Capítulo XIV:
El regreso

Luis Martos llegó a la majada cuando el sol de mediodía caía de plano en ella. Desmontó frente a la cabaña de Pedro y se sentó en el rústico banco que se hallaba junto a la puerta. Allí le encontró Esther, con el rostro entre las manos, sordo a cuanto ocurría a su alrededor, incluso a su llegada.

—Luis.

No la oyó hasta que Esther repitió por tercera vez su nombre. Al principio con alegría, luego con extrañeza y, por fin, con temor.

—¿Qué te ocurre?

—¡Oh, Esther! ¡Dios mío!

Ocultó su rostro contra el cuerpo de la joven, sin ver que vestía un traje nuevo y más bonito que los anteriores.

—¿Qué te pasa? ¡Contesta, Luis! ¿Qué tienes?

—Fui un loco. No debí marcharme jamás de aquí. Ha sido espantoso. Yo creí que era otra cosa.

Hablaba atropelladamente. La inquietud de Esther aumentaba por momentos.

—¿Estás enfermo?

—No. No. ¡Cuánto te he echado de menos! Deseaba volver a verte y no apartarme jamás de tu lado. ¡Te quiero tanto!

Estas palabras tan esperadas le producían a Esther ahora que las estaba oyendo, una emoción muy distinta de la que ella habíase anticipado. La asustaban, porque algo muy grave debía de haber ocurrido en la vida de Luis para que, de pronto, sintiera la necesidad de amarla.

Se sentó junto a él y le acarició los cabellos y las mejillas.

—Cuéntame lo que ha sucedido.

Luis se lo explicó. Al terminar sentíase más tranquilo, y Esther, en cambio, más asustada que antes.

—¿No corres peligro aquí? ¿Y si saben…, si saben que tú interviniste en esa lucha?

—No lo sabrán. Tú no dirás nada a nadie, ¿verdad?

¿Cómo podía preguntarle semejante cosa? ¿Cómo era posible que temiese su indiscreción?

—No, Luis; ni con un tormento me arrancarían nada que te pudiese perjudicar. ¡Yo también te eché de menos ayer y esta mañana! Cuando te vi aquí pensé que eras un fantasma creado por mis ilusiones. Te pudieron matar…

—Cuando vi aquello lamenté que no me hubieran matado. Al menos no tendría este peso en mi conciencia. Hasta que muera veré ante mis ojos aquel horrible cuadro de cuando aquellos hombres hundían sus cuchillos en…

—¡Calla, por Dios! ¡No pienses más e eso! Olvídalo como si fuera un mal sueño, una pesadilla de las que a veces no asaltan en las noches malas.

—No puedo olvidar. Si cierro los ojos veo a aquel chiquillo, más joven que yo con el cuello ensangrentado, y a Merino secándose en su uniforme una mano tan roja como si la hubiera hundido en un charco de sangre.

—Te traeré algo de comer. Seguramente no has probado bocado desde que te fuiste, ¿verdad?

—Anoche comí algo. Ahora no tengo apetito. Más tarde. Pero si tuvieses algún licor…

—No, Luis. Yo creo que no debes beber. Aunque bebieses no olvidarías. Has de vencerte a ti mismo. Tú no has hecho nada malo. Vuelve a ser como eras.

—No volveré a ser el que fui. Estoy seguro. Algo murió en mí esta mañana.

—Yo haré que resucite, que vuelvas a ser como antes. Y cuando lo consiga no me importará que… que me vuelvas a ver como me veías.

—Nos casaremos. Te necesito a mi lado. Esther. Tengo miedo de estar solo.

—Serénate. No debes hablar así. Yo haré cuanto tú quieras. Te dedicaré mi vida, que en realidad no es mía, porque tú eres el dueño de ella.

Por fin sabía decir lo que deseaba. Las palabras fluían fáciles de entre sus labios. No llegaban con retraso, sino oportunas. Y era tanta su emoción, que ni siquiera lo advertía.

Cuando regresó Pedro a su cabaña y vio a su hija y a Luis, fue a hablar; pero los grandes ojos de la muchacha le pidieron silencio. No le fue fácil contener sus preguntas; pero lo consiguió, e incluso logró hablar con Luis como si no se hubiera enterado de que la noche antes y todo aquel día estuvo ausente de su puesto. Luego él fue quien preparó la cena, oyendo retazos de conversación que comprendía, aunque le alarmaron porque le hicieron ver que había ocurrido lo que su hija anhelaba.

—… ¡Qué hermosa eres! He tenido que alejarme de ti para comprenderlo…

Y Esther:

—¡Cuánto he deseado oírte decir eso…, aunque no es verdad! Yo quisiera ser muy hermosa para que te sintieses orgulloso de mí…

Un nuevo problema entraba en la vida de Pedro. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que su hija ya era una mujer y no la niña que él había seguido viendo hasta unas horas antes.

«¡Mientras esto no la haga sufrir más!», pensó.

Aquella noche Luis durmió en la leñera. Esther le oyó varias veces despertarse gritando, como si le atacaran. Y pidió a Dios que todo aquel dolor que destrozaba a su amado le fuese traspasado a ella, para sufrir por él.

Al día siguiente, Luis volvió a vigilar el rebaño. Esther no bajó al rancho. Por un día no echarían de menos la leche. Tenía miedo de dejar solo al joven. Estaba tan poco habituado a sufrir moralmente… Los hombres físicamente fuertes suelen ser muy débiles cuando les asaltan los dolores que han despreciado tantas veces en los demás.

Durante toda la mañana le estuvo hablando de todo lo ocurrido. Era su gran obsesión.

—Te debo de parecer despreciable, ¿verdad? Otros han ido a la guerra y han vuelto sin que sus conciencias les atormentaran tanto.

—Yo creo que si después del primer combate les hubiesen permitido marcharse, todos sentirían lo que tú sientes —contestó Esther—. Pero luego se deben de ir acostumbrando y la sangre no les debe de parecer sangre. Ni los cadáveres cuerpos que un día estuvieron vivos. Los deben ver como cosas que siempre han estado muertas, como vemos nosotros esas rocas y esos árboles.

—¿Crees que no debí volver?

—No. Lo que creo es que no debiste irte jamás; pero bendito sea Dios por haberte devuelto a mi lado.

Pedro, como padre prudente, llegó a mediodía y, con la excusa de que había que preparar los quesos, se llevó a su hija a la cabaña.

—No está bien que te vean tanto con Luis —la reprendió.

—Es que me necesita, papá. —Respondió Esther, con sus límpidos ojos, muy abiertos—. Me necesita.

—Él es quien debe resolver sus propios problemas, hija mía. Ese trabajo es de hombres, no de mujeres. Ayúdame a hacer los quesos. Luego podrás volver junto a él.

Pero cuando Esther regresó al sitio donde había dejado a Luis, no le encontró. Y no supo que había bajado al pueblo, a Los Ángeles, en busca de algo que le hiciese olvidar por unas horas, aunque no fuera más, su delirante obsesión.