinó a unos cuantos peones que se oponían a sus deseos? Pues se nos llamaría bandidos. Puedes estar seguro. Se diría que, habiendo sido ladrones, ahora no queremos soltar lo que robamos.

Don César era demasiado viejo para dejarse convencer por las palabras de su hijo, por muy razonables que éstas fuesen.

—Aunque tuvieras razón, yo apoyaría a Artigas porque se lo he prometido. Ya te he dicho que no tengo dos palabras.

César se encogió, resignadamente, de hombros.

—Has vivido demasiado para cambiar —suspiró—. Quieres coger una olla sin asas y llena de agua hirviendo. ¿Sabes lo que pasará? Pues que te abrasarás las manos, soltarás la olla y te escaldarás los pies.

—Correré esos riesgos.

—Está bien. Dicen que sarna con gusto no pica. Pero si veo que te rascas, pensaré que el refrán miente.

—Esta tarde te traspasaré tus bienes —dijo el anciano.

—Los de mi madre y la mitad de los tuyos. No lo olvides. No tienes derecho a exponer mi futura herencia. Al menos, déjame la mitad.

—Eres despreciable. ¿Y tú llamas egoísta a Artigas?

—Yo no ataco a don Heriberto sólo por el mal que ha hecho en su beneficio. Le ataco porque ahora quiere exponernos a todos a pagar las consecuencias de su egoísmo. Si creyese que él desea que nos ahoguemos todos a fin de seguir siendo dueño y señor de lo suyo, le admiraría, aunque le seguiría combatiendo. Lo que encuentro peor es que quiere que los demás se ahoguen con él. Sin beneficio para nadie.

—He dado mi palabra y no pienso seguir discutiendo. Adiós.

Y don César de Echagüe puso fin a la larga conversación con una orgullosa salida de la estancia en la cual había tenido lugar.