—Le previne varias veces —dijo el doctor García Oviedo al joven César de Echagüe—. Su padre nunca me ha querido hacer caso y… —el médico movió la cabeza—. No sé. Quisiera ser optimista; pero… no puedo. Con el corazón no se puede bromear como lo ha hecho su padre. Luego, todo eso de Artigas le ha afectado mucho. Me alegro de que haya llegado usted tan oportunamente.
César había entrado ya varias veces en la habitación de su padre. Éste se hallaba tendido en la cama, inmóvil, rígido, con vida sólo en los ojos. Su blanca barba se confundía con el embozo de la sábana.
—¿Qué mentira te ha contado García Oviedo? —preguntó trabajosamente el anciano.
—No es nada optimista, papá.
—¿Ha dicho eso?
—Y algo más.
—Me alegro de que por una vez no te portes como un crío. Temí que me vinieras con mentiras bonitas. Yo sé que me muero. No me alegro; pero no me asusta la idea de ir a rendir cuentas ante Dios.
—Siempre he estado seguro de que no te echarías atrás cuando llegara ese momento —respondió el joven.
—No. Hasta el último instante debemos ser fieles a nuestro blasón. A ti te costará un poco, ¿verdad?
—¿El qué?
—El tener valor cuando te llegue la hora.
—Quizá. No tengo tu energía.
—Quiero decirte algo que no he dicho a nadie. Artigas es o era un canalla. Tú lo afirmaste y yo te lo rebatí. He pecado excesivamente para querer cargar con una mentira más. Y el darte la razón es una penitencia que me será buena.
—Haces bien. Siempre hay que decir la verdad.
—En mi despacho encontrarás una carta con mis últimas disposiciones. Las escribí hace unos días, cuando el doctor me empezó a hablar de si mis ojos indicaban que mi corazón iba mal. Haz venir a los religiosos para que me preparen. ¿Cuándo cree García que se terminará todo?
—No lo ha dicho. Pero creo que será pronto. Estas emociones han sido demasiadas para ti.
—Ve a leer la carta y date prisa. Me parece que, realmente, no duraré mucho. Lamento que Leonor no esté aquí.
—Puede que llegue a tiempo.
—Ninguna mujer llega nunca a tiempo. Tú lo sabes.
—Pero los caballeros deben esperarlas. Tú también lo sabes, papá.
—Sigues siendo tan impertinente como de costumbre. Pero ya no puedo enfadarme. A pesar de todos tus defectos, te quiero y te he querido más de lo que mereces. Beatriz se llevará un gran disgusto. Ella sí que no podrá llegar a tiempo. Se fue demasiado lejos. Anda, vete.
César fue al despacho y encontró una carta en la cual su padre detallaba con extremada minuciosidad todos los detalles para aquel momento. Durante toda la tarde los criados del rancho estuvieron yendo y viniendo a Los Ángeles.
A la noche, cuando hubo terminado la actuación de los religiosos, César entró nuevamente en el cuarto de su padre. La habitación olía a cera, a capilla.
—Ya estoy preparado para el viaje —sonrió débilmente el anciano—. No esperaba que fuese tan pronto. Me creía muy fuerte aún. Dijo fray Anselmo que California me ha matado.
—Tiene razón. La amaste demasiado. Pero la culpa no es tuya. California es tan hermosa que lo merece todo. Incluso dar la vida por ella.
—No me des la razón porque comprendas que me estoy muriendo —sonrió el anciano—. Respetaré tus opiniones aunque sean contrarias. Luego llama a Lupita. Llorará mucho; pero quiero despedirme de ella. Parece mentira, César. Hace unos días me resultabas insoportable. Ahora, en cambio… Te veo tan pequeño como cuando llevabas aquellos ridículos vestidos que te hacía tu madre. Yo creo que ella, con toda su buena voluntad, te estropeó. Te mimó demasiado. La culpa de que seas como eres es un poco de ella. Dentro de un rato, cuando volvamos a encontrarnos, la reñiré. ¡No supo hacerte como yo hubiera querido que fueras!
—¿Le dijiste a fray Anselmo que habías visto al Coyote? —preguntó César.
—Estuve a punto de no decírselo. Pero al fin se lo confesé, aunque me costó mucho esfuerzo.
—¿Fue porque le diste tu palabra de no descubrir a nadie que estaba vivo?
—Claro; pero…
El anciano interrumpióse, mirando fijamente a su hijo. Al fin, preguntó:
—¿Cómo sabes…? Si yo no te he dicho ni una palabra…
—Te dijo: «No ensucie sus manos matando a un perro como ése, que me pertenece a mí».
—Es cierto. ¿Lo he dicho delirando?
—No has delirado ni un momento, papá —contestó César, alterando el tono de su voz—. Antes de que nos separásemos te juré que mataría a Artigas aunque tuviera que ir a buscarle al fin del mundo.
—¿Esa voz…? ¡No, César, no! ¡No te burles de mí! ¡Es imposible! ¡Tú no eres El Coyote! El Coyote murió hace tiempo.
—Aquel era un falso Coyote. Yo maté a uno de sus cómplices. Fue cuando resulté herido por Charlie MacAdams. Tú creíste que se me había disparado un revólver entre las manos.
El agonizante permaneció callado largo rato. Sólo el jadeo de su respiración indicaba que aún estaba vivo. Con un esfuerzo y con los ojos brillantes, preguntó:
—¿Por qué me has ocultado durante tantos años eso?
—Tuve miedo de que, si lo sabías, tu entusiasmo nos perdiera a los dos. Era mejor que incluso tú me creyeras un cobarde.
—Pero me has castigado durante muchos años haciéndome creer que tú no eras como han sido siempre los Echagüe. ¡Me habrías hecho tan feliz diciéndome a tiempo la verdad! No es agradable sentir desprecio por un hijo. Y yo lo he sentido muchas veces. Debes perdonarme. Hice mal en no tener siempre fe en ti.
—Antes de revelarte la verdad me has dicho que me querías y me habías querido siempre.
—Sí… A veces me consideraba un gran estúpido por querer a un hijo como tú. Pero nunca perdí del todo las esperanzas. Una vez, cuando eras tan pequeño que cabías en mis dos manos, dije, por decir algo, que estaba seguro de que llegarías a ser famoso… A hacer grandes cosas. Fui muy sagaz, ¿verdad? Como si, hubiese visto la verdad. Pero luego, cuando regresaste de Cuba. Tan… —El anciano se echó a reír débilmente—. De todas formas fue una magnífica broma. Nos engañaste a todos. Incluso a mí. Me gustaría vivir lo suficiente para llamar a don Goyo y decirle que mi hijo es El Coyote. ¡Cómo se quedaría! Parece como si viera su cara. Se ha permitido varias veces decir que tú eras… Si aguanto esta noche, hazle venir. No quiero perderme el placer de verle abrir los ojos llenos de asombro. Y otros también sabrán quién es mi hijo. ¡Conque es un lechuguino que no tiene coraje para responder con un tiro a una bofetada! Se iban a quedar más corridos… Pero… Leonor lo sabe todo, ¿verdad?
—Sí. Lo descubrió cuando me hirieron en su casa. No pude evitarlo.
—Ahora comprendo de quién está enamorada. Nunca la había comprendido. Si llega a tiempo le pediré que me perdone por haber dudado de su inteligencia.
El moribundo calló unos instantes, respirando con gran fatiga. Por último pidió:
—Llama a Julián y a Lupita. Quiero decirles quién eres. Ellos son de confianza. Son gente como la de antes, de esa que se deja hacer pedazos antes que descubrir un secreto. También me quiero despedir de ellos. La chiquilla llorará mucho y me emocionará; pero quiero ver su cara cuando le diga quién eres tú.
—Seguramente se emocionarán —murmuró el joven.
Una sospecha asaltó al anciano.
—No se lo habrás dicho, ¿verdad? Supongo que tampoco habrás tenido confianza en ellos. Si no la tuviste en mí…
—Claro, papá. Nadie ha sabido nunca nada. Sólo Leonor.
—Me habría disgustado que sólo no tuvieses confianza en mí. ¡Cómo has cambiado! ¡Parece como si, de pronto, me hubiera nacido otro hijo! Muy crecidito… Date prisa. Y que Julián vaya en seguida a casa de don Goyo. Que venga a verme y a oír unas cuantas verdades. Corre. No pierdas ni un minuto. Me quedan muy pocos y quiero aprovecharlos.
César salió del cuarto, seguido por una orgullosa mirada de su padre. En la estancia contigua estaban Julián, con el rostro demudado, y Lupe, que lloraba silenciosamente. Les explicó que su padre deseaba verles.
—Según lo que os diga, demostrad un gran asombro —dijo—. Como si hasta este momento no hubierais sabido la verdad. Y a ti, Julián, si te envía a casa de don Goyo, no vayas. Vuelve al cabo de un rato diciendo que no estaba en casa, pues ha marchado a Capistrano o a otro lugar.
Entraron los tres en la habitación. La débil claridad de una lamparita de aceite alargaba y acortaba las sombras en el rostro del anciano.
A veces parecía formarse una sonrisa. Luego, la sonrisa transformábase en una mueca; pero cuando los tres llegaron junto al lecho vieron que el señor de Echagüe tenía los ojos entreabiertos y en los labios una suave sonrisa que, al prolongarse, se hizo rígida, indicando que era la última; pero indicando, también, que la muerte le encontró en plena felicidad.