Leonor llegó a tiempo para asistir al entierro, que se verificó en el cementerio particular de los Echagüe. Ella y su marido vestían de negro y en todo Los Ángeles se aseguró que había sido un entierro precioso y magnífico, muy entonado con la categoría del viejo hidalgo, cuya presencia aún llenaba toda la casa, y a quien se esperaba encontrar en el salón o en su despacho, refunfuñando, amenazando con terribles castigos; pero revelando, en cuanto se presentaba la oportunidad, un corazón de oro.
En la enlutada iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles se celebraron los funerales, coincidiendo, por azar, con el proceso de los miembros de la banda de Artigas. Éstos eran cinco y se esperaba que se solicitaran por lo menos cuatro penas de muerte, ya que Luis Martos seguramente sería condenado a una pena menor.
Pero Luis no tenía ninguna esperanza, a pesar de que el propio teniente Crisp, propuesto para capitán por su heroico comportamiento en la lucha contra los bandidos, le aseguró que se haría lo posible por salvarle. Ignoraba Luis que en aquel asunto había intervenido El Coyote y que a él se debía el informe sobre el escondite de los hombres de Artigas; El Coyote había pedido, a cambio, que no se condenara a muerte a Luis Martos.
Éste era visitado diariamente por Esther, cada día más delgada, y con los grandes ojos más llenos de angustia.
—Si me condenan a muerte no quiero que me ahorquen —le había dicho Luis el día antes del juicio—. Debes traerme un veneno para librarme de la cuerda.
Esther había vacilado y estuvo a punto de prometer que le llevaría el veneno; luego rectificó.
—No debes hacerlo. Es una cobardía. Debes aceptar el castigo, y si no se puede evitar que se cumpla en ti, aceptarlo, al menos, con hombría. Si yo pudiera dar mi vida por la tuya, ¡qué bella me parecería la muerte, por dolorosa que resultase! ¡Qué fácil me sería matarme cuando tú ya no estés; pero seguiré viviendo hasta que pierda las fuerzas de vivir! Porque viviendo sufriré más que muriendo.
Luis insistió, suplicó, amenazó y, al fin, Esther se fue llorando y llena de vacilaciones. Aquella mañana fue a visitar a don César para darle el pésame por la muerte de su padre.
—Tú necesitas más consuelo que yo —sonrió, tristemente, el joven—. Pero no pierdas la esperanza. Luis ha cometido locuras muy graves que merecen un castigo; pero no será el de quitarle la vida.
—¿Y Artigas? ¿No merece un castigo?
—Para todos es un héroe.
—¿Para usted también, señor?
—Para mí, no; pero mi opinión no vale nada. Luis está defendido por un buen abogado.
Pero el abogado podía hacer muy poco ante la declaración de los otros presos de que en el combate de San Gabriel, Luis Martos mandaba el grupo que dio el primer asalto y se apoderó del parapeto.
Luis no negó esta acusación, pero agregó que, horrorizado por lo que había visto, huyó de la banda y no tomó parte en ninguna acción más.
El abogado hizo resaltar su impetuosa juventud y su amor a la patria, causas ambas que, combinadas, dieron por resultado aquella locura.
El fiscal objetó que aquella locura había costado cuarenta vidas humanas. Vidas de soldados que también eran jóvenes, impetuosos y patriotas.
Esther García se desplomó, silenciosamente, en medio de la sala del tribunal, sin que Luis pudiera acudir junto a ella. Cuando al fin, algo repuesta, salió del juzgado, su salida coincidió con la terminación del funeral. Era como un fúnebre presagio que estuvo a punto de derribar de nuevo a Esther, cuyos grandes ojos negros dejaban escapar continuas y silenciosas lágrimas.