Capítulo XV:
El fugitivo

Desde la mañana, después del combate, hasta la noche, Artigas y su gente marcharon sin reposo. Tan sólo a los caballos se les permitió que bebieran agua. Los hombres, en todas aquellas horas, permanecieron montados, atentos solamente a interponer la mayor distancia posible entre ellos y San Gabriel.

George Crisp, con las manos atadas a la silla de montar y los pies sujetos uno al otro por una cuerda que pasaba bajo el vientre de su caballo, iba entre Artigas, Mark y Harries. Ninguno hablaba; Crisp, porque estaba demasiado afectado por lo ocurrido a su gente; los otros porque no querían que el teniente averiguara nada acerca de sus secretos.

—Puede llegar un momento en que la vida de ese oficial sirva para comprar la nuestra —había dicho Artigas, y todos estuvieron de acuerdo con él.

Al anochecer llegaron a los montes de Peñas Rojas, y entre los árboles establecieron su campamento. Se prohibió que se encendiesen hogueras, pues se corría el peligro de que las descubrieran desde Los Ángeles, atrayendo así a las patrullas que tal vez rondaban aún por allí, aunque lo más probable era que todas las fuerzas se hubiesen dirigido hacia San Gabriel.

Crisp fue bajado del caballo y, bien custodiado, obtuvo permiso para dar un corto paseo que devolviera la circulación a sus entumecidos miembros. Después fue atado de nuevo y quedó al pie de un árbol, en el centro del campamento, custodiado por Basilio, que durante más de dos horas, insensible, como los demás, al cansancio del viaje, estuvo afilando su cuchillo en una piedra que de cuando en cuando humedecía con saliva.

—Es un buen cuchillo —dijo una vez—. Si tengo que utilizarlo contigo, yanqui, te resultará demasiado bueno. Se hundirá en tu carne como si la tuvieses de manteca.

Crisp se volvió para evitar la mirada del mestizo y, en el mismo instante, tuvo la seguridad de haber visto moverse un cuerpo humano. Debía de ser alguno de los miembros de la banda de Artigas. Pero mientras mantenía la mirada fija en el punto donde había percibido el movimiento, lo advirtió de nuevo. Y esta vez, inconfundible. Alguien se deslizaba hacia él.

El teniente no abrigaba ninguna esperanza de salvación y el temor de que se tratara de alguien que pretendía matarle no le resultó muy descabellado. Entre aquellos asesinos cualquier cosa era de temer. Especialmente después de haber visto cómo trataban a los prisioneros de guerra.

Volvióse y notó que Basilio no había visto nada. ¿No le convendría avisarle? pero ¿no sería la muerte una liberación de aquel tormento? Le habían deshonrado y pretendían deshonrarle más.

Uno de los durmientes se incorporó, muy cerca de donde ellos estaban.

—¡Estoy molido! —gruñó, en español—. He dormido sobre una piedra como un huevo, Basilio.

—Calla y deja dormir a los demás —replicó Basilio, sin volver la cabeza.

La figura del que se había levantado quedaba silueteada contra el fondo vagamente más luminoso del cielo. Crisp le vio acercarse a Basilio y, de súbito, lanzarse sobre él y, mientras con la mano izquierda le tapaba la boca, con la derecha le hundió en el corazón la brillante hoja de un cuchillo que, al salir, ya no brillaba.

El matador de Basilio aún sostuvo un momento el cuerpo del mestizo, siempre tapándole la boca; después, lo dejó caer lentamente al suelo, y en la manta con que se había estado cubriendo secó la sangre que empañaba el brillo del cuchillo.

Inclinándose hacia Crisp, cortó rápidamente las cuerdas que le sujetaban, diciéndole en voz bajísima:

—Otra vez nos encontramos en plena noche, señor teniente.

—¿El Coyote? —susurró Crisp.

—Sí. Tuvo usted mala suerte; pero ahora podrá vengarla. Coja el revólver de Basilio y su sombrero. No se oculte. Vale más que crean que pertenece a la banda. Si no le da asco mancharse con la sangre de un canalla, póngase la manta.

Crisp no tuvo valor para exponerse a rozar la ensangrentada manta. Siguió al Coyote hacia el lindero del campamento, y cuando un centinela les preguntó adonde iban, ayudó al Coyote a derribarlo de un culatazo y dejarlo caer suavemente, evitando el menor ruido.

—Por aquí podremos escapar —explicó El Coyote—; pero supongo que deseará usted saldar las cuenta que tiene pendientes con Artigas, ¿no?

—Lo haré prisionero.

—No, no se estila aquí. Me fío poco de su ley. Podrían absolverle. Prefiero enviarlo al tribunal Divino. Allí sabrá mejor que nosotros lo que se debe hacer con él. Sígame. Les vi montar una tienda de campaña para los tres jefes.

Siguieron por entre los árboles hasta alcanzar la tienda indicada por El Coyote. A Crisp el corazón le latía furiosamente. ¡Tener que deberle ayuda al Coyote!

Éste abrió la entrada de la tienda echó una rápida mirada al interior. Volvióse en seguida, ordenando:

—Vámonos. No hay nadie. Deben de haber ido a esconder el oro.

—¿Les podemos esperar? —preguntó Crisp.

—No. Es preferible que usted se marche. No se presentará otra oportunidad como ésta. Están tan fatigados que duermen como troncos. Y no me esperaban. Les vine siguiendo desde San Gabriel. No se lucieron mucho ustedes.

—Todo falló lamentablemente —suspiró Crisp.

El Coyote recomendó silencio, y volviendo sobre sus pasos se detuvo un breve instante al lado del inconsciente centinela. Le ató y amordazó con pasmosa rapidez y cogiendo de la mano a Crisp, lo arrastró en pos de él, diciendo:

—Tenemos una hora de tiempo. Es más que suficiente para que usted se salve.

—Artigas se quedó con mi sable.

—Ya lo recuperará otro día.

—¿Por qué me ayuda? —preguntó Crisp cuando estuvieron más lejos.

—Ya se lo dije. Hoy somos amigos. Mañana quizá seamos adversarios; pero yo siempre juego limpio.

—Ha matado a un hombre para salvarme.

—No. Lo he matado porque se lo merecía.

Descendían por entre las altas rocas siguiendo un camino abierto por las aguas. Al fin, después de numerosas caídas por parte del teniente, poco habituado a marchar por tan malos caminos, llegaron a una plazoleta donde estaban atados dos caballos.

—Uno de ellos es robado. El de usted. Devuélvaselo a su amo y dele sus excusas.

—¿Se marcha? —preguntó Crisp.

—Sí. Ya no me necesita. Siga por este camino y llegará dentro de unas horas a la carretera de Los Ángeles. Buena suerte. Recuerde que no debe mencionar a nadie mi nombre. Me perjudicaría.

Crisp tendió la mano al Coyote; pero éste hizo como si no la viese. Crisp inclinó la cabeza y, dando media vuelta, emprendió el camino indicado por El Coyote. Este partió en dirección opuesta, y dos horas después, gracias a un camino mucho más corto, entraba en el Rancho de San Antonio, donde, ayudado por Julián, se acostó. Estaba rendido de fatiga.

También el teniente Crisp llegó a su destino; pero ya cuando el sol estaba en el horizonte. Cayéndose de fatiga, presentó un informe verbal a sus superiores, así como las huellas de las ligaduras que le sujetaron. A la pregunta del comandante sobre quién le había liberado, replicó:

—No lo sé. Era un miembro de la banda. Asesinó al guardián y luego me cortó las cuerdas.

—Es un asunto muy grave, teniente Crisp —advirtió el comandante—. Debemos terminar con ese bandido y toda su banda y recuperar el oro. Sólo así conseguiremos una disculpa de Washington. Desde luego, lo más importante es acabar con Artigas.

—Se puede enviar gente al campamento… —empezó Crisp.

—A estas horas han advertido su huida y están lejos —replicó el comandante—. Debemos esperar a que alguien los vea.

Váyase a descansar. De momento quedará usted sin mando y sujeto a proceso. Se le confiaron treinta hombres y una fortuna y vuelve usted sin una cosa ni otra.

Crisp obedeció las órdenes, durmió pésimamente, y a media tarde, no pudiendo aguantar más el frío ambiente del fuerte Moore, descendió a Los Ángeles en busca de un poco de calor en la taberna de Fawcet.

Entró en ella pensando en su mala fortuna, y apenas hubo dado dos pasos vio que la fortuna le volvía a sonreír. Desenfundó con veloz movimiento su revólver y, a grandes zancadas, fue hasta uno de los bebedores. Con voz triunfal y temblorosa de emoción, ordenó:

—Levante las manos, Luis Martos, si no quiere que le mate aquí mismo.

Luis había bebido demasiado licor para olvidar y para intentar la menor defensa. Como un niño se dejó maniatar. Luego, sujetas sus manos a una cuerda cuyo otro extremo sostenía el teniente Crisp, ascendió vacilante la colina en cuya cumbre estaba el fuerte.

—Mi comandante —anunció Crisp—. Aquí le presento a uno de los hombres que nos atacaron en San Gabriel y que asesinó a nuestros soldados.

—Es verdad —tartajeó Martos—. Yo los maté y estoy ya harto de querer olvidar lo que no puedo ni podré olvidar jamás.

Y aquella noche, ya completamente sereno, admitió todos los cargos que se le hacían por parte de Crisp.

—No asesiné a ningún prisionero —dijo—. Es lo único de que soy inocente.

Pero a las preguntas relativas al escondite de Artigas no pudo dar ninguna respuesta valiosa. No sabía nada. Pero él era culpable. Esto sí que lo sabía.